martes, 15 de septiembre de 2009

Zoe

Zoe

Pterocles Arenarius


Yo quería una niña. Una chiquita normal y común como cualquier niña. Una niña a quien alimentar, cuidar, divertir, enseñar el mundo. Convivir. Alguna vez soñé que una mujer que no quisiera a su niña, que existen, por razones espantosas y degradantes que sean, una mujer bien podría regalarme a su niña. También, tratando de tener los pies sobre la tierra pensé en acudir al DIF y solicitar una niña en adopción legal. Es requisito estar casado, uno entre dos mil a cual más riguroso. Bueno, pues incurriría en tan brutal sacrificio. Casarme. Así era de grande mi necesidad de una niña. Llegó a convertirse en un dolor, en una sensación de que la vida no tenía mucho sentido sin una niña. Por supuesto que una conclusión necesaria y suficiente apareció, si estoy dispuesto a cometer uno de los más bárbaros actos que un hombre puede cometer, el matrimonio, con tal de cumplir los requisitos para adoptar una niña (con los trabajos que implicara, como convencer a la interesada, etcétera), bueno, si es así, para qué la adopto, si la mujer que esté conmigo es común y normal, pues tendremos una niña propia. ¿Y cómo voy a asegurar que sea niña? Ah, conozco el milenario método que postuló Hipócrates para decidir el sexo de nuestros niños en el propio momento de concebirlos. No me lo pregunten en público porque es un poco embarazoso mencionar regiones íntimas de los cuerpos aludidos y las posturas requeridas. Pero es fácil colegir lo que, en todo caso, más nos interesaría, cómo hacer para que podamos escoger el sexo de nuestro bebé: el método tiene un sustento muy lógico. Los modernos neurólogos admiten --por las funciones que radican en cada hemisferio cerebral-- la existencia de dos cerebros físicos, uno masculino y otro femenino, puesto que está prácticamente aceptado que hay funciones más bien masculinas y otras más bien femeninas, sin que ninguna esté vedada al otro sexo. Igualmente ocurre en todo el cuerpo. ¿No es predominante la mano derecha en ciertas funciones sobre la izquierda que lo es en otras? Además Hipócrates sabía que quien decide el sexo (porque en sus gametos está el factor XX y el XY, para niñas y niños respectivamente, como hoy sabemos) es el hombre. Y puesto que tenemos dos pequeños testigos de nuestra masculinidad, uno de ellos es --o tiene que ser-- masculino y otro femenino; este mundo es absolutamente carente de absolutos, y no es uno de esos pequeños testigos absolutamente femenino ni el otro masculino, pero sí tienen uno y otro una fuerte predominancia estadística. Lo demás es simple ingenio anatómico-mecánico-erótico. Quien sepa leer que entienda.
¿Por qué una niña y no un niño? Por supuesto que busqué la explicación. Quizá hubiera una abominable patología oculta en lo más profundo de mí. No garantizo ni el sí ni el no. Pero hay un conjunto de razones perfectamente inteligibles y casi pueriles de tan sencillas. (Me perdonarán los misóginos y si no lo hacen no me importa): la vida me ha llevado a la conclusión de que las mujeres son superiores --si es que fuera posible hablar de superioridad de algún sexo--, además ellas tienen en mayor grado que los hombres las virtudes que aprecio más para los seres humanos: refinamiento, delicadeza, sensibilidad, intuición; además en ellas radica la facultad de la procreación: “El macho sobra en el universo, con la mujer habría sido más que suficiente” dice Remy de Gourmont citado por mi más que falible memoria, pero el último grito de la moda en ciencia lo comprueba, la clonación es posible sin la participación biológica del macho en ninguna parte del proceso. Creo que las mujeres son seres más completos. Los hombres son simplemente más activos por su propia incompletitud. La estadística, otra vez, demuestra que entre el sexo femenino hay un promedio de normalidad notablemente superior. Las malformaciones congénitas son más comunes en bebés masculinos. La mortandad en edades tempranas perjudica más a los niños que a las niñas. Y los desquiciamientos mentales o las sociopatías son mucho más comunes entre los hombres, de lo que dan testimonio cárceles y manicomios. Aunque, al parecer, también la genialidad extrema (que es una locura lúcida que no vacilan en llamar espantosa quienes la gozan y más bien la sufren) tiene una frecuencia más alta entre los hombres. Existe un libro formidable, un ensayo en donde el filósofo español Pepe Rodríguez nos convence de que Dios nació mujer, en donde demuestra que en las religiones originales, la divinidad era femenina. Pero lo que me definió a lo largo mi vida en favor de las mujeres es el hecho de que ellas son hermosas. “Belleza es verdad, verdad es belleza, nada más es necesario”, según John Donne a través del filtro de mi no tan confiable memoria. Siendo riguroso en extremo tengo que aceptar que mi filoginia en realidad es una elección, una cuestión de gusto. Llegué a convencerme de que, si un hombre alcanza una gran estatura humana es porque acumula en sí mismo las mejores virtudes femeninas. En suma, prefiero a las mujeres porque --quizás no en lo particular-- en lo general son, tanto para mi gusto, como para mi escaso discernimiento, superiores a los hombres. “Mientras las mujeres sostienen al universo sobre sus espaldas, los hombres abandonan sus hogares para ir a mover las ruedas de la historia” dijo García Márquez alguna vez. No faltó la ocasión en que alguien me hizo la maligna interpelación: “pues si tanta es tu admiración y tu amor por las mujeres, confiesa que te habría gustado ser mujer”; afirmación que, viniendo de quien venía era --puesto que implicaba una defección del orgullo masculino-- una acusación de homosexualidad. Mi respuesta fue una creación. Apareció natural, inmediata y clarísima, como una iluminación. “Sí, es indudable que me hubiera gustado y mucho ser mujer, excepto por una razón: que la mejor forma de disfrutar de cosa tan buena en este mundo es siendo hombre”.
Por todo eso y más, una niña. Quería una niña. En el año 99 encontré a una linda muchacha con virtudes más que plausibles para que fuera la encargada de traer a este mundo a mi niña.
Tuve que convencerla, de hecho le hablé de mi necesidad de una niña desde nuestro primer encuentro; y logré su convicción usando al máximo mis mejores facetas en todos los ámbitos. Hasta que un día bendito me exigió “quiero tener una niña, ¿cómo le vas a hacer?”. Es muy sencillo --contesté con esa seguridad masculina que jamás tiene el menor sustento ni siquiera en el que la presume y es más bien un recurso desesperado que, sin embargo, muchas veces funciona--, conozco el método hipocrático.
Y pusimos genitales a la obra.
Nueve meses después nació la niña. Este 28 de febrero hizo dos años. Hoy la niña se llama Zoe que en griego significa vida y le agregamos el nombre de su mamá, Araceli, que en latín es Ara: altar, Coeli: cielo.

jueves, 3 de septiembre de 2009

150 del inicio de la victoria

150 años del inicio de la victoria

Pterocles Arenarius

Para María

En el presente 2009 estamos cumpliendo 150 años de un momento definitorio para la historia de nuestro país. Efectivamente, en el año de 1859 México se encontraba convulsionado por una cruenta confrontación entre los bandos liberal y conservador. Es en el 59 decimonónico cuando empieza a inclinarse la balanza en favor de los liberales.
Consideremos con brevedad la circunstancia mexicana a principios del siglo XIX. La independencia había concluido en 1821, pero las estructuras del poder y la organización social estaban intactas, si acaso algún número de españoles habían sido expulsados, se calcula que más del 95 por ciento de los mexicanos eran analfabetas, la población indígena, diezmada por trescientos años de opresión, vivía en condiciones que hoy llamamos de extrema pobreza, la gran mayoría de los habitantes de nuestro país ni siquiera sabía de su pertenencia a México y la desigualdad social era monstruosa, mientras los terratenientes, verdaderos señores feudales actuaban como dueños de vidas y haciendas, el pueblo sobrevivía en condiciones atroces de miseria y subalimentación que les permitían apenas no morir de hambre y la prepotencia de estos latifundistas se describe brutalmente por la abominable costumbre conocida como “el derecho de pernada” o el “derecho” de los amos para violar sexualmente a todas las mujeres que alcanzaban la nubilidad. El promedio de vida de las clases humildes no llegaba más allá de los treinta años y las rebeliones indígenas eran frecuentes y siempre ahogadas en sangre.
México se encontraba muy próximo a la disolución, a su desaparición como país, un proceso que en los hechos ya se había iniciado con la separación de todos los países de Centroamérica que, hasta antes de Panamá, formaron parte de la Nueva España, La guerra imperialista depredadora de Estados Unidos contra México en 1847 demostró que la desaparición del país era una posibilidad real y más que palpable, un fenómeno que estuvo a punto de ocurrir y en el cual México perdió más de la mitad de su territorio.
Por otra parte, en aquel momento, la iglesia católica tenía un poder como casi nunca lo había tenido en algún país en su historia, quizá con la excepción medieval. Cerca del treinta por ciento de todos los predios e inmuebles urbanos eran propiedad de esa institución.
La Guerra de Reforma se inicia en 1858, cuando el bando liberal crea la Constitución de 1857, en la que se decreta la separación de la iglesia católica y el estado, se realiza la abolición de los grandes poderes de la iglesia, entre otros, seculariza el registro de los nacimientos, matrimonios y defunciones, expropia todos los bienes de todas las iglesias de tal manera que los templos se vuelven propiedad de la nación y se instituye una república federal organizada mediante tres poderes y tres niveles de gobierno.
Para el pequeño grupo de privilegiados y para la iglesia estas reformas eran inadmisibles y, con todo su poder económico y la autoridad moral de la iglesia sobre el pueblo ignorante y la dirección del ejército, los conservadores —encabezados por Félix Zuloaga, Leonardo Márquez y Miguel Miramón— se lanzaron a la lucha contra los liberales.
Con semejantes ventajas los conservadores pronto se adueñaron de la circunstancia y muchos de los liberales debieron exiliarse para conservar la vida. En los hechos, Benito Juárez se convirtió en un presidente itinerante que debió establecer su gobierno en Guanajuato y luego en Veracruz.
Es a finales de 1859 cuando por fin entran en vigor las leyes vertebrales de la Constitución de 1857. Éstas fueron la Ley Juárez, que abolía los fueros militar y eclesiástico, es decir, puesto que tanto militares como miembros de la jerarquía eclesiástica se encontraban fuera de la ley civil ya que no podían ser juzgados por ésta, cuando cometían faltas o delitos, se encontraban impunes. La Ley Juárez obligaba a todos los ciudadanos a someterse a las mismas leyes, las que serían (teóricamente) discutidas y aprobadas por todos los ciudadanos. Así, por primera vez ocurre en México que todos los ciudadanos fueran considerados iguales ante la ley.
La Ley Lerdo, creada por Miguel Lerdo de Tejada, establecía que todas las propiedades de la iglesia serían vendidas a particulares, con el objetivo de reanimar la economía que se encontraba estancada por la improductividad de las vastísimas propiedades del clero.
Finalmente, la Ley Iglesias, que redactara José María Iglesias y en la cual quedaba estipulado que todos los servicios eclesiásticos, como el bautismo, la confirmación, el matrimonio, la extremaunción, debían ser gratuitos para los pobres.
La iglesia católica rechazó enérgicamente estas leyes, pero como respuesta sólo consiguió un decreto emitido por el general en jefe de las fuerzas liberales en ese momento, Santos Degollado, quien promulga el decreto de que los réditos de los capitales en poder del clero católico serían expropiados para sufragar los gastos de la guerra contra los conservadores.
Es en este año de 1859 cuando empieza a verse que la victoria de los liberales era posible. Termina de fraguarse en el siguiente con las victorias del general Jesús González Ortega sobre Miguel Miramón, en Silao, Guanajuato y luego en Calpulalpan, Tlaxcala y culmina en enero del 61 con la entrada en la Ciudad de México del presidente Juárez.
Con la victoria de los liberales se constituye realmente el país. Es luego de ésta, cuando por primera vez México tiene estatuto de nación y condiciones de mínima unidad. Por fortuna, las instituciones de México se han mantenido, aunque con graves desviaciones y no menos inmensos errores, sin embargo, gracias a unas sólidas estructuras de gobierno fue posible a México sostenerse como nación a pesar de las grandes hecatombes sociales como la invasión francesa y la revolución de 1910.
En los hechos, la Constitución liberal de 1857 continuó vigente, aunque reformada, en la de 1917. Objetivamente hablando es posible así, considerar a Benito Juárez y el grupo de sus colaboradores, los liberales, como los verdaderos fundadores de México.
Justo Sierra, el gran educador y jurisconsulto se refirió a los liberales del siglo XIX mexicano como “aquellos hombres que parecían gigantes”.