jueves, 16 de enero de 2014

Ser vil y servil

Ser vil y ser vil






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Pterocles Arenarius
Columna: In naturalibus


  
En el feisbuc vi la foto. Era un profesor de primaria con pinta de campesino sureño, morenazo, bigote estilo Pedro Armendariz, con su reciedumbre rural notable en la mandíbula y los correosos músculos de antebrazos y manos. Andaba en una manifestación contra el gobierno (¿quién no está contra el gobierno en estos tiempos?). El mentor cargaba un cartel que él mismo, maligno y acucioso, con buena letra e impecable ortografía habrá pergeñado: “Enrique Peña Nieto: tú y yo, misma hora, mismo lugar, mismo examen. El que repruebe se va”. Pues el profesor sabe contra quién se pone, pensé. No es mucho mérito escoger a un discapacitado intelectual como contrincante. Aunque sí lo es desafiar a un sujeto con el máximo poder en

México, por más que su notabilísima discapacidad lo haga vulnerable al menos en el ámbito intelectual. ¿Pero cómo llega al supremo poder de un país un tipo como EPN? Se supone que la política, como pocos oficios, exige dotes intelectuales de nivel destacado. ¿Cómo un hombre que no es capaz de hablar de tres libros bien leídos en su vida puede no sólo aspirar sino, según él dirigir una nación? (aunque sea al abismo, pero dirigirla).
Los políticos de nuestro país están sin duda entre los más perversos de muchas naciones del mundo. Aquí han perpetrado asesinatos, masacres, crímenes secretos, guerra sucia masiva y clandestina, desapariciones, magnicidios, torturas a discreción y por sistema como método para investigaciones (¿qué investigación podrá ser posible torturando a un ser sometido a la brutalidad y al terror? ¡Y se siguen tomando en cuenta las “confesiones” bajo tortura!); amenazas de muerte tanto públicas como clandestinas, todo para adquirir o para conservar el poder. ¿Cómo, pues, llega un iletrado al máximo poder en una nación con más de cien millones de habitantes?
>No es tan difícil explicarlo. Desde la revolución francesa, Montesquieu (aunque mi memoria no me permite asegurar al cien por ciento que él haya sido) dijo que “Cuando se desata la lucha por el poder entre gran número de individuos de un mismo grupo, es muy común que alcancen la cúspide los peores”. Si pensamos que la lucha por el poder extrae lo peor de los seres humanos, no sería tan extraño el resultado que (supuestamente) anota el francés. Algo así como La conjura de los necios, que noveló John Kennedy Turner a su vez citando a Jonathan Swift. Sólo que esta conjura no es contra un genio que surge, sino para apropiarse del poder.
Por otra parte, desde hace muchos años, siempre hemos sabido que en el PRI los políticos manejan en sus fulgurantes trayectorias de ascenso mediante la infalible consigna de “Ponerle el culo a los de arriba y darle por el culo a los de abajo”; o bien una variante: “Ser soberbio con los humildes y humilde con los soberbios”. Entre los políticos mexicanos ha habido un talento descomunal para el servilismo y la abyección.

Y hay más. Los presidentes mexicanos —para nadie es un secreto— durante mucho tiempo, cada uno de ellos en su momento, designaron a su sucesor. Era una prerrogativa fuera de la ley y, claro, no escrita. Así lo hicieron durante décadas desde Plutarco Elías Calles. Porque antes de eso, el cambio de poder implicaba matar al antecesor. Pero, bueno, encontraron la manera de hacer el cambio de poderes sin asesinatos de por medio. Normalmente, el que estaba en la presidencia procuraba localizar dos características en el que lo habría de suceder: que fuera el más rastrero (no el más leal, la lealtad es una forma de la grandeza que te hace ir contra tu mejor amigo cuando es necesario; aquí era un ejercicio consistente en que el subordinado tenía por costumbre ponerle el culo al amigo encumbrado, al protector; encubrir al secuaz; ser cómplice del bandido). En primer lugar, el presidente en turno escogía al más sumiso de sus colaboradores. La segunda cualidad es que a la vez fuera el más estúpido de ellos.
La treta, después de Plutarco Elías Calles funcionó. Cada uno escogió siempre al conjuntara la dudosa cualidad de ser el más pendejo y que hubiera demostrado sexenalmente ser el más servil. Porque el más güey sería fácilmente manipulable y el más lacayuno, sería ideal para encubrir las tan jugosas como numerosas raterías. (Bien vale anotar que la honrosísima excepción fue Lázaro Cárdenas).
Sin embargo, ya en el poder y con una corte de achichincles, lamebotas y una cohorte de criminales incondicionales a su servicio, el nuevo presidente, por más tarado que fuera, le volteaba la tortilla a su predecesor y benefactor. La tradición es que el nuevo rompiera con el que lo entronizó. Así se forjó la actual desgracia de México. Desde hace muchos años cada presidente se dedicó a buscar al más pendejo de su gabinete para ponerlo como presidente. Hasta que la serpiente se mordió la cola cuando aquella decantación en favor del más inepto se volvió contra el que estaba en turno. Miguel de la Madrid tiene el dudosísimo título de ser el pendejo entre los pendejos. El pendejo buscado sexenio tras sexenio. Al final de su mandato, antes de que MMH dejara de ser presidente, Carlos Salinas ya era el que mandaba. Luego, CSG tuvo que llegar a la presidencia con el fraude electoral más grande —hasta ese momento— de nuestra historia. (Después tuvieron que hacer más fraudes y más grandes y más descarados). Pero Salinas, aunque de inteligencia privilegiada, quién lo duda, era (es) un verdadero demonio. Un verdadero enemigo de México, o quizá, maticemos, tan amigo del dinero nacional e internacional que eso lo volvía, lo vuelve, más amigo del dinero y el poder que de cualquier otra cosa en este mundo, incluido México.
Luego el priísmo se agotó y —por recomendación de Estados Unidos— entregó el poder al inenarrable Partido (de) Acción Nacional, un partido moderno para el siglo XV. Pero en lo que sí lograron modernidad fue en las raterías; al final, aprendices del PRI por largos años, se ilustraron y se ejercitaron larga e intensivamente en las malas mañas y hasta llegaron a intentar superarlas. No pudieron, pero no es mérito, sino al contrario, demostraron ser mucho más pendejos hasta para robar. Sin embargo, así se demostraron una vocación rateril tan enorme como la los priístas, pero más autoritarios y, tantito peor, a lo tonto, desgraciando al país.
Pero, otra vez, ¿cómo llega al poder un tipo, por ejemplo, como Vicente Fox? (“Todos tenemos un tío ranchero medio tarugo, pero de eso a llevarlo a la presidencia de la república hay un abismo”). Con Fox parecía el colmo. Pero luego llegó Calderón, a quien lo menos que se le puede reclamar es su monstruosa irresponsabilidad (Muy al estilo —y con el mismo objetivo— de George Walker Bush quien fulminó las torres gemelas con costo de miles de muertos, con tal de convocar a su alrededor una dudosa unanimidad ciudadana, Calderón desató la llamada guerra contra el narco y provocó una sangría que no se había visto en México en un siglo).

Hoy tenemos un presidente que, no es demasiado decir, ha probado reiteradamente su analfabetismo funcional. Se equivoca casi cotidianamente; pareciera empeñado en mostrarnos su tontería a cada momento, a pesar de que sin duda debe tener a los más eruditos asesores encontrables no sólo en el PRI, sino que, sin duda, a cambio de dinero le diseñen hasta el gesto; y, se incluye entre tales asesores a Carlos Salinas de Gortari. El sistema político mexicano es prodigioso para llevarnos a despeñaderos cada vez más profundos de tal suerte que al final de cada sexenio pareciéramos haber tocado fondo, pero ellos logran alcanzar un precipicio inferior al precedente. El sistema mexicano pareciera la mencionada conjura de los necios contra todo aquel que sea brillante y honesto a la vez. Pueden perdonarle a un hombre hasta su inteligencia, pero jamás le perdonarán que sea honesto. Recuerdo a uno de los mexicanos grandes del siglo pasado: Heberto Castillo Martínez.

Un tipo de inteligencia deslumbrante, científico de alto nivel, profesional de la construcción, tozudo militante de la izquierda. Lo madrearon repetidamente, lo metieron a la cárcel, lo amenazaron y estuvieron a punto de matarlo varias veces (Si te agarran te van a matar, tituló un libro de relatos con esa frase que le dijo Lázaro Cárdenas para advertirle del peligro que corría, aunque también lo protegió). A Heberto le habrían perdonado todo, lo único que no le perdonaron fue su honestidad intransigente.

Para ingresar en la siniestra cofradía de los políticos mexicanos próximos al poder supremo, el primero y principal requisito, es, como en la mafia italiana, cometer un crimen. Aunque acá se conforman con un latrocinio, para que el nuevo ingresado, al estar sucio de corrupción, se convierta en cómplice y así quede incapacitado para denunciar y exhibir a los demás corruptos. Ese es el requisito de admisión. Hay que ser vil. Y luego servil. El que sigue es un ejemplo de funcionarete rastrero que cree, como otros cien de su ralea, tener un futuro promisorio en la cueva de bandidos que suele llamarse la “función pública”.


Llegué al C4, entre los conocedores llamado también C4 I4, o centro de Control, Comando, Comunicación y Cómputo (extrañamente en mucha de su papelería no le ponen acento a “cómputo” y uno lee “con puto”; entonces sería el C3 con su putito), además de Inteligencia, Investigación, Información e Integración. El C4 I4. Un búnker digno de un tiranuelo bananero. Recuerdo que era uno de esos lunes que van salvando su condición de insufribles (por la casi inevitable cruda luneseña) cuando transcurren, sin avatares intensos. Pero entré en las “maravillosas” instalaciones (ojo, el C4 I4 es una construcción que, según sus especificaciones, aguanta ataques terroristas, terremotos de 99 grados Richter y también ataques nucleares, a güevo. Lo que no soporta son inundaciones cuando llueve fuerte en el DF. Parece que, como casi todo lo que construyen acá a cargo del gobierno, fue edificado con las patas para robar dinero del millonario —6 mil millones de pesos— presupuesto), flamantes en ese momento. Por más que en pocas semanas tuvieron que cambiar el piso de deslumbrante mármol blanco, por uno de color más sobrio, pues una inundación desgració el piso original. Sí estaba bonito. Edificio nuevo. No en balde costó, dicen, seis mil millones de pesos. ¡Dios del cielo, cuantísimo dinero se habrán robado si hasta se inunda! Quisiera de veras, ver una afectación grave, no quisiera verlo, porque lo que fuera nos afectará terriblemente a los chilangos. Pero si no aguanta ni siquiera una inundación ¿entonces qué?
En fin, basta de digresiones, voy entrando con mi ya casi controlada cruda por las deslumbrantes instalaciones del C4. Los pisos resplandecen. Luego de la entrada, en el vestíbulo, hay una escultura bastante agradable de un sereno, emblema del antiguo oficio de vigilante de la Ciudad de México en los siglos coloniales. Todo acceso se controlan con tarjetas electrónicas que desbloquean las puertas. Si no cuentas con una te quedas encerrado. Soy un falso periodista amateur —no porque sea aficionado, sino porque casi siempre escribo sin cobrar—, y soy falso periodista porque en realidad no soy sino cuentista y novelista. Tengo que hacer una nota sobre el C4 para ganarme una más o menos aceptable cantidad de dinero, pero en realidad me vale madres todo. Hay un güey así como muy mamerto, sacoencorbatado, con cara de pendejo y actitud de cacagrande. Estoy acostumbrado a semejante tipo de pendejitos. Pasan otros dos cabrones que lo ven y se desvían de su evidente camino. Pienso, a este güey le tienen miedo y, en efecto, el cabrón va hacia los temerosos y les dice:
Y ustedes ¿qué hacen aquí, por qué no están trabajando? Se me van rápido a su oficina. —Los aludidos lo obedecen como borreguitos. Envalentonado se va contra mí—. ¿Y tu quién eres? ¿quién te dejó entrar?
Yo me llamo Pterocles Arenarius y vengo a buscar a un hijo de su puta madre que se llama Fausto Lugo.
¿Y por qué eres tan maleducado y me ofendes sin conocerme? No sabes con quién estás hablando. Yo te puedo perjudicar para toda tu vida… Ten mucho cuidado con lo que dices aquí…
No…, no te ofendo. Ni siquiera sé quién eres… No me digas que tú eres Fausto Lugo. —Para ese momento ya está llamando con un aparato de intercomunicación:
Seguridad, vengan en este momento al vestíbulo principal. ¿Quién dejó entrar a un sujeto muy raro, quiero ver si trae la identificación oficial correspondiente? Ahorita me van a explicar los que están en la entrada principal. —Llegan de plano cuatro policías pálidos porque les telefoneó ni más ni menos que el mero mero. Como si les hubiera llamado el mismísimo Dios Padre—. Saquen a este individuo. Remítanlo a un juez cívico por violar el reglamente interno de acceso a este centro de alta seguridad del Gobierno del Distrito Federal.
¿O sea que sí eres Fausto? Hijo, mano, te dije que buscaba a un hijo de su puta madre que se llamaba Faust…
¡Sáquenlo!
Oye, nada más respóndeme un par de preguntas y después si quieres me metes al bote.
En primer lugar yo no hablo con un individuo que se viste como un fantoche y ni siquiera usa corbata. —Y el inFausto tiene razón: soy un viejo barbudo, con larga melena, pantalón vaquero, una camiseta vieja y vulgar con una camisa desabrochada encima; en tanto que aquí todo el mundo parece incluso dormir con la puta corbata puesta.
Ah, claro, la corbata. Nada más dime, ¿hasta qué punto el hecho de tener trece mil cámaras en la ciudad tiene por objetivo la seguridad de los ciudadanos o se convierte en una intromisión en la vida de los ciudadanos… —No contestó nada. Al contrario, estaba más emputado que al principio. Les repitió que me sacaran lo más rápidamente posible de sus instalaciones así, dijo, como si fueran de su propiedad. Llegaron los policías nerviosos (¿por qué serán tan agachones, tan serviles y tan lambiscones?). Les sonreí y les dije “Vámonos, no hay porqué hacerla de jamón”. Se dieron cuenta que no había necesidad de llevarme jalando y ni siquiera de tocarme. Caminé hacia donde ellos me señalaron.
¿Y qué onda, muchachos, qué tal está aquí el jale? ¿Por lo menos les pagan bien? —Estaban tan dispuestos a “hacer bien su trabajo” que no me contestaron. Seguí el camino que me indicaban, que era por un lugar distinto al que usara para entrar. Les pregunté que a dónde me llevaban. No me contestaron. Les dije que yo quería salir por donde entré. Me dijeron que me iban a sacar por la puerta de atrás del C4. Todavía con desconfianza los seguí y, sí, me sacaron por una puerta que desconocía. Lo extraño es que había unos veinte señores uniformados con vestimenta de trabajadores de limpieza. Me miraron algo sorprendidos. Como no había logrado la entrevista con el inFausto Lugo y ni siquiera con los policías quienes respondieron a mis amistosas preguntas con “Mira, greñudo, vete y no vuelvas a venir por aquí porque te vamos a madrear y el jefe nos va a autorizar a que te detengamos, cabrón. Órale, llégale”. Entonces pensé que por lo menos podría hablar con los trabajadores de limpieza. Me senté junto a los barrenderos.


Quióbole, amigo.
Buenas tardes, señor.
Oye,¿ aquí qué hacen? ¿tú sabes algo?
Pos aquí es el C4, donde vigilan con todas las cámaras que pusieron en la calle.
¿Ah sí? ¿Tú conoces a los que vigilan?
Los conozco… Pero nada más de vista, porque ninguno quiere hablar con nosotros.
—<¿Por qué?
Pos es que somos los de limpieza y nadie quiere hablar con nosotros.
A poco, ¿ni siquiera les hablan?
Es que ellos son gente…, acá…, ¿sí me entiendes, señor?
Oye, pues qué jijos de la chingada… ¿Y por qué están afuera?
Es que nos sacaron.
¿Y por qué los sacaron?
Siempre que llegan visitas nos sacan. Porque damos mal aspeito a las personas que visitan el C4. Pos quien quiere ver a un basurero… Pos yo digo que, hasta cierto punto, tienen razón. Bueno, es más, cuando el jefe anda en los pasillos, nos encierran en el baño, para que no nos vea.
¿Ustedes le dan horror, como si fueran ratas? ¿Algo así?
No mame, señor…
O tú dime ¿qué chingaos significa eso?
Bueno, es que nosotros andamos mugrosos y el señor siempre anda muy bien trajiado y hasta brilla de que se baña todos los días. Aquí todos le obedecen, aunque luego pida puras pendejadas. Tiene cinco carros, uno para cada día, ha de tener como mil trajes, porque nunca le hemos visto uno repetido; come en los restoranes más caros y se coge a casi todas las secretarias del C4, igual que a los carros, una cada día, porque además aquí tiene recámara y baño para quedarse a dormir por si hay una emergencia. Na’más se le antoja una vieja y la invita a su recámara y al rato ya salen ellas muy bañadas, bien cogidas, él es don chingón y uno, pos uno es un barrendero ¿cómo vas a comparar?
A ver, a ver… ¿cómo estuvo eso…? Repítemelo. ¿Dices que tiene cinco carros?
Dos camionetotas de lujo y tres carritos del año. Chingones todos.
¿Y cómo le hace el señor, si en la página del C4 dice que gana 60 mil pesos mensuales antes de impuestos?
Ay, compadre, hasta crees…
Bueno y a ti cuánto te pagan.
Uy, no, pos por eso te digo, yo gano una mierda…, el mínimo, pues. Pero bueno, como dobleteo, ya saco dos mínimos. Pero es una putiza, entro a las ocho de la mañana y salgo a las nueve de la noche…
¿Por dos sueldos mínimos? ¿Y qué dice el hijo de su puta madre del Fausto?
No, pos el señor no tiene que ver nada con nosotros. A nosotros nos contrata una compañía —y me señaló el logotipo de su casaca verde que decía Servicios Universales de Limpieza— y esa se contrata con el C4. Por eso ni siquiera nos hablan y también yo creo por eso nos echan pa’fuera cuando viene una visita y cuando sale de su oficina el jefe.
Oye, ¿y no te encabrona que sean tan mierdas?
Pos sí son mierdas, pero ¿qué gano con encabronarme? Fíjate que ni siquiera nos contratan con nuestro nombre, pa’que no puedas ponerles demandas ni reclames nada. Pero antes di que tengo chamba, porque si no ¿cómo le iba yo a hacer? Además, ya estoy viejo y dónde voy a conseguir un jale.
Mira, carnal, te voy a decir algo, nada más como ejemplo. En la construcción de esta chingadera se gastaron seis mil millones de pesos. Según es una construcción de lo más cabrón del mundo. Ah, pero, sí has de saber, se inunda cuando llueve fuerte. ¿Por qué crees que se inunda?
Pos sí, señor, todos lo sabemos. Se robaron el dinero y construyeron con materiales chafas.
¿Cuánto te gusta que se hayan robado de los seis mil millones? Nada más con que le dieran un pellizco de quinientos, imagínate. Y estos son funcionarillos pendejos. ¿Cuánto robarán los que están hasta arriba? ¿Y tú ganando dos salarios mínimos por catorce horas de trabajo?
Pos sí, señor, pero ¿qué le hacemos? No se puede hacer nada.
No, nada. —Lo miré a los ojos. Los entrecerraba por el sol que nos caía encima impertinente—. Luego nos vemos, güey. —Pensé que Fausto Lugo era un político de esos que llegarán muy alto, porque son gente muy baja. Así es como le hacen para llegar: ojo politiquillos, ojo sujetos mezquinos y urgidos de creerse superiores, ojo escoria: ser viles con los humildes y serviles con los poderosos. Esa es la gran receta para triunfar.
Caminé unas veinte calles por mi colonia y otras dos más. Vi esos plásticos que colocan en los postes, los llaman gallardetes de publicidad. Invitaban al “Informe legislativo” de una vieja pendeja y fea, diputada de la Asamblea de Representantes del DF. El objeto ese tiene más de un metro de largo por sesenta centímetros. La gran mayoría de la superficie la ocupa una foto de ella, fea, casi vieja, pretendidamente elegantísima (con buscados efectos de asesor de imagen) y glamorosa, con su peinado “de salón”, así como exquisita, cuidadamente descuidado, con una mascada amarilla al cuello, muy francesa ella, claro. Ridícula. Una aprendiza de la vulgaridad televisiva. Esa es mi representante. Me carga la chingada. Y es que además de que lo pendeja se le ve en la cara, se necesita ser pendeja para exhibirse así, ostentando su esplendor tan de mal gusto ante un pueblo que roza la desesperación y que siente que en buena medida es por culpa de esos “legisladores” a los que ya mucha gente les llama zánganos o parásitos.
Mejor que seguir produciendo enzimas dañinas con tan nefastas ideas me fui a curar la cruda —que ya era muy leve, pues la había sudado bajo el sol—, a ser feliz bajo influjos de tres o cuatro cocteles alcohólicos en la cantina más cercana. A escribir allí toda la parte del texto que está en cursivas como la nota que había prometido y que, por supuesto, rechazaron. Y, finalmente, a tramar la manera de hacer una revolución —violenta mejor o de perdida pacífica— con tal de expulsar del poder a los aludidos zánganos. Para que se entronicen otros como siempre ocurre.

miércoles, 1 de enero de 2014

Profesión de fe

(Cuento Guadalupano)

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Pterocles Arenarius
 

Eran las once y pico de la noche de este once de diciembre y yo estaba tan borracho que hice dos cosas que podían haberme costado la libertad al menos por un par de días y cuantimás ahorita que Mancerda quiere bienquistarse con el crimen organizado, léase el PRI, para apretarle el puño a los chilangos y tratar de ser así como el candidote de la delincuencia desorganizada que es la clase política mexicana con el PRI a la vanguardia. Y luego hice una más grave.
El primer pecado: Me fui caminando y meando —para no hacer charco— desde el metro Balbuena hasta la calle José Rivera (unos doscientos metros). Iba pedísimo y con la vejiga próxima al estallido. De esas veces que ya no puedes ni apretar las nalgas. Meé alegremente mientras caminaba con insuficiente precaución para no mojarme los zapatos, el alivio era sublime (“La meada sagrada…, porque descansa el alma”). Caminaba y meaba. Caminaba y meaba. Era la felicidad. En plena calle, en la noche oscura y fresca, bajo el firmamento tachonado de estrellas. Otro sujeto ebrio que venía detrás de mí, al ver la prolongadísima trayectoria meatoria me alcanzó y, mientras me rebasaba me dijo “Ahi la llevas, ahi la llevas”. Le sonreí como lo hace un gran borracho: lo más cínicamente que me fue posible al tiempo que le dedicaba el consabido signo de “A toda madre, carnal” levantando en su honor el dedo pulgar. Él me respondió enseñándome la palma de la mano y largándose con una sonrisa al menos tan depravada como la mía.
 
El segundo pecado capital ocurrió una calle después. Luego de concluir la exoneración de la sufriente vejiga y quedar limpio de toda culpa micciónica, llegué trastabillante a la avenida Iztaccíhuatl (sic). Decidí tomar un descanso y a la vez mitigar la sorpresa de mirar a los miles y miles de peregrinos que todos los años pasan por tal avenida durante unas dieciocho horas sin tregua —ya ni me acordaba de que los once de diciembre siempre pasan—, obstruyendo cuanto de obstruíble existe en los veinte o treinta o cien kilómetros de sus diversos caminos, porque vienen desde todos los pueblos del Estado de México, de Puebla, de Hidalgo y otros. Por Iztaccíhuatl —que tiene un gran camellón que alterna andadores de tepetate con zonas jardinadas y árboles— caminan luego de seis, ocho o incluso doce o más horas desde sus sitios de origen. Cuando van por ahí todavía les faltan unos seis kilómetros para la Basílica de Guadalupe. Pero ya van de gane. Sobra decir que su paso es devastador (como el de Atila, El azote de
 
Dios, bajo cuya pisada ni la hierba crecía). Cada año casi acaban con el pasto y las flores del camellón. Señalan su camino mediante toneladas y toneladas de basura que abandonan en el suelo con toda naturalidad mientras avanzan a cumplir con la sublime devoción de rendir pleitesía, adorar a la Virgencita y, lo más importante, dejar millones de pesos a los no tan sublimemente motivados jerarcas coge-niños de la iglesia católica.
(Siempre he pensado que la Madre de Dios debía tener algún severo problema de autoestima para descender hasta esta Tierra inhóspita e irredimible para pedir a un indio que avisara que le construyeran una pequeña ermita donde adorarla. O, la neta, se me hace un poco infantil que la Madre del Dios Todopoderoso creador de cielos, tierra, mares y océanos y todo el rechingado e infinito universo con sus 93 000 000 000 —noventa y tres mil millones— de años luz de largo, necesite ser adorada por unos pinchérrimos seres que habitan en un planetilla perdido en uno de los brazos de una vulgar galaxia de las 100 000 000 000 —cien mil millones— que
 
más o menos hay en el tal universo. Y semejantes miserables habitantes de tan infinitésimo planeta que depende de una estrella que no tiene ni mayor mérito ni más atractivo que miles de millones de otras estrellas, sean merecedores de ya no digas el conocimiento, sino la atención y hasta que tan importante señora requiera ser adorada por esos ínfimos seres cuya objetiva representatividad en el universo tiende a cero. Pero en fin). Es absurdo, es ridículo y es tonto. Es una idea católica simplemente examinada por un descreído que tuvo la fortuna de leer tantita Física en la prepa.
Cada año se ven situaciones a cual más de absurdas en esas peregrinaciones. Desde los accidentes con sus correspondientes muertos de los que vienen en camión, los atropellamientos de los que vienen caminando o en bicicleta y más desgracias a veces incluso autoinfligidas; como ésos que se desmadran las rodillas por caminar con esa parte de su cuerpo desde la glorieta de Peralvillo hasta la Basílica. Los y las que se cagan a la vera del camino cuando no encuentran las casetas que les pone el Gobierno del DF para que en su caminar tan lleno de fe no dejen su cagarruta (su ruta de caca, pues). Todo sea por cumplir con la fe que los lleva a la anual veneración de la virgencita de Guadalumpen (sic, no es errata).
 
Me tiré a descansar en un sitio que sí tenía pasto. Los peregrinos pasaban. La gente de la colonia Moctezuma se organiza y les lleva comida y café a los heroicos peregrinos guadalúmpenes. Descubrí que a unos tres o cuatro metros del sitio en que me eché a recuperar algún porcentaje de mi equilibrio estaba una familia durmiendo bajo un árbol, enredados en unas jodidísima, insolvente cobija y acurrucados todos contra todos buscando darse calor y salvarse del frío.
—Oye, compadre, hace un chingo de frío. ¿A poco ahí se van a dormir? —le dije al papá que me miraba con alguna desconfianza, tiritando mientras se asomaba por debajo de la cobijita.
—Sí, pos no hay dinero pa’l hotel. Qué se le hace.
—Mira, güey, yo me voy a quedar un rato aquí a que se me baje la peda. Luego yo creo que voy a ir a conseguir otro alcohol porque la cruda va a estar perra… Toma las llaves de mi casa y cáiganle ahí. Te vas por esta calle hasta que encuentres el doscientos diecisiete y, mira, con esta llave, la hexagonal, abres la puerta de la calle. Te metes, buscas el número cinco y ahí abres con esta otra llave, la cuadradita. No mames, hasta se te van a enfermar tus chavitos. —El señor, un indígena cuarentón, morenazo, de ingenua catadura y tipo de albañil o campesino me miró con desconfianza.
—No, señor, aquí nos dormimos. Ya es como medianoche, como a las cuatro ya nos vamos pa’nuestro pueblo. Muchas gracias, pero mejor aquí nos quedamos.
—¿Y desde dónde vienen caminando? ¿Ya fueron a la Basílica?
—Venimos desde Tlapanaloya, arribita de Jilotzingo…, ¿sí conoce por ahi? Es cerca de Huehuetoca.
—Sepa la bola. ¿Cuántos kilómetros?
—Unos sesenta kilómetros. Ya fuimos a la Villita a ver a nuestra madrecita… ‘Orita ya vamos de regreso —“En la madre”, me dije, “éstos sí creen a lo cabrón”.
—¿También caminando?
—Pos sí, el camión está muy caro y somos cinco de a tiro…
—Váyanse a dormir un rato a mi casa…
—No, mi jefe, gracias. Na’más descansamos un rato y ya nos vamos.
—¿Cómo te llamas?
—Espiridión Manrique.
—Bueno, Espiridión, ¿y por lo menos se divirtieron de venir hasta acá a ver a la madrecita?
—Sí, nos gusta venir. Pero estamos bien cansados, traemos las patas bien hinchadas y mi vieja no puede caminar porque se fue de rodillas desde la glorieta. Las trae en cachitos.
—Oye, y si no es divertido ni se ganan un billete ¿para qué…?
—No, pos pa’darle gracias a la Virgencita de tantas cosas que nos ha dado.
—Ah, cabrón, ¿les ha dado muchas cosas? —se me quedó viendo de una manera que no me gustó, como a él no le habrá gustado mi pregunta.
—La Virgencita nos ha dado todo…
—Ya. Pues pinche Virgencita, qué culera… Les ha dado la pura chinga. —Peló los ojos como si lo hubiera abofeteado y se puso de pie. Hizo gestos como si fuera a llorar.
—No me diga eso, señor, porque voy a tener que partirle su madre.
—Tranquilo, cabrón —le dije desde mi supina postura—, yo nada más te digo lo que veo.
—Pero a la Virgencita no la tienes que ofender, señor. Porque yo sí te parto tu madre. A la Virgencita nadie le falta al respeto.
—Pérate, carnal, tú me dijiste que la Virgencita les da todo. Lo que yo veo es que tú no tienes más que miseria, no mames, te duermes en la calle con tus hijos y les dan de comer estos cabrones que son mis vecinos. ¿Eso es lo que les da la Virgencita? Son puras chingaderas. —No terminaba de hablar cuando se me viene encima el indio cabrón echándome las manos al cuello como si quisiera ahorcarme. Aunque briago, no estaba tan adormilado y me moví para evitar que me agarrara y empezamos a forcejear. Lo hice tocar suelo jaloneándolo de la ropa.
—¿Qué te pasa, cabrón?
—No falte al respeto a la Virgen, no sea hijo de la chingada. Si usté no cree, respete…
—Pos yo respeto, pero a ustedes se los está llevando la chingada con todo y respeto.
La gente, algunas decenas de los miles que pasaban, se arrimó a ver qué pasaba. Pronto se dieron cuenta.
—Es que este borracho estaba ofendiendo y faltando al respeto a la Virgencita. —Dijo una vieja gorda.
—Hay que darle en su madre al cabrón, cómo voy a creer… —opinó un indio sesentón.
—Hay que quemarlo al hijo de la chingada… —se atrevió a invitar otra mujer.
—Además de briago trai al vivo diablo adentro. Cómo se atreve a ofender a la madre de Dios. —Dijo ya a gritos otra vieja. De inmediato me agarraron los peregrinos y me levantaron en peso.
—Yo digo que hay que quemarlo, para que se le quite. —Insistió la misma mujer y me llevaron a un árbol. Dios sabe de dónde salió un mecate y muy pronto estaba dolorosamente amarrado al tronco. Un indio me jalaba de los cabellos y me abofeteaba.
—¿¡Por qué ofende, cabrón, a ver, por qué!? —Otro empezó con la peor propuesta:
—Consíganse un litro de gasolina. Na’más lo prendemos y nos vamos rápido, pa’que no nos vayan a agarrar los tecolotes de acá.
—No sean pendejos, no me vayan a quemar porque se los va a llevar la chingada. Los van a agarrar, acá la policía es bien cabrona y más con los indios.
—Míralo, y además nos ofendes a nosotros.
—Pos es que son bien pendejos, la pinche Virgencita nunca se apareció. ¿A poco no saben que es española, hasta del nombre? Juan Diego nunca existió. La iglesia de los güeyes estos que se cogen a los niños inventó lo de la Virgen para engañarlos. El puto gobierno también quiere que estén bien pendejos creyendo en la guadalupana y viendo la televisión para que no causen molestias. Dios no existe…
—¡Ya cállate, con una chingada! —llegó uno de ellos y me abofeteó cuatro o cinco veces— Traigan rápido la gasolina para ya irnos.
Llegó Espiridión, traía con él a dos policías. Los que intentaban la quema de este hereje, en cuanto vieron los uniformes azules, se esfumaron entre la caravana de andantes que no disminuía.
—A ver, qué pasa aquí… —dijo un policía.
—Es que los peregrinos ya querían quemarlo —les informó Espiridión— porque estaba diciendo puras barbaridades de la Virgencita. Es buena gente, pero está borracho, mejor llévenselo a la cárcel porque si no, sí lo van a matar los peregrinos. —Los policías me desataron.
—¿Y qué les estabas diciendo? —preguntó un policía
—Nada, que son bien pendejos y que la Virgencita no les sirve para nada. —Espiridión y los dos policías me examinaron como a un espécimen extraño. Se miraron entre ellos y decidieron:
—Sí, hay que encerrarlo unos días, para que se le quite lo hocicón. —Dijo un policía.
—Es lo mejor, ¿no?, para que ya se quede tranquilo. —Consideró Espiridión con un serio gesto de sabiduría. Luego me subieron a al patrulla.