martes, 5 de diciembre de 2017

Jamonudo y Antolín


Jamonudo y Antolín

PteroclesArenarius
El acto más íntimo es el asesinato.
Publicidad para una olvidada película que se exhibió en los años 80.


El amor y el odio son una y la misma cosa. La diferencia estriba en que son de polaridades opuestas y extremas. Y ambas suelen ser igualmente devastadoras. Porque el Diablo y Dios uno y el mismo.

El día de su horrible muerte Antolín Sagredo llegó a la casa enrojecido después de beberse tres caguamas. Eso era extraño, porque él empezaba a emborracharse —si era con cerveza— después de la sexta de las “tamaño familiar”, denominación que refiere como si la familia mexicana tomara cerveza en pleno, pero, para evitar malentendidos, se adoptó la denominación para tal dimensión de envase que —por culpa de un intelectual— dieron en llamar tamaño caguama.
Y es que el famoso Pelón Sagredo había estado enfermo, cursillento, luego de unos tacos de tripa de un puerco que aquí en la misma casa mataran mal, a pedradas, dos semanas atrás, porque el animalito se les escapó cuando fue acuchillado fallidamente, sin la exactitud de los matanceros que al primer tajo dejan agonizando a la inocente irracional. Era una noble bestia que, como muchos más, había convivido con nosotros, las familias o retazos de familias que aquí, juntos, dejamos correr el tiempo. Se llamaba Jamonudo por los formidables perniles que mostró desde chiquito y era uno más de la familia.
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Un gran cerdo
El mismísimo Pelón fue el ejecutor del cerdito Jamonudo. Pero temulento como estaba en la ocasión, no dio el golpe de muerte en la cruz de las venas, donde el chancho no se puede mover cuando le atinan, porque no puede respirar, se desangra muy rápido y, aunque chilla feamente, se vence en menos de dos minutos mientras uno acapara el chorro de sangre para la moronga.
En la casa mucho se habló del Jamonudo. Era un cerdo real y tuvo vida de rey. Comía lo mismo que nosotros y por ser de raza, era alquilado para engendrar. Y no hubo puerca en esta colonia de la que no gozara. Y vaya que los cerdos gozan. Sin exagerar yo creo que fue ayuntado con más de cien marranitas y sus hijos pasan de los tres mil, si no me falla el algoritmo multiplicador. Un verdadero gran cerdo. Pero en la familia estábamos bien advertidos que un día nos teníamos que comer a Jamonudo.
Fue como premonición. Antolín Sagredo, a sus veintiocho años, y habiendo acuchillado ya a cantidad de cristianos (había, además, acribillado gente tanto a patadas como a balazos), por matar borracho, y puesto que los borrachos todo hacen mal, no ejecutó el golpe certero de filo contra el inocente Jamonudo, ese animalazo de noventa kilos, que luego de la cuchillada empezó a chillar, lo que es normal, al verse herido. Luego pataleó al sentir que ya era su muerte, lo que también hacen todos los puercos; pero éste, fuerte animal y conste que ya era viejo, se zafó de las amarraduras con que lo liaran mal, lo que también hizo Antolín, El Pelón, Sagredo. ¿Por qué?, porque él era el único grande de edad en la comisión de matar a nuestro marrano y es que no se debe hacer trabajo serio, como es ultimar un cochino y menos si era de la familia, sin traer pecho sano, entiéndase El Pelón andaba más bútago que buenisano.
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Policías, delincuentes. Delincuentes, policías.
Con lo que Antolín, El Pelón, Sagredo, también demostró que matar cristianos o intentarlo (a cuchilladas en su adolescencia, a golpe limpio de mano en su etapa de boxeador, a patadas y balazos en su primera juventud y en tortura cuando fuera judicial) se permite borracho. Marranos, no.
El puerquito logró zafarse de tan malograda atadura y en la desesperación de morir escapó de los que, luego de darle fin, habrían de lanzarlo al perol de aceite que, hirviente, ya estaba listo, esperando el desollamiento y la descuartización. Lo cual se hacía no sin dolor. Pero más nos valía comérnoslo nosotros, su propia familia que dejarlo morir de viejo y sin utilidad.
Al Pelón le ganó la risa cuando se le escapó el animalito y en vez de aplicarse a agarrarlo, se dedicó a ver cómo la chiquillada de sus cuñaditos, los primos de éstos y hasta sus amiguitos vecinos, trataban, no de amacizar al cerdo, re-anudarlo, sino que —puesto que además ni tenían las fuerzas para hacer el sometimiento— se dedicaron a darle de palos y pedradas hasta que el inocente animal se venció por fatiga, desangramiento y golpes. Era como si estuvieran entrenándose. Y es que siempre se ha dicho entre la gente de razón que el que es capaz de matar un puerco también lo es de finiquitar a un cristiano. Pero no era un acto de odio o enfermedad mental colectiva. Tenían que matar a Jamonudo para que no se muriera de viejo, se pudriera y acabaran echándolo a la basura. Mil veces mejor comérselo. Porque era uno de nosotros. Lo único malo es que se le estaba dando una muy mala muerte a nuestro querido marrano. No menos que la que —nadie teníamos idea— le esperaba al Antolín. Pero tantito peor para el Jamonudo, pues no estaba embriagado.
—Vayan a la chingada. Ora agárrenlo y cuando ya lo tengan me hablan —les dijo El Pelón a la parvada de los chamacos cuando veía entre carcajadas que el inocente cuadrúpedo corría con desesperación por el gran patio derribando triques cojeando porque no se alcanzara a librar del todo de los amarres, sangrando por la cuchillada imprecisa del Pelón y lanzando chillidos horrísonos como un demonio condenado por Diosito a los ardorosos infiernos y salpicando sus erráticos caminos con sangre.
Y se largó el cabrón. Así como era de voluntarioso, mal ordenado y baquetón, se largó a seguir el camino de la embriagadera, el único que siempre le interesó recorrer.Ya hasta se le había olvidado que el puerco se quedó herido y huyendo y la chiquillada persiguiéndolo a pedradas.Sería hora y media después que lo fueron a llamar.
—Antolín, que ya vayas a matar a Jamonudo.
—Ah chingao, ¿pues qué no lo han matado?
—Sí, ya lo matamos, pero no se quiere morir hasta que le saquen toda la sangre.
—Pinche escuincle pendejo… —mejor ya ni alegó El Pelón—. Cómo que no se quiere morir si ya lo mataron. ¿Quién entiende a un escuincle de éstos? —Pero cuando llegó se dio cuenta de que difícilmente le hubieran dicho con más certidumbre lo que pasara.
En el patio entero había encharcamientos de la sangre del puerco que había luchado por su vida hasta que su natural energía ya no dio para más. Quizá entre el desconcierto y el terror de que su propia familia quisiera darle la muerte. Y luego de qué forma. Estaba casi derrumbado en un rincón lodoso bramando ya débilmente, vacío por el desangramiento y sobremagullado por la pedradiza, le temblaban los perniles pero chillaba peormente de horrible y más lastimero que nunca. Y como ya no se defendía, los escuincles, casi tan inocentes como el propio animal, además de pegarle a pedradas, también lo pateaban, le jalaban la cuerda para derribarlo y, con palos, piquetes y garrotazos, hacían del tormento su desesperación. Tenían que matarlo y Jamonudo no se dejaba morir. Ya no querían causarle dolor, pero no podían tampoco matarlo. Las niñas ya más bien lloraban diciendo “Mátenlo rápido y ya no le peguen”.
El cochino ya no podía ni correr. El Pelón salió de la casa al patio y vio aquello. Hasta él, que siempre fuera desalmado, sintió feo. La sangre salpicaba las paredes. El animal estaba arrinconado gritando ya más de terror que de fuerzas, negándose a morir o a la mejor, más bien suplicando que le quitaran la vida y con ella tanto dolor.
—Hijos de su pinche madre… —dijo a los niños al ver aquello; le horrorizaría lo que pensó como la inocente crueldad asesina de las criaturas o quién puede decir que no estaría oscuramente presintiendo. No entendió que no querían provocarle el martirio, sólo matarlo, pero no tenían tantas fuerzas— son bien ojetes, miren nada más qué santa putiza le han dado a este pobre marrano.
Fue directo al puerco vencido y dicen —yo no estoy seguro de que haya que creerlo— que estaba llorando con el cuchillo en la mano. Que agarró al animal de una oreja y lo sometió. Luego le dejó ir la daga profundamente. El infeliz Jamonudo, moribundo, resistió sabiendo que ahora sí ya… iba a morir y El Pelón no se decidía a darle fin, a menearle el cuchillo para destrozarle las venas de abastecer el corazón. Así batalló unos minutos, forcejeando con el animalito, suficientes para que él también acabara batido de sangre como las paredes, los utensilios o triques regados por todo el patio y los charcos que empapaban de coágulos rojos a lo largo y ancho el solar.
Seis libros, una vida.

Todavía con el cuchillo encajado en el cuello se le escapó una vez más, ahora al Pelón Sagredo, pero ya nada más para echar un final berrido de cerdo que nos provocó escalofríos y echarse a medio patio a dejar que se le fuera la vida. La suegra del Pelón, doña Nicanora viuda, mi ex nuera, llegó a decir que el puerquito lloró tanto porque era, en otra existencia, un niño que mal murió y que había encarnado en ese pobre cerdo para ser parte de nuestra familia.
Se cocinó el animal en el enorme perol de cobre luego de desollarlo y destazarlo entre lágrimas de algunos. El cuero se guardó para chicharrón y las pezuñas para tallar las avemarías de rosarios. La carne salió muy fea —sería de tanto que martirizaran al cerdo— y al Pelón le hizo daño, le provocó la cursera que lo mantuvo enfermo hasta dos semanas y fuera luego causa de su borrachera precoz, efecto de sólo dos tres caguamas.
Pero El Pelón, buen alcohólico, en vez de curarse lo cursillento, lo tomó como pretexto para no “salir a trabajar”. Lo cual era el infierno para la familia de esta bonita muchacha que debiera quizá decirle mi nieta, Liset Berenice Pérez López, mujer de Antolín, a la que no es posible llamar de otra manera pues no están casados. Y es que cuando no “salía a trabajar”, El Pelón se quedaba en casa exigiendo que se le cumplieran caprichos de loco, echando trago con sus amigotes, reconviniendo a la familia que por jodidos y mugrosos, que por güevones y cobardes o que porque no faltaba y, cuando ya estaba borracho, burlándose de los chiquillos, haciéndoles bárbaras travesuras o, lo menos peor, echándolos a pelear para su diversión y la de los otros borrachos, sus compañeros. Por lo menos así los chamacos aprendían a defenderse.
Cada “salida a trabajar” de Antolín (que, mientras no lograra colocarse en corporación policiaca, ejercía el mal oficio, que por buen nombre se conoce como la ratería. Oficio que Antolín desempeñaba a mano armada y en transporte público, como ex policía con experiencia en confrontaciones a bala) representaba para la familia desde unos doscientos pesos por lo bajo, hasta los dos mil. No más, porque la gente de este domicilio, él así lo dijo siempre, “No es de mi raza” y como no tenía a quien más darle —pues el Pelón creció en orfanato y ni tiene raza ni conoció madre (no es gratis que le digan pelón de hospicio)—, le gustaba ser el que más daba dinero en la casa. Desde que se llevó a Liset y luego viniera a vivir con la familia de ella así lo hizo. Y también vaya que se lo cobró.
Liset tiene ocho hermanos y es la tercera en el orden. La mayor es Yésica Alín, que a sus dieciocho años se quedó madre soltera y tiene tres niños. El segundo es Yónatan Cutberto. Luego va la susodicha y siguen Cristian Anacleto, Michel Jeremías, de quien sigue otra niña que se llama Rósalin Aurora, que a sus trece añitos es una flor —para su desgracia a la vista y a la mano de su malviviente cuñado El Pelón Sagredo— y así, hay otros cuatro más chicos aparte de los tres hijitos de Yésica Alín y los dos de Liset Berenice, la mujer que de firme tuviera Antolín, El Pelón, Sagredo. Tantos niños que mejor ni nombramos porque sería cosa de nunca acabar.
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Prostitución y pobreza.
Yónatan, a sus diecisiete, casi nunca tiene trabajo. Ha aprendido oficios varios, pero no se ha aplicado el tiempo que lo llevara hasta ser maestro en ninguno y es que le pasa lo peor, es tan joven que, aunque se hubiera aplicado en sólo uno, todavía no llegara a ser maestro. No terminó la secundaria y a veces se va a esquinear limpiando parabrisas para ganarse un mermado billete porque los buenos cruceros están muy peleados.
Yésica se mantiene a un paso de la putería profesional que ahora llaman sexoservicio. Nunca lo ha dicho pero muchas veces se ha acostado con el tendero o el farmacéutico para que le regalen leche, medicina o víveres varios para sus hijos. La familia, ciertamente, es muy pobre. Lo que Yésica ya no pudo ocultar es que El Pelón también la somete a cometer coito con él casi cada que (a él) se le antoja y más o menos contra la voluntad de ella pero con la furia del pleno familiar Pérez López, porque “cómo voy a creer que este desgraciado se agarra a las dos muchachas” ha dicho hasta el cansancio la mamá Nicanora. Pero tampoco le tenía mucha fe a su inquina contra su doble yerno El Pelón, porque con lo que le recibían de dinero ya les iba muy bien y casi nunca se quedaban sin comer y si todavía les llegó a ocurrir el ayuno obligado fue por descuido y desorganización, porque dinero, aunque fuera recibido del Pelón, lo había. Por más que muy caro pagaban los beneficios de aceptarle billetes, no sólo con las dos muchachas. Y es que peor todavía es el hambre.
Ya viene Querido Pancho Villa, novela sobre la vida oculta del célebre guerrillero.

Lo que pagaban los Pérez López al pésimo hombre que fue Antolín Sagredo a cambio de su dinero no sólo era en cuerpo de muchachas, sino en la sangre de, principalmente, Yónatan, al que el Pelón traía juido, o séase, atemorizado, bajo amenaza perenne, pues lo ha golpeado en su propia casa y también encontrándoselo en la calle abusando de su fuerza y edad mayores y sus muchas más malas mañas.
A los más chiquillos también les llega a dar unas cuantas patadas, pero no en serio, como sí ha golpeado a Yónatan sin piedad.
Hasta que llegó aquel día en que apenas con tres caguamas que se estuvo tomando en la calle se dejaba ver ya medio entontecido de briago, pues llevaba como desventaja acumular ya dos semanas completas de cursera intensiva. Como no había “salido a trabajar” no tenía dinero. Mala entraña como siempre, vino a la casa a pedir billete.
—¿Dónde está tu madre, tú, güey? —le dijo a Cristian Anacleto. El Cleto que, como todos los de la casa le guardaba un enorme talego de odio, se hizo el tarugo y no le contestó. —Te estoy hablando, hijo de tu chingada madre, ¿estás pinche sordo o qué, pendejo?
—No’stés chingando ’orita, güey…
—Pos dime dónde chingados está tu puta madre, cabrón…
—No sé, chingada madre…
—Pos véla a buscar, hijo de tu pinche madre, pero muévete, pendejo. ¿O qué, tengo que soltarte unos patines por el culo, güey? Órale, pinche escuincle rezongón, y le dices que me mande cien varos porque estoy chupando y ya se me acabó el billete.
—Yo no voy.
—Te voy a chingar…
Cristian Anacleto se echó a correr. —Hijo de tu puta madre— le gritó El Pelón y agarrando lo primero que alcanzó su mano se lo aventó —un plato de barro que estaba en la mesa— con tan impresionante tino y cuantimás para estar medio borracho que le abrió una ranura como de alcancía en el centro izquierdo del cráneo. Pero el Cleto más fuerte corrió aunque desangrándose con tal de ponerse a salvo.
Luego pasó lo definitivo. Antolín Sagredo se quedó sentado, riéndose de que su cuñado el
mediano saliera herido y sangrante con tan poco de su esfuerzo: apenas aventarle un plato casi como sin querer. Disfrutó su risa un par de minutos. No pensaba, porque él era de esa clase de personas que no piensa, sino se mueve y si acaso siente, aunque por la ley de la vida, cada vez menos. Y ya se iba a la calle a seguir bebiendo cerveza con sus amigos, cuando vio a la chiquita Rósalin Aurora bañándose a jícara en el cobertizo de palos que deja ver la cabeza y los pies de quien está adentro; como ese baño está junto al escusado, es común que mientras alguien se baña, con frecuencia otro se mete a las necesidades de hacer en retrete. Por eso ella no se extrañó de verlo llegar. Pero además su desnudez no le era vergonzosa porque siempre había vivido y dormido entre muchos hermanos que la veían en calzones y, a veces, hasta sin ellos, como también ella los había visto no menos en cueros.
Pero no dejó de extrañarle que Antolín se asomara con tanta insistencia a mirarla con sus pechitos que seis meses antes eran todavía de chupón, pero para el momento ya definían volumen y un pezón de círculo mediano en dibujo perfecto; su vello en el pubis, finísimo y pequeño todavía, como terciopelo, sus nalgas ya redondeándose en modelado de preciosismo.
La miró y siguió mirándola. Sin pensar. Hemos dicho que esos individuos no piensan, hacen y las más de las veces hacen mal. Pero, además, ante la belleza en pleno o mejor aún, despuntando, nadie piensa, como aquí era el caso.
Entonces ella notó. Y su naciente y natural pudor de muchacha hizo que reaccionara:
—Sácate de aquí, Pelón, no me estés mirando —y se cubría los pechitos con el antebrazo y el pubis con la otra mano. Pero su gesto era como nunca agresivo, tanto que hasta ella se sorprendía—. No me gusta que me veas. Lárgate, por favor.
—No, morra, ven pa’cá que te quiero enseñar algo. Na’más tápate con la tualla pa’que no salgas tan encuerada.
—No quiero. Ya vete, con una chingada… —y sin descubrirse se acercó a la pared, agarró la toalla y se la puso al frente. El otro, calmudo, se metió al cobertizo con gesto de perro endiablado.
—Ven acá, dije, pinche escuincla putita… —y la agarró de una mano y de los cabellos. Ella empezó a llorar, a pegar de gritos.
—Déjame, Pelón, déjame, no me agarres —y se acuclilló haciéndose bolita en un rincón enredándose en la toalla, chillando de odio y terror como un perrito atropellado. Antolín, tomado por la lujuria, terco y obtuso como un cerdo, la agarró a dos manos de sus cabellos mojados y la arrastró desnuda y aferrada a su toalla. Mientras ella chillaba más fuerte que nunca en su vida. Llamada por la desesperante grita llegó madre Nicanora, suegra de Antolín por partida doble, la que en tal momento Antolín estaba empeñado en hacerla triple.
—Ay, cabrón este, deja a mi niña, desgraciado maldito. Auxilio, auxilio, se llevan a mi niña. —Y enloquecida de furia con desesperación lo agarró del cabello y jaló aprovechando la inercia de sus ochenta kilos.
El Pelón tuvo que soltar a la muchachita que se fue corriendo a vestir, hermosísima y muy mal cubierta por la toalla y el terror. El Pelón se le enfrentó a doña Nicanora a los golpes. Los dos gritaban: ¡Perro maldito!, ella y El Pelón ¡Cálmese, pinche vieja! Se zafó de manos de la doña gracias a haber cedido sendos puñados de pelo pero también a que le asestó un terrible bofetón de revés que la derribó al tiempo que le rompió la boca.
Y Antolín era tan fuerte de instintos y tan terco de genio que todavía se encaminó, dejando a su suegra en el suelo, a buscar a la chiquita que se había ido a vestir al cuarto de las mujeres. Estaba intentando abrirle la puerta a Rósalin cuando sintió un batacazo entre los lomos y la nuca. Alcanzó a ver al descalabrado Anacleto que luego de correr oiría la grita, primero de la hermana, luego de la madre y se armó de cierto bate de béisbol que pernoctara en el patio por meses.
Y le dio a Antolín a mansalva o sea sin buscarse riesgo y con el odio de la sangre que le había corrido por la cara.
Antolín Sagredo perdió hasta el aliento aunque no se derrumbó, se agarró de la puerta que forzaba y se volvió para hacer gesto de asombro y ver que el bate venía de nuevo, ahora directo a su cabeza, lo que le permitió, como animal matrero que era, medio esquivar el impacto que le alcanzó a dar en un hombro. Se le fue encima a Cristian Anacleto y rodaron. El muchachito sentiría que ya lo iban a matar. Pero llegó su madre Nicanora con un tubo que halló a la pasada en el fregadero y alcanzó a encajar tres tubazos en la espalda del Pelón mientras éste trataba —con dificultad por los dolores— de someter al Anacleto. Los tres gritaban haciendo un ruido que se volvió indiscernible. Se agregó Rósalin Aurora que, ya semivestida, regresara a agarrar al Pelón de los cabellos con fuerzas que se desconocía buscando estrellarlo contra el suelo.
Lectura pública

Como milagro entró Yónatan Cutberto, distraído, de pronto miró la escena que se le dificultaba creer: Antolín sobre su hermano Cleto, su hermana sobre Antolín columpiándose de sus greñas y la mamá Nicanora dándole con el tubo en los lomos. Caminó y casi corrió calculando los pasos como saltador olímpico y ejecutó una patada de futbolista que sonó seco y horrible en la cara del Pelón. Lo volteó bocarriba, lo que permitió a su hermano salir y ponerse de pie, recuperar el bate beisbolero y acometer por su cuenta. Rósalin soltó la cabeza que traía de los cabellos y dio dos pasos atrás. Antolín estaba atontado, adolorido, medio borracho y debilitado por quince días de cursera.
Mamá Nicanora y Cristian Anacleto sacudían al Antolín con toda energía, como si fuera un colchón percudido, ella con un tubo y él con el bate. Rósalin lo apedreaba sin tino, pero le dio la idea a Yónatan que agarró una piedra de doce kilos que, al pie de la puerta del patio, servía de asiento en las tardes cuando ya iba refrescando el día.
La cargó sin demasiado trabajo hasta acercarse al sitio del linchamiento. Le midió para no fallar porque Antolín se movía con mucho vigor tratando de huir de la felpa y cuando iba corriendo a gatas se la estrelló en la nuca. La fuerza y la precisión harían modelo del golpe. Antolín se derrumbó pero no se venció. Los más chiquitos, jubilosos, tomándolo a juego, también lo apedreaban desde mediana distancia. Eran unas diez personas metiéndole mano al Pelón, como si hubiera sido pila de agua bendita, según se dice.
Aparecieron una tras otra las dos hermanas, sus mujeres, la una de firme, Liset Berenice; la otra, YésicaAlín, la que, con pretexto de que ya no la agarró señorita, la usaba para satisfacer antojo de hembra. A la primera ya le había encajado dos criaturas, a la otra apenas uno.
Las dos muchachas vieron la escena. No quisieron participar. Sólo miraban. Yésica dijo azorada:
—¿Por qué le estarán pegando, Bere?
—Saabe… Algo les haría…
—¿Máaas…?
—Ya déjenlo…, ya no le peguen… —les pidió Liset aunque sin exagerada convicción. Yésica no se atrevió mucho más…
—Pos ¿qué les haría, oigan?, pérense tantito…
—El hijo de su chingada madre quería cogerse a Rósalin… —les informó de un grito Cristian mientras se preparaba para seguir tundiendo con lo que daban sus fuerzas en el ya martirizado cuerpo del Pelón Sagredo.
—Mmmmmmmmmmmhhhhhhhhhhhh —no era un chillido, no era una queja. Era un mugido para tratar inútilmente de meterse aire, pero sin lograrlo porque borboritaba sangre por boca y nariz. Indefenso Antolín no pudo hacer nada cuando Yónatan le arrimó una tanda de patadas recorriendo desde el vientre hasta la cabeza. Antolín pujaba ¡mhhmm…, mhhmm…, mhhmm…! respondiendo a cada golpe, mientras su cuñado inquiría:
—¿Esto era lo que querías, hijo de tu chingada madre? ¿Quieres más, hijo de tu puta madre? ¿Ya estás a gusto, culero?
—Ya le dieron a su antojo, ’ora sí ya déjenlo… —casi suplicó Yésica.
—¡Es que se quería coger a la niña, el hijo de su puta madre se quería coger a la niña! —le dijo en la cara Cristian que también es llamado Anacleto, para justificar convenciendo a su hermana de que la masacre debía continuar. Le pegaban con odio, no como a Jamonudo a quien se lo hicieran por compasión. Es decir, en principio, por amor. Para que su vida se volviera más útil de lo que ya había sido. Los golpes para Antolín sí eran de odio, porque su vida había les llegado a ser no sólo inútil, sino una pesada carga.
Lo agarraron, Cutberto de las greñas, mamá Nicanora de la camisa empapada de sangre; Cristian, el descalabrado, de una mano y se lo llevaron arrastrando hasta la entrada de la casa y, exhausto, lo echaron junto a la puerta; marcaron un caminito de sangre. Ya era ese momento en que la tarde se vuelve noche y allí se quedó.
Alcancé a verle los ojos cuando pasaba, aunque seguía sacando aire, su mirada era como de aquél que ya no es de este mundo. “A ver si no se les muere”, me dije, porque no puedo —ni quiero— decirle nada a nadie más. Pudiera, si quisiera, porque sé escribir y puedo, como se ve. Pero no, aquí no vale la pena. Mejor se lo digo a ustedes que leen como yo que escribo…
Los vecinos no le tomaron demasiada atención a pesar de que estaba ostensiblemente molido a tubazos, batazos, pedradas e insultos.
Allí se quedó tirado y la familia se dedicó a sus quehaceres u ocios, según. Nicanora a acabar de lavar su día, Liset Berenice a bañar a sus chiquitos, Yésica Alín a continuar su interrumpido planchado de ropa, Cristian Anacleto a ver televisión y luego a patinar en tabla, los niños a diversos juegos en el patio, Rósalin Aurora a ponerse bonita porque tenía que ir a un baile de adolescentes, para el cual se bañara cuando empezó el jaleo. O sea, la familia como si nada. Yo seguí, como siempre sentado en mi silla de ruedas que camina muy despacio y rechinando. Desde mi sitio, que me deja ver la casa casi entera, divisaba un cacho sanguinolento del Antolín que se asomaba por la puerta de entrada. En algún momento lo vi moverse tanto que dije “Levántate y anda, no vayas a causar un problema”, pero ya que lo pienso, a la mejor era el momento…, el único momento único de esta vida…
Más tarde merendamos café negro y tacos de arroz con frijoles. Nadie quiso acordarse del Pelón que seguía al pie de la puerta. Cuando, al terminar la televisión, alrededor de la medianoche mamá Nicanora mandó a Cristian cerrar, éste regresó a decir si “metemos al Pelón porque áhi sigue tirado”.
—Que se meta el cabrón cuando se le antoje, si se le antoja…, además ¿quién lo va a meter? —Dijo madre Nicanora, todavía con rabia. Y cada uno se fue a hacer su cama porque muchos duermen en el suelo. Recliné mi silla y me eché encima la cobija que llevo amarrada a un ladito. Y nadie se acordó de Antolín hasta que iba entrando la mañanita porque muchas gentes vociferaban en nuestra puerta y le hacían bola al Pelón.
Tocó a manazos sobre la puerta de lámina el Ministerio Público preguntando que “cómo había muerto el cristiano que estaba afuerita, que si lo conocíamos”. “Puta madre, si lo conoceremos”, hubiera yo dicho, si pudiera hablar. Pero como no puedo na’más oí:
—Sí, cómo no, este muchacho vive aquí… Válgame Dios, pero cómo voy a creer que está ahí tirado… Sí, si hasta es el señor de una de mis hijas…, pero no, fíjese usté que anoche que lo vi…, sí, venía medio borrachillento, sepa usté que le gusta el trago… ¿¡cómo que ya se murió!? Ay, no me diga…, sería de frío…, pobrecito. ¿Cómo que todo golpeado? Virgen purísima de Guadalupe… ¿quién pudo, quién pudo? —decía Mamá Nicanora mintiendo con la sangre fría de un político encumbrado.
—Se los dije, se los dije —lloraba Liset Berenice, pero:
—Cállate, pendeja, porque nos llevan al bote a todos —le dijo su hermano Yónatan y ella siguió chillando, pero mejor decía “pobrecito, cómo me lo dejaron” y se puso, simulando que barría, a echarle tierra al caminito de sangre que hicieran la tardenoche anterior al sacar de la casa al ahora difunto Antolín.
Yésica Berenice también lloró pero, más discreta, se alejó para no crear sospechas y escondió un bate y un tubo ensangrentados.
Rósalin Aurora lloraba y lloraba sin saber bien por qué, en mucho era de susto porque estaba segura que nos iban a llevar a la cárcel a todos. Lo bueno es que no decía nada.
—Cómo no, fíjese licenciado que venía algo tomado el muchacho, pos para serle franca, como casi siempre; y tengo idea que sí venía golpeado de por sí, como algunas veces; también por eso me extrañó un poco que se quedara tirado al pie de la puerta como casi nunca, que sí lo llegó a hacer alguna vez endenantes. Sabe Dios dónde lo golpearían así, mire nomás, no le dejaron cachito sano. —Dijo la vecina de al lado.
Médicos y licenciados revisaron su cuerpo por encimita y apuntaban en sus libretas como durante una hora y media; lo manosearon hasta metiéndole el dedo en la boca, lo trasculcaron para echar sus cosas en una bolsita de plástico. Al fin fue subido en una camilla y en ésta, colocado dentro de una ambulancia, ya para qué. Tanta lágrima de mujeres les daría certeza de que lo golpearían en sitio distinto y gente desconocida. Pero pienso que no sería tan raro que hayan mejor querido hacerse de la vista gorda. Dirían, ni modo de llevarnos bajo acusación de asesinato tumultuario a la familia entera, y es que no era tan difícil de colegir lo ocurrido.
Dijeron que teníamos tres días para ir por el cuerpo. Nadie quiso ir a hacer el reclamo. A la semana nos mandaron un papel para que fuéramos a recogerlo y para no despertar sospechas por sentimientos de culpa mamá Nicanora y Liset Berenice lo fueron a ofrecer en donación a la escuela universitaria de medicina, saben que ahí se les recibirá el cuerpo de Antolín Sagredo, para que sirva en la enseñanza de los practicantes siendo descuartizado pieza por pieza. Más o menos igual que el Jamonudo, nuestro puerquito con que empezó esta narrativa. Como para cuadrar la historia, porque Antolín, de alguna manera, era otro cerdo —nomás que él sí era malo— y como tal murió y no menos igual acabó siendo el destino de sus restos con la diferencia que aquel cerdito fue al perol, muy caliente, para la cocción de su carne que luego sería nuestro alimento; mientras el Pelón dio en un refrigerador, muy frío, para guardar aquellos muertos que a nadie generan interés y para servir también de alimentación, cómo no, pero su cuerpo habría de nutrir el conocimiento de tanto muchacho que en la universidad se preparan porque habrán de ser médicos. Y así, por lo menos que en algo haya sido útil eso que fue en este mundo Antolín.

martes, 31 de octubre de 2017

La estética de la hecatombe

La estética de la hecatombe


Pterocles Arenarius

Hace varios años yo vivía en Guanajuato capital. Había un perro callejero que lo acogieran unos gringos que permanecieron varios meses en la ciudad. Lo llamaron ―muy inmerecidamente, como aquí se demostrará― Quijote. Este perro era un bravucón. Armaba escándalos insoportables en cuanto veía otro perro en lo que consideraba “su” territorio. Arremetía contra los canes que, si eran callejeros reculaban, huían, pero si eran tremendos perrazos sobrealimentados y, con frecuencia, estimulados para ser agresivos, animales que, además, circulaban acompañados por su dueño debidamente conducidos por una correa al cuello, las bravuconadas del Quijote daban lugar a circunstancias embarazosas. Una persona pasea a su perro (o es paseada por él) pacíficamente por la Plaza de San Fernando y de pronto aparece un vulgar perro callejero (el Quijote jamás perdió la apariencia de perro “en situación de calle”) que ataca a su querida mascota, ahora, cuando suele acostumbrarse que los perros se consideran  miembros de la familia, bueno, entonces se producía un grave conflicto, las dueñas del perro iban al lugar del pleito y le gritaban al Quijote, ¡ya, perro, estáte quieto!, y el perro parecía entender exactamente lo contrario. Más agresivo se mostraba, más envalentonada y desaforadamente ladraba y acometía. En alguna ocasión el perro agredido, mucho más fuerte, más grande, incluso quizá estimulado para la violencia, repelió la agresión de Quijote. Y estuvo a punto de matarlo. Tuvieron que meter un palo entre los dientes del perro para que soltara a Quijote, el que, sometido, apergollado por los colmillos del otro perro, sólo chillaba de dolor.
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Perro bravo

Más de una vez, tuve que aplacar a golpes al Quijote. No iba a meterme en un lío con alguna persona por las imprudencias de un perro que entendía lo contrario de mis órdenes. Cierta vez ocurrió un suceso que pintó al Quijote de cuerpo entero. Este perro perseguía a los gatos callejeros y lo hacía perpetrando escándalos insoportables: ladridos, corretizas, furia, como si los fuera a matar. En una ocasión pude ver que una de tales persecuciones terminó con el minino acorralado. Quijote y el gato quedaron frente a frente, el perro había, por fin, atrapado un gato. Presumí que lo mataría. Pero supuse que el felino vendería muy cara su vida. La situación se resolvió así: el gato, sin posibilidad de escapatoria, hizo un gesto espantoso, se erizó, arqueó el cuerpo y emitió un sonido bestial. Decía “Ya valió verga, cabrón, aquí nos vamos a morir todos”. Estaba dispuesto a defender su vida hasta el último costo posible. El Quijote vio al gato rugiendo de tan horrible manera y se quedó pasmado; luego dio media vuelta y se retiró pacíficamente. Decía: “Eeeh, bueno, creo que no es para tanto, estoy seguro que esto podemos resolverlo de otra manera”.
Todo bravucón es un cobarde. El sujeto prudente sabe que si acepta un desafío es hasta las últimas consecuencias. Todo el anecdotario anterior tiene por objeto hablar de una postura literaria, que, a fin de cuentas, es una postura ante la vida. Como ser prudente o bravucón.
El 28 de octubre, en el XIII Encuentro Internacional de Escritores de Salvatierra, Guanajuato,* una niña (16 años), Zoe Ortega, leyó un cuento titulado Cera Mórtica; lo hizo ante un público de gente que escribe, más o menos bien o que al menos se esfuerza al máximo por hacerlo y no son tan pocos los que lo logran; personas dedicadas con mayor o menor tiempo, ahínco y talento a la literatura, escritores todos o en vías de serlo o, al menos, personas que ambicionan o anhelan ser escritores.
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Zoe Ortega

La narración de Zoe está bien ambientada, aunque suscita una percepción de extrañeza, ella crea una atmósfera onírica con las veloces descripciones de personajes y objetos. Nos presenta una enfermedad que no existe pero que, en el cuento, se ha convertido en una epidemia, la llaman cera mórtica. Pero además usa una palabra, mórtica, que no existe. Y la introduce incluso como parte del título del cuento. La narración, durante el planteamiento, es un cuento lindo y tierno en el que la personaje es una adorable muchacha transitando una circunstancia de vida de cotidianidad usual en el ámbito de una ciudad grande, pero termina convertido en una hecatombe sacrificial, se transfigura en una asombrosa y paradójica situación en donde el placer tiene que ser el dolor y ella se debate en el dolor que le causa placer para salvar a un ser amado padeciendo-gozando su dolor placentero, su placer doloroso. Eso logra.
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Encuentro en pleno

Al cuento no es posible reclamarle gran cosa de la verosimilitud. Funciona trazando unos personajes difusos, con trazo seguro y mínimo, cual debe ser en el cuento y son, además, desconcertantes. La estructura es simple, pero adquiere una tremenda estatura, la necesaria cúspide, en el momento del nudo y el desenlace es la cima de la hecatombe mencionada.
Nada es real. Este mundo es un sueño. Vivimos en medio de una ilusión en donde las evidencias se convierten en humo. Sin embargo, hay algo incontrastable y devastador: los deseos ―ocultos, soterrados, sugeridos simbólicamente o incluso explícitos― y los sentimientos poderosísimos. Sueños, deseos, sentimientos, lo único que permanece. (“Sólo los sueños y los deseos son inmortales” Auguste Rodin dixit).
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"Sólo los sueños y los deseos..." Rodin

La estatura filosófica no habría adquirido gran solidez a no ser por la inefable intuición que conduce a este cuento. Incluso se podría pensar que la anécdota es producto de un sueño. Los símbolos ―quizá oníricos― no admiten controversia, son tremendos y prístinos de claridad. El mérito es haber llevado al cuento a una situación que comunica la hecatombe a los lectores, en el caso del Encuentro de Salvatierra, eran oyentes. Cumplido el gran objetivo de toda obra de arte: comunicar emociones.
En efecto, la hecatombe estremeció a la niña. En el momento de máxima intensidad del cuento ―en plena realización del XIII Encuentro Internacional de Escritores de Salvatierra―, ella no fue capaz de evitar el llanto. Y el público completo fue presa de un brutal estremecimiento, una tremenda avalancha de emociones. Es natural que cualquier pieza literaria, de oídas, no sea muy bien percibida. Es claro que muchos detalles se escapan. Pero en casos así, cuando el llanto es un ―involuntario― recurso escénico-literario (recuerdo al gran poeta Ricardo Yáñez siempre que lee en público), lo que sería una simple lectura llega a convertirse en una verdadera representación incluso un poco próxima al teatro. Vemos en escena a una persona estremecerse, derramar lágrimas por un drama humano. Pero, además, otro atributo prodigioso de la literatura: “es una mentira real, pero una verdad psicológica”, lo dijo Alfonso Reyes; una verdad que sacude al que la proclama y de ahí a los que la perciben. Pero la escena del drama no sería tal si no hubiera un robusto sustento intelectual. Es imprescindible un entramado contextual muy verosímil que soporte la anécdota que, entre más tremenda, requerirá una red circunstancial mucho más fina y a la vez sólida.
Con la presidenta de los escritores, el presidente municipal, Zoe y Pterocles

Zoe lo logra. Haciendo un guiño terrible, entre erótico-incestuoso e ingenuamente perverso, eleva su narración hasta un clímax que estremece. El cuento está bien entramado y es conducido con una habilidad ―producto de la intuición― hasta el momento de una devastadora hecatombe.
Es una lectura que deja marcas.
Ella me lo dio a leer como uno de los cuentos a optar para presentarlo en el mencionado encuentro de escritores. No respondí con palabras. Cuando terminé de leer yo estaba ―ayuno de todo pudor― derramando llanto. Esa fue mi respuesta más que explícita. Ella eligió Cera Mórtica para leer, es decir, admitió mi brutalmente expresada sugerencia. Pensé “Cuando lo lea en público va a llorar”. Y así fue. Zoe comunicó su hecatombe interior a sesenta escritores que presenciaban su lectura. Es un logro excesivo para una persona que sólo tiene dieciséis años de navegar en este mundo.
Me sentí satisfecho hasta más allá del colmo.
Zoe es mi niña. Mi orgullo. La amo. Quiero darle lo más valioso que hay en este mundo. Y ella está capacitada y dispuesta a recibirlo. “Sólo tienes que seguir este camino, Zoe, ya eres una escritora a tus dieciséis. Tienes, todavía,
Zoe y David
que aprender lo formal, toda la preceptiva, crear en ti el oficio, pulirlo y refinar tus inmensos talentos. Y podrás crear una gran obra de arte en, relativamente, poco tiempo”.
Nadie como un artista es capaz de cambiar este mundo, para bien de los humanos. Muy pocos como el artista pueden regalar amor a sus semejantes. La obra de arte es seducción, es amor concreto y concretado. No hay en esta vida regalo más alto, espiritualmente hablando, que la obra de arte. Sólo eso es mi legado, mi obsequio para Zoe: la facultad de la creación. Tan sólo esto me justifica haber transcurrido una existencia en este planeta. Aquí les dejo una artista.
En Bellas Artes

Después de lo que logró mi niña, ya no quería yo más. Había alcanzado la satisfacción máxima. Tan fue así que no me preocupé por apersonarme con los organizadores del encuentro para que me programaran para participar en una mesa de lectura.
Y no me programaron.
Y no leí.
Pero no me importaba. Lo que me interesaba era lo que haría Zoe. Y su participación fue, sin exagerar, formidable, maravillosa.
No me importaba quedarme sin leer. Y conste que había viajado unos 500 kilómetros de la Ciudad de México a Guanajuato, para ir por Zoe a su ciudad, más otros 150 hasta Celaya y luego a Salvatierra, luego tendré que hacerlo de regreso; ¿para nada? No, porque si leyó Zoe y tuvo tan enorme éxito, ya estaba más que cumplida la misión.
Brindar con Zoe y David

La marginación, me hizo, por un momento, recordar que cuando vivía en Guanajuato me puse a escribir la novela Una muerte inmejorable. Y recuerdo que esta obra la propuse como proyecto de trabajo para obtener la beca que otorga el Instituto Estatal de la Cultura de Guanajuato.
Novela reconocida en España, premiada en Cd Mx. Rechazada en Guanajuato

Nunca recibí respuesta. Las últimas dos veces ni siquiera se dignaron recibir mi documentación. Sé que había consigna política en mi contra en Guanajuato.
La obra Una muerte inmejorable, rechazada al menos dos veces por el Instituto de la Cultura de Guanajuato, fue finalista en el IV concurso de la Editorial Irreverentes, de Madrid, España, entre 76 novelas de 14 países; luego ganó el premio de novela Se busca escritor a que convocó la Editorial De Otro Tipo. Empresa cultural que dirige un guanajuatense de Salvatierra, el novelista Walter Jay Nava Haro. Justicia divina (¿?). De la misma manera en el Encuentro de Salvatierra el presidente honorario del Instituto de Escritores Salvaterrenses, el poeta y doctor José Herlindo Velázquez, cuando se enteró que no me habían programado para leer, es decir, que había viajado casi mil kilómetros para nada, me metió a hacerlo, con calzador, a la hora de la cena de clausura del Encuentro. Y leí cerca de 20 minutos, como esos músicos que amenizan la cena. Privilegio de marginado.
Zoeta Poeta

Por último tengo que decir que Zoe Ortega ha creado (puesto que ya tiene varios cuentos) o es mejor que digamos está creando una estética, o su personalísimo estilo que impregnará la obra que habrá de crear de aquí en adelante. Por más que nadie puede predecir que pasará ni siquiera en los próximos 20 minutos, ya se prefigura cómo hará sus narraciones, si es que ella decide ―puesto que es tan joven― seguir el arduo camino de la creación literaria. Sabemos bien que es imposible enseñar a alguien a escribir. El talento existe desde antes de toda enseñanza, la sensibilidad, una manera peculiar, única de mirar al mundo, de procesarlo a través de sí. Nada de eso se enseña en ninguna universidad. Eso es patrimonio de cada persona. El oficio cualquiera puede aprenderlo. Estoy cansado de encontrar fracasados intentos de escritor, de artista; algunos dolorosos otros, para su fortuna, inconscientes.
Lo que hace Zoe, lo llamo “la estética de la hecatombe”. Somos muy cercanos, tenemos sendas maneras de percibir al universo que están muy próximas. Buscamos un sitio terrible. Nos urge ser sacudidos por tremendas y brutales emociones. Luego deseamos destruir todo pero también anhelamos construirlo otra vez. Nuestros cuentos nos hacen llorar cuando estamos escribiéndolos. Y también ―si no es que más― cuando los leemos. Pero nadie suponga que estamos sufriendo. ¡Jamás!, lloramos por las bárbaras emociones, lloramos por los personajes y no por nosotros, por el dolor humano, porque al final, lo que narramos precisamente no nos ha dolido, sino hemos puesto a nuestros personajes a transitar por el infierno, los hemos colocado a sufrir en las más espantosas máquinas de tortura. O quizá ni siquiera sabemos por qué nos ponemos a llorar. Y todavía les exigimos a esos entes que creamos no sólo soportar, sino que regresen y se muestren como si nada les hubiera pasado. “No chille, cabrón, que para eso ya lloré yo muchas veces” les decimos. Narramos de manera vertiginosa, tenemos el don de no ser aburridos (no he dicho que no seamos verbosos, lo somos, pero aburridos jamás) y conducimos a nuestros personajes a enfrentar de manera brutal y sin contemplaciones las situaciones extremas. ¡Que se mueran! ¡Aunque nos maten!
La escritura nos cambia. Nos ha cambiado. Y, casi sin saberlo, destinamos lo que escribimos a que cambie a la gente. Que le deje una cicatriz, una huella imborrable.
Abominamos de los bravucones como el perro con que inicia esta diatriba. Reconozco que somos taimados, prudentes, tranquilos, callados como indios; somos incluso humildes. Pero llevamos un volcán dentro del pecho y no sólo no nos asusta que haga erupción, procuramos que el estallido sea lo más estentóreo, lo más devastador posible. Es la estética de la hecatombe. Es mi literatura. Es la que, sin saberlo conscientemente, promete crear Zoe, mi niña.


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* El Encuentro Internacional de Escritores que se lleva a cabo desde hace ya 13 años en la ciudad de Salvatierra es, me atrevo a decirlo así, un ejemplo de este tipo de eventos. Y lo es por muchas razones. La más importante es porque nació en el año 2004 y, aunque algún año no se llevara a efecto, ha mantenido una admirable continuidad, la mayor parte de las veces sin apoyos oficiales, sin la participación de los organismos nacionales de cultura. Este acto de cultura ha logrado hacer algo admirable, instalar un clima de solidaridad, incluso de afecto entre los escritores. Lo cual es muy raro. Quienes hemos participado en reuniones de gente de la pluma (la perdutta gente decía Alfonso Reyes), sabemos que no son raros los egos descomunales, los pleitos entre “intelectuales”, las envidias y las acres desaveniencias si no es que pleitos de callejón; en Salvatierra se instaló un clima de, yo diría, hasta de amor y mucho antes, se da un reverente respeto por la obra (o los intentos de ella) de los participantes.
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El Encuentro...

Este encuentro ha logrado, sin duda, la consciencia, la publicitación y la recuperación de obra valiosa, la creación de poesía, narrativa, crónica, novela: literatura en general que describe y retrata el espíritu de, al menos, una ciudad: Salvatierra. Y digo al menos de una ciudad, porque a este encuentro convergen poetas y narradores de gran número de municipios de Guanajuato, del vecino estado de Michoacán, de otras ciudades de México, incluyendo la hoy llamada Cd Mx y hasta del extranjero.
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Pterocles y el presidente Herlindo Velázquez

Salvatierra se está convirtiendo en un referente cultural del estado de Guanajuato. Y eso es una hazaña sin par en este país. Es necesario anotar que el gran héroe de esta hazaña es el hoy presidente municipal de Salvatierra, el doctor José Herlindo Velázquez, un amante de las artes, un autor literario y, hoy, extrañamente, un político de un calibre inusitado, inexistente en México. Este poeta y narrador, un médico muy respetado en su ciudad, se echó a cuestas la realización del encuentro literario de Salvatierra y lo llevó a cabo casi sin interrupción por más de una década.
Los poetas nunca, salvo contadísimas excepciones, nunca han sido grandes políticos. Los ejemplos abundan: Neruda, Vargas Llosa; Sabines, que fue diputado dos veces. La excepción sería el venezolano, gran novelista y presidente de su país, Rómulo Gallegos. Hasta el momento, el doctor Velázquez tiene más que bien cumplido el reto, buen poeta e inmejorable político y servidor público.

jueves, 12 de octubre de 2017

12 de octubre, ¿celebración?


12 de octubre, ¿celebración?



Pterocles Arenarius


Las consecuencias de la "conquista" o invasión de lo que hoy se llama América por parte de los españoles siguen vigentes, mucho más en su parte negativa que en la positiva, si es que ésta última existe.
Lo cierto es que en Mesoamérica, por poner un gran ejemplo, cuando los españoles llegaron había unos 20 millones de indígenas. Un siglo después a duras penas eran cuatro millones. Los españoles aplicaron una estrategia conscientemente a veces, sin saberlo la mayor parte del tiempo― de exterminio genocida que ahora llamamos “limpieza étnica” que consistía en la sobreexplotación de la gente, la hambruna permanente entre los aborígenes o el asesinato simple. Además, imprescindible, fue la violación sistemática de las mujeres de las etnias sometidas. Por si no fuera suficiente, los europeos trajeron a América un gran número de enfermedades que los sistemas inmunológicos de los habitantes de estas tierras desconocían, lo que contribuyó a diezmar la población originaria. Cuitláhuac, el mismísimo tlatoani sucesor de Moctezuma, al mando en la defensa de Tenochtitlan murió de viruela.
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Visión de Rivera

El etnocidio, sin exagerar, adquirió características de hecatombe planetaria. En ninguna guerra, en ningún exterminio masivo en la historia de la humanidad ―o revisémoslo y contradígaseme― ha habido una mortandad tan grande sin combate (se dice que en la Segunda Guerra Mundial murieron unos 20 millones de soviéticos pero lo hicieron combatiendo).
Por otra parte, el exterminio cultural adquirió dimensiones quizá superiores. La sangrienta imposición del mito cristiano intentó desaparecer de manera absoluta la antigua cultura y los diversos mitos que fueron el sustento de la civilización mesoamericana.
La riqueza extraída, aunque ahora sea posible extraer mucho más que en aquellos tiempos, gracias a la tecnología moderna, no deja de ser un saqueo monstruoso y, como lo dice el presidente Evo Morales, sirvió para que otros países europeos, que no España, subsidiaran lo que fue la revolución industrial.
Los latinoamericanos y muy en particular los mexicanos tenemos origen en la gran catástrofe anotada. Uno de los grandes crímenes extendido a diversas índoles de la historia de la humanidad.
Pterocles, indio*.

Hasta hoy en día, en México, la gente de raza blanca, los rubios los güeros, como les decimos acácreen ser superiores al resto, sean mestizos o indios. Y siguen gozando de múltiples privilegios más o menos ocultos; basta ver la prostituida televisión mexicana. La división en castas que se estableció en la colonia no ha desaparecido, como tampoco lo ha hecho la resistencia; el mejor ejemplo es el Ejército Zapatista de Liberación Nacional que ha terminado por ser un pequeño estado dentro del estado mexicano.
La gran herencia de España, ciertamente, es el lenguaje, pero también es la corrupción ―“acátese y no se cumpla” sigue siendo la divisaque hoy se ha constituido, junto con la desigualdad económica como los dos más graves problemas de México: el narcotráfico, la violencia, el racismo, etc., derivan de aquellos. Ambos vienen sin resolverse desde la colonia.

*En 1994, cuando se pretendió definir a los indígenas de México con la finalidad de crear una ley que legalizara al Ejército Zapatista de Liberación Nacional, porque el grupo de delincuentes que había usurpado el poder (y sigue haciéndolo) no podía dialogar con "transgresores de la ley" como llamaban a los miembros del EZLN, se encontraron dificultades insalvables para hacer semejante definición. Así que establecieron que "Es indígena todo aquel que afirme que lo es". Acogiéndome a la ley, me asumo, me declaro y afirmo ser indígena mexica, aunque no hablo más en que un 5 por ciento el idioma ni creo tener mucho más de sangre indígena, sí he compartido las condiciones de vida, las costumbres, la alimentación, la cultura, la compañía, las luchas y los afectos por lo indígena del pasado y más de hoy.

domingo, 27 de agosto de 2017

Treinta y tres


Treinta y tres



Pterocles Arenarius

La edad del Cristo azul se me acongoja
porque Mahoma me sigue tiñendo
verde el espíritu y la carne roja,
y los talla, el beduino y a la hurí,
como una esmeralda en un rubí.

Yo querría gustar del caldo de habas,
mas en la infinidad de mi deseo
se suspenden las sílfides que veo
como en la conservera las guayabas.
(…)

Me asfixia, en una dualidad funesta,
Ligia, la mártir de pestaña enhiesta,
y de Zoraida la grupa bisiesta.

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Una cúspide de la poesía


En segundo de secundaria le eché unas ganas a la escuela como nunca en mi vida. Pero reprobé cuatro materias. Me dieron mis calificaciones y hubiera querido telefonear a mi casa para que instalaran una horca y llegandito me colgaran. Pero no teníamos teléfono en casa. Iba por la calle llorando con la puta boleta que marcaba en números rojos las materias reprobadas. Era, por cierto, la Prevocacional Uno, escuela del Instituto Politécnico Nacional que estaba en José Joaquín Herrera y Ferrocarril de Cintura, en el barrio bravo de la colonia Morelos..

Uno de mis compañeros de grupo, que, por supuesto, me conocía bien, le dijo a otros: “Qué mala onda, lo reprobaron en cuatro materias; es una injusticia… era el más aplicado de los burros”.

La secundaria fue una hecatombe para mí. La terminé con cuatro materias reprobadas. Y me alejé de la escuela. Vino el conflicto de 1968 y nuestra Prevo Uno fue tomada por el ejército. Recuerdo que iba a ver cuándo se reiniciaban las clases ―yo era un escuincle altamente pendejo― y me asombró que había soldados adentro de la escuela. Era obsceno. Se cagaban sobre los escritorios. Encontramos revistas gringas con fotos de mujeres que enseñaban el sexo de una forma descarada, lo cual, en aquellos años, sin exageraciones, era peor que ver al diablo por un agujero. Hoy puedes ver sexos de mujer o de hombre sin problemas casi en cualquier página de internet y, lo peor, en acción.

El año de 1968 fue un trauma de muchas maneras para los que estudiábamos en aquellos entonces. Sin escuela, es decir, sin papeles que avalaran que, aunque debía cuatro materias, había terminado la secundaria, sin edad para trabajar, sin influencias en este mundo y con cuatro materias reprobadas que me escocían el alma, me dediqué a la vagancia. A qué más. Era un nini. Palabra que, en aquellos tiempos, no existía.

Pero mi papá trabajaba como constructor. Llegó a volverse contratista. Y me llevó a trabajar con él para que no anduviera nomás de vago. ¿Qué podía hacer si no convertirme en un ayudante de peón?

Hasta abajo en la jerarquía de los que trabajan construyendo. Pero fui ascendiendo. Muy lentamente, pero lo hice. Eran unas chingas de espanto. Cuando no estaba quemado tenía una raspadura grave si no es que me había torcido un tobillo o me dolían los músculos de tanto golpear con el martillo y el cincel y tenía manos de hombre… maltratado. Así que un día le dije a mi padre:

―Oye, pa, ¿qué no habrá chance de que me eches la mano para meterme a estudiar otra vez?

―Ah, qué m'hijo tan menso… Yo esperaba que me lo dijeras hace como cuatro años. Ándele pues, nada más vas a trabajar medio día. Para que vayas a la escuela, m'hijo. ―Y así empecé a procurar el regreso a la
El maestro Ortega. Padre mío.
escuela. Procurarlo, porque no tenía papeles. Los soldados además de cagarse en los escritorios, habían volcado los archivos por el piso de las oficinas.

Un día estaba esmerilando unas piezas de herrería. Por alguna razón no me puse protección en los ojos y las rebabas que emitía aquella máquina esmeriladora que hacía un ruido infernal me entraron en los ojos. Con el ojo izquierdo veía un poco. Con el derecho no veía nada. Y me parcharon el izquierdo. Había ido con un oculista y ese pobre hombre diagnosticó que tenía una grave infección en los ojos por más que le dije que sólo me habían entrado rebabas. Fui con otro y me sacó de los ojos aquellos peligrosos residuos metálicos usando una de sus tarjetas de presentación. Luego me puso un parche en el ojo izquierdo, el que veía. Así que casi ciego, ese mismo día fui a la escuela por mis papeles. Un hombre que había sido mi profesor en los tiempos antes del 68 era el director de la Prevo Uno. Más bien vagamente me reconoció. Pero se portó tan amable que no lo podía creer y me dijo, “Mira, m'hijo, esto está de la chingada; los archivos están hechos un soberano desmadre. Ve con este señor que tiene la llave y a ver qué puedes hacer. Si los encuentras que te entreguen ahorita las copias que quieras. Bueno y ¿qué te pasó en los ojos, por el amor de Dios?”. Le conté mi aventura de esmeril. Me dio un cálido apretón de manos y un dulce abrazo de macho a macho. Fui a un salón que estaba lleno de cárdex de piso a techo. Un soberano desmadre se quedaba corto para calificar aquello. Dije puuuuta, va a estar cabrón que encuentre mis papeles. Y además ¡casi no veía! Pero como los milagros existen ocurrió uno. Luego de un par de vueltas al gigantesco montón de papeles, con el ojo que no veía, atisbé una esquinita de un cárdex que sobresalía hasta abajo de la montaña de documentos. Dije ay, no mames, creo que esa foto es mía. Me agaché, con cuidado jalé el documento y, aun enceguecido descubrí que ¡era mi foto! Un puto milagro. Me entregaron mis documentos aquella noche. Con ellos regresé a la secundaria, a la nocturna. Debido al trauma por mi fracaso estudiantil que no me dejaba vivir, me volví un estudiante modelo. No quería volver a la espantosa circunstancia de ser “el más aplicado de los burros”. Y descubrí que ser un gran estudiante era asombrosa e inexplicablemente sencillo. Y en este momento les voy a compartir el secreto. Bastaba con estudiar, por mi cuenta, aparte de entrar a clases, un pinche par de horas todos los días. Así de sencillo.

Y salí muy bien de la secundaria y entré, luego de salvar esa brutalidad, ese obstáculo infame, esa chingadera que se llama examen de admisión, a la Vocacional Wilfrido Massieu, en el Casco de Santo Tomás. Y estuve, los tres años, entre los estudiantes mejor calificados de la Wili Mays. Me había transformado, del más aplicado de los burros en el más aplicado de todos. En los ocho años que no asistiera a la escuela no perdí el tiempo, había leído mucho, de literatura, no tan poquito de marxismo, algo de psicología, una embarradita de artes plásticas, historia, música clásica, hasta acercamientos a la filosofía, etcétera. Pero además había aprendido a boxear bastante bien (por supuesto a punta de brutales madrizas arriba del ring) y había sostenido ocho peleas. Gané cinco, todas por nocaut; perdí dos, una de ellas por nocaut y empaté una.

Aquí tengo que anotar dos influencias determinantes para que regresara a la escuela. Una, sin duda, el apoyo de mi padre. Y la otra, el hecho de que mi novia, que después fuera mi esposa, madre de uno de los amores de mi vida, nuestra Violeta, ya estudiaba e iba a poco menos de la mitad de la carrera de medicina. Ella me impulsó y me ayudó de mil maneras a que regresara al estudio. Ella, que hoy ya no se encuentra en este mundo, ha sido el primer gran amor de mi vida, Lourdes Navarrete, la mamá de Violeta.
Violeta y Lourdes
 Terminé la vocacional con honores de excelencia. Y así llegué a estas instalaciones de la ESIA Zacatenco a estudiar ingeniería civil.
Pues bien, cuando estaba en sexto semestre de ingeniería civil, encontré una convocatoria que invitaba a escribir dos cuentos para concursar en el Premio Politécnico de Creación Literaria “Alaíde Foppa”. Acostumbrado a ser un estudiante sobresaliente en la vocacional, un mozalbete rebelde e intelectualito que demostraba a profesores y compañeros que tenía una formación extrapolitécnica humanística, artística, aparte de la formación técnica que forjaba en mis estudios. Bueno, pues con una soberbia bastante estúpida osé crear los dos cuentos que exigía aquella convocatoria y me dije “¿Quién mejor que yo puede escribir dos cuentos en todo este Instituto Politécnico por más Nacional que sea?”. Y con una suerte de principiante que nunca me he explicado ―¿o sería gracias a la tan estúpida soberbia?― gané el primer lugar. Aquí, en el Auditorio del Monumento al Queso me entregó el diploma Héctor Mayagoitia Domínguez, un científico que, además, fuera gobernador de Durango entre los años 73 y 79 del siglo pasado y que a la sazón era director del IPN. Estamos en el año de 1982. El mismo en que Gabriel García Márquez ganó el premio Nóbel de literatura.

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Alaíde Foppa, en una obra pictórica, con su familia.
  Un año antes me había casado con Lourdes, tres años después nacería Violeta, la amada. Terminé mis estudios y decidí que me iba a dedicar a escribir.

¡A escribir!

Claro, pues había ganado el Premio Politécnico de Creación Literaria.

“Estás pinche loco, ¿qué te pasa?” me dijeron con más que harta frecuencia. “¿Cómo vas a echar a perder veinte años de escuela, no inventes, ¡eres un ingeniero!, no puedes ponerte a hacer algo para lo que no estás preparado”. Pero había encontrado mi pasión. De hecho hasta creo que hubo una especie de pequeño brote sicótico, porque yo estaba enajenado por la literatura. Leía diariamente cinco o seis horas, escribía una o dos. Mi conversación siempre se dirigía hacia temas literarios y la gente me veía muy raro. La literatura no provocó mi divorcio de Lourdes. Pero sí tuvo algo que ver, porque hubo otros factores.

Y me puse a vivir solo, pero no dejé de escribir ni de leer. Ingresé en el taller de creación literaria que impartía aquí en el Politécnico el poeta Manuel Rodríguez Herrero. Con él perdí la inocencia. Piensen lo peor, porque la perdí en todos los sentidos. Luego, en 1985, como salí de la escuela un año antes, ingresé en el taller del maestro Edmundo Valadés, uno de los grandes cuentistas mexicanos y el más importante lector y antologador del género breve en México. Visité otros talleres como el de Sergio Mondragón, el de Jorge Arturo Ojeda y el de Juan Villoro, estos dos con nefastas experiencias.

Compilación de la obra de Manuel Rodríguez Herrero

Con el tiempo me hice guionista de televisión científica y educativa. Luego, periodista cultural. Pero nunca dejé de enseñar matemáticas. De semejante manera, así de triviales se pasaron de largo los treinta y tres años transcurridos hasta este momento. 33 número mágico, dirían los masones que por alguna razón veneran ese número.

Para finalizar tengo que decir que en estos treinta y tres años nuestra circunstancia ha cambiado de una manera lamentable en lo nacional y muy preocupante en lo planetario.

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Golpeado por Vargas Llosa
Las utopías que nos dieran ímpetu en los años 70 y 80 parecieran haber muerto. El planeta que nos da vida manteniéndose en un equilibrio que depende de decenas de milagros está en vilo. La contaminación y el cambio climático pueden llegar a convertirse en una real amenaza para la sobrevivencia humana. Y la situación está tan retorcida que el presidente del país más contaminante del mundo, un atrabiliario y enloquecido gringo racista se niega a aceptar incluso la evidencia de la contaminación.

En cuanto a mi país, tengo que decir que la situación se ha deteriorado hasta niveles que nunca antes habíamos visto. Es explicable. Con el PRI en el poder se entronizó la tradición de que, en su admirable democracia, el presidente en turno designaba a su sucesor. Este primer mandatario escogía siempre para su sucesor al más dócil que además demostrara las menores luces. En buen lenguaje digamos que el ungido era el más pendejo y el más lambiscón. Las razones son más que claras. Siempre han intentado mangonear al sucesor y también han procurado la precaución de colocar como presidente al más pendejo para que no fuera a meter a la cárcel a su antecesor que lo dejara en el poder. Porque todos han robado.
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Mi general Lázaro Cárdenas departiendo con el pueblo.
Todos los gobiernos mexicanos (con la sola excepción del sexenio de 1934-1940, con presidente de México mi general Lázaro Cárdenas, creador y fundador del Politécnico) todos los demás gobiernos han saqueado al erario de una manera salvaje. Sin embargo, es mi obligación decir que nunca habían robado tanto como en este sexenio, nunca habíamos tenido un gobierno tan ratero como el de estos momentos.

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El conde Tolstoi
León Tolstoi, el conde ruso, el gran escritor, dijo que “Si un gobierno no se constituye para el bien de sus gobernados, termina convertido en un grupo de malhechores”. No hay diagnóstico más fiel para el gobierno actual. Y estos malhechores para justificarse ante el pueblo que asaltan pues mienten de manera sistemática. Hay muchos sedicentes periodistas que les creen. Lo hacen porque reciben parte del dinero malhabido. Pero hay otros que no aceptan sus mentiras. A ésos los asesinan, los desaparecen, los meten a la cárcel o los expulsan del país con amenazas. Esto se llama corrupción. Hoy México es uno de los países más corruptos del mundo.

La peor consecuencia de la corrupción es que somos el país de la más bárbara desigualdad. El uno por ciento de los más acaudalados se apropia del 33 por ciento de la riqueza que producimos todos. Mientras el quince por ciento más pobre tiene que conformarse con el cinco por ciento de los bienes que se generan. Sostenemos a 30 sujetos que están entre los más ricos del mundo y al mismo tiempo hay 20 millones de mexicanos que viven a la orillita de la hambruna y sus hijos padecen secuelas que no les permitirán ni siquiera ser personas con una inteligencia normal. Esto es un crimen. Y también es el desequilibrio extremo. Y por razón de ley física natural, lo que no tiene equilibrio se cae.

Recuerdo que la historia nos dice que en la decadencia del imperio romano llegaron al poder supremo sujetos borrachos, degenerados, locos, criminales, enfermos mentales, ladrones todos. ¿Se parece en algo a la circunstancia mexicana?

Bueno, les contaba los porqués de haberme vuelto escritor luego de ser graduado ingeniero. La manera en que mi país se ha degradado tanto y tan dolorosamente en estos 33 años, mientras yo me dedicaba a escribir, a enseñar matemáticas y a publicar estos libros.

Hoy regreso a Zacatenco, al Poli, mi alma mater a decirle que, aunque no construí en tabique ni mampostería, lo hice en mi alma, en el arte. Vengo como escritor y, salvando las estaturas, digo como el amado ruso Fedor Dostoyevski que, además de escritor, soy ex ingeniero.

Este libro, Fiestas, es una recapitulación de s de treinta años de practicar el cuento. Por fortuna he publicado relativamente poco en estos 33 años alejado de mi alma mater. Eso me permitió que este libro sea una especie de antología personal, escogí con un ojo ya experimentado sólo los mejores cuentos de mi vida para este volumen. Así, este momento es, para mí, trascendental, de muchas y tremendas emociones, porque es como decirle a mi querida escuela que, aunque no me apliqué a construir lo que me enseñaron mucho más mal que bien, aunque con honrosas excepciones. Lo que sigue tengo que decirlo. Me traicionaría si no lo hiciera. Todos saben que el escritor siempre miente. Pero lo hace para decir la verdad. Continúo. En el Poli de los años 80 había mucha corrupción. Yo no sé cómo estén ahora, pero me imagino. Los funcionarios de aquellos tiempos se robaban el dinero, mantenían porros que pagaban en nómina; delincuentes que llegaron a asesinar estudiantes, a violar alumnas de nuestras escuelas. Con gran frecuencia había marchas, pleitos con los porros, paros de clases. Los miembros del Comité de Lucha siempre estábamos saloneando para denunciar, para defendernos. A pesar de eso sí construí en muchos sentidos aunque no fuera con los materiales y las técnicas que, a pesar de todo, aprendí aquí.

Los cuentos de Fiestas tienen estructura, acumulan tensión, intensidad narrativa, no olvidan la risa ni el erotismo y, creo, lo más importante, son un retrato de un alma humana, independientemente de lo que los valores estéticos, la filosofía del arte propongan, creo que plasmar en el papel lo más profundo de sí mismo es la única obligación del verdadero artista. Y, además, todos tratan de la fiesta, o al menos la contienen entre sus peripecias. Es esto lo que al final aprendí aquí, en Zacatenco.
El Fiestas, Pterocles, la Feria

Siempre he pensado que estamos en este mundo para procurar la trascendencia. Lo que se ha llamado el hambre de infinito. Muy en lo general, creo que son dos los ámbitos en que se hace tal búsqueda: la creación o el poder.

Yo no creo en Dios. O al menos no como cree la mayoría de la gente. Pero concibo que el hombre que se dedica a la creación se aproxima a la divinidad o si quieren díganle al creador. El otro modo de buscar la trascendencia es cuando se procura la acumulación de poder. El que trata de colocarse por encima del resto de los humanos, sus congéneres. Lo hemos dicho ya. El que busca el poder y no lo hace para servir a los demás es un maleante o incluso un criminal.

En estos seis libros está la justificación de no haber sido un ingeniero desgraciado. Hoy soy un viejo escritor iracundo, rabioso, inconforme con la circunstancia de mi país. Pero, paradójicamente, al mismo tiempo, soy un hombre dionisíaco, un sibarita, un descomunal amador, un creador que goza en exceso de vivir. Estoy convencido de que sólo la educación, el arte, la consciencia puede salvarnos como nación. Pero antes que eso y que nada, todos tienen que tener lo suficiente para comer. Nadie va a entender el arte vanguardista ni las ecuaciones diferenciales con el estómago vacío.

El arte es la suprema libertad o no es nada. Los invito a que hagamos de nuestras vidas eso, una obra de arte. A que practiquen el más sencillo, sabio y antiguo de los consejos “Haz lo que quieras. Sin dañar a nadie”.

Mientras desde el poder están empeñados en convertir a esto en un infierno, nosotros tenemos que hacer pequeños paraísos a nuestro alrededor, de libertad, de amor, de creación. Tal es la salvación. Lo otro es la condena. Muchas gracias por su atención. Salud.