lunes, 18 de mayo de 2020

Cuento Coronavirus II



Multipandemia y pregón


Pterocles Arenarius


El pregón dice: “Se compran colchones, tambores, refrigeradores, estufas, lavadoras, microondas o algo de fierro viejo que vendaaan”, es la voz, indudablemente, de una niña. Hay algo de gracia en el tono y, a pesar de todo: el alto volumen, la repetición por miles, la intrusión sonora, no termina por serme desagradable. El pregón, equipo de sonido con muy baja fidelidad de por medio, se oye todos los días por cada una de las calles de la ciudad. No deja de asombrar que en estos tiempos de pandemia los compradores de colchones, tambores..., sigan activos no importándoles la emergencia.
Llegó la epidemia que azota a todo el mundo, tan democrática ella, le ha pegado más a los europeos y a los gringos que a nosotros; carajo, una de cal por las miles que van de arena. Pero todo ha enloquecido. Las calles están tan solas que aterran, la gente huye de la gente cuando hace apenas unas semanas ejercían con descaro en pleno ―¿hasta qué punto sin consciencia?― aquello que los epidemiólogos, hoy tan de moda, llaman la inmunidad de rebaño.
La economía del mundo entero se cayó y en algunos países prefirieron sostener “que se muera quien se tenga que morir” en vez de aplicar medidas para salvar a la mayor cantidad de gente posible y ni así salvaron su economía. Y, a corto plazo, según las noticias, tampoco a la población.
Hay quien dice que el verdadero virus somos nosotros. Los odio. No somos un virus. Aunque si pensamos en dimensiones planetarias o galácticas podríamos decir que, proporcionalmente al menos, lo somos en relación con las dimensiones astronómicas.
Todo está trastocado. La humanidad pareciera haber enloquecido. Mucha gente, en el encierro que el gobierno“recomienda”, vive aterrorizada, otras personas, para no caer en el miedo pelean entre sí. Hay gobernantes que sentencian a la cárcel a los hambrientos que salen de su casa a buscar comida o les imponen multas de miles de pesos por circular en la calle sin cubrebocas. La locura se ha extendido con el planeta Tierra como límite. Personas hay que se deslizaron hasta la esquizofrenia y viven en esos mundos paralelos creados por su mente desquiciada. No menos, los brotes sicóticos hacen presa de esa gente que nos anuncia el fin del mundo, la perentoria invasión de los annunakis; el estrellamiento sobre la superficie de nuestro planeta de un formidable meteoro que, con la explosión que provoque, acabará con la vida en la Tierra, excepto, claro, las cucarachas. Y así...
Nosotros somos el virus..., dicen unos, los odio. Aunque admito que algunos especímenes de mi especie lo son e incluso llegan a ser mucho peores, lo cual, aunque reconozco, lo lamento. Los tigres, dicen las noticias, ya circulan por los arroyos vehiculares y las grullas de precioso canto se aposentan en las fuentes de las plazas citadinas ante la ausencia de la plaga que, insisten, somos nosotros.
Hemos exterminado a una cantidad desconocida de especies biológicas y, dice algún científico, la existencia del virus que nos ataca se debe a que en el mundo de los seres elementales se regenera el equilibrio que estamos aquí provocando y surgen nuevos bichos para restituir el exterminio que se hace aquí entre los animales que hemos llamado superiores. En otras palabras, la biodiversidad que destruimos entre los metazoarios se recupera en la biodiversidad ¿que se autogenera o quién o qué la hace? entre los protozoarios.
Si esto último es cierto, significa que la humanidad no volverá a vivir en paz. Es decir, los gérmenes nos atacarán una y otra vez quizá hasta que nos eliminen o hasta que entendamos lo que ocurre y pactemos con ellos en un acuerdo honesto y mutuamente favorable para la sobrevivencia de ellos, de nosotros y de todos los demás que aquí vivimos.
Si hemos estado eliminando la vida (no importa que lo hayamos hecho por ignorancia o por descuido), el planeta ―que también es un ser vivo nos cobrará sin piedad, es decir, con fría e imparcial justicia. Si somos tan imbéciles como para no entenderlo o bien, aun entendiéndolo nos empecinamos en la misma actitud, seremos eliminados de este planeta. Somos tan hijos de la Tierra como los virus y las demás especies vivas, incluso las peores, pero ellas llegaron aquí mucho antes que nosotros. Sí sé por qué sospecho que no somos imprescindibles.
Pero lo importante es que tenemos consciencia. Incluso de nuestra propia miseria. Y también de nuestra locura, lo cual es simplemente aterrador. Si por lo menos no fuéramos conscientes. Y lo peor es que por eso en este momento somos responsables de nuestro propio destino. Más todavía, el destino de todas las especies vivas está, absurdamente, en nuestras manos. Nuestra ciencia nos ha dado el mayor poder sobre el planeta, la hegemonía sobre los seres vivos que aquí mismo habitan. Qué tremenda, qué atroz y casi insoportable responsabilidad. ¿Qué haremos? Si, como algunos dicen, nosotros somos los virus, eso significaría que no sobreviviremos. Que nos autoexterminaríamos. El prodigioso hecho de que las sustancias inertes de la tierra trabajadas por miles de millones de años a través de la evoluciónhayan creado, primero, la vida, luego la inteligencia y, más todavía, la consciencia, habría sido inútil. Somos la forma en que las sustancias de La Tierra tienen consciencia de sí mismas. Nada tendría caso. O aun así, ¿quién lo sabe? Ha habido humanos realmente prodigiosos, otros sublimes y también algunos malvados pero en grande: auténticos demonios, lo cual quizá sea tan gran mérito como su diametral oposición. No creo que seamos los virus que nos autodestruyamos. Qué estupidez...
Absorto en tan exorbitantes meditaciones escuché el famoso anuncio como una proclama, con la misma vocecilla notable por infantil y femenina:
“Se compran cabrones, ladrones, golpeadores, granujas, estafadores, machitos miserables o cualquier clase de políticos viejos, corruptos y pendejos que vendaaan”. Me pareció que yo estaba enloqueciendo. De hecho me parecía oír las palabras que por años escuché y postulé que mi mente era víctima de los excesos del encierro y me engañaba. Presté atención procurando el mayor silencio para escuchar con la mayor fidelidad. Era cierto, se pregonaba mediante una grabación: “Se compran cabrones, ladrones, golpeadores, granujas, estafadores, machitos miserables o cualquier clase de políticos viejos, corruptos y pendejos que vendaaan”. ¡No podía ser! ¿Era una broma, un performance de esos que hacen ahora y que quieren elevar a estatura de arte? Me apresuré a salir a la calle para ejercer testimonio directo y de primera mano, presenciar el insólito pregón.
Era un gran camión de los que llaman tráiler en una lengua ajenade doble remolque, iba por la avenida solitaria avanzando con una lentitud que sentí solemne. Dos magnavoces difundían la proclama inaudita. No había ni un alma a la vista pero el mensaje, por supuesto, llegaba nítidamente a los interiores de las casas-habitación donde la gente autorrecluída rumiaba, entre altas dificultades, sus furores de muy variada índole ferozmente reprimidos.
El vehículo me detectó era el único ser vivo quizá en kilómetros y se detuvo. Se abrió la puerta del gran armatoste. Un hombre de madura juventud descendió casi acrobáticamente de la cabina inmensa del formidable camión.
El individuo llegó rápidamente hasta mis proximidades. Desde detrás de su cubrebocas profesional, me dijo con voz asordinada:
¿Tiene algo para vendernos, señor?
Oiga, estoy desconcertado. ¿Se compran cabrones, ladrones, granujas...?, pronuncié al unísono del altavoz. ¿Me puede explicar un poco? Se me hace difícil creer esto que estoy oyendo...
Estamos haciendo una limpia en la humanidad. Venimos recogiendo toda la basura, todo lo que ya no sirve, lo que está haciendo daño al ser humano.
Pero..., pero, ¿quién hizo esta iniciativa, cómo la aprobaron, de dónde viene esto, cuál es el objetivo, por qué no nos habían informado, qué dice el gobierno?
La iniciativa es un consenso de la Nueva Asamblea Mundial de las Naciones Unidas para la Salvación del Tercer Planeta (NAMNUS-3P). Fue aprobada de manera perentoria en uso de las facultades que se otorgó la propia NAMNUS ante la emergencia letal y fuera de control por la aparición de 250 virus mutantes desconocidos que siguieron a la pandemia del Covid-19. Esto viene de, en primer lugar, la asamblea plenaria y permanente mencionada bajo la asesoría de los cinco mil científicos más prominentes en las áreas del conocimiento con que se cuenta y que fue difundida a cada uno de los países del planeta. El objetivo es muy sencillo, sólo sobrevivir. No se ha informado porque nos hubiera llevado demasiado tiempo que hubiese arrebatado millones de vidas en unos cuantos días, pero en estos momentos estamos iniciando una campaña planetaria de información para que la población mundial esté informada. El gobierno nacional lo está y, no tiene otra opción, está de acuerdo. Es todo lo que preguntó. Ahora usted dígame, ¿tiene algún especimen que nos vaya a vender?
Perdóneme, pero no entiendo, esto es tremendamente extraño. ¿Cómo es posible que se pongan en venta o se ofrezca la compra de personas? ¡Es una violación a los derechos humanos! Mientras el hombre y yo hablábamos el pregón continuaba impertérrito, “Se compran cabrones, ladrones, golpeadores, granujas, estafadores, machitos miserables o cualquier clase de políticos viejos, corruptos y pendejos que vendaaan”.
Trataré de explicarle un poco, a ver si es posible... Mire usted, los cabrones, ladrones, etcétera y etcétera, están perfectamente bien identificados. Generalmente son gente que tiene poder político y/o económico, es completamente sintomático. La maldad, le diré, es casi absolutamente inútil, completamente banal, lo dijo aquella poeta, creo que alemana, ¿cómo se llama?, bueno no importa por el momento. Excepto para el poder. El que quiere poder político que es también económico, siempre busca uno de ellos para acumular también el otro. Fíjese que el poder político es superior pero sólo en apariencia y además es transitorio, así lo hemos logrado hacer en luchas terribles a lo largo de la historia, pero sólo en apariencia. El poder económico está amenazando la existencia de la humanidad. No exageramos al decirlo. Para qué le digo que hay miles de muertos a la semana por hambrunas en todo el mundo. Pero 250 virus desconocidos pueden acabar con, le aviso, ya lo calcularon, tres cuartas partes de la humanidad en los próximos diez años. Y, mire, le diré algo que todos sabemos: los actos realmente malvados en contra de la humanidad o al menos de grupos representativos de ella, los llevan a cabo, los deciden unos cuantos, muy, pero muy poquitos hombres. Pero hay dos circunstancias muy graves, una, que sus actos de maldad (generalmente en su beneficio para acumular más poder o más dinero) repercuten en gran número de personas. Y, dos, tienen a mucha gente a su servicio. Ya sean los miembros del crimen organizado, como en nuestro país, o ya sea los políticos que tienen momentáneamente el poder para modificar el rumbo de los sucesos, insisto, para acumular más poder político y, ya sea indirectamente o por otros medios, económico. Son muy pocos. Y todo el mundo sabe quiénes son. Banqueros, políticos, empresarios, dirigentes que se autonombran espirituales y hasta engañadores que se dicen artistas y no falta algún falso deportista. También entre los sirvientes de éstos hay en abundancia ejemplares dignos de ser vendidos pero, insisto, los que provocan los grandes males inmediatos a la humanidad son muy pocos. Y los estamos comprando.
Increíble. Increíble. ¿Tanto así ha cambiado todo por un simple virus?
Tanto así, por sólo 250 simples virus. Mutantes...
Que pueden expulsarnos de este planeta, pueden sacarnos con cierta facilidad del complejo sistema que llamamos vida en menos tiempo del que necesitamos para ser capaces de eliminar si acaso a cuatro o cinco de ellos.
Y ahora dígame porque ya nos hizo perder mucho tiempo, ¿tiene a algún especimen que nos venda?”.
No. Perdóneme. Estoy anonadado. Me siento trastornado de confusión. Pero no me diga que en este camión llevan los “materiales que han comprado”...
Así es. Como usted me parece un sujeto inteligente e informado, me permitiré darle un minúsculo viaje de demostración por la zona en donde se recluye de manera preventiva a los presuntos dañadores de la humanidad, reclusión con que está equipado nuestro vehículo. Venga por aquí... Y me apresuró a que lo siguiera. Hizo una señal al operador que conducía el vehículo y pronto descendió una escalera automática del enorme cuerpo del camión ultramoderno. Subimos y una puerta se deslizó para dejarnos paso franco. Ingresamos por un estrecho pasillo que a ambos lados tenía sendos habitáculos. Tocó un adminículo digital y se abrió una pantalla que nos mostró a un hombre casi totalmente calvo y con orejas más que notables, sobresalientes y de tamaño fuera de lo normal. Era ya viejo, pequeño y casi enjuto, sin embargo era notable en su rostro una mirada que no puedo dejar de llamar demoníaca, serenamente intensa pero, sin duda, perversa. El rictus en su rostro era de una calma siniestra como el de una serpiente que mide la tarascada para engullir a una presa. Se paseaba con asombrosa calma, meditando, pero mostraba arrugas de furibunda contrariedad: la contracción de la boca, la brutal tensión en los ojos que parecía agregarle un toque demoníaco, un brillo a sus ojos.
¿Quién es? pregunté.
Es el hombre que más poder político y económico (ambos a la vez) acumula en nuestro país. El político ya no lo usufructúa formalmente, pero tiene gran cantidad de aliados y testaferros, sicarios e incondicionales. Y la gran mayoría se mueven en puestos clave del poder tanto político como económico de la nación.
Oiga, la figura del hombre es impresionante. Si no fuera porque está preso y que no me ve, sí me daría algo muy próximo al terror.
Ciertamente, debe cientos si no es que miles de vidas e indirectamente, le diré, quizá sean millones de existencias humanas que dañó o suprimió con tal de acumular el descomunal poder político y económico que acaparó. Es un gran logro haberlo capturado. En esta ala tenemos a varios de sus fieles seguidores, muchos de los cuales intentaban competir con él en la comisión de atrocidades. Tenemos a varios presidentes, uno borracho, otro loco, uno más débil mental y también hay políticos menores y muchos empresarios. Pero venga, esto le interesará. Caminamos unos pasos hasta otro sitio. Realizó la misma operación para abrir la pantalla y apareció un hombre de mediana estatura, casi regordete, de rostro torvo, aquilino y gesto, en efecto, de ave rapaz, pero también con notables signos de un alcoholismo cultivado por décadas y, a estas alturas, ya muy mal disfrazado por su edad provecta. En sus labios gruesos, rojos, que extrañamente parecían siempre húmedos y como anhelantes se había impreso el rictus de una sensualidad insaciada, innombrable y que provocaba escalofríos. Pero lo más brutal, lo inadmisible era su alzacuellos casi totalmente oculto por la papada.
¿Éste era rico?
Lo era, aunque no exageradamente. Su virtud más bien fue la de saciarse toda costa. Gran manipulador y amigo entrañable y servicial de los peores entre lo peor.
¿Era eclesiástico?
Lo era. Amigo, es hora de irse... De pronto empezaron a oírse golpes en una de las celdas. Eran impactos descontrolados como la desesperación. Mi guía prestó atención con gesto inquisitivo y temple de cazador―. Antes de irse contemple lo que sigue..., dijo y me llevó hasta otra pantalla que activó―. Todos son lo que suele llamarse grandes triunfadores. Pero sus triunfos ya costaron demasiado a la especie y al planeta. Éste era un campeón mundial para hacer dinero. Llegó a ser uno de los más ricos del mundo. Un auténtico hombre de acción.
Me asomé.
Era un viejo casi decrépito. Asombraba el gesto de furia y la enjundia con que pateaba las paredes y las golpeaba también con las manos. Su energía no parecía ser proveniente de ese cuerpo ya más que vencido por Cronos, era una fuerza quizá sobrehumana, una furia apoyada en un brío espiritual pero perverso. El viejo estaba como loco, no me costó trabajo imaginarlo maldiciendo a sus empleados en alguna de sus grandes empresas, mandándolos al infierno porque no habían alcanzado las ganancias exageradas en algún negocio que les encomendara, exigiéndoles que exprimieran más a los empleados, que batallaran intransigentemente con los competidores, que intensificaran las campañas de publicidad para que el mundo notara, descubriera que sus productos eran imprescindibles, que ningún obstáculo era digno de consideración y ni siquiera de discusión, que violaran las leyes, que compraran a los gobernantes, que sobornaran a los jueces, que mataran, sí, que mataran a quienes se opusieran al progreso de su gran empresa.
Un triunfador. Un emprendedor. Un hombre..., un hombre que lucha por sus ideales, los que se reducen a una palabra: acumulación.
El hombre dejaba de golpear las paredes por momentos y decía:
Amigo, oye, amigo, mira, ¿qué te parece un millón de dólares? ¿Eh, un millón de billetes verdes?, ¿eh?, para ti solito, cabrón. Sin polvo y paja. No, mira, perdóname, que sean diez, diez millones, como tú quieras, ahorita, contantes y sonantes. Y no hay reclamos. Ándale. Bueno. No, espérame, que sean ¡cincuenta millones!, no mames, no tienes idea de qué es eso... Serás el rey del mundo, ándale, no seas malo, ¡hijo de tu puta madre! ¡Te doy cien millones, pendejo! ¡Suéltame, maldito! Muj-muj-muj... jadeaba―, ¡hijo de tu perra madre!, ¡déjame libre! ¡Maldito, mal-di-to seas! y se derrumbó entre sollozos.
Qué terrible le dije al hombre¿pero cómo saben que son culpables? ¿No están violando sus derechos humanos, insisto?
Tenemos evidencias de sus fechorías. Ellos tienen un síndrome que fue establecido hace mucho tiempo y que es llamado Síndrome de Codicia Abisal Arquetípica Inconsciente. Es una necesidad de acumular bienes económicos de manera irracional, una codicia que no se sacia con nada, por eso se llama inconsciente y se llama arquetípica porque al parecer tiene componentes incluso genéticos y del inconsciente colectivo étnico propio de las naciones que sufrieron grandes carencias que pusieron en grave peligro incluso su existencia por las terribles condiciones climáticas que sufrieron sus antepasados prehistóricos, cuando sí morían pueblos completos por las hambrunas y las heladas.
“Se trata de una especie de locura por acumular sin medida, una urgencia por ganar bienes que no se saciará ni siquiera si ellos acumularan todo el oro del mundo, toda la riqueza de este planeta aunque dejaran sin comer a la totalidad de los humanos. Alguien ha dicho que es una especie de miseria del espíritu por lo que, siendo espiritual, no encuentra con que saciarse en este mundo. Así ellos acumularán dinero, bienes, sin detenerse jamás y en ninguna circunstancia, aunque pongan en peligro, de hecho ya lo han puesto, al mundo entero.
¡Dios! ¿Y eso es posible?
¿De qué habla usted?
Que haya personas así...
Está viendo usted a uno de ellos...
Todavía me cuesta creerlo...
Caminamos hacia la salida. Había sido una serie de impresiones tremendas ver a esos hombres.
¿Y qué van a hacer con ellos?, pregunté.
¿Qué se hacía con lo que compraban antes: colchones, tambores, refrigeradores, estufas, lavadoras, microondas o algo de fierro viejo...?
No sé..., se reciclaba, se desmembraba, lo que era posible se iba a reparación.
Lo mismo. Son seres humanos. No tienen razón, pero ¿quién la tiene? Excepto que el modelo que impusieron al resto de la humanidad nos puso en peligro a todos. Los que estamos suprimiéndolos en el sistema creemos que no tenemos la verdad, simplemente requerimos un nuevo sistema para que sobrevivamos todos. Eso es la prioridad por encima de cualquier otra. Ellos se tienen que reciclar. Sé que lo haremos. Hay conocimientos muy poderosos en el sistema de la ciencia actual. Pero, tiene usted razón, con ellos y con todo lo demás nos la estamos jugando. Así lo hemos hecho toda la historia. Hemos tenido victorias y derrotas. Pero hemos avanzado. También hemos retrocedido, para volverlo a intentar y aprender de las derrotas.
Nos despedimos con afecto pero sin tocarnos por si las dudas, por protocolo.
El camión empezó a caminar lentamente y sin dejar de repetir el pregón “Se compran cabrones, ladrones, golpeadores, granujas, estafadores, machitos miserables o cualquier clase de políticos viejos, corruptos y pendejos que vendaaan”.

jueves, 7 de mayo de 2020

Cuento


El beso de la vida

Pterocles Arenarius

Todos tienen miedo. Dicen que al baño de agua fría, al trabajo y a los chingadazos, no cualquiera le entra. Pero a la muerte sí, todos le entran y le entrarán aunque nadie quiera y aunque todos tengan miedo. Ahorita tienen miedo de morir por un virus recién llegado a este mundo, porque su código genético que tiene treinta mutaciones no existía antes, desde que todos sus hermanos virus se aparecieron aquí en su planeta (puesto que ellos llegaron primero, unos 2 mil 500 millones de años antes que nosotros, es más “su” planeta que nuestro).
Deberíamos agradecer a los seres biológicamente elementales, a los primeros seres vivos en este mundo, que nos den la bienvenida, o al menos que no nos hayan eliminado cuando éramos mucho más vulnerables pues nosotros llegamos, en el año cósmico del planeta, el último día de diciembre, mientras que ellos ya estaban acá en enero o muy a principios de febrero.
El Covid-19 no es un virus tan malo, sólo mata, hasta ahorita, documentado, a unos seis o siete de cada cien sujetos que infecta. Hace pocas semanas decían que el índice de letalidad sería del dos por ciento. Pero como hay un buen número de gente a la que no le provocará ni siquiera síntoma alguno, es muy posible que aquel seis o siete por ciento esté inflado, pues los infectados asintomáticos no avisarán que tienen el virus porque capaz que ni ellos mismos lleguen a saberlo.
Así las cosas y considerando que siempre he sido un animal de resistencia― decidí que el ultramicroscópico germen llamado también Coronavirus por su aspecto ante las lentes de los microscopios electrónicos (en el microscopio óptico no es visible) no me haría ningún daño. Eso a pesar de que no soy un jovencito. Y entonces me mantuve en actividad normal. Como siempre, como si nada, entre las calles abandonadas, en el metro casi vacío y altamente disfrutable. En el Centro de la ciudad gozando de la vista de los palacios y la ausencia de las multitudes. Haciendo caso omiso a las diatribas catastróficas o de plano apocalípticas de la televisión, alegando con gente alucinada que te habla de conspiraciones extraterrestres; castigos divinos por tanto pecado de cogedera que cometemos y ya ni digas de las cabronas viejas abortistas, según dijo algún bruto de lujosa sotana; o la indudable guerra soterrada entre Estados Unidos y China. Era para enloquecer. Todo el mundo habla del Coronavirus todo el tiempo y casi nadie tiene idea real de él; la mayoría ni siquiera sabe que es un virus.
Formante e Informante es mi periódico. Soy el reportero, soy el redactor, soy el que dirige la página electrónica, soy el que sube las noticias a yutub, a feisbuc, a tuiter, soy el que distribuye el periódico entre los vendedores y el que consigue la publicidad. Soy el que sale a cuadro en la versión televisiva por aquellas redes sociales de internet. Lo único que necesito extra es alguien que me lo imprima a ritmo de tres veces por semana. Imposible esperar sentado a que pase la pandemia y que el mundo se apacigüe para recomenzar. No. Además como medio de información mi trabajo es muy importante y de los que no pueden ni deben suspenderse.
Tengo que estar en el calle viendo que ocurre, tomando notas, hablando con la gente, leyendo mucho, consiguiendo testimonios, observando las circunstancias, entrevistando al pueblo y no menos a los del gobierno, tomando fotos y videos de cuanto sea nota, buscando la noticia siempre. He llegado a entrar a La Mañanera cuatro o cinco veces y si no lo hago con más frecuencia es porque hay que llegar a las cinco de la mañana, ese hombre trabaja como desquiciado, mejor la veo por internet. Hay muchos que a güevo quieren entrar nada más para salir en tele y en páginas de la web, hacerse famosos. Y luego andan chillando porque los insultan o los amenazan, a los que están contra el gobierno, los persigue la plebe de tuiter y de feisbuc; a los que están en favor del gobierno, les mandan amenazas de muerte los robots pagados por el CCE o la Coparmex o el presidente borracho asesino aquel que tuvimos. Nadie anda tranquilo, nada más nosotros los que nos la sabemos llevar tranquila, si no ¿cómo?
De arriba para abajo, con gente y con funcionarios, en la calle y en las oficinas, en el aeropuerto y en el Palacio Nacional y en el Palacio de Gobierno de la Ciudad. Y no me contagiaron, carajo. Pero tenía que venir Fernanda. ¿Pero cómo dejar de verla? ¿Y cómo iba yo a saber que ella sería la que me iba a condenar? Pero aunque lo hubiera sabido, no importaba. Siendo ella, que me contagie, chingao.
Fernanda es una diosa de la belleza y del amor detrás de una vitrina. Es la promesa del más alto placer en este mundo. Ella tiene en sus manitas la felicidad, en su cuerpecito está el demonio más sulfuroso que es el placer más grande posible en este mundo y en esta vida y en sus ojos se puede ver el amor de Dios y las once mil vírgenes todas juntas y todo eso aun cuando use tapabocas. Pero, además, como atiende la tiendita, está expuesta a cinco mil cabrones que la pueden ver con sólo ir a comprar un chocolate de pretexto e intentar... todo. A pesar de mis miles de ocupaciones y subidas y bajadas, entrevistas y cobranzas, tengo que ir a verla, a güevo, cada día.
Hola, ¿cómo estás?
Bien. Trabajando.
¿Qué te voy a dar?”
¿Te digo?
Mmm, ¿ya vas a empezar?
Sí. Es que yo quiero todo... me miró con sus negros ojos de venus olmeca, sonriendo con los ojos, porque el tapabocas cubría la mayor parte de su rostro.
Bueno, si es que quieres todo, ya verás, necesitas un camión grande de mudanzas y unos, ¿qué será?, unos trescientos mil pesos más o menos. Algo así. ¿Le entras?
Si me das también lo demás, ¡le entro!
No, ya no hay nada más... Bueno, dime qué te voy a vender...
Yo soy el que va a vender mi alma al diablo para que me des lo que yo quiero...
Tú ya la vendiste hace muchos años. Ya no tienes salvación. Estás más corrido que un caballo del hipódromo. Es más, yo creo que tú eres el vivo diablo...
Por eso vengo contigo, porque tú eres un angelito del cielo y tú sí me puedes sacar de los infiernos, tú me puedes llevar al paraíso, ándale, ¿qué te cuesta? Dame un cuartito de jamón, otro de queso de puerco, uno más de queso blanco, una lata de chiles y una mayonesita, voy a comprar pan porque no me gusta el Bimbo y me voy a hacer unas tortas para cenar. Es más, te invito.
Bueno, a ver si es cierto... me contestó sin énfasis, como automáticamente, porque estaba ya preparándose para rebanar el jamón en su máquina. Luego lo pesó. Entonces se dedicó a hacer lo mismo con el queso de puerco y al final el queso blanco, puso la lata de chiles y el frasco de mayonesa.
¿Algo más, señor?
Sí. Le dije a señas, acercándome a ella, que se aproximara para hablarle al oído. Me miró un poco extrañada, pero se acercó, olí su pelo fresco, delicioso y, eludiendo el cubrebocas, le di un beso entre la oreja y el mentón. Se apartó pero su lindo rostro quedó muy cerca del mío.
¿Eso es lo que quieres?
Sí... eso... bajó el cubrebocas hasta el cuello para descubrir la promesa de las delicias en su sonrisa, en sus labios. Me acerqué y sentí el aliento de su ser y me estremecí. Me iba acercando muy despacio, muy despacio, pero ella se aproximó hasta tocar nuestros labios casi con brusquedad.
Y nos besamos. Ella desde adentro de su mostrador y yo afuera, apoyados sobre el mismo. Un beso largo, larguísimo; empecé a palpitar, era insoportable de placer su saliva, su aire tibio, su piel caliente. Gracias a Dios... pero que se suspendió de la manera más abrupta cuando ella oyó que alguien entraba a la tienda. Se separó violentamente dándome la espalda y regresó también con gran rapidez para decir:
Soooon, veintiocho, más treinta y cinco, más quince, más veinte... iba diciendo mientras marcaba las cifras en la calculadora que tomara. Una mujer se acercó y esperó a que ella terminara la cuenta. Noventa y ocho, por favor... luego, sin más le dijo a la mujer sí, dígame.
La señora pidió lo que necesitaba, yo ―¡estaba temblando!― me aparté un poco y simulé que buscaba el dinero en mis bolsillos mientras Fernanda le iba despachando a la mujer. Luego le cobró, le dio el cambio y la mujer se fue.
Haste para acá... le dije...
¿Para qué...?
Pues arrímate y te digo...
A ver...
Y empezamos de nuevo a besarnos. Su saliva era una delicia. Su aliento me quemaba. Su piel estaba caliente y sus labios tan suaves tan intensos.
Tuvimos que interrumpir otra vez y otra vez y otra vez, llegaban clientes.
Pero en cuanto se desocupaba volvíamos al beso.
Así estuvimos dos horas. Colorados. Calientes. Encubriéndonos. Suspirando. Mirándonos de la más cómplice manera por encima de cada persona que iba a comprar. Dios mío, yo quería seguir la noche entera besándola, sin importar interrumpciones... Hasta que me dijo:
Ahora ayúdame a cerrar.
Sí, claro.
Le ayudé. Organizó cosas colocándolas en su lugar, mientras yo bajaba las cortinas de fierro.
Fernandita, yo te voy a coger aquí mismo, por el amor de Dios...
Anacarsis Estrabón, periodista independiente, espérame tantito, no vayas tan rápido. Ven acá y dame otro besito. Me agarró por las solapas. Nos pusimos a besarnos. Me apliqué a aumentar la intensidad de las caricias y a que ella notara que mi calentura ya era total, perentoria, implacable e incapaz de perdonar. Que supiera sin duda alguna que yo quería coger con ella. Le puse las manos en sus nalgas enloquecedoras. Me detuvo.
Sí, aquí mero, pero ahorita no... Mira, no se va a poder. Te explico Me tomó una mano y me la llevó a su mejilla. ¿Ves que estoy caliente?
Sí...
Hace rato que llegaste me dolía la cabeza... me hizo un gesto sonriente, dulcísimocon el faje que me has metido hasta el dolor de cabeza se me quitó. ¿Te explico qué pasa o ya entendiste?
Me sentí perdido, no tenía idea de qué me estaba hablando y era notorio. Siguió explicando:
Me dolía la cabeza, tengo un poco de calentura. Ahorita no podemos hacer cositas. Te tienes que esperar cuatro o cinco días, ¿sí me entiendes?
Aaah, sí, sí... No, no... sí, o sea, como tú digas. Perdóname.
Ja ja ja... al revés, querido. Tengo que obedecer a mi cuerpo. Pero ¿sí vas a venir a verme?
Todos los días.
Sale. Y nos besamos otras cuatro o cinco veces. La apreté, le agarré sus nalguitas y sus pechitos, aunque fuera por encima de la ropa. Vida mía. Salimos y la acompañé a su casa. La besé con toda mi urgencia antes de que abriera la puerta que la hizo desaparecer.
Pero regresé feliz. Era la culminación de varios meses de coqueteos, de acercamientos. La noche era deliciosa; las nubes, signos de alegría; la luna divina, una minúscula rebanada; en mi boca sentía el sabor de ella. La adoraba. Pensé que no me cepillaría los dientes para conservar la sensación.
Al día siguiente no pude ir a verla. Llegué corriendo a su tienda pero ya era tarde. En estos días de pandemia los comercios cierran más temprano.
Una vez más fui a verla al día siguiente y tuve una sorpresa horrible como un bofetón: ella no estaba. Un gordo malencarado se encontraba en su lugar. El dueño de la tienda, el que la atiende desde las seis de la mañana hasta la hora que entra Fernanda, su sobrina y también su empleada. Ese sujeto y yo nos conocemos, claro. Nos caemos gordos de mutua manera. Ni para que preguntarle por ella. Le compré lo que necesitaba y me largué. ¿Qué pasaría con ella? Tendría que ir a buscarla a su casa.
Me fui corriendo con mi mercancía a buscarla. Llegué a su casa y toqué sin importarme lo que dijeran ni el hecho de que pudiera extrañarles que un tipo como yo la buscara. Pero nadie me abrió. Al parecer no había gente en el lugar. No tenía el número de su celular, maldita sea. Me quedé un largo rato esperando para ver si alguien llegaba. Nada.
Luego de una larguísima hora me retiré terriblemente desanimado. El malestar que sentía llegó a volverse incluso físico. Me acosté a dormir luego de una merienda que no terminé. No dormí bien, me sentí abochornado, de tal suerte que me levanté un par de veces, la última a las cuatro y media. Luego me volví a dormir ya como a las seis y media para que, al final, desvelado, me levantara tardísimo. Salí a las nueve y media corriendo como un imbécil ―y con un desasosiego en el alma, pero al menos igual en el cuerpo― a cumplir con mi chamba, pero no me sentía bien. Pasé a desayunar unos sopes infames de insípidos. Con mi camarita, mi teléfono celular y un cuaderno de notas era mío el mundo. Tenía el plan de ir al Centro y hacer una crónica de la soledad de las calles, la ausencia de cantinas y restaurantes y algunas fotos además de, quizá, entrevistas con la poca gente despistada que hubiera. Me sentía de la chingada. Sería por la desvelada, pensé. Andaba bien agitado, como si hubiera corrido, pero sólo caminaba; rápido, como es mi costumbre, pero no era nada agradable jadear tanto.
Me agarró un acceso de tos que me tuve que detener y entonces me empezó a doler la cabeza de manera que sentí que no podía moverme. Me quedé parado en 16 de Septiembre viendo para todos lados. Creo que nunca me he sentido tan indefenso. Lo que más me extrañaba es que de buenas a primeras me sintiera tan mal. Y ya no era Fernanda, sentía que algo se me quería romper por dentro. Me senté en el suelo y cerré los ojos. El sol me tenía abrumado y sudoroso. Lo más extraño es que no dejaba de jadear.
Me arrimé a una sombrita. Capaz que hasta me desvanecí o me quedé dormido un buen rato. Luego abrí los ojos y, dentro de lo mal que me sentía, me di cuenta de que estaba un poquito recuperado. Ahora también me dolía el cuerpo. Caminé como pude hasta el metro. Bajé las escaleras como viejito y, nomás subir al tren, me senté con los ojos cerrados. Me di cuenta de que también tenía calentura, por eso el dolor generalizado. Como Dios me dio a entender llegué hasta mi casa y me tiré en la cama.
Ahí empezó el infierno. Yo era, como me dijera Fernandita, el diablo. Pero un pobre pinche y muy pendejo diablo, jodidérrimo, miserable, doliente, sufridor.
Caliente, tosedor, adolorido, debatiéndome todo el tiempo entre los dolores, las fiebres, la tos que me asfixiaba y el jadeo.
Me di cuenta de que me podía morir. Me estaba deslizando por una pendiente en la que podía ir hasta el fondo. Y el final era la muerte. Los largos ratos de fatiga me hacían dormir y despertaba como animado, con arrestos y hasta hambriento. Me levantaba y, como un perro callejero, famélico, casi inválido, temblando, me iba a la cocina, me comía lo que encontraba y me bebía el agua de la llave o lo que estuviera a la mano. Luego me dejaba derrumbar sobre la cama a delirar. Un pobre diablo sin salida. Comía cachos de pan con queso como si fueran de madera, tomaba vasos de agua que me infundían la vida. Regresaba a mi cama casi arrastrando, jadeante y derruido.
Tenía que ir a un hospital. No tenía fuerzas apenas para ir a la cocina y al baño. Estaba en la más brutal fase de miseria física. Soñaba, como no, con Fernanda, pero se me hacía una divinidad lejana; lo que sería inalcanzable. Me hacía llorar sólo recordarla. Ya me había acostumbrado a respirar jadeando. También a tener frío todo el tiempo y al dolor de cuerpo. Sin saber de sabores, comiendo y bebiendo por absoluto instinto. A muy duras penas contesté el teléfono y cancelé cuanto fue posible. Perdí la cuenta de los días cuando iba por el quinto o sexto. Pero la recuperé haciendo cuentas y consultando las páginas de internet. El Formante e Informante, brillaba por su ausencia. Llegué a decir que me estaba llevando la chingada. Luego fue una evidencia incontrastable, absoluta, unánime, aunque solitaria, tan sólo para mí, tan solo en mi recámara: eran los síntomas de la infección por Coronavirus. Chingas a tu madre, Anacarsis. Y si no te has muerto es porque hierba mala nunca muere. Han pasado diez días y te has convertido en una piltrafa. Traes quince kilos menos y diez años más. Mero y te carga la chingada. Lo sentiste, Anacarsis, sentiste que era posible morir. Pero no te dejaste. Nada más por puro instinto, porque querías ir a la cocina a tomar agua de la llave, a comerte un pan con sardina, a quedarte dormido viendo la televisión. Y, lo que te pareció no más importante, pero sí lo más hermoso de todo: ver otra vez a Fernanda y besar ―por el amor de Dios― su boquita.
Por eso sí valía la pena no morirse por culpa del Covid-19, ni por ninguna otra razón. Mirar los ojos de ella. Bajarle el tapabocas y besarla. Luego bajarle lo que fuera necesario.
Madreadísimo, pero recuperado, sin jadeos, sin dolor de cabeza, con las fiebres más que controladas. Con rostro cadavérico y manos tembeleques, como resucitado de entre los muertos, muy débil, pero seguro de que, a muy alto costo, pero había vencido al puto virus, me atreví a salir de mi casa porque además ya no tenía ni que comer.
¡¿Qué te pasó, Anacarsis?¡ Estás bien malo... ¿Dónde te habías metido?, hace mucho que no te veo. ¿Ya fuiste al médico? Ella estaba hermosa como nunca, como siempre, sus ojos resplandecían derrotando salvajemente la función del cubrebocas. Oye, pero te pegó durísimo.
¿Quién me pegó durísimo?
Pues el virus. ¿Te acuerdas de aquel día que estuvimos aquí? ¿Te acuerdas que me dolía la cabeza y traía un poquito como de calentura? Pues yo dije voy a empezar, de seguro mañana es el primero de mis días. Pero ¿qué crees? Al día siguiente me dijeron tú tienes Coronavirus. Mi hermana ya lo tenía desde antes. Nos llevaron al hospital y nos pusieron en cuarentena, pero ninguna nos pusimos malas. Se quedó callada, me miraba intensamente, con simpatía y, sin duda, sentimiento de culpa―. Te contagié, Anacarsis. No te ves bien. ¿Cómo te sientes? ¿Quieres que te lleve al hospital?
Gracias, Fernanda, muchas gracias... pero ya pasó todo. Mira nada más... quedé ultramadreado. Bajé quince kilos. Pero ya estoy bien. Bueno, todavía me tengo que recuperar.
Estoy hecho una desgracia.
Ya me voy”. Me consideré indigno de ella rebosante de salud y deslumbrante de belleza. Me fui caminando muy despacio, no podía hacerlo de otra manera. ¡Ella me contagió! Y lo sabía. ¿Tanto valían sus besos, tanto como el infieno que sufrí?
Sí.
Me sentí orgulloso de haber arriesgado la vida por ella.
Bueno, la había arriesgado en un 6.7 por ciento, que es el índice de letalidad promedio del virus en el mundo. Lo cual no deja de ser un mérito, porque además no tuve ayuda hospitalaria ni atención médica.
¡Anacarsis!, me gritó. Me volví a verla. Se había sacado el cubrebocas. Sonreía más linda que nunca bajo el sol.
¿Te vas a recuperar?
Le contesté con enjundia moviendo la cabeza con una afirmación que era hasta violenta.
Entonces vas a volver a venir... ¿verdad?

domingo, 3 de mayo de 2020

Tercera pelea

Nocaut en Zitácuaro

(Tercera pelea)

Pterocles Arenarius

―Si se trata de calentar la plaza, pues vamos a mandar a los peleadores bien cargados, para que se peguen bonito y las peleas acaben rápido, puro nocaut ―propuso Roberto, El Tío, Jiménez.

―¿Para ti qué es cargado el peleador?

―¿Cómo qué es? Pues que le pongas algo en el vendaje. En los guantes no, es mucho pedo, pero en el vendaje de las manos.

“'Ora, vamos a ponernos de acuerdo qué les ponemos, para que sea parejo. Para que gane el que pegue primero y pegue mejor”.

―¿Qué propones, Tío? Digo, porque se les pueden poner muchas cosas. ―Dijo el promotor de Zitácuaro.

―No, pues sin ventajas. Lo mismo a los dos para que no haiga uno que le pegue más duro al otro. Los dos iguales. Yeso con agua y hasta arriba la cinta de escoch. Con eso.

“¿Está bien?”

―Está. ―Era un pacto de caballeros.

De criminales, puesto que ellos no iban a subir al enlonado a romperse la madre.

Y así se acordó que sería la pelea entre El Mosco Hernández, el ídolo de Zitácuaro, contra Raúl, El Zurdito, Ramírez. Por lo menos no habría ventajas.

El Tío Jiménez estaba delinquiendo por doble partida. Primero era proponer un vendaje ilegal, peligrosísimo, para que los imbéciles que habrían de pelear se despedazaran. El vendaje bajo los guantes llevaría yeso y agua para que los golpes que se dieran los peleadores fueran verdaderas pedradas. Pero El Tío, un zorro, hacía otro fraude a los Zitacuarenses. El peleador que enfrentaría a El Mosco Hernández no era Raúl, Zurdito, Ramírez, un preliminarista de la Arena Coliseo que lento y ni tan seguro pero se iba abriendo paso y no tardaría en ser peleador estrella, de los que peleaban a diez episodios. En el lugar de El Zurdito iba yo, que ni siquiera era zurdo, sino de guardia derecha. Y no hubiera estado mal si no fuera porque yo en aquel año de 1969 tenía 18 años y llevaba en el boxeo, entrenando entre profesionales, acaso seis meses. El Tío me aventaba al matadero. Con tal de quedarse con todo el sueldo de El Zurdito me llevó a mí que no cobraría, al revés, El Tío me hacía el enorme favor de darme una oportunidad de pelear con un profesional para dar un gran salto en lo que iba a empezar a ser mi carrera boxística.

Lo perverso, lo criminal de El Tío era que nos pusieran, por su propuesta, vendajes para que nos dañáramos más de lo que de por sí nos lastimaríamos peleando con vendajes normales. Los vendajes, se supone, son para proteger (léase esto) proteger las manos. Sí, las manos de los peleadores que suelen chocar de manera muy violenta contra huesos tan duros como cráneos, codos e incluso mandíbulas y filos superciliares del adversario. Ahí, Dios no lo quiera, un peleador puede fracturarse una mano, su principal herramienta de trabajo, y perder meses de “producción” de daños, perder la condición física y tantos males más derivados de no entrenar por un descuido semejante. Con vendajes enyesados los golpes serían brutalmente fuertes. Mucho más duros que lo normal. Para que la pelea fuera bonita. Para que hubiera sangre y, sin duda, un nocaut. El ganador sería el que pegue primero y el que pegue mejor ya lo había dicho El Tío. Si se matan el par de imbéciles que estarán sobre el cuadrilátero, bueno, eso es perjuicio menor. Tal pactaron Jiménez y los organizadores de Zitácuaro. La supervisión legal de la pelea simplemente no existía.
El segundo de izquierda a derecha, de pie, es Bernabé, Beibi Vázquez. el segundo en cuclillas es Pterocles. 1970

La otra cuestión era que El Tío me había entrenado como a un profesional. Me había puesto en la mejor forma física posible para la pelea. El viejo tenía una gran experiencia, por más que no fuera académica, para entrenar peleadores: Ultiminio, Pulgarcito Ramos, Rogelio Lara, habían sido, entre muchos más, encargados con él para supreparación física. Sin duda consideraba que yo era capaz de derrotar al Mosco Hernández nada más con mis talentos de muy buen peleador que ya era y su perfecto entrenamiento. Así, el vendaje criminal operaría en nuestro favor ―no tanto en el mío, pues mi rival no estaba manco―. Otra circunstancia que no consideró era que el viaje era monstruoso. Por su codicia. Me trepó a un camión guajolotero de los espantos. El viaje del DF a Zitácuaro duró unas seis o siete horas de tortura, calor, incomodidades y, muy lejos de descansar (lo que me urgía), sólo llegué más fatigado. Así arribamos a Zitácuaro. Yo estaba en condiciones deplorables y me hubiera hecho mucho bien dormir un poco, pero no había donde. Una cuestión más. Los encargados de cuidar al Mosco Hernández fueron mucho más acuciosos ―y ventajosos― que El Tío y su equipo. Sospecho que le pusieron kilos de yeso o incluso algún otro material al vendaje de su peleador porque... les cuento la pelea:

Salimos cada uno de su esquina a encontrarnos en el centro del cuadro. Comenzamos a bailotear y hacernos fintas. Él se acercó y me tiró el yab, yo hice lo mismo. Los dos atinamos y, sorprendentemente, los dos nos rebotamos hacia atrás. ¡Habían sido golpes muy fuertes! Por supuesto, traíamos los guantes cargados de yeso con agua. Entonces yo me fui hacia mi costado izquierdo dando saltitos, esperando al Mosco para tirarle la izquierda. De pronto sólo vi un gran resplandor de color entre rojo y amarillo pegado a mis ojos. Había visto que El Mosco movió la mano derecha, pero sentí que no iba a intentar lo que hizo: un volado de derecha me atinó en el lado izquierdo de la barbilla. Caí fulminado en mi propia esquina. Había sido un terrible batacazo. Ahí se incluía la fuerza de El Mosco Hernández, peleador profesional, con la masa de su puño impulsada por los músculos de su brazo, hombro y espalda, más el impulso de su cuerpo que iba hacia adelante. Todo detrás de un puño duro como una piedra gracias al vendaje criminal sugerido por Roberto, El Tío, Jiménez. Un golpe imposible, desmesuradamente fuerte: una auténtica pedrada. Gracias mi entrenador.

No quise levantarme. De hecho escuché la cuenta a partir del cuatro. Me hice pendejo, me saqué el protector bucal y lo azoté en el suelo y me quedé a gatas sobre la lona. Ahí acabó la pelea. El Tío no contó con que la gente de El Mosco iba a hacer trampa sobre la trampa: ponerle en los puños algo peor a su pupilo para que ganara más fácilmente. De verdad, estoy seguro que el golpe que me dio El Mosco no era de nocaut, excepto si hubiera traído cemento en los puños. Al final no hubo contratiempos. Todo se llevó a cabo de acuerdo a protocolo. Me contaron hasta diez y fui declarado perdedor por nocaut a los 25 segundos del primer asalto.

Hay un último detalle que se tiene que explicitar. Mi apoderado era Andrés Oviedo, mi amigo al que apodábamos El Sastre, porque ese era su oficio. Él había estudiado leyes y se autonombraba abogado porque no sólo no estaba titulado sino que no terminó de estudiar. El Sastre, sin quererlo, me indujo al boxeo. Cuando éramos niños nos invitaba a boxear entre los chicos de la cuadra para divertirse. Algunos terminamos volviéndonos muy buenos para el combate a puño. Otro amigo, Refugio Balpuesta, y yo, a eso de los 16 o 17 años decidimos ―decidimos, ¿eh?― volvernos púgiles. El Sastre nos consiguió la relación con Bernabé, Beibi, Vázquez, decano peleador mexicano y ex campeón nacional de peso ligero, para que él nos entrenara. Pero el Beibi, a sus cuarenta y tantos años seguía peleando, era actor, dirigía un grupo musical, entrenaba a Ultiminio Ramos y pretendía ser manejador de boxeadores. Es decir, no tenía tiempo de atendernos a mí y a Cuco, alias Refugio Balpuesta. El Beibi nos dejó en manos de un criminal, Roberto, El Tío, Jiménez. Así perdí mi primera pelea en Zitácuaro por nocaut a los 25 segundos de iniciada. Era el día jueves 20 de noviembre de 1969.
Refugio Balpuesta, Emelia y su bebé, Pterocles, 1969
¿Y el apoderado Sastre?

No supo ni cómo ni cuándo se la dejaron ir tanto a él como a mí, su pupilo y poderdante, aunque yo sí me llevé un buen par de chingadazos ilegales.

Pero luego El Sastre intentó reivindicarse conmigo. A vuelta de cincuenta años me doy cuenta. Lo que hizo para curar su consciencia fue convencer a su hermana menor, Natalia, para que fuera mi novia. Mi inmenso pendejismo de aquellos días me libró de terminar como marido de Natalia y familiar íntimo de la familia Oviedo y padre de niños que habrían llevado apellidos Ortega Oviedo. ¿Para bien, para mal? ¿Quién puede definir semejante dilema?

En cuanto a El Tío Jiménez, ni hablar, él continuó con su carrera delictiva hasta que el 14 de mayo de 1983, en la pelea sostenida entre El Conejo Casas y Arturo, Cuyito, Hernández, en la Arena Coliseo de Perú 77, cuando el Tío estaba por celebrar la victoria ―sin duda mediante alguna sucia transa― de su pupilo el Conejo, alguien le dio un balazo en el pecho. El Tío Jiménez murió en camino al hospital. Del asesino nadie sabe y nadie supo hasta la fecha. Roberto, El Tío, Jiménez murió como lo que era, un delincuente. Y su asesino anónimo e impune.

Izquierda, Beibi Vázquez, gloria del boxeo nacional. El otro, Roberto, El Tío, Jiménez, mafioso y criminal