viernes, 10 de agosto de 2018

Tres hazañas policiacas

Tres hazañas policiacas

Pterocles Arenarius

                                                                                    Hay un lema que siguen todos los                                                                                    que practican este oficio:
                                                                                   “Si quieres llegar a policía viejo                                                                                         hazte pendejo".

Hace un par de semanas vi un pleito en el metro. En realidad no fue pleito sino una pequeña golpiza que un policía vestido de civil le atizó a un viejo pendejo (y, quizá, borracho). Los hechos fueron como sigue:
El policía era un muchacho que acaso alcanzaba los 30 años. El viejo pendejo era un bien entrado sexagenario. El joven policía iba sentado casi dormido y, aplastado medio horizontal sobre el asiento, hacía que sus rodillas casi tocaran el lugar frente a él, con lo cual provocaba que nadie pudiera sentarse ahí.
El viejo, seguramente borracho, se empeñó en sentarse en el asiento que el policía obstruía con sus rodillas.
El viejo se metió casi a fuerza y se apoltronó. El policía se hizo el molesto, es muy seguro que trajera encima 24 horas sin dormir, pues suelen trabajar 24 horas (de actividad) por 24 horas (de descanso).
El viejo traía un paraguas, una mochila y un libro. Desafiante (quizá borracho, ya se dijo) se sentó frente al policía. Se miraron feo los dos y noté que se empujaban belicosamente con las rodillas. El viejo se puso a leer el libro que llevaba. El policía siguió dormitando. Así se fueron desde Pino Suárez hasta Moctezuma, íbamos en la Línea Uno. Ahí el viejo se puso de pie para salir, pero las largas piernas del policía le estorbaban el paso. Lo empujó, le pegó con las rodillas para hacer a un lado las piernas del estorboso policía y salió. Empezaron a insultarse. Se mentaron la madre mutuamente. De pronto, el viejo le tiró un sombrillazo al policía. Éste, un joven, lo esquivó. Se levantó furioso y se abalanzó contra el viejo que esgrimió valerosamente su paraguas como defensa y le tiró un tremendo golpe. Pero el otro era un joven, fuerte, policía y, por lo menos, unos diez centímetros más alto que el viejo pendejo y borracho. El policía detuvo el golpe con asombrosa facilidad interponiendo el antebrazo. En ese momento su reloj salió volando y nadie se percató. Le quitó el paraguas al viejo pendejo, le dio un par de golpes en la cara, en la cabeza, lo tiró al suelo de un aventón y le dio una patada en la espalda. Luego, olímpicamente, se metió en el carro del metro que se había detenido y, quizá, el conductor veía la riña. El viejo no estaba de ninguna manera a gusto. Se levantó del suelo, empezó a gritar “¡Policía, policía!” y fue corriendo a jalar la palanca de emergencias del metro que así no puede avanzar.
Llegaron cuatro policías. El viejo borracho les dijo “Aquí el muchachito me agarró a patadas en el suelo; agárrenlo”. Uno de los policías obedeció, pero el policía golpeador no perdió el tiempo, le dijo por lo bajo “Bríndame la atención, pareja, hazme el paro”. Que no otra cosa se dicen los policías cuando cometen un delito o le pegan a un viejo, para que sus “parejas” no los detengan.
Y, ciertamente, lo soltaron cuando ya hasta lo habían agarrado. Y el policía que apaleó al viejo se fue caminando como si no hubiera pateado en el suelo a un hombre que, por la edad, podría haber sido su abuelo.
El viejo gritó a los policías “¿Por qué lo dejan ir?, ¿le tienen miedo?”, y le gritó al que huía: “¡Ven a seguirme pegando, cobarde, hijo de tu puta madre!”. Lo dejaron ir.
El viejo borracho (y pendejo) se puso a recoger su mochila, su libro, su gorra (traía una cachucha que no se había mencionado), su paraguas y, ¡oh, sorpresa!, el reloj que, nadie lo notó, se le cayó al policía a causa del sombrillazo que le dio el viejo.
Cuando terminó les dijo “Ya lo dejaron ir, ¿verdad?”. Los policías, haciéndose pendejos, no le contestaron. Uno le dijo: “¿Cómo pasó todo?”. El viejo pendejo (y borracho casi seguramente), indignado contestó: “¿Ya para qué me preguntas?, ya lo dejaron ir. ¿Para qué sirven ustedes? Son servidores públicos y no sirven para nada”. Y se fue.
La historia no acaba aquí.
Salimos juntos del metro Moctezuma, del lado de la colonia del mismo nombre. Hablamos:
―¿Cómo ves?, hijos de su reputa y rechingada madre ¿no? ¿Por qué dejaron ir al hijo de su puta madre que me pegó?, ―el viejo, borracho, no se había dado cuenta que el que lo golpeó también era policía (pelón, joven, desvelado y, lo más importante, conocedor de los códigos para que sus “parejas” no lo detuvieran). No se lo dije.
―Ssssí, son cabrones. Ps ya se querían ir a dormir…, por eso lo dejaron ir. Y es que luego se tardan mucho en los trámites y levantar acta y todo eso, cuatro, cinco, hasta ocho horas. Y ellos ya se querían ir a descansar.
―¿Y por eso ya te pueden matar a chingadazos en el metro sin que se pongan a hacer su trabajo los hijos de su chingada madre? ¿Entonces para qué putas sirven?
―Así son, mi amigo… ―en ese momento una patrulla apareció dando vuelta con sirena abierta por la esquina atrás de nosotros.
―¿Y estos hijos de su puta madre qué…?, ―dijo el viejo borracho. Pensé un par de segundos y le dije:
―¿Sabes qué, compadre…? Así como ves capaz que vienen por ti. Pero no tienen evidencia de que tú eres, nada más recibieron la llamada por radio, nos quieren asustar a ver si nos echamos a correr o les tenemos miedo. Tú tranquilo ―no era necesario que se lo dijera, sino al revés, el viejo estaba encabronado y más bien había que tranquilizarlo para que no insultara a los policías. No les tenía miedo―. Si nos caen tú eres un ciudadano que no sabes ni madres de lo que pasó ahorita en el metro, porque por áhi nos van a tratar de cinchar.
Como vieron que no huimos apagaron el puto escándalo de la sirena, pero aminoraron la velocidad de la patrulla y se pusieron al parejo de nuestra marcha. No podíamos verles la cara por las luces azul y roja que emite el penacho de la patrulla, pero sin duda nos veían como su botín. Detuvieron el vehículo, se bajaron de la patrulla que atravesaron prácticamente en nuestro camino. Con la mano en la funda de la pistola, como amenazando con sacarla, llegaron hasta nosotros.
―Usté, caballero ―nos dijeron con la extraña y puta maña de los policías de llamar caballero a todo el mundo―, tiene que acompañarnos. Identifíquese. Tiene el reporte de que participó en una riña en el metro y se escapó de la autoridá ―completaron señalando al viejo borracho que me acompañaba. El viejo dejó de parecerme tan pendejo por la manera en que reaccionó:
―Mire usted, señor, ignoro a qué se refiere. No tengo idea de lo que dice. No sé ni de lejos de qué riña me está hablando. Pero sí le recuerdo que la Constitución Mexicana dice dos cosas que ahorita caben muy bien, una, que ningún acto ni reglamento ni operativo, como ustedes les llaman, está por encima de sus leyes y, dos, que también dice que ningún ciudadano puede ser molestado en su persona, propiedades o tránsito si no existe una orden judicial ex profeso que así lo establezca. ¿Puede enseñarme la orden judicial que lo autorice a interrumpir nuestro tránsito?
―No, mire, a nosotros nos dan un aviso de que un sujeto agredió a un pareja, digo a un policía en las instalaciones del metro estación Moctezuma. ―Dijo el policía como si leyera de una pequeña libreta en la que habría apuntado lo que le dijeran por radio―. Y el retrato hablado es igual a usté.
―Le repito, nosotros no sabemos nada. Lamento que su colega haya sufrido una agresión y, si no tiene orden judicial que lo autorice a interrogarnos, su retrato hablado no tiene validez y hasta se me hace que no existe, así que le pido que no moleste nuestro tránsito y cumpla con la ley. Con su permiso. ―Y echó a caminar. Los policías no se atrevieron más que a, primero, quedarse parados mirándose uno al otro y, luego, regresar a su patrulla. Todavía alcancé a oír que dijeron:
―¿Cómo ves, pareja, les damos en su pinche madre?
―Yo creo que no, pareja, se ve que estos rucos se la saben y pa’qué quieres… ―y se fueron.
Caminamos un poco, unos cincuenta metros. El viejo no tan pendejo, pero sí borracho me dijo:
―Cabrones, hijos de su chingada madre. Pobres imbéciles. ¿Quieres un pegue?, ―mientras me ofrecía una anforita de anís El Mico.