Querido policía
Pterocles
Arenarius
El
miércoles 8 de mayo iba con dos queridos camaradas en el carro de uno de ellos,
él me daba el raite para llegar a mi
casa porque era ya casi la una de la mañana. Pasábamos por el Eje Uno Norte en
donde se cruza con Reforma, empieza La Lagunilla y poco más hacia el oriente, está
Tepito. Había un retén. Unos diez, quizá doce policías detenían y revisaban a
los automovilistas que vivían la desgracia de pasar por ahí y recibir la
indicación de detenerse.
¿Qué hacer frente a un abuso? |
Los
trataban como si fueran sus enemigos. Como si fueran prisioneros de guerra. Muy
“amablemente”, sus documentos, por favor. Abra la cajuela. Déjeme revisar el
piso del carro. A ver la guantera. Puta madre, como si fueras un puto sicario y
ellos, heroicos, te estuvieran poniendo en manos de la ley. Pero ni eso.
Querían su mordida.
A
mi amigo, el que conducía el carro lo obligaron a abrir la cajuela. La
constitución dice que ninguna persona puede ser molestada en su persona, sus
propiedades, su familia ni su tránsito a menos que haya un documento legal que
así lo imponga y tal sea expedido por la autoridad judicial competente. Bueno,
abrió la cajuela y le encontraron una espada de ornato, una joya de orfebrería.
Sí, chingona la espada. Para qué se la encontraron. Y conste que todavía estaba
en su estuche.
—¿Y
esto qué es, caballero? —Ah, porque aunque te quieren robar te tratan de
caballero. Pues dónde ven el caballo, hijos de su chingada madre, dan ganas de
decirles.
—Es
un adorno, la acabo de comprar.
Una joya |
—Mire,
caballero, esto le va a salir muy caro. Primero vamos al eme-pe. La unidá —se
refería al automóvil de mi amigo— se queda detenida y va al corralón, usté paga
el arrastre, ya sabe, ¿no? El arma —que no es arma, con una chingada— se queda
en el eme-pe como prueba. Como no tiene autorización para portar armas se le
aplica una multa o de dos meses a un año de cárcel si sale culpable. Como es
una espada serán dos meses, no creo que más. Así que ai usté sabe.
—Oye,
amigo, pero esta no es un arma, es un adorno, es orfebrería.
—Pos
por eso vamos con el eme-pe, para que’l diga si es arma o es orf…, or… eso que
usté dice, caballero. Pero ¿sabe qué? A mí se me hace que ustedes son
templarios. Esos cabrones usan d’estas, ¿a poco no ha visto en la tele, en los
periódicos? —Uta si fuéramos templarios, en primer lugar no seríamos nosotros.
En segundo ya no estaría hablando el pendejo, y él lo sabía. Ya estaría lleno
de plomo y boqueando.
—No,
amigo, yo tengo que trabajar, tengo muchas obligaciones, no puedo. Es más,
ahorita ya es muy tarde y no puedo desvelarme, mañana tengo que estar en mi
chamba a las ocho. No seas malo, dame chance.
—Pos
yo lo puedo ayudar, caballero, pero usté también, ayúdeme a mí. —¡Ahí estaba!
Querían un varo.
—Bueno,
a ver, de cuánto estamos hablando —le dijo mi amigo al poli.
—Pos
yo se lo dejo a su criterio —no me digas, ¿dónde he oído esa frase?— Pero le
digo, si el eme-pe encuentra culpabilidá, uhhh no, se va al reclu por lo menos
tres meses a un año mínimo. —Siempre dicen mal mínimo y máximo. En fin. Mi
amigo terminó cediendo:
—Uuuuy,
no, mi joven, vámonos. Ai arréglese con el eme-pe. Le sale como en unos diez mil
varos. Póngase con uno con nosotros y se va ahorita. —Quería mil varos la rata
hambrienta. Era lo que costaba la espada. Parecía que la única salida era “Como
dijo Alfredo: ni pedo”:
—No,
poli, no tengo tanto dinero. Quédese con la espada.
—Pero
yo pa’qué la quiero… A ver… Pus ya ai déjela. Ya váyase…
Se
robaron la espada. No les importó que fuéramos unos presuntos templarios, muy
dóciles, muy pacíficos y muy pendejos. Pero presuntos templarios. ¿Su ética, su
investigación, su trabajo? Robar.
Que
yo recuerde, los policías siempre han sido rateros. En la época negra del Negro
Durazo, los policías andaban en la calle robando directa y abiertamente. En mi
adolescencia yo vivía en un barrio bajo, hace muchos años. Odiábamos tanto a
los policías que siempre que pasaban uniformados por las esquinas de mi cuadra
íbamos atrás de ellos y los apedreábamos. Luego corríamos a nuestras vecindades
y ahí no se atrevían a entrar. Por fortuna nunca nos tiraron un balazo. Tampoco
se habrían atrevido, sabían que ahí se los llevaba la chingada.
Decenas
de veces me han detenido. Por mear en la calle, por agarrarle las chichis a mi
novia en público, o al menos porque se les ocurrió acusarme de eso; por
embriagarme en la calle, por fumar mota en la calle, por hacer mítines
políticos (en los años 70 fui miembro del Partido Mexicano de los Trabajadores
y no me volví guerrillero, lo juro, porque nunca encontré contactos. Qué
bueno); por pegar carteles del partido, por mentarles la madre (una vez estaba
con la que fuera mi novia en ese momento, era como el año 87 quizá, del siglo
pasado; ella era Silvia Lazcano, qepd, La Morena, una muchacha de múltiples
oscuridades y que se cargaba un cuerpo que provocaba las más negras
tentaciones. Buenisérrima La Morenita. Nos hallábamos a un costado de la
entrada del metro Xola. Yo estaba atrás de La Morena, la abrazaba, había otros
amigos con nosotros: Marco Tulio, Goyo, Poncho; hoy brillantísimos
profesionales y/o artistas. Acabábamos de salir de la casa de mi querido compadre
Jorge Borja y todos padecíamos sendas crudas, a cual más de brutal. Habíamos bebido
la noche entera en la casa de Borjita. Pasaron dos policías y vieron que
abrazaba a Silvia desde atrás de ella bien pegadito a sus nalgas inolvidables y
le decía “muévete, mamacita”. Los policías nos dijeron algo así como “Mi’nomás,
cómo manosean a sus putas en la calle”. Yo, muy digno, les dije:
(—Oye,
compadre, ¿por qué insultas a mi novia?, ella es una dama, tú la estás
ofendiendo. —Cállate, para qué lo hice. Vinieron muy bravos, me agarraron de la
camisa, me azotaron contra un coche estacionado, me mentaron la madre a
discreción y me dijeron que me matarían. Y se fueron sacudiéndose las manos con
gran dignidad. Uno de ellos era un muchacho blanco, forzudo y con cara de
criminal, el otro era moreno, tenía la nariz escandalosamente pequeña y no se
daba cuenta de que traía un moco pegado, a la vista. Daba mucho asco. Los dos
estaban bien mariguanos. Yo, borracho. Cuando se alejaron unos diez metros les
grité:
(—Chinguen
a su puta madre, par de mierdas… —y me eché a correr. Siempre he sido un buen corredor,
pero en aquellos tiempos estaba fuera de forma y además había bebido toda la
noche, es más, todavía estaba medio briago. Corrí por la calle del metro,
Toledo y di vuelta en Aragón hasta llegar a Alfonso XIII y calzada de Tlalpan.
Ahí me alcanzaron, junto a una gasolinera que todavía está; me detuve porque
tiraron un balazo. No creo que me disparasen, pero sí lo tirarían al aire. Me
detuve y llegaron hasta mí. Trataron de agarrarme, pero yo los eludí como
futbolista hasta cinco veces, ¡no me podían agarrar! Gritaban como simios y
estaban emputadísimos. Me amenazaron con la pistola. Un señor muy amable, de
las muchas personas que se detuvieron a ver el incidente, me abrió los brazos,
como para protegerme, me fui y me entregué a él. Craso error, él me entregó a
los policías, el muy hijo de su puta madre. Creo que echaban espuma por la boca
de furia los pinches politecos. Me agarraron de las greñas pues siempre he
traído el pelo largo. En ese momento llegó Silvia y les gritó “¡No le jales el
pelo, hijo de la chingada!”. Uno de los policías dijo “Esta pinche vieja está
armada”, así estaban de acobardados. El poli blanco con cara de asesino,
confirmándome su aspecto, me tiró un terrible golpe con la pistola empuñada, lo
hizo desde mi espalda, pero lo alcancé a ver y me agaché. El santo putazo que
por lo menos me hubiera fracturado el cráneo o quizá me hubiera matado, pasó a
dos centímetros de mi caja ósea craneana y el poli cayó de bruces frente a mí.
Así de fuerza-odio había usado para darme un criminal chingadazo con su
pistola.
(Nos
amenazaron con llevarnos al eme-pe, por supuesto, nos insultaron, nos
humillaron, nos extorsionaron; Marco Tulio tuvo que darles dinero y, al final,
nos mandaron a la chingada. Así se las gastaban. Denuncié. Y La Jornada no publicó mi carta. Me
tragué la frustración. Poco tiempo después, leí en el periódico que ahí en el
metro Xola, dos policías habían matado a un transeúnte. Casi estoy seguro que
fueron ellos.)
Soy
el tipo de persona que los policías odian. ¡Los putos policías me odian! Y yo
paso frente a ellos sonriendo. En los dos años recientes tengo que pasar diariamente
por el cuartel de granaderos de Balbuena. Por cierto, hace muchos años, el
parque Balbuena era hermosísimo y enorme. Llegaba desde lo que hoy es Congreso
de la Unión hasta Troncoso. Con los años fueron reduciendo el parque y poniendo
el cuartel de ésos enemigos de la humanidad. Acabaron incluso con la cancha de
pelota mixteca, un deporte prehispánico que, al haberles arrebatado la única
cancha que había en el DF, posiblemente se extinga, al menos en esta ciudad.
Hoy al parque de Balbuena sólo le queda una cancha de futbol y la pista
alrededor; los genios del gobierno delegacional lo han convertido en un gran
negocio de estacionamiento. Por ahí paso casi diario. He desarrollado una
virtud que a muchos les parece extrañísima y a otros, muy pocos, admirable: sé
caminar leyendo. Camino dos, tres, cuatro kilómetros o más, todos los días, sin
dejar de leer más que para cruzar las calles. Nunca me tropiezo, nunca me
caigo, ni siquiera piso las cacas de perro. Puedo asegurar que estoy más
alerta, obviamente, cuando camino leyendo que cuando no lo hago. A veces paso
entre piquetes de granaderos que, armados de tolete, escudo, máscara,
rodilleras, espinilleras y su descomunal estupidez se dirigen a madrear gente
que esté protestando, a contemplar cómo los criminales provocadores mandados
por el PRI-Gobierno destruyen, queman, agreden y luego huyen a protegerse
detrás de sus filas. Entonces los granaderos agarran a cualquier incauto y le
echan la culpa de los destrozos hechos por sus secuaces.
Pues
sí, paso entre ellos leyendo, sin chocar con ninguno, sin mirarlos, con la
vista fija en mi libro, a veces sonriendo por lo que leo. Me odian.
Leer, leer y leer. Son cuarenta años de lectura. |
No
es tan raro que me griten “pinche greñudo” o “viejo barbón” o “payaso”. Lo
curioso es que me detengo para terminar de leer el párrafo (no voy a parar mi
lectura —que siempre es gozosa— por un acto estúpido), vuelvo la vista hacia el
lugar donde se originó el insulto. Y siempre veo a los gordos, pelones,
brutales, con caras de delincuentes, uniformados y haciéndose pendejos,
simulando que no fue nadie el que me ofendió. Ellos odian y temen a las letras.
Sonrío. Me regodeo de su estupidez y me voy caminando lentamente, leyendo.
Quizá instintivamente sepan que las ideas, las palabras son mucho más poderosas
que sus armas, sus corruptas instituciones, sus jefes, sus presidentes.
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