viernes, 19 de octubre de 2007

Minúsculo incidente de horror en Belvedere

Minúsculo incidente de horror en Belvedere



Para Jorge Santoyo Luquín


Pterocles Arenarius

El Belvedere es un bello restaurante. Lujoso y alfombrado. Se ubica en una zona exclusiva o, mejor aun, excluyente, que toda ciudad posee.
El día es normal, casi como cualquiera, excepto porque el ambiente en el Belvedere es rumboso, miembros de la alta clase media se encuentran en el lugar gozando de las variadas delicias que a los sentidos ofrece el establecimiento.
Hay música de piano acompañada por violín, la decoración acumula vistosas obras de arte originales, los aromas son degustables, delicados y la gente es feliz o al menos muy refinada.
Un hombre extraño camina entre las mesas. Su aspecto es impropio, aunque no corresponde al de un depauperado que, en este lugar, buscara obtener algo sin merecerlo. No está mal vestido, incluso por el contrario, la ropa es de calidad, quizá inapropiada o quizá fuera de moda. Algo en él dice universalmente que no es éste su lugar (éste se refiere al Belvedere, pero podría ser el barrio, o la ciudad e incluso alguien diría que el planeta).
Hay algo repelente en el hombre. Es en exceso delgado, pero no es eso lo indeseable. Sus ojos. Demasiado grandes, el rostro cetrino, cadavérico. Hay en el hombre tan delgado algo difícil de definir, repugnante u obscuro y profundo. Sin embargo, el sujeto pasa casi sin ser percibido. Lleva en las manos una caja seguramente de cartón, quizá envuelta para regalo. Se aproxima a una mesa en la que departen seis prósperos comensales, cuatro de ellos, mujeres, una distinguida adulta, una sonrosada anciana y dos bellas núbiles. Los caballeros, uno joven y vigoroso, el otro adulto, maduro, de actitudes resueltas y su distinción y buen gusto lo vuelven notable.
–Damas y caballeros, vengo a ofrecer algo indispensable, algo que no pueden dejar de admirar. –Dice el hombre muy delgado ante los convidados a la mesa. Las personas lo miran. Con rapidez, asombro y disgusto se procuran al capitán de meseros o al gerente. Parecieran decir “ni siquiera aquí nos evitamos a los abominados vendedores de baratijas”. El hombre sigue hablando: –En realidad, confieso requerir un poco de comida, pero no sé si ustedes serán capaces de… –su forma de hablar es al menos desconcertante, hay algo monstruoso, la fijación de sus ojos, grandes, húmedos, o la locura que traslucen en su profundidad; con diestro movimiento abre la caja.
Saca una enorme rata de cloaca que se debate con furia contra la fina mano del hombre que la sostiene del cuello, la repugnante cabeza cuyo hocico gesticula con furia y tira dentelladas al aire y la cola gruesa y pelada suena al golpear sobre la mesa de madera azotándose como látigo. La sorpresa y el horror hacen que los comensales se retiren del hombre muy delgado de ojos enormes; los señores, el joven y el adulto tratan de acercarse, pero son detenidos con asombrosa facilidad al acercarles la gran rata que chilla y patalea, como si el hombre de grandes ojos los bendijera con el animal que acomete a tarascadas al vacío. Las señoritas, que lloran y han gritado, se ponen de pie estremecidas, la dama adulta se ha derrumbado con la silla al tratar de apartarse, la provecta se muestra patológicamente pasmada ante la escena.
–Come, rata –ordena el hombre delgado y asombra entenderlo pues pronuncia con voz de otro mundo. Suelta al repulsivo roedor sobre la mesa y éste se abalanza sobre un platillo y devora desesperadamente. El restaurante es presa de gran agitación, la música de piano acompañada por violín se ha detenido y nadie lo percibe; muchos parroquianos notan lo que ocurre. Los meseros se dirigen con simulada premura hasta la mesa del increíble incidente. El dueño de la rata guarda en su correcto saco un filete que con mano desnuda roba de un plato, hace lo mismo con un ingente pan europeo.
De pronto da un grito agudo y horrísono. La rata queda paralizada. La toma con tranquilidad por el cuello y la deposita en la caja. Se dirige lento hacia la salida.
En el camino una dama de muchas lo mira aturdida. Él clava sus ojos terribles en ella y emite palabras ininteligibles o sonidos guturales, o será acaso una invocación maligna; la mujer se inclina, se estremece y lanza un grito de terror, como atacada de epilepsia, un hombre la sostiene y evita que se derrumbe.
Un individuo saca de sus ropas un arma de fuego, apunta al de la rata, éste se vuelve y lo señala con el índice y con lentitud le indica hacia arriba. El del arma hace fuego hacia el techo tres veces y daña un hermoso candelabro de vidrio cortado. Fragmentos de diversos materiales caen sobre las mesas entre el aterrado público.
El brujo de la rata, antes de salir del restaurante, señala a un hombre maduro, un poco obeso, lanza un chillido o quizás un conjuro. El señalado se inclina con lentitud, bufa sin aspaviento, vomita como si le fuera cotidiano y se toca el vientre.
El hechicero, antes de cruzar la puerta libera a la rata. –Corre, rata, corre–. Pronuncia inclinado y abandona la caja. El animal emprende una iracunda carrera. La gente, alarmada, sorprendida, con indignación que en algunos alcanza la furia miran al hombre a través de los grandes ventanales, nadie, sin embargo, se atreve a ir tras él, mientras otros se apartan de la trayectoria de la rata que rápidamente se refugia detrás del mobiliario, algunas mujeres gritan al presenciar la carrera del inmundo bicho. Los encargados del establecimiento ordenan que continúe la música e inician con un discurso autoexculpatorio y necesariamente falaz dirigido a su público.

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