Asunción Rangel
Yo
vivía en la plaza de San Fernando y tú, Choni, tuviste vacaciones; ibas a irte
a Aguascalientes, tu tierra, a pasar unos días con tu mamá y tu hermana. Vivías
en un callejoncito que estaba del otro lado, hacia la subida después de
atravesar Pósitos (calle a la que toda la gente de Guanajuato le dice Positos).
Puesto que nuestras casas estaban a un par de calles de retirado, me dijiste:
—Oye,
Doc, un favorzotototísimo…
—Diga
usted, señorita…
—¿Ya
así nos llevamos, pinche Doc? ¿Cómo que señorita?
—No,
perdón, Choni, ya sé que tú eres Dite, un diablo de la Divina Comedia. ¿Para qué
soy bueno?
—Así
está mejor. Es que, ya ves que me voy a mi rancho, te quería pedir por favor si
no te fuera oneroso, excesivo y desgastante, si pudieras ir a dejarles su
comida a mis gatos que se van a quedar solos. ¿Cómo ves, Doc, sí podrás? El tremendo
pedo es que habría que ir a ponerles comida y agua diario. —Me decías Doc,
Chonita. Porque un día que estaba enseñándole matemáticas a una chiquilla en el
café Bossanova, en su terraza de maravillas, vino una abeja y picó apenas
arribita de la cintura, en la espalda, a la muchacha que empezó a quejarse ya a
punto del llanto. Fui corriendo al café, conseguí un ajo y se lo unté en el
piquete. Casi de manera instantánea se le quitó el dolor. Por alguna razón nos
quedó la costumbre de acariciarle la cintura bajo la ropa a aquella señorita. Y
tú me dijiste: “Pues sí, pinche doctor, ahora andas siempre de ofrecido con la
chamaca, ‘¿no te ha picado una abeja, chiquita’, verdad?” Ay, Chonita, mejor ni
te contesto. Pero con respecto a tus gatos:
—Voy.
No es pedo. Estoy bien cerquita de tu casa. Sirve que hasta saco a pasear un
ratito a mis niños.
—¿Sí
te la avientas?
—A
wiwi. Me lanzo a tu casita a eso de las once o las doce, antes de irme al
Correo. Les pongo comida a tus gatos, les limpio…
—Les
dejas abierta una de las ventanas, yo te digo cual, porque entran y salen todos
los días. Y les pones un poco de agua, ¿va? Eso es todo.
—Claro
que sí, Chonita, hasta les enseñaré a mis niños como se cuida una mascota.
—Muchas
gracias, Doc, por eso te quiero…
—Encantado,
Choni; servirte es algo chingón para mí.
Y
te fuiste a Aguascalientes, Choni. Estuve yendo y viniendo todos los días a tu
casa. Les ponía comida que me indicaste dónde encontraría dentro de tu casita. Les
cambiaba el agua y, en algún momento, la arena, lo cual casi no era necesario
porque sus gatos, como tú, eran demasiado libres y gran parte del día y de la
noche se la pasaban buscando aventuras por las azoteas.
Nunca dejaste de ser una jovencita
Para
mis niños, Zoe y David, ella de cinco años y él de cuatro era una gran
diversión salir de casa, ascender un poquito por el callejón (no recuerdo su
nombre), entrar a tu casa, ver tus afiches pegados en la pared, leer fragmentos
de poemas que ahí mismo colocabas —Zoe ya tenía quizá un año de saber leer y en
ese momento le estaba enseñando a leer a su hermanito; en algún momento leyó
alguno de los versos que tenías pegados en la pared—, en fin, para mis hijos
aquello fue también considerar una forma de vivir diferente a la nuestra (tú
vivías sola en aquel tiempo, Chonita), ver a tus gatos, a veces, aunque jamás
tocarlos porque parecían algo salvajes y el viaje completo ya era una aventura
para mis niños.
Yo
había entrado a trabajar al periódico Correo, ahí te conocí. Cualquier día nos
fuimos juntos a tomar cerveza saliendo de trabajar. Siempre íbamos a Los Lobos
por ahí cerca del Museo Iconográfico del Quijote. Luego de la primera sesión de
chelas nos hicimos buenos amigos y la relación amistosa fue in crescendo. En el ínterin que duró
varios años, hubo miles de cervezas en Los Lobos, en La Dama…, en el Bar Ocho (porque
los gringos dueños del bar entendían “borracho” al decir Bar Ocho), en el Salón
Verde, en Los Barrilitos. ¿Qué lugar no nos recorrimos, Chonita?
Muy
frecuentemente te consolaba de los berrinches que te hacían pasar cuando te
encargaban más trabajo que a todos los demás formadores. Es que tú, mi Chonita,
eras, para ese trabajo, incomparable, extraordinaria. Hábil como nadie,
velocísima con el ratón de la computadora para formar una página en unos
cuantos minutos. Hasta sin querer trabajabas mucho más rápido que todos los
demás formadores. Tu más que justo berrinche era porque siempre te encargaban
más trabajo que a todos, porque lo hacías más rápido y ejemplarmente bien
hecho. Pero no te pagaban más, ni te dejaban salir más temprano. Era el
síndrome de “La niña que lava muy bien los trastes. Entonces que los lave
siempre, porque ella es la que los lava mejor” y chínguese la niña. Ciertamente,
qué poca madre. Recuerdo que también hacías travesuras de las que jamás se enteraron,
como cambiar los horóscopos a tu capricho. Luego nos reíamos juntos porque hasta
llegaron comentarios al periódico de que los horóscopos eran muy acertados.
Extraordinaria poeta
El
periódico Correo —qué novedad— era un centro de explotación, por supuesto, una
empresa cuyo dueño era otra empresa, Vimarsa, compañía constructora consentida
de los gobiernos panistas (corruptísimos e hipócritas) de Guanajuato. Su director
en aquel tiempo era Arnoldo Cuéllar Ornelas. Un periodista buenaondita que se
ufanaba de izquierdoso y hasta medio hippie, pero en realidad no era más que un
obediente empleado incluso más bien rastrero de Vimarsa.
Tú,
Choni, hacías, si no mal recuerdo, ocho o nueve páginas, si no es que diez en
tu jornada. Mientras todos y todas las demás, que hacían la misma chamba, no
pasaban de cuatro, acaso cinco en el mismo tiempo. Eras extraordinaria, Chonita.
Y estabas bien enojada porque te pagaban lo mismo que a las demás mientras tú
hacías el doble de trabajo y tampoco te dejaban salir más temprano. Arnoldo, el
Platanote, un día lo bautizaste así, Choni, porque fue vestido de amarillo,
ridículo con sus casi dos metros de estatura, con un calzón hasta las rodillas
y una camisa de aquel color. Y es que trabajábamos un sábado aquella vez, ¿o
sería domingo? Los periódicos no descansan.
Llegábamos
a trabajar y había que aplicarse una intoxicada de café en grande cada día. Más
tarde, como a las nueve de la noche, salíamos a comprar algo para cenar. En el diario
trajín, cuando me di cuenta ya eras mi gran amiga. Mi mejor amiga. Descubrí que eras una inteligencia superior. Asunción Rangel, lo consideré después, has
sido una de las mujeres más inteligentes y talentosas que he conocido en mi
vida.
En
algún momento me diste a leer Diablo
guardián, esa excelente novela de este famoso escritor cuyo nombre, por el
momento no recuerdo. Velasco, creo. Algún tiempo después me dijiste:
—Mira,
Doc, léete esta novela. A ver qué te parece. Nada más te digo una cosa, a este
güey yo sí me le encuero. —Me la prestaste. Era En busca de Klingsor, de Jorge Volpi. En efecto, una obra
extraordinaria. La leí con gran deleite. Te dije:
La doctora Choni
—Oye,
tienes razón, yo también me le encuero. — En algún momento Volpi fue a Guanajuato
a un cervantino y hablamos con él. Yo le conté todo esto y, sin duda, le pareció
una excelente idea lo que dijiste, Choni. Pero de mí opinó que “No es necesario”,
de todos modos no era cierto, sólo fue una forma de hablar. En fin. Pero creo
recordar que te anduvo buscando el cabrón. Hasta me sentí culpable.
Recuerdo
que me contaste en nuestras casi diarias sesiones de cerveza en Los Lobos, que
habías llegado a Guanajuato unos tres años antes y que empezaste a trabajar
vendiendo tortas en La Pulga, la famosa tortería que, creo, todavía existe en
Guanajuato. También vendiste perros calientes, eso que lleva una salchicha
cocida en medio de un pan y le agregan mostaza, etc., en un puesto callejero. Quizá cuando
entrabas a tercer semestre te conseguiste el trabajo en el periódico Correo y
aprendiste el oficio de formar páginas de manera asombrosamente rápida y muy
bien hecha. Había gente más o menos nefasta en el Correo. Y tú, Choni,
libérrima, te peleabas con ellas. Cuando ya estabas en alguno de los semestres
más avanzados de su carrera y sabiendo formar con velocidad vertiginosa y
calidad superior además de buen gusto y originalidad, te propusiste, con una de
sus grandes amigas, a crear una revista literaria. Tú, mi Chonita, lograbas
todo lo que te proponías: conseguiste que algún departamento de la Universidad
de Guanajuato te subsidiara tu revista. Se llamó Azogue. Me invitaste a publicar
ahí. Por supuesto que te di un cuento (el premiado Madreardiendo y Bailarás). Tengo idea que me publicaste al menos
dos veces.
Terminaste
la escuela y te metiste a hacer la maestría. Con tu gran inteligencia y tus
excelentes calificaciones —ahora que me acuerdo te dieron el título en un
examen en que fuiste distinguida con el Cum
Laude— te conseguiste una beca para la maestría. Me pediste que fuera tu
fiador. Y así lo hice. Luego me corrieron del Correo porque los panistas de la
bancada diputadil del estado consideraron que los ofendí en un artículo que
publiqué en el periódico de marras. Publicaba dos veces por semana pero ese
trabajo no me lo pagaban. Pero cuando no les gustó lo que publiqué me
corrieron.
A
Arnoldo Cuéllar y a Martha Camacho, su secuaz, los cagaron los mearon y los
basquearon por mi culpa, los diputadetes se habían ido a quejar con el dueño
del congal y éste se desquitó con las putas. Aunque se tiene que incluir a Luis
Villalobos y Mayra León como coculpables míos porque también los corrieron.
Choni,
habías entrado a enseñar en una prepa de la ciudad y, como te fuiste a hacer la
maestría, me dejaste tus grupos. Trabajé un año en esa escuelita.
Un
día me contaste que tu asesora de tesis, una mujer de apellido Rolón, te robó (te
plagió) un texto, o serían varios, de tu más que ingeniosa, genial invención,
Choni. La mujer aquella los incorporó a un trabajo que hizo y no te dio
créditos. Lloraste de rabia, mi Choni. Te consolé diciéndote que tenías mucha
creatividad, una inteligencia muy superior para hacer muchos más textos y esa
mujer se degradaba al haber hecho ese plagio.
Terminaste
tu maestría e hiciste el doctorado. Con tu voluntad inquebrantable y tu
inteligencia brillantísima no podía ser de otra manera.
Tu
muerte, Chonita, duele en las entrañas.
Me
culpo porque me alejé de ti, Choni. Porque soy un pinche desapegado que le vale
madres (casi) todo. Pero nunca dejé de admirarte ni de quererte. Fuiste la gran
prueba de que la amistad (una de las formas más altas del amor) sí puede darse
entre un hombre y una mujer. Por más que yo fuera unos 30 años mayor que tú.
Hoy
sufro el castigo de saber que no volveré a verte jamás en este mundo.
Es
algo muy duro. Y me digo que qué estúpido fui porque no te busqué, porque no
intenté estar cerca de ti en estos últimos años. Siempre pensé “Después,
después le mando un mensaje, un día voy a Guanajuato y la invito a comer y a
tomar una chela”. Qué poca madre, no te mandé mensaje, ni siquiera fui a Guanajuato
y te perdí para siempre.
Tu
muerte duele porque ibas a dar mucho más. Eras una mujer demasiado valiosa.
Todavía
me niego a creer que ya no estás en este mundo.
Eras
demasiado próxima a la perfección: bella, joven, exitosa, inteligente, instruida,
encantadora…, demasiado pronto, mi Chonita, te nos fuiste. Todos hemos de
irnos. Pero es muy doloroso que te hayas ido en la mera flor de tu vida.
Y
es cuando nos pega en el rostro la pregunta mil veces repetida: ¿todo para qué?
Nos
queda tu obra, tu inteligencia, tu sonrisa. Nos queda el amor que de manera tan
poderosa sembraste dentro de nosotros.
Nos
veremos pronto, chiquita.
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