Pancho Villa espiritual
(Desde el analfabetismo hasta la consciencia nacional)
Yo conocí a
Bolívar una mañana larga
en Madrid, en la
boca del Quinto Regimiento
Padre, le dije,
¿eres o no eres o quién eres?
Y mirando el
Cuartel de la Montaña dijo:
Despierto cada
cien años, cuando despierta el pueblo.
Pablo Neruda (Canto General)
Una
no definición de la novela
Antes
que nada quiero decir que la novela es el género literario totalizador por
excelencia, es, como ningún otro, el ámbito literario donde se explora el
espíritu ya sea del individuo, de un pueblo, de una nación y hasta de la
humanidad. Dicen que la poesía es la savia del árbol; el cuento es una rama o
quizá una hoja. Bueno, pues la novela es el árbol completo. La novela pretende
agotar su asunto. Pero, atención, capturar al infinito universo —infinito, sí,
pero limitado dice la física—, bueno, agotarlo, eso es lo imposible. Por lo
tanto, la novela tiene la misión que jamás podrá ejecutar, el infinito no cabe
en ningún libro. Entonces, el escritor, en su trabajo novelístico debe simular
que lo hace. Hacer sentir al lector que ha agotado su asunto. Esa es la primera
mentira. Toda la literatura es una formidable, aunque maravillosa mentira. “La
literatura es una mentira práctica, pero es una verdad sicológica” opinó
Alfonso Reyes. Ciertamente, la literatura es la gran mentira. Pero todo texto si
se precia de ser literatura debe ser verosímil, es decir, tan parecido a la
verdad que se confunde con ella. Es una de sus primeras virtudes. La novela es
“lo general” porque no tiene una estructura canónica —como sí la tiene el
cuento y algunos subgéneros de la poesía—. Cada novela inventa su propia
estructura. Pero también es lo particular, porque, como ningún otro género
explora las profundidades del alma de los personajes. La definición de novela
es singularmente escurridiza: “Una novela es un relato ficticio de largo
aliento”. “Novela es todo aquel libro que en sus primeras líneas diga: el
siguiente texto es una novela” si es que así lo desea el autor. La novela es
indefinible. Y ha sido condenada a muerte sistemáticamente, si no es que se le
ha declarado finada. Pero se renueva todos los días.
Existe lo que se llama novela
histórica. Ceñidos a la primera no definición de novela citada hasta
incurriríamos en una contradicción: si es novela es ficción, si es histórica
tiene que ser verdad. Aquí la narración va a caballo entre la verdad y la
ficción. Tiene que apegarse a los hechos históricos, pero también puede elucubrar
sobre tantísimos aspectos de la vida del personaje real que pertenece a la historia,
pero que son incapturables para la disciplina histórica. Y eso con tal de que
los haga verosímiles.
No pretendo que Querido Pancho Villa
sea una novela histórica, por más que me han dicho que sin duda lo es. Me
conformo con afirmar que es una novela en que aparece como personaje
protagónico —incluso a veces narrándose a sí mismo— mi general Villa.
La
iniciación del bandolero
El 22 de septiembre de 1894, José
Doroteo Arango Arámbula, de 16 años de edad, entró a su casa en la comunidad
campesina conocida como La Coyotada, la habitación era una humilde vivienda de
cuatro piezas y un solar limitado con piedras amontonadas; el adolescente
llevaba un paso casi rápido pero taimado, ingresaba por segunda vez en menos de
diez minutos. Llevaba un jorongo amplio y bajo él ocultaba una vieja pistola
revólver Colt, calibre 38, que recogiera de la casa vecina de su primo Romualdo
Franco, a quien se la encargara pocos días antes. En cuanto se encontró por
segunda vez frente a Agustín López Negrete, descubrió el arma y sin haber
cruzado palabra con el hacendado le disparó tres veces a metro y medio. Ni modo
que fallara (“Le pegué tres tiros en la caja del cuerpo” le dijo a Martín Luis
Guzmán muchos años después). El patrón López Negrete tenía 48 años cumplidos y
era dueño de vidas, aguas y tierras, incluyendo fincas y plantaciones, en la
famosa hacienda Río Grande de San Juan del Río, Durango. Sus lacayos no se
atrevían a sostenerle ni la mirada y Doroteo lo mató siendo casi un niño.
Agustín López Negrete, era, además, tío de María de los Dolores Asúnsolo y
López Negrete que conocimos, gracias al cine, años después, como Dolores del
Río.
¿Por qué el imberbe Doroteo mató a López
Negrete de manera tan sorpresiva, ayuna de piedad e inopinada?
Pues ocurre que el poderoso
terrateniente, antojadizo y sabedor de sus poderes como latifundista, se
presentó en la casa de doña Micaela Arámbula, madre de Doroteo, Mariana,
Antonio, Martina e Hipólito, de apellidos Arango Arámbula. Su objetivo era el
de que doña Micaela satisficiera su encargo de patrón que ella estaba empeñada
en desobedecer: mandarle a su hija Martina, de 13 años por aquellos entonces.
La madre de Doroteo se negó a mandar a su hija. Entonces el señor Agustín López
Negrete fue, ¿quién se lo iba a impedir?, a tomar por propia mano lo que se
negaba a cumplir doña Micaela. Llegando de trabajar, Doroteo se dio cuenta de
lo que pasaba y es cuando salió, recuperó su Colt 38 de cañón largo —de las que
tanto se usaron en aquel largo genocidio que los gringos llamaron “La Conquista
del Oeste”— y volvió a entrar para finiquitar la existencia del amo.
Así empieza la vida fuera de la ley de
Doroteo Arango, que luego habría de cambiar su nombre por el de Pancho Villa en
función de que su padre, Agustín Arango, había sido hijo “natural” de Agustín
Villa.
Los
progresos fuera de la ley
El adolescente Doroteo tiene que vivir
perseguido por la Acordada como si hubiera sido un animal dañero. Debió sortear
peligros inmensos, sufrir hambres, deshidratación masiva, fríos de hielo y
persecución permanente de los que urgían venganza contra aquel mozalbete
desgarbado y aparentemente aturdido. Para su suerte lo reclutó El Tigre,
Ignacio Parra, que fuera correligionario de Heraclio Bernal, El Rayo de Sinaloa,
el de los corridos; Parra tomó a Doroteo como su aprendiz de bandolero. En
pocos años, Doroteo Arango dejó de ser aprendiz y se cambió el nombre a Pancho
Villa. Adquirió experiencias invaluables en enfrentamientos a mano armada, robo
de ganado, estrategias de resistencia en combate frente a fuerzas muy
superiores tanto en número como en armamento. Las mañas para ganarse a la gente
de los pueblos mediante dádivas generalmente cuando robaban grandes cantidades
de cabezas de ganado, pasaban por los pueblos regalando animales que, ya
destazados, entregaban a los pobladores. Se cuenta que en una ocasión asaltó la
pagaduría de una mina y, cuando se retiró con su gavilla, fue lanzando monedas
de oro de regalo para el pueblo. También tomó, varias veces, las presidencias
municipales de diversos poblados; ahí obligaba a los ricos del lugar a abrir
las trojes a la gente y a regalar treinta o cincuenta animales para los
habitantes.
Sus robos fueron de múltiples índoles.
Trenes, pagadurías y tiendas de raya, gobiernos municipales, cascos de
haciendas, pero su especialidad eran los robos de ganado a lo grande. Las
familias de los latifundistas, los Terrazas, dueños de casi todo el estado de
Chihuahua; los Creel, ascendientes del jefe de una tribu panista de las más
hipócritas de este momento; los Vázquez del Mercado y otros fueron sus clientes
por más de una década. Pancho Villa les robó ganado por miles de cabezas. Ya en
la Revolución organizó una red de abigeato que, sin duda, era la más grande del
mundo, y lo hizo para subsidiar la lucha armada contra el ejército de Porfirio
Díaz primero, el de Victoriano Huerta después y, al final, el de Venustiano
Carranza.
Muchas veces estuvo cerca de morir. Pero
cada vez que salvaba su vida se convertía en un combatiente más temible y más
conocedor. Tirador formidable, junto con el Tigre Parra y el Jorobado Alvarado,
los tres solos, llegaron a enfrentar, como él mismo lo anota en sus memorias, a
un grupo de doscientos pistoleros. Las hazañas de Pancho Villa son
interminables. Ya después de 1910 habría de trocar sus logros de bandido en
proezas militares que, como la batalla de Zacatecas o el acontecimiento
conocido como el Tren de Troya, se volvieron incluso motivo de estudio para el
Ejército Mexicano.
El
bandido que llega a los altares
Querido Pancho Villa
anota un buen número de las epopeyas protomilitares del llamado Centauro del
Norte. Pero, a mi juicio, toca un punto que raramente ha sido explorado en los
cientos de libros que se han escrito sobre nuestro personaje. Uno, su dimensión
espiritual. Villa era una persona extraordinariamente sensible —por más que lo
hayan acusado de asesino, despiadado, criminal, etc.—. Abundan las anécdotas en
las que se nos muestra llorando a lágrima viva y sin pudor alguno, frente a sus
propios soldados y los generales de su estado mayor. Por otra parte, la
estatura militar y las descomunales hazañas de Pancho Villa serían
inexplicables si no hubiera tenido una extraordinaria, profunda, exuberante
vida espiritual. Por más que fuera producto de meras intuiciones e incluso de
emociones tan primitivas como desmesuradas; he aquí el punto esencial. Las
poderosas emociones que alguna personas experimentan suelen ser el disparador
para los trances místicos o incluso hasta para el conocimiento espiritual.
Además, es casi seguro que Villa haya tenido la experiencia de las visiones
divinas que se alcanzan con la ingestión del peyote, o al menos, él mismo habla
de la raíz de oro, otro enteógeno algo menos famoso que el híkuri. Por
supuesto, no hay pruebas.
En la novela Querido Pancho Villa,
al menos una vez se sumerge en el éxtasis que se alcanza gracias a la ingestión
de peyote y de la raíz de oro.
Tierno
y sensible el guerrero
Y, para cerrar la pinza, se anota no
menos la vida amorosa del general que fue “Más grande amante que soldado”, como
lo hace saber una de las muchas mujeres que compartió lecho y caricias con
aquel hombre que fue un titán. El amor sexual, el erotismo son un ámbito en el
que las facultades humanas de lo instintivo, lo espiritual y lo intelectual
juegan libre, intensa y profundamente; las mismas facultades que convirtieran a
Villa en un líder fuera de serie.
En su libro El héroe de las mil caras,
Joseph Campbell anota una frase que conviene con la faceta —digamos amorosa— de
la vida de mi general: “El libertino sexual es un místico de la carne. El
místico es un libidinoso del espíritu”.
Francisco Villa fue, como muy
difícilmente otro ser humano podría recibir con tanta justicia el adjetivo, un
ser volcánico. En su persona se reunían la fuerza monstruosa propia de madre natura
(“El señor de las cosas salvajes y libres” dicen de su dios de la naturaleza
las brujas del paganismo primitivo), pero también lo habitaba una sensibilidad
exquisita, como lo reportan algunas de las mujeres con quienes compartió su
cuerpo y le compartieron los suyos.
Pero no menos ejercía una inteligencia
sobrenatural y la capacidad de aprendizaje que muy difícil puede encontrarse en
este mundo. Indudablemente era un genio.
Y por si no fuera suficiente, los virtudes
naturales de su cuerpo eran otro de sus privilegios. Un hombre muy fuerte, su
resistencia, si con una palabra se pudiera calificar habría de usarse el
adjetivo de sobrehumana. Se llegó a decir que tenía pacto con el diablo porque
cometía un atraco en un sitio y dos horas después perpetraba otro a decenas de
kilómetros luego de trasladarse a galope tendido. Las supersticiones sostenían
que se trasladaba por los aires. Sin embargo, lo cierto es que muchos atracos que
ejecutaban otros bandidos se los achacaban a Villa.
Una característica no menos extraña en
un hombre al que se consideraba un bruto es el hecho de que admiraba a los
hombres cultos. Llegó a desarrollar un verdadero fervor por Francisco I.
Madero, por lo que Villa consideraba era la cultura de Madero, su lenguaje
correctísimo, elegante y culterano, su conocimiento de la historia y su
capacidad para, incluso, escribir libros. Pancho Villa, sólo hasta sus treinta
y tres años aprendió a leer como para allegarse un libro. En la cárcel de Santiago
Tlatelolco, donde cayó preso gracias a salvar la vida por intervención de Raúl
Madero, hermano del presidente —Victoriano Huerta lo había mandado fusilar—.
Ahí, preso, gracias a Gildardo Magaña, el zapatista que también estaba cautivo,
aprendió a leer aceptablemente. El primer libro que leyó fue El conde de
Montecristo, de Dumas. El segundo fue Don Quijote. Pancho Villa no
se andaba con pequeñeces.
El
centauro y su vuelta al mundo
En la década de los años 50, Vicente
Lombardo Toledano, uno de los, en aquel tiempo llamados siete sabios de México,
se entrevistó con el gran jefe de la Revolución China, Mao Tsé Tung. Y cuenta que
Mao le habló de Pancho Villa, que le confesó que la llamada Larga Marcha, que, al
final, le dio la victoria en la guerra civil, fue una inspiración Villista.
Vo Nguyen Giap, el gran general
vietnamita que derrotó a los franceses para expulsarlos de su país en la década
de los años 50, a los japoneses poco después de la Segunda Guerra Mundial y que
sobrevivió hasta enfrentar a los gringos en la guerra de Vietnam de los años
70, también dice que su Ejército Popular de Liberación tenía una brigada de
élite llamada General Francisco Villa. Las fuerzas anarquistas que pelearon en
la Guerra Civil Española de 1936-1939, incluían un grupo de desesperados
combatientes suicidas que se hacían llamar Brigada Pancho Villa.
Y es aquí donde quiero anotar un prodigio
más. El pueblo raso siente que Pancho Villa es un personaje, por decirlo
de alguna manera, trascendental en el más poderoso sentido de la palabra. Llama
la atención que el pueblo no le prende veladoras a Miguel Hidalgo, el padre de
la patria, ni a Benito Juárez ni a Emiliano Zapata y vaya que venera a estos
hombres. Bueno, mucho menos el pueblo reverencia a Álvaro Obregón o a
Venustiano Carranza, los que derrotaron a mi general Villa. Sin embargo, existe
un culto a Pancho Villa. En el norte de nuestro país y con ramificaciones en el
sur de EU existe la religión de Pancho Villa, en la que mi general es el
supremo profeta de la divinidad. Entre el pueblo, en general, circula una
oración a Pancho Villa. Hay quien carga la imagen del general y se encienden
veladoras con su efigie a la que se le reza una oración. Ni Juárez ha merecido
semejante devoción. Y esto ha ocurrido en contra de los gobiernos priístas que
nos estuvieron esquilmando —dicen ellos que gobernaban— desde hace casi un
siglo. La veneración del pueblo rebasó también a la iglesia católica que tacha
de demoniaco todo ritual o fervor religioso que disienta de sus dogmas. También
es bueno recordar que los homenajes oficiales a Villa empezaron apenas en el
año de 1976, medio siglo después de que lo asesinaran.
Francisco Villa es la fidelísima personificación
del espíritu del pueblo mexicano en un momento de su historia. Por eso se ha
quedado para la posteridad, por eso es el único prócer histórico a quien el
pueblo ha elevado a sus altares. Por eso, finalmente, se le han dedicado tantos
libros y también esta novela.
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