Arte de puño
Fistiana
Peleas
para la historia
Sal Sánchez versus Wilfredo Gómez
El que
se enoja pierde. El que tiene miedo corre. Los temerarios inconscientes suelen ser fulminados. El auténtico peleador se ofrece a los puños de su rival y lo
somete hasta doblegarlo pero, a la vez, evita ser golpeado. Son imprescindibles:
habilidad, dominio total sobre sí mismo, fuerza de cuerpo y de espíritu. Además,
valor.
El 14
de agosto de 1981, hace ya más de 43 años pelearon el mexicano Salvador Sánchez
contra el portorriqueño Wilfredo Gómez. Éste era un poderoso noqueador que
donde asestaba la mano (su temible derecha cruzada o, no menos, el gancho de
izquierda) ponía a sus rivales en condiciones lamentables. Sal Sánchez no era
tan duro golpeador, pero tenía un boxeo finísimo, su velocidad y sus reflejos
hacían parecer que sus contrincantes se movían en cámara lenta y él, con una
velocidad como de supermán, les
pegaba impunemente al mismo tiempo que eludía los golpes del enemigo. La
superioridad que mostraba Sánchez, nacido en Santiago Tianguistenco, Estado de
México, era tan abrumadora que a veces sus peleas no eran tales, parecían más
bien un abuso. Sus contrincantes eran lastimosamente exhibidos como inoperantes
ante su exagerada velocidad y sus relampagueantes reflejos. Pero además decían
que tenía cuatro pulmones porque parecía no cansarse jamás y, para acabarla de
amolar para los que peleaban en su contra, si bien no tenía un golpe demoledor,
tampoco hacía precisamente caricias con sus disparos.
Wilfredo
era un gran peleador. Eludía un gran número de los golpes que le destinaban,
pero sus victorias eran sustentadas en la insoportable fuerza de su pegada.
Estaba acostumbrado a noquear de un golpe. O si acaso, con uno ponía mal a su contendiente
y un par o un trío de impactos más eran suficientes para mandarlos al piso del
cuadrilátero. Cuando peleó con Sal Sánchez llevaba 32 peleas con 31 victorias y
un empate en su debut. De sus triunfos, todos habían sido por nocaut.
Wilfredo
calentó la pelea mucho más de lo que terminaría por convenirle. Se creía
invencible. Había noqueado al gran campeón mexicano Carlos Zárate, cuyo récord
decía 46-0, con 45 nocauts. Y el portorriqueño ya se había convertido en el
verdugo de los mexicanos, los que ya desde entonces empezaban a ser
considerados como los mejores peleadores del mundo. El gran pugilista boricua
dijo a la prensa que “Voy a noquear al campeón mexicano en ocho raunds y me
quedaré con su campeonato”. Pero luego fue mucho más allá: “Les voy a dejar a
su mugrosito tirado en la lona. Va a quedar tan desfigurado de la cara que no
lo van a reconocer ni en su casa”. Las ofensas, las amenazas, hicieron mella en
el joven campeón de Tianguistenco. En Nueva York, donde abundan los ciudadanos
de Puerto Rico, suelen llamar a los mexicanos “mugrosos” y el insulto racista
caló en el ánimo de Sal Sánchez. No menos la amenaza de nocaut. Wilfredo estaba
ensoberbecido y orgulloso. Además, se supo que él era el favorito en las
apuestas. Las bolsas para cada contendiente eran parejas por la razón de que
ambos eran campeones mundiales a pesar de que el arriesgaba su título era el
mexicano. Pero Wilfredo era más famoso. Se dice —a posteriori— que el boricua sólo entrenó 25 días
para esta pelea, que bajó 24 libras, algo más de diez kilos en ese lapso de
menos de un mes. Eso explicaría que la pelea, en realidad, fue de un solo lado.
Pero el llamado Bazuca boricua
descartaba por completo la posibilidad de una derrota. El campeón azteca,
siempre serio, más bien discreto y callado, contestó que él hablaría con los
puños sobre el ring. Así llegó el 21
de agosto de 1981. Los dos campeones subieron al cuadrilátero del Caesar’s Palace, en el bulevar Sur,
número 3570 de Las Vegas, Nevada, EU. En el pesaje oficial habían dado 126
libras cada uno. Se dice que Gómez estaba cuatro libras arriba de lo que exigía
el pesaje apenas cuatro horas antes de la ceremonia oficial. Hay que tener en
cuenta que en combates de nivel tan alto de competitividad un detalle como este
puede ser una desventaja tremenda. Pero el peleador de Puerto Rico se sentía
absolutamente seguro.
Y subieron al encordado. Primero el
caribeño que traía bata y pantaloncillo con los colores de la bandera de Puerto
Rico. Era acompañado por una banda de salsa que entonaba machaconamente un
estribillo que decía: “Ya llegó Wilfredo / viene listo a matar”. Su
contrincante llegó con un mariachi que tocaba el Son de la Negra; él lucía una
bata casi de vestir, abajo traía un calzoncillo del mismo color azul cielo.
Ambos se veían bien trabajados en el gimnasio, más esbelto, unos seis
centímetros más alto, el mexicano, pero Wilfredo parecía un poco más fornido.
El réferi fue Carlos Padilla, un filipino que arbitraba las mejores peleas del
momento. La banda de caribeños invadió el cuadrilátero tocando, bailando y
gritando más que cantar “Ya llegó Wilfredo / viene listo a matar”. Carlos
Padilla, de pronto, se hizo bolas con alguna decisión de la esquina de Sal
Sánchez y por un momento se fue a alegar con ellos y dejó solos a los peleadores,
frente a frente. Luego les dijo las (innecesarias) instrucciones…
Y sonó la campana. Una edecán, según la
gente del Caesar’s Palace, vestida de
romana, caminó sonriendo por el entarimado mientras mostraba un cartel que
decía “Round 1”.
Sal Sánchez avanzó corriendo con ágiles
pasitos, se encontraron en el centro del cuadro y no se tocaron los guantes en
ese tradicional gesto de cortesía. Se habían malquistado con las declaraciones
antes de la pelea.
Se semblantearon mutuamente. Algo así
como un minuto después el boricua buscó el intercambio de golpes. Para eso,
como cualquier peleador, se puso al alcance de los disparos de su enemigo. Y
ejecutó alegremente sus mortíferas derechas y sus ganchos venenosos. Su rival,
con gran agilidad eludía los tiros y, si acaso, se llevó un rozón de derecha.
Pero Wilfredo quería acción directa y de inmediato. Encerró al de México en las
cuerdas y le tiró mandobles que de atinar podrían mandar al infierno a un
cristiano. Pero acertó mal, de refilón unos dos o tres obuses. Cometía un error
fatal. Abría demasiado su guardia para enviar sus golpes demoledores. Salvador
los eludía un poco apurado, pero muy pronto le tomó el ritmo al poderoso
caribeño y, luego de eludir una izquierda le asestó un derechazo que puso a
Wilfredo de perfil, lo volteó y una fracción de segundo después le estalló en
el mismo lado de su mandíbula una no menos potente izquierda que lo dejó
desmadejado y aturdido; el campeón, orgullo de Puerto Rico, tocó piso con
guantes, pies y rodillas por primera vez en su vida de peleador profesional.
Dirigió una mirada a su esquina. Asombro, desconcierto, confusión vimos en su
mirada al buscar a sus asistentes. Pero él era el campeón mundial invicto de
peso supergallo y por ningún motivo quería ver su orgullo humillado. Se levantó
de la lona, como un hombrecito que era, a la cuenta de cinco. Pero caminaba de
un lado al otro tratando de mantener el equilibrio. Estaba noqueado sobre sus
pies, se dice en la jerga boxística. Padilla contó tres segundos más, le
preguntó cómo se sentía y le limpió los guantes. Dijo que estaba muy bien y que
lo único que anhelaba en el mundo era seguir peleando para vengarse. El
filipino lo miró de cerca a los ojos y se hizo a un lado como diciéndole “si es
así, adelante, señor, vaya usted a hacer su trabajo”.
Wilfredo Gómez no estaba bien. Su
enemigo se aproximó con siniestra calma, le hizo una finta que WG se comió y le
asestó una izquierda que lo hizo retroceder hasta la esquina de SS. Ahí le dio
un derechazo que hizo ver al boricua como títere, con las piernas de hilacho y
si no volvió a caer fue porque las cuerdas lo detuvieron. Se agarró del
mexicano para evitar que siguiera pegándole, pero éste lo empujaba, lo
zarandeaba feamente. El réferi los separó y Wilfredo fue perseguido hasta el
otro lado del cuadrilátero para recibir otras andanadas de impactos que lo
pusieron al menos dos veces más en inminente peligro de ir al piso otra vez.
Pero no cayó, logró, una vez, más agarrarse del hombre que con frialdad inusitada,
sin misericordia le atizaba golpes en los ojos, en la mandíbula, en el
estómago. Eran golpes durísimos, pero no mortíferos; incisivos, pero no
demoledores. El orgulloso boricua se tambaleaba mientras su cabeza se sacudía
por los impactos. Parecía el duelo entre un veloz peleador y un borracho. Sal
Sánchez, fustigaba a un hombre maltrecho, tambaleante. Y cuando parecía que la derrota
de Wilfredo estaba sellada sonó providencialmente la campana para interrumpir
su martirio. Se fue caminando hacia su esquina, pero su trayectoria se sesgaba
porque no tenía control de sus movimientos. Un ayudante lo agarró a medio
camino porque parecía que se iba a caer; le exprimió sobre la cabeza una
esponja empapada de agua. En esos tres minutos el boricua recibió 42 impactos,
de los cuales 39 fueron a alguna parte de su rostro y tres al torso. Tenía el
ojo derecho casi cerrado y, sin duda, le dolía el lado derecho de su mandíbula,
puesto que ahí recibió dos duros impactos en menos de medio segundo, cuyo
resultado fue que, por primera vez en su vida besara suelo en pelea
profesional. Las inflamaciones sobre el rostro hacen que éste se sienta asimétrico,
descuadrado; uno siente que su rostro es el de un monstruo, porque las
inflamaciones, aunque son de acaso milímetros, hacen sentir la cara deforme,
como si se tuviera el síndrome del hombre elefante, lo cual no es cierto. Y
sonó —terriblemente para los cinco isleños de
la esquina de Bazuca Gómez— otra vez
la campana llamando a combate. El peleador de la isla del encanto (así lo dijo
el gran Gautier) cambió de estrategia. Le había costado demasiado caro ir a
intercambiar metralla frente a un hábil enemigo que eludía sus envíos y, a
cambio, había usado su impulso para pegarle a contragolpe (con lo que aumentaba
la potencia del impacto) y así lo había humillado como nunca antes en su vida
al mandarlo de bruces al piso y, peor aún, estuvo a punto de hacer lo
inconcebible: noquearlo en menos de tres minutos. Ese mozalbete prógnata,
barbilampiño y de pelo ensortijado ¡era el diablo!, en tres minutos le atizó
cuarenta y dos duros golpes. Un campeón mundial piensa, porque sépanlo quienes
desconocen los detalles finos de este precioso deporte, no todos, es más, la
mayoría de los peleadores no piensa. Quienes lo hacen, o al menos debieran, son
los que están en la esquina. Y les juro que a veces ni ellos. Pero Wilfredo sí
pensaba. Se dio cuenta —o su esquina le habrá dicho— que debía atacar con mucha
cautela, más todavía, debía golpear a contragolpe, fintar, simular ataques, tirar
golpes muy rápidos, aunque sacrificara la potencia del impacto —actuar como la
gota de agua que perfora la roca y no el martillazo que de un solo golpe la
hace polvo— porque a ese chamaco del diablo era demasiado difícil ya no digamos
atinarle un golpe, era casi imposible hacerlo y cuando se lograba, se le
resbalaban, así de rápido y escurridizo se mostraba. Tenía que usar su
velocidad con tal de que no le pegaran a contragolpe y, finalmente, casi lo más
importante, evitar al máximo ser golpeado. En otras palabras, la pelea se
volvería un juego de ajedrez, un duelo de astucia, habilidad, velocidad,
destreza y lo que los conocedores llaman buen boxeo. Eso era entrar en los
territorios de su enemigo. Pues sí, pero cuando el muchacho de la isla intentó
que aquél entrara en los ámbitos del boricua, el mexicano lo sorprendió, lo
superó en toda la línea y estuvo a punto de etcétera…
Y la pelea cambió de ruta. Los dos
emplearon su velocidad (ventaja para Sánchez), su habilidad para esquivar
golpes (muy ligera ventaja para Sánchez), conocimiento para pegar al rival
entrando (al parecer ninguno superaba al otro), preparación física (amplia
ventaja para el mexicano que tenía una asombrosa recuperación del pulso normal en
sólo 47 segundos). En ese primer episodio de la pelea le habían pegado al
isleño como nunca en su vida.
El segundo asalto, disputado en el
mencionado juego de ajedrez, no dejó de ser una madriza para el antillano,
aunque sólo recibió 22 golpes, casi la mitad que en el primer lapso. Regresó a
su esquina con el ojo derecho más hinchado si eso fuera posible. Pero Wilfredo
tenía unos güevos de mandril. Y tampoco podía concebir que alguien se le fuera
vivo en una pelea. Carlos Zárate llegó frente a él invicto con 44-0 y 43
nocauts y aguantó menos de seis episodios.
Salió para el tercer asalto. Continuó
con el duelo de estrategias, pero ya tenía muchas desventajas, casi no veía con
el ojo derecho, así que se colocaba casi de perfil ante su perverso enemigo que
no parecía tener prisa, era frío, metódico, astuto y paciente, además de un
extraordinario peleador, tanto que por primera vez en su vida lo hiciera morder
polvo, como dicen los gringos. La tercera vuelta fue mucho mejor para Wilfredo,
sólo recibió dieciséis impactos. Él, por su parte, consiguió aplicar un buen
gancho derecho a la mandíbula y también uno al hígado con la izquierda. Pero su
contrincante no pareció registrar los dos duros impactos.
Una edecán romana; según ellos, anunció,
como en cada minuto de descanso, el cuarto capítulo de la contienda que,
para ese momento, parecía de un solo lado. WG demostró que también sabía
boxear. Eludió muchos de los golpes que le tiró Sánchez, incluso pudo colocar
algunos en la humanidad del mexicano. Atinó un fuerte gancho de izquierda,
pero, a cambio, al final del episodio estuvo a punto, una vez más, de irse a la
lona a causa de un brutal cruzado de derecha. Pero el yab del de Tianguistenco
nunca dejaba de fustigarlo y su ojo derecho seguía inflándose. Por su parte el
mexiquense se veía limpio, intocado y cada nuevo asalto parecía como si fuera a
empezar la pelea. En el cuarto le fue de maravilla al isleño, pues sólo en
trece ocasiones lo sacudieron. Pero ahora también el ojo izquierdo empezaba a
cerrarse.
Para
el lapso número cinco ambos eludieron muy bien los golpes. Pero SS arreció su
ritmo y logró colocar hasta dieciocho veces sus puños en el físico del boxeador
caribe. La inflamación en sus ojos ya era casi espantosa, exagerada. Los golpes
se acumulaban porque, además, no los veía venir. Sal Sánchez empezó a pegarle
en el abdomen. Wilfredo siguió tratando de forzar la pelea, pero era inútil y
absurdo, él era el que avanzaba y también el que recibía más golpes. Al
concluir el quinto intervalo ya se había desesperado y estaba buscando el
combate abierto, era el final, jugar al todo o nada. En la esquina le habrán
dicho que, en efecto, estaba perdiendo la pelea y tenía que apretar.
Así
salió para la sexta vuelta que fue su mejor momento. Tocó a su rival tres
veces, pero bien. Aunque no logró lastimarlo en un momento lo volteó de un
gancho de izquierda en una esquina. Pero el azteca estaba completo, por más que
fue el capítulo en que menos castigo recibió. Sólo nueve disparos atinaron en
su rostro, pero él tampoco pudo aplicar el castigo que hubiera querido. Sus
ojos, sin duda, ya corrían peligro, pero el que está en medio del huracán no se
da cuenta. Sus ayudantes lo mandaron a matar (pero fue más bien a morir). Y él
cumplió con la orden.
En
el séptimo raund le pegaron dieciocho veces. Y fue porque él incrementó el
asedio. El mexicano se daba ventajas al pelear en reversa y pegar a
contragolpe, el que seguía arriesgando, buscaba el nocaut, era Wilfredo que ya
se veía desesperado. Wilfredo en este capítulo se llevó veintiún tiros. Se
reconoce que actuó con una actitud más allá del valor, en la temeridad plena.
Tenía los dos ojos casi cerrados, lo habían vapuleado a lo largo de veinte
minutos y estaba muy lastimado, pero, lo peor, su actitud era: “Sé que no voy a
ganar este combate. Sé que si sigo peleando me vas a matar. Mátame de una vez”.
Al final del episodio lo pusieron en una esquina y le atinaron unos diez golpes
y el réferi estuvo a punto de detener la pelea, pero, para su mal, la campana
volvió a sonar cuando ya no tenía esperanza y le aseguraba otros tres minutos (o
menos) de tortura.
Y,
luego de que desfilara la muchacha falsamente romana con el cartel de Round 8,
Wilfredo salió dispuesto a morirse en la raya. Siguió atacando con el último
recurso que le quedaba, su pegue tremendo pero con todo en contra. No podía
atinarle a su rival que esquivaba cada vez mejor sus golpes, ya casi no veía,
estaba cansado y no pegaba tan fuerte como siempre y su contrincante parecía
como nuevo. En un momento, en el mismo lugar en que lo enviaran a la lona en el
primer asalto, se pusieron a intercambiar ganchos. Cada uno dio cuatro a su
rival. Los de Sal Sánchez fueron al hígado, los de Wilfredo a la mandíbula. Los
dos parecieron salir indemnes, pero el boricua se fue a refugiar a la esquina
del mexicano, ahí le atinaron dos golpes fuertes. Luego Sánchez falló dos más y
por fin le atinó una derecha espantosa en medio de la boca. Wilfredo no cayó
por culpa de las cuerdas, porque más le hubiera valido caer. El mexicano falló
dos golpes más, pero le atinó tres seguidos, el último un gancho de izquierda que
botó como un costal al de la isla. Cayó lenta, espectacular y dolorosamente,
con la cabeza sacudiéndose por los terribles golpes que lo sacrificaban
indefenso. Se sentó sobre sus pantorrillas, era peor que un santocristo,
tundido, sangrante, exhausto, se inclinó hacia atrás y se agarró de la tercera
cuerda para ponerse de pie. La cuenta iba en ocho y, asombrosamente,
tambaleándose, alcanzó a pararse. Dijo que quería seguir peleando. Carlos Padilla
levantó los brazos sobre su cabeza indicando que ahí terminaba la pelea, abrazó
a Wilfredo y lo llevó a entregar, terriblemente masacrado, con sus asistentes. Sal
Sánchez, mientras tanto se puso a brincar dando vueltas en el centro del
cuadrilátero. Pronto fue izado en hombros y tuvieron que esperar a que lo
bajaran y se aplacara la descomunal grita de los espectadores para declarar
vencedor al boxeador de México.
Esta
pelea hizo que el mundo volteara a ver a Salvador Sánchez González y acordaran
que era el mejor peleador libra por libra del mundo. Había hecho que Wilfredo
Gómez, el gran peleador invicto, el noqueador invencible, se viera como enano. El
de Tianguistenco había peleado por nota y su trabajo, si bien un tanto frío,
llegó a asombrar a los expertos. Habrá recibido cuatro o cinco golpes de verdad
en toda la pelea. A cambio dañó al campeón de la isla a tal grado que, lo
comprobamos en los siguientes dos o tres años, Wilfredo Gómez ya no era el
mismo después de la golpiza que se llevó en su primera derrota. Anotemos que el
de Puerto Rico colaboró un poco para el lucimiento de Sánchez, él mismo admitió
que no hizo una preparación del más alto nivel para esa pelea y también que
había subestimado al mexicano.
Casi
un año después de esta pelea, el 12 de agosto de 1982, a los 23 años, moría, en
un accidente automovilístico, uno de los más grandes peleadores que ha dado México,
Salvador Sánchez González.
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