jueves, 14 de julio de 2022

 

No soy monedita de oro

 

Pterocles Arenarius

 

Mi gran amigo Mario Alberto Sánchez Castellanos me invitó a que diera un curso de ortografía y redacción para algunos de los dirigentes de la Cooperativa Pascual. Encantado. Me pidió una propuesta o más bien yo se la ofrecí. Luego me dijo que lo que lo que requería era un manual. Pocos minutos él me proporcionó el manual. Lo revisé y estaba bastante aceptable, aunque tenía algunas imperdonables faltas de ortografía y aun de sintaxis. Pero, en general, estaba aceptable. Me fui el lunes 11 de julio a dar la primera sesión del curso. Nos apersonamos un poco tarde. Hubo una confusión con el domicilio. En fin. Llegamos y ya nos estaban esperando. Mario me dijo que empezara, aunque no era ese el plan original.

Treinta años enseñando.


Empecé. Lo primero fue una exhortación a la lectura. Una alabanza de los libros y una invitación a la literatura. Los conceptos más elevados sobre el gran arte de la letra, sobre el acto de leer. Las grandes citas de Borges sobre los libros y sobre la lectura y así. La literatura es, entre muchas otras cosas, la posibilidad de vivir varias vidas en el tiempo que tenemos destinado para permanecer en este mundo. Lo que se vive al leer suele ser tan intenso, tan impactante, que se convive con los sentimientos y emociones de los protagonistas, se sufre, se goza y no menos se piensa, se medita, se discierne. No es gratuito que Borges haya dicho que el libro es el más importante invento de la historia de la humanidad. El arte de la letra uno de los más grandes logros de estos que nos llamamos homo sapiens-sapiens, así, doble. No es exagerado pensar que nos merecemos la existencia nada más por las artes y las ciencias. Las primeras en la exploración del ser humano, de su espíritu y las segundas en el descubrimiento del universo y sus prodigiosas, fascinantes leyes. En medio de ambas, se encuentra el misticismo, el conocimiento oculto de nosotros mismos. Vivir, tener consciencia, saber de nosotros y del cosmos que nos rodea es un inmenso privilegio. Una enorme cantidad de milagros tienen que ocurrir a cada momento para que se mantengan los delicados equilibrios que permiten que sigamos vivos en medio de la infinita naturaleza. En fin, todo eso es también importante en el simple acto de redactar correctamente, porque eso es un paradigma de lo que llamamos civilización. Les hablé un poco de lo que es tal concepto: la creación casi milagrosa de un lenguaje tanto hablado como escrito. La magia insuperable de nuestros más remotos antepasados, los que dieron los nombres en este mundo: en el principio fue el sustantivo, después el adjetivo y, sólo entonces, el verbo. La posibilidad de transmitir las ideas a través de ese medio, la palabra. El pasmo de que cuestiones tan abstrusas o elevadas o complejas o exquisitas o terribles o verdaderas se puedan expresar a través del lenguaje. La existencia grandiosa del lenguaje escrito y, concretamente, del libro, que, como lo dijo Quevedo: “En medio de pocos pero doctos libros juntos / estoy en conversación con los difuntos / y entiendo con mis ojos a los muertos” (o algo así). En fin, si los humanos algo somos es nuestra memoria y ésta sólo es expresable por medio del lenguaje. Por último, empecé a abordar temas simples, pero imprescindibles de la gramática, como el uso de las mayúsculas, las reglas para emplear la b y la v en las palabras que así lo tenemos establecido. Igualmente, cuando usar c, s, sc, cc y z. Las reglas son más bien difusas. Luego abordamos el grave conflicto que han sostenido por siglos la g y la j, con la indiscernible —sólo de memoria— invasión de la g en terrenos en donde pareciera que sólo la j era soberana y luego la g tiene que echar mano incluso de la diéresis para dar los sonidos de güe, güi. La otra cuestión es que cuando alguien se convierte en un gran lector tiene una total claridad cuando se usa una letra u otra. Las reglas incluso pueden fallar. En fin. Para cerrar con broche de oro los puse a leer el inolvidable Prólogo de Arreola para su Bestiario. “Ama a tu prójimo porcino y gallináceo (…) esperpento de butifarra…”. Para que fueran viendo de qué se habla cuando mencionamos la literatura, la palabra mayor.

Con mi hermanito Charlie Monttana.

Hay que anotar que se trataba de un curso de ocho horas. ¡Ocho horas!, para dejarles cuanto fuera posible de lo que puede considerarse la acción de escribir bien, lo mejor posible, correctamente y hasta bonito. Un tiempo exageradamente breve, y esto lo dice un sujeto que lleva más de cuarenta años leyendo y más de treinta escribiendo, perfeccionando el acto de la escritura.

De eso y quizá algún otro tema les hablé a los hombres y mujeres que dirigen o al menos tienen algún mando gerencial o de mediana o quizás alta influencia en la Cooperativa Pascual. Terminé y me sentí satisfecho.

Fui a comer con ellos a una fondita que está enfrente del local de la cooperativa en donde fue la sesión. Traté de romper el hielo con ellos, pero creo que no lo logré hasta donde me lo había propuesto. Y me fui a mi casa.

Recibir un premio.

Al día siguiente, el martes 12 de julio me tocaba iniciar la segunda sesión a las 12 del día. Se me sugirió el día anterior que me vistiera de manera más formal, como ejecutivo. Ocurre que había vestido un saco encima de una guayabera, ciertamente un tanto inusual, pero, creo, no dejaba de ser presentable y aun elegante. La corbata me parece inadmisible. En fin. Esta era la sesión más árida, definir corriendísimo las principales reglas de uso de algunas letras, las que me faltaron el lunes, ejemplificar sus usos, hacer lo mismo con las reglas de acentuación, los diptongos y triptongos, los signos de puntuación y hasta empecé la parte que en el curso se llama “Redacción estructurada. Claridad y sencillez en la exposición de temas”. Una introducción a la escritura práctica. Incluso omití ejemplos de los temas anteriores para que en el territorio de la praxis ejercieran el prodigio de la escritura: “La única manera de aprender a escribir es escribiendo”; “Gris es el mundo estéril de la teoría, verde y feraz es el maravilloso universo de la práctica”. Eso sería el miércoles y el jueves. La mitad del curso. Perfecto.

A eso de las nueve de la mañana, cuando tomaba un delicioso café bien cargado para adecuarme al día me llamó Mario Alberto por teléfono.

—Yo creo que ya no vas a dar el curso de Ortografía y redacción.

—¿Y eso, por qué?

—Se quejaron de ti. No les gustó tu modo de exposición… —me quedé poco menos que estúpido. No lo alcanzaba a concebir.

—Oye, pero… no entiendo.

—¿Dónde te quedaste? A ver qué tanto se puede rescatar del curso. —Le dije donde me quedé. No quise pedir más explicaciones. No les gustó. No los toqué en el alma. Valió verga todo.

La apariencia. El engaño.

—Entonces, supongo, ya no tiene ni caso que vaya, ¿verdad? —Él hizo un silencio y preguntó algo a alguien cubriendo la bocina del teléfono y me contestó:

—No, ya no es necesario… —y adiós. Ni siquiera nos despedimos.

Borges dijo alguna vez que “Nadie enseña a nadie. El maestro lo único que puede hacer es mostrar ante sus discípulos el amor que siente por su materia”. Eso hago siempre. Esta vez fracasé asquerosa y dolorosamente. ¿Para qué le iba a decir a mi amigo querido que había hecho lo mejor, lo más grande posible que soy capaz de dar, que puse mi fuerza intelectual, espiritual y hasta mi vigor físico para llevar a cabo esa seducción de que habla Borges? Como siempre lo hago, como siempre, en unos treinta años de enseñar lo he hecho. Los ocho ejecutivos ¿medios o altos?, de la Pascual me mandaron a la verga. Sin más concesiones.

El desaliento fue casi inmediato, después del tremendo desconcierto. Puta madre, si cuando me dirijo a un público ya sea en una conferencia, en una presentación de libros o hasta en una clase hasta me aplauden y siempre me felicitan y hasta me piden autógrafos. ¿Qué puta mierda pasó aquí? ¿En qué fallé?, me puse a pensar. ¿Por qué no les gustó “mi forma de exponer”, a quiénes no les gustó, cuántos de los ocho fueron los que reclamaron, qué fue exactamente lo que se constituyó motivo de queja? Me tiré a la cama a meditar, a recordar todo, a reconstituir todos los momentos del curso, a hacer autocrítica.

Querido Pancho Villa
Mejor me voy a Tepeji a presentar mi novela.

Y concluí: hice lo mejor que pude, como siempre lo hago. Entregué cuanto era posible entregar. Si querían más, yo ya no tengo más. Es decir, querían, esperaban, deseaban algo diferente. ¿Qué putas querían diferente? ¿Mejor?, no tengo la soberbia para decir que no hay nadie que lo hiciera mejor, pero sí para afirmar que no es fácil que encontraran quien lo hiciera mejor de lo que hice. Lo creo firmemente. No deseaban algo mejor. Ni siquiera saben que era difícil encontrar algo mejor (y que les cobraría diez veces más que yo), deseaban otra cosa. Y vi a los otros instructores, de computación, de superación personal y buenos modales. Eran jovencitos muy bien vestidos, exageradamente aliñados, con traje y corbata a juego, ellos; de vestido formal y más que lindo ellas. Limitados, intelectualmente débiles, lo juro —“En el modo de agarrar el taco se conoce al que es tragón”, decía mi madre. La ignorancia se nota por encima de la piel, digo yo—, espero que en sus sendas materias hayan sido, sean, poderosos, y es que vi una clase de uno de ellos. Otra persona es autor de un libro de autoayuda, con eso digo todo. Pero eso era, sospecho, al final no puedo dar certezas, sospecho, que eso era lo que querían. Y yo les ofrecí mi apariencia de viejo hippie de pelo largo (aunque rigurosamente contenido en una cola de caballo), de barbas hirsutas y ya casi por completo blancas, sin corbata y con los zapatos más bien muy usados, chimuelo (se me cayó un diente frontal inferior hace apenas un par de meses —ya fui a la dentista, no me reclamen— además, una persona de cierta edad que muestra una dentadura impecable es un tanto absurdo, es casi monstruoso ver a un viejo con dientes de chamaco veinteañero).

No pude dejar de recordar que hace muchos años, cuando me acercaba a los cincuenta, me mantenía en excelente condición física. Yo he sido deportista desde niño. Iba a correr al deportivo más próximo a mi casa y, voy a presumir, a mis cincuenta de viejo, no había nadie que me ganara a correr. Sí admito que me ganaban los jóvenes que entrenaban atletismo, pero si siquiera los muchachos que jugaban futbol me ganaban. Nadie me soportaba cinco vueltas al paso que iba, aproximadamente 1’45” por vuelta de 400 metros. Y conste que a mis 20 años podía correr esas vueltas en 1’10”. Una vez ahí andaba corriendo alegremente, rebasando a todos los que hacían lo propio. No dejé de notar una pareja, ¿hermanos, novios?, muy elegantes para ir a correr ellos. Llevaban un formidable perro quizá pastor alemán. Los rebasé como a todos. Luego los alcancé por atrás una vez, luego otra. Y en un momento su perro me acosó. Me detuve y les dije agarren a su perro, ¿qué les pasa?, y seguí corriendo. Cuando volví a alcanzarlos por atrás la mujer me dijo “Ya cálmate, modesto”. O sea, ellos creían que yo iba a la pista como ellos, a lucir sus pants de marca, sus tenis de miles de pesos y su perro de pedigrí. Dije qué gente tan pendeja, dios santo. O sea, tengo que ser tan mediocre como ustedes para que no se molesten los señoritos.

Y esto último me hizo pensar que aquellos muchachos —los más viejos rondaban la cuarentena— no tienen idea de lo que les estaba dando o bien les molestó un viejo sabelotodo que les avienta conceptos a lo bestia sin explicarlos debidamente, despacio. Cometí un error, por lo menos. Debí quizá decirles que lo suculento del curso sería al final, que había reservado dos sesiones, cuatro largas horas, para que practicaran la escritura porque sólo se aprende a escribir escribiendo. Es decir, que dedicaríamos lo más de tiempo posible a escribir. Además, la excesiva velocidad de mi exposición apelaba a que ellos son gente de alto nivel, dirigentes. En fin.

También cometí el error, quizá, de no haberles contado que hace muchos años, en el 82, 83, por aquellos tiempos, yo participé, como militante que era del Partido Mexicano de los Trabajadores, en la histórica huelga por la Pascual y luego la lucha que concluyó con la creación de la Cooperativa Pascual. ¿Para qué?

Me consuela (¿?), no, no me consuela, puesto que no me afectó. Sé que soy un buen escritor, de los mejores de este país (humildemente sea dicho), aunque no muchos lo sepan y soy también un buen maestro. Este escrito es para poner las cosas en su lugar. Más bien ponérmelas ante mí mismo. Decía que no me consuela aquella canción de Cuco Sánchez: “No soy monedita de oro / Pa’caerle bien a todos / Así nací y así soy / si no me quieren ni modo”. Si esa gente de la Pascual no me quiere, allá ellos. (Pero ellos se lo pierden).

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