sábado, 9 de enero de 2010

Raúl Rodríguez Cetina, in memoriam

Raúl Rodríguez Cetina, in memoriam


Pterocles Arenarius


Para María


Toda obra literaria es autobiográfica, conscientemente o no. Más aun, toda obra de arte lo es; porque la obra de arte es el decantamiento espiritual llevado a su último extremo. El artista, así, es --lo dijo Rabelais-- un extractor de quintaesencia.
El creador de arte es un alquimista que, a partir de la crasas vulgaridad del tan abrumadoramente mayoritaria en este mundo, obtinen el metal deslumbrante, la sustancia invaluable, el metal precioso. O, en otra alegoría, el elíxir de la existencia perdurable.
Por todo lo anterior es que la obra de arte se instala siempre por encima de su autor. De esto se desprende aquel aserto de que “La única gran decepción de la (verdadera) poesía suele ocurrir cuando se conoce al poeta”.
Casi nunca todo esto ha sido tan cierto como en el caso del novelista Raúl Rodríguez Cetina. E incurro en temeridad semejante no porque haber conocido a Rodríguez Cetina hubiera sido decepcionante, sino por la otra razón: su obra fue tan sabia y acuciosamente pulida que se instaló por encima de la persona.
Raúl era un muchacho humilde y austero en todos los ámbitos de la cotidianidad con dos excepciones que anotaré oportunamente (o eso espero).
Raúl era de pequeña estatura, callado, tímido, sin autoestima visible (no como los abundantes “triunfadores” egomaniacos, ensoberbecidos, “muy positivos” y más bien intransigentes depredadores que proliferan en estos tiempos de capitalismo canalla); Raúl era muy modesto en el vestir, en el hablar, en el protagonismo: abominaba de convertirse en el centro de cualquier reunión y hasta para comer. Porque Raúl siempre tuvo la suprema elegancia de ser pobre. Incluso muy pobre. Aunque sólo económicamente. Porque --y este es el momento oportuno de anotar los dos hechos en que Raúl no se anduvo con cortedades-- era un privilegiado, un potentado para narrar con prosa nítida y ligera, armoniosa y sin embargo trágica, ágil y a la vez que sabia, en contraste con sus temas: la angustia, el peso implacable de la vida, la incomprensión, el dolor, el sufrimiento del abuso sexual y el aplastante universo implacable y despiadado, lleno de aquellos triunfadores mencionados, frente a los que Raúl jamás descendió para enredarse en sus provocaciones. Raúl tuvo la inmensa grandeza de ser un consuetudinario, un sistemático perdedor.
Y es que él era un excelente escritor. Un escritor mucho más grande que muchos que hoy y antes se han mantenido en la moda, los privilegios, los premios que se compran y se venden con moneda de muy diversa índole, las grandes ediciones de una literatura muy mediocre y acaso comercialmente exitosa. Sedicentes escritores que viven sirviéndose de la literatura y desconocen el popularísimo aserto de trabajar por amor al arte.
Raúl Rodríguez Cetina murió en la más completa dignidad hace un par de meses, solo, en su humildísimo hogar, ante su mesa de trabajo y seguramente, escribiendo.
Gran parte de la obra de Raúl es autobiográfica. Él reivindica a los que se niegan a ser incorporados a una sociedad que se guía por los valores difundidos por la televisión más infame y el opresivo sistema que usa a las personas al máximo de su capacidad y luego las desecha.
Raúl nos habla desde múltiples marginalidades: la social, a pesar de que fue un escritor altamente dotado, se mantuvo siempre al margen de las mafias literarias, los premios venales y la literatura chafa entronizada por los compadrazgos y los pactos de amiguismo epiliterario.
Desde una marginalidad también sexual luego de que pudo haber creádose un público fiel entre los militantes homosexuales, luego de su gran novela --opera prima-- El desconocido.
Raúl era un tipo muy callado, tímido. Uno jamás se esperaba que ese muchacho de apariencia tan simple fuera un formidable escritor. Recuerdo a Raúl indeciblemente embriagado (igual que yo), en un bar cerca del metro Revolución. Uno de sus “amigos”, antítesis por cierto de Raúl (mediocre novelista pero astuto crítico o más bien hombre oportunista con las frases más correctas para halagar y alabar a los poderosos de las diversas mafias: un triunfador pues. Por supuesto mucho más famoso de lo que Raúl jamás soñara para sí), le decía “Muñeco, ahora báilanos la danza de los siete velos”, e invitaba al resto de los convidados a burlarse de Raúl. Recuerdo que salimos Raúl, el crítico de marras y el que esto escribe de ese bar, Raúl y yo íbamos tambaleándonos y tomamos un taxi cuyo chofer sacó de la guantera una botella de Añejo de Bacardí y nos ofreció. Sólo Raúl y yo, completamente borrachos, aceptamos la invitación a ese suicidio… y lo pagamos. Nuestro estado de vigilia fue recuperado al día siguiente, con el descubrimiento de que nos habían robado algo más de 10 mil pesos. Nos dejaron tirados en Garibaldi.
Finalmente Raúl dejó una obra superior a muchas otras que hoy gozan de un convenenciero reconocimiento, mientras que la de Raúl, por el momento, está poco conocida y peor evaluada. Sin embargo, como sabemos, el mejor juez será el tiempo y los autores que, como Raúl, han encontrado el elíxir de la vida perdurable, han creado el arte, sobrevivirán, como ocurre siempre. Sin duda, la obra de Raúl Rodríguez Cetina, más pronto que tarde, será reivindicada.
Raúl murió en noviembre de 2009, en su pequeño departamento de la colonia Federal y nació en 1953, en Mérida, Yucatán. Escribió las novelas El desconocido, Alejamiento, Flashback, Fallaste corazón, Lupe la canalla, El pasado me condena, Ya viví, ahora qué hago. El libro de cuentos Bellas en su abandono y una cantidad desconocida de ensayos y artículos periodísticos que publicó en El Universal y entre los que destaca su galería de grandes mujeres.