miércoles, 23 de noviembre de 2016

La cagarruta interminable


La gran cagarruta

Pterocles Arenarius

A las once y pico de la noche del once de diciembre estaba tan borracho que me fui caminando y meando —para no hacer charco— desde el metro Balbuena hasta la calle José Rivera (unos doscientos metros). Mi vejiga venía sufriendo un íntimo malestar: ¡estaba próxima al estallido! Ya no me era posible ni apretar las nalgas. Expuse mi más querido instrumento a la intemperie y, avanzando, meé con singular alegría e insuficiente precaución para no mojarme los zapatos, el alivio era sublime (“La meada sagrada…, pues descansa el alma”). Caminaba y meaba. Caminaba y meaba. Acto muy simple que provoca gran felicidad. En plena calle, en la noche oscura, fresca, bajo el firmamento tachonado de estrellas. Otro sujeto ebrio, al ver la prolongadísima trayectoria meatoria me dijo mientras me rebasaba “Áhilallevas-áhilallevas”. Le sonreí como un gran borracho: lo más cínicamente posible y mostrándole el pulgar erecto. Me respondió con la palma de la mano y una sonrisa tan depravada como la mía.
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Bukowski, gran bebedor. Gran escritor.
Llegué trastabillante a la avenida Iztaccíhuatl, nombre náhuatl (mujer blanca) del volcán, ya inactivo, eternamente nevado que tiene la apetecible forma de mujer desnuda en decúbito supino. Decidí tomar un descanso y mitigar la sorpresa de mirar a los miles y miles de peregrinos que todos los años pasan caminando por tal avenida durante unas treinta y seis horas sin tregua —ya ni me acordaba de que los once de diciembre siempre pasan—, obstruyendo cuanto existe de obstruíble en los veinte o treinta o cien o más kilómetros de sus diversos caminos, porque vienen desde todos los pueblos de los estados de México, Puebla, Hidalgo, Morelos y otros. Por Iztaccíhuatl —por su gran camellón de tepetate con zonas jardinadas y cientos de árboles— caminan luego de doce o más horas de viaje. Su paso es devoto y… devastador (como Atila, El azote de Dios, bajo cuya pisada ni la hierba crecía), pues son más de ¡seis millones! Cada año casi acaban con el pasto y las flores del camellón. Señalan su camino con toneladas de basura que abandonan en el suelo con toda naturalidad mientras avanzan a cumplir con la sublime devoción de adorar a la Virgencita y, lo más importante, dejar cientos de millones de pesos (¡la gente más pobre de México!) a los gordos jerarcas de la iglesia esa cuyos sacerdotes se cogen a los niños.
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Llegan, en dos días, 6 millones a la Basílica.
(La Madre de Dios debe tener algún problema de autoestima para descender a esta Tierra sin redención a pedir a un indio sin nombre cristiano que quería una ermita donde la adorara la indiada. ¡La Madre de Jesucristo Vencedor!, hijo unigénito del Dios Padre Todopoderoso, creador de cielos, Tierra y océanos y todo el puto universo con sus noventa y tres mil millones de años luz de diámetro, necesita ser adorada por unos indios que apenas habían estado a punto de ser eliminados de este planeta por los españoles. Es raro que gente tan abandonada y paupérrima haya recibido tal mensaje de la madre de Dios. Pero, ¿por qué no?
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El indio y la madre del creador de todo el universo
(¿Y por qué sólo indios mexicanos hoy unos diez millones de los siete mil millones que vivimos en la Tierra, de entre todo el género humano?, ¿los habitantes de un más bien pinche planetilla perdido en un extremo de una vulgar galaxia de las cien mil millones que, dicen, hay en el tal universo reciban semejante atención? Pero en fin).
Es estúpido. Es una idea católica simplemente examinada por un borracho que pasó por la prepa. Cada año hay accidentes entre los que vienen en carcachas que se vuelcan o se desbarrancan, atropellamientos —de los que llegan a pie o en bicicleta— más los que caminan de rodillas el kilómetro y medio desde la glorieta de Peralvillo hasta la Basílica. Los peregrinos cagan y mean a la vera del camino si no encuentran a buen tiempo las casetas que a cada dos o tres kilómetros les pone el Gobierno para que en su caminar tan lleno de fe no dejen a la vista su cagarruta (su ruta de caca, pues). Todo para cumplir con la anual veneración de la virgencita de Guadalumpen (sic, no es errata).
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El México pobre. El México profundo.
Me tiré a descansar. Los peregrinos pasaban. La gente de la colonia Moctezuma se organiza y les lleva comida y café a los heroicos peregrinos guadalúmpenes. Descubrí cerca a una familia durmiendo bajo un árbol, enredados en una miserable cobija y acurrucados todos contra todos procurándose calor.
Oye, güey, ¿ahí se van a dormir? —le dije al papá que me miraba tiritando.
Sí, pos no hay dinero pa’l hotel. Qué se le hace.
Mira, cabrón, me voy a quedar un rato a que se me baje la peda. Luego iré por otro alcohol para la cruda… Toma las llaves de mi casa y cáiganle ahí. Nada más vete por esta calle hasta que encuentres el doscientos diecisiete y, mira, con ésta, abres la puerta de la calle. Te metes, buscas el cinco y abres con esta otra. No mames, hasta se te van a enfermar tus chamaquitos. —Era un indígena cuarentón, morenazo, de ingenua catadura y aspecto de albañil y/o campesino.
No, señor, aquí nos dormimos. Ya es como medianoche, a eso de las cuatro ya nos vamos pa’nuestro pueblo. Muchas gracias, pero mejor aquí nos quedamos.
¿Y desde dónde vienen? ¿Ya fueron a la Basílica?
Venimos desde Tlapanaloya, por Jilotzingo…, cerca de Huehuetoca.
Pa’ su madre. Sabrá Dios. ¿Cuántos kilómetros?
Serán unos sesenta. Ya fuimos a ver a la madrecita… y vamos de regreso.
¿También caminando?
Pos sí, el camión está muy caro y somos de a tiro cinco…
Váyanse a dormir un rato a mi casa…
No, mi jefe, gracias. Na’más descansamos un rato y ya nos vamos.
¿Cómo te llamas?
Espiridión Manrique.
Bueno, Espiridión, ¿y se divirtieron de venir hasta acá a ver a la madrecita?
Sí, nos gusta venir. Pero estamos bien cansados, ya traemos las patas hinchadas y mi vieja no puede caminar porque se fue de rodillas desde la glorieta.
Oye, y si no es divertido ni se ganan un billete ¿para qué…?
No, pos pa’darle gracias a la Virgencita de tantas cosas que nos ha dado.
Ah, cabrón, ¿le vienen a dar las gracias de tantas desgracias?, a ustedes les va de la chingada, amigo —se me quedó viendo feo el cabrón. No le habrá gustado mi pregunta.
La Virgencita nos ha dado todo…
Ya entendí. Pinche Virgencita hija de la chingada, qué chinga les ha dado. —Peló los ojos e hizo gestos como si fuera a llorar.
No me digas eso, señor, porque vo’a tener que partirle su madre.
Tranquilo, cabrón, yo nada más te digo lo que veo.
Pero a la Virgencita no la tienes que ofender, señor. Porque yo sí te parto tu madre. A la Virgencita nadie le falta al respeto.
Pérate, carnal, tú dijiste que la Virgencita les da todo. A ustedes les han dado pura miseria, no mames, te duermes en la calle con tus hijos y les das de comer lo que te regalan estos cabrones. ¿Eso les da la Virgencita? ¿Puras chingaderas? —Se me viene encima echándome las manos al cuello para ahorcarme. Empezamos a forcejear.
No faltes al respeto a la Virgen, hijo de la chingada. Si no crees, respeta.
Pos respeto, pero a ustedes se los está llevando la chingada. La gente se arrimó a ver qué pasaba. Pronto se dieron cuenta.
Este borracho está ofendiendo a la Virgencita. —Dijo una vieja gorda.
Hay que darle en su madre al cabrón… —opinó un indio sesentón.
Hay que quemarlo al hijo de la chingada… —se atrevió a invitar otra mujer.
Además de briago trai al vivo diablo adentro. Cómo se atreve a ofender a la madre de Dios. —Dijo a gritos otra vieja. Me agarraron y me levantaron en peso.
Yo digo que hay que quemarlo, para que se le quite. —Insistió la misma mujer y me llevaron a un árbol. Dios sabe de dónde salió un mecate y pronto estaba amarrado al tronco. Un indio me jalaba de los cabellos y me abofeteaba.
¿¡Por qué ofende, cabrón, por qué no respeta!? —Alguien dijo:
Consigan un litro de gasolina. Lo prendemos y nos vamos, no nos vaya a agarrar la policía.
Con don Regino Burrón
No sean pendejos, no me vayan a quemar porque los están viendo, hay cámaras por todas partes y acá la policía es bien cabrona contra los indios.
Míralo, y además nos ofendes.
¡Pues suéltenme cabrones!, ¡¿no saben que la pinche Virgencita nunca se apareció?! ¡¿A poco no saben que es española y hasta su nombre no es ni siquiera español, sino árabe porque la inventaron para ellos?! ¡Juan Diego nunca existió! ¡La iglesia inventó a la Virgen para engañarlos! ¡El gobierno los quiere apendejados con la guadalupana y la televisión para que no molesten! ¡Es más, Dios no existe…!
¡Cállate, con una chingada! ’Orita viene la gasolina, cabrón. —Pero no llegó la gasolina sino Espiridión, traía con él a dos policías. Los que querían quemarme se esfumaron entre la caravana de peregrinos en cuanto vieron los uniformes azules.
A ver, qué pasa aquí… —dijo un policía.
Es que ya querían quemarlo —les informó Espiridión— porque está diciendo puras barbaridades de la Virgencita. Es buena gente, pero está borracho, mejor llévenselo a la cárcel porque si no lo van a matar los peregrinos. —Me desataron.
¿Y qué les estabas diciendo? —preguntó un uniformado.
Nada más que la Virgencita sirve para una chingada. —Espiridión y los policías me examinaron como a un espécimen extraño. Se miraron y decidieron:
Sí, hay que encerrarlo, para que se le quite lo hocicón. —Dijo un policía.
Es lo mejor, ¿no?, para que ya se ponga tranquilo. —Consideró Espiridión con gesto de sabiduría. Luego me subieron a la patrulla empujándome por la nuca. Poco después me soltaron. La blasfemia, por fortuna, ya no es delito aquí en México, ni siquiera falta administrativa, como sí lo es mear en vía pública, pero de la larga meada sagrada nadie sabía.