lunes, 25 de abril de 2011

Hombre, estáis rojo como una gamba

Hombre, estáis rojo como una gamba

Guadalupe Méndez y Pterocles Arenarius

El título de este anecdotario es un préstamo, se trata de la oración pronunciada por el escritor español Manuel Pérez Petit al ver mi cara de pinche güerito chilango completamente enrojecida después de apenas media hora bajo el sol de Huapalcalco, muy cerca de Tulancingo, Hidalgo; un sol que pegaba como si fueran bofetones. “¿Y qué jijos de la regran chingada será una gamba?”, me pregunté.
Estábamos en la explanada que, a su vez está en lo alto de una colina que sirve de falda a un cerro cuyo cuerpo nos muestra una impresionante cortina de columnas de roca basáltica que parecieran la construcción de acuciosos cíclopes, nos asábamos bajo aquel sol quemante como horno nuclear y aturdidor como alarido de histeria, a costa de contemplar las solemnísimas ceremonias de los indígenas del lugar. El sitio es mágico por una larga serie de razones. La primera quizá sea que desde ahí se domina a plenitud la inmensa extensión de los sendos valles, hasta donde da el ojo humano, hacia los cuatro rumbos del universo. Los más antiguos habitantes del sitio lo notarían porque ahí se celebran esas ceremonias desde que la memoria es tal. La cortina de rocas parecieran cuidadosamente acomodadas y en ciertos sitios se practicaron inscripciones que datan ―según los expertos― de hace unos catorce mil años, meses más, meses menos, claro está. Capaz que los sujetos que a mano decoraron esas rocas, con su pie inaugurarían para la humanidad esos caminos y pergeñaron también los maravillosos dibujos que el tiempo, hasta el momento, sigue perdonando; perdón que no otorgan grafiteros y rapeleros cuando profanan el sitio colocando sus inteligentes leyendas (“Aquí estuvo el Roñas”) o bien sus argollas los que se cuelgan haciendo reminiscencias simiescas como diversión, “deporte extremo”, dicen.
Los inmemoriales frescos prehistóricos nos hacen estremecer imaginando la sensación de lo sagrado que habrán descubierto en sí mismos aquellos inmemoriales caminantes que designaron el lugar como habitáculo de la divinidad.
En la ceremonia indígena, éstos fraternizaron con escritores indígenas o mestizos llegados de varios lugares del país (Tabasco, Veracruz, Jalisco, Michoacán, Estado de México, Distrito Federal, etcétera) o bien indígenas o mestizos del extranjero (Perú, Brasil, Colombia, Estados Unidos, Argentina, El Salvador, España, y Venezuela). Los encuentros I de Escritores Indígenas Latinoamericanos y III Encuentro Latinoamericano de Escritores, se hermanaron bajo el lema, Por el derecho a la memoria. Y, como era de esperarse, aquello se convirtió en una fiesta y conste que no estamos hablando del desorden ―más o menos controlado― que en todo encuentro de esta naturaleza ocurre.
Los escritores, cualquier escritor, en cualquier parte del mundo, por fortuna, han aglutinado en sus caracteres un fuerte componente infantil ―el oficio de la escritura acumula, entre muchas otras características, la del juego―, así, en este encuentro, muchos de los más gratos momentos vividos, se debieron al buen humor y las actitudes bromistas y antisolemnes de muchos escritores, ya sea como agentes o bien como objetos de la risa.
El sevillano Pérez Petit de pronto se mostró, entre la jocosidad y la duda, intimidado por encontrarse “en medio de toda la indiada” que rememoraba su todavía mermada independencia, la que fuera perdida por primera vez por acciones de sus antepasados. Pero Manuel Pérez Petit es uno de los hombres más buenos que estuvo en este encuentro; además de excelente poeta. Y, por supuesto, nada tiene que ver con los españoles de hace 500 años. Una virtud más del encuentro Por el derecho a la memoria; fue su derecho al olvido. Nadie recordó que los españoles perpetraron varios genocidios en este continente. Nadie recordó que había un español entre los invitados.
El multicitado Pérez Petit hizo gran amistad con el escritor (quizá colombiano, como lo acreditaba su gafete, quizá mexicano como lo denunciaba su pronunciación) Jacinto Kanul. Ellos y el poeta hidalguense Jorge Contreras —autonombrado Jorgiástico—, compartieron habitación y Kanul no tuvo empacho en que Jorgiástico firmara como señor Contreras, el propio Kanul, como la señora Contreras y el español Pérez Petit como vástago de la feliz pareja.
Por cierto, Kanul fue el participante que más besos repartió y también el que más recibió. Afanado siempre por otorgar caricias a cuantas escritoras se pusieran al alcance de su vista. Ellas siempre le correspondían. Así, terminó el encuentro como el escritor más besado.
En una de las comidas que realizamos junto con los escritores indígenas en Hualpalcalco, la escritora argentina Celina Garay y la fotógrafa Peri Labeyrie le dijeron a la narradora Guadalupe Méndez que “Los porotos negros estaban deliciosos” y le preguntaron como se cocinaban. A lo que la mexicana les contestó que ella no había comido porotos y menos negros. Luego de explicaciones botánicas y culinarias más o menos prolongadas las tres concluyeron que los porotos argentinos son los mismos que los frijoles mexicanos.
El travieso autor Jacinto Kanul pronunciaba muy rápidamente el nombre del poeta venezolano Chungtar Chong y lo hacía de tal manera que de pronto parecía decirle Cachún-Cachún. Al final prefería decirle “Mi querido amigo Cachún-Cachún”.
Una de las contrariedades que hubo fue la de que el municipio de Pachuca, por desconocida razón, se negó a prestar sillas y micrófono para una sesión de lecturas al pie del famoso reloj de la plaza central de Pachuca. La sesión se hizo de cualquier manera. Fue bautizada “A todo pulmón”.
La excelente poeta argentina Celina Garay que asistió desde las lejanas tierras de ese país sudamericano llegó a este encuentro con un libro de poesía que imprimió ex profeso para este encuentro. Lo repartió regalado, leyó parte de él en sus intervenciones. Pero nunca dijo públicamente —como sí aparecía en la impresión— que hizo la edición para venir a México a compartirnos su poesía.
Un escritor veracruzano —cuyo nombre omitiré— llegó al encuentro imbuido de gran felicidad (un poco artificial) por encontrarse en un estado más o menos etílico (o a medios chiles, como decimos en México), lo sorprendente no fue que pocas horas después sufriera la resaca o cruda, sino que padeciera de seis crudas en los dos días, producto de las correspondientes “intoxicaciones”. Pero él se fue feliz y crudo una vez más a su tierra.
La escritora, actriz y activista por los derechos humanos, originaria de Perú, Gloria Dávila, en el momento de realizar un impresionante performance en el que incluía despojarse de su falda indígena, le ocurrió una “falla técnica” de vestuario y todos pudimos observar modelo, color y buen gusto de su ropa interior. Lo cual, por cierto, no desmereció ni un ápice su estremecedor espectáculo y sí, en cambio, agregó un vislumbre de belleza.
Patricia Salas, una hermosa mujer de la etnia huichol que ronda los cuarenta de edad, mereció de al menos cuatro escritores variados y creativos elogios a su belleza. Ella los recibió con serenidad que no dejaba de ser pasmosa, sin hacer el menor gesto. Los escritores que brindaron tales piropos quedaron desconcertados.
La escritora brasileña María Helena Leal, al comentar sobre la implacable reciedumbre solar, admitiendo que era tan fuerte al menos como en su país, estiró —con generosidad inusitada— el cuello de su playera estampada con la bandera de Brasil para mostrar que, en efecto, sus senos, protegidos por la blusa y el brasier, no estaban tan quemados como las zonas expuestas de su pecho. Alguno de los que escuchaban el comentario y notaban la diferencia de los colores de la piel de la brasileña le anotaron que no era necesario que se prodigara tanto en la exhibición de la diferente coloración, en especial de la piel de sus senos.
La organización indígena de Huapalcalco influye en las tomas de decisiones de ese municipio e incluso algunos de los regidores se designan por parte de los indígenas atendiendo a sus antiguos usos y costumbres. Junto a una biblioteca pública se encuentra un gran salón en el que sesionan los indígenas cuando les corresponde tomar decisiones. Las condiciones de pobreza, en general, son propias de los indígenas huapalcalquenses, como lo son de todos los indígenas mexicanos y también del lugar en donde sesionan para decidir. En este amplio local se llevaron a cabo las intervenciones de los escritores indígenas de diferentes países, como Eliane Potiguara, la famosa activista indígena brasileña, una impresionante mujer que además de su trabajo literario realiza activismo en favor de los indígenas de su país y de los derechos humanos en general. Igualmente estuvo Gloria Dávila, la autora y actriz peruana de quien ya hemos hablado, así como varios escritores indígenas mexicanos de etnias como los wixárica, los ñhañhú y los náhuatl. La audiencia era de unos cien indígenas además de muchos escritores no indígenas que llegaron al encuentro.
Las intervenciones se desarrollaban en un presídium al fondo del local. En ese mismo extremo, del lado izquierdo a unos ocho metros se encuentran los sanitarios. Los sanitarios no tenían agua. Y la gente los usó. Bueno, ni hablar, las personas que se encontraban en el presídium se mantuvieron estoicamente percibiendo el olor de mierda que imperaba en la zona. Pero todos los artistas o expositores, por fortuna, se hicieron de la vista gorda. Nadie se quejó ni hizo gestos, todos aguantaron.
Los indígenas Huapalcalquenses realizaron ceremonias místicas de fertilidad e invocación a la benevolencia de la divinidad. Como pocas veces es posible sentir la extraña energía que generan estos ancestrales ritos. La inigualable fuerza (que no es ninguna de las fuerzas conocidas o aceptadas por la ciencia) espiritual que en un sitio en el que de manera milenaria se han practicado estos rituales paganos, los indígenas nahoas de la zona se hermanaron con indígenas de tierras lejanísimas como Perú y Brasil, países dignísimamente representados por las sendas mujeres que asistieron a este encuentro. Esta hermanación se concretó con la entrega de bastones de mando a los invitados, con la estola que obsequiaron a todos los escritores invitados y finalmente las danzas.
Los indígenas del sitio realizaron sus danzas sagradas al compás de la música que ellos mismos producían. Si bien en ocasiones son muestra del sincretismo religioso: prehispánico-católico, también se observaron danzas de contenido completamente pagano, es decir, de origen prehispánico íntegro. Y los huapalcalquenses invitaron a danzar a todo el que estuviese presente. Así pudimos ver al activista y poeta argentino Francisco Gariboldi inmerso en la danza como nadie. Este señor danzó bajo el rayo inclemente del sol, no menos de tres horas, como si hubiera sido una manda o una obligación.
La brasileña Eliane Potiguara se enfermó de presión alta y tuvo que ser internada en un hospital. La altura de la ciudad de Tulancingo, similar a la de la Ciudad de México, 2 mil 200 metros sobre el nivel del mar le afectó. Sin embargo, pronto se sintió bien y se incorporó con gran enjundia a los trabajos del encuentro.
Uno de los escritores más juguetones del encuentro —también se omitirá su nombre— al encontrarse prácticamente frente a frente, a unos dos metros, con un alto funcionario del gobierno hidalguense se permitió decir “¿Y este malparido hijoeputa qué está haciendo aquí?”. El funcionario, sin duda, pudo oírlo, pero por fortuna jamás sospechó que el rudísimo comentario estaba dirigido a él, por más que fuera en plan de broma de la más temeraria índole. Luego, el bromista repitió la arriesgadísima actitud frente a decenas de policías que, por alguna razón, se encontraban vigilando sitios alrededor del lugar donde ocurrieron las mencionadas ceremonias indígenas.
Los autores de esta retacería de hechos se dirigieron a la parte media de la montaña sagrada para observar las pinturas rupestres que en este lugar se encuentran y que lo han hecho famoso. Subieron hasta encontrar unos rapeleros con los que intercambiaron bromas. Luego observaron con enojo como múltiples visitantes (indeseables) han mancillado las rocas milenarias con sus grafitis obcecadamente pendejos. Cuando se encontraban a cierta estremecedora altitud y luego de buen tiempo gastado, decidieron bajar lo más rápidamente posible.
—Mira, si nos vamos por este caminito llegaremos más rápido que si lo hacemos por donde vinimos. —Dijo él.
—No, creo que no hay que arriesgar, total, por el mismo camino, aunque nos tardemos, vamos sobre seguro. —Contestó ella.
—Vámonos por donde digo, desde aquí se ve que es mucho más corto. —Total que la convenció. Caminaron de bajada. De pronto, luego de quince minutos de caminar de bajada, se dieron cuenta que estaban dentro de un gran establo en el que había decenas de gloriosas vacas y unos cuantos toros… temibles. Debieron reconsiderar sobre la marcha y salir del establo por donde más próxima se viera una salida. Por hacerlo así, él se cayó entre la mierda del ganado vacuno y aunque metió las manos, no dejó de embarrarse la ropa. Su olor quedó impregnado a establo y así debió permanecer hasta regresar al hotel. Al final debieron caminar más de lo que habrían caminado regresando por el camino conocido.
A la escritora argentina Ana Cuevas Unamuno, al entregarle el bastón y la banda de reconocimiento de amistad, le dijo una indígena de Huapalcalco que ella era su hermana que durante muchos años había esperado. Ambas mujeres no se habían conocido antes. Las palabras emocionadas de la indígena provocaron un clima, en efecto, de hermandad mágica entre las dos mujeres.
Al final me enteré que "Puesh una gamba es algo así como un camarón". Ah, vaya.

viernes, 8 de abril de 2011

I Encuentro Latinoamericano de Escritores Indígenas y III Encuentro Latinoamericano de Escritores

Menú, mestizaje y la palabra

(Los cuatro elementos de nuestra apocatástasis)

Pterocles Arenarius

Es extraño que nadie haya anotado que la degradación actual se debe a la pérdida que está ocurriendo en nuestro lenguaje.
José Emilio Pacheco, Aforismos.

En un principio era el mito. Dios, en su afán de expresarse, confirió a las almas (…) un manto de conceptos poéticos y lo sigue haciendo diariamente al darle, también, al espíritu de cada infante, una inclinación a la poesía.
Herman Hesse, Peter Camezind


En cualquier fonda o restaurante a lo largo y ancho de México, comúnmente se ofrece lo que los mexicanos llamamos la “comida corrida”, la que ―con las correspondientes salvedades regionalistas― consiste en una sopa de pasta (de origen italiano), arroz (aportado al mundo por los países del más lejano oriente), el que se cocina casi siempre con jitomate ―no tomate verde, ni tomeito según los gringos, hablo del jitomate rojo o tomate de ombligo, del náhuatl xictli, ombligo; tomatl, tomate: es decir, xictomatl―, que por lo común también interviene en la elaboración de la sopa. Luego viene un guisado que casi siempre contiene carne de res o bien de cerdo o bien de pollo, guisada con alguna de las múltiples variedades de chile: verde serrano, jalapeño, guajillo, pasilla, morita, etc. Para concluir con un plato de frijoles, como para no olvidar nuestra profunda, secular relación con esta gramínea y también para quedar totalmente satisfechos. Aunque no olvidemos que siempre se ofrece un postre que bien puede incluir el chocolate y más raramente el amaranto. Y todo, excepto el postre, acompañado de tortillas de maíz a discreción. Suele haber, además, una salsa enchilada (que con frecuencia incluye jitomate), para darle picor a la comilona, la cual acompaña sin falta a todos los “tiempos” de la pitanza.
¿Por qué esta referencia al más común viático de los mexicanos? Porque deseo llamar la atención a varios hechos: uno) en este régimen alimenticio pueden faltar muchos vegetales y carnes o aparecer otros, pero jamás faltarán estos cuatro: el maíz, el jitomate, los frijoles y el chile…
Y lo que afirmaré, que es el dos), quizá parezca una exageración para los que no son mexicanos y también para los que no lo son en realidad aunque aquí hayan nacido: los mexicanos, desde hace unos tres mil años, nos hemos alimentado de maíz, frijol, jitomate y chile (además de muchos otros regalos de la tierra a lo largo de los siglos de nuestra historia: calabazas, chicozapotes, capulines, chilacayotes, zapotes, huanzontles o huauzontles, cuitlacoches, nopales, tunas, chía, tomate verde, tamarindo, entre los vegetales. Chimicuiles, acociles, gusanos de maguey, chapulines, escamoles, hormigas chicatanas, etc., entre artrópodos e insectos. Víboras, serpientes, iguanas, axolotl, ranas, charales, camarones, múltiples pescados, etc., entre reptiles, batracios y peces. Chichicuilotes, güilas, torcazas, pollos, patos, etcétera, entre las aves. Venado, armadillo, caballo, borrego, res, perro xoloizcuintli, ratas de campo, entre los mamíferos). Pero acompañando a los mencionados, el maíz, el jitomate, el chile, el frijol, durante ciertas etapas de la historia a unos, luego a otros, mas la base de nuestra alimentación en nuestros treinta siglos de tradición nunca han faltado en la dieta mexicana maíz, frijol, jitomate y chile.
Lo que sigue lo afirmó el sabio anónimo: “El hombre es lo que come”. En su momento, hace siglos, lo proclamaron, con sabiduría no menor, los mesoamericanos en la afirmación autoalusiva: “Somos los hombres del maíz” y en su mitología cosmogónica nos proveyeron de una historia de la manera ―picaresca, no tan lícita― en que obtuvieron de los dioses este manjar.
Quiero llegar a lo siguiente: los mexicanos, aunque seamos mayoritariamente mestizos tenemos un componente indígena muy poderoso. Aunque muchos se avergüencen de ello, aunque la mayoría lo niegue, aunque nos apellidemos Hernández, Rodríguez, López, Sánchez y Pérez, es decir, hijos de Hernando, Rodrigo, Lope, Sancho y Pedro. Y aun cuando la mayoría ni siquiera se dé cuenta, somos mucho más indios de lo que nos imaginamos, incluso de lo que algunos quisieran aceptar. ¿Quién que es mexicano puede decir que no come todos los días maíz, frijol, jitomate y chile? Nuestros antepasados forjaron la gran alianza simbiótica que es también relación dialéctica con esos vegetales. Ellos nos alimentan, nos dan la vida y nosotros los protegemos y los ayudamos a que existan desde hace unos tres mil años; les hemos dado la muerte al alimentarnos de ellos, les damos la vida por lo mismo pues los cultivamos, los hemos domesticado, los protegemos, ellos nos alimentan.
Hace poco más de un par de décadas, el prominente antropólogo Guillermo Bonfil Batalla, en el ya mencionado libro México profundo llamó la atención a una serie de hechos semejantes a lo que aquí se anotó; la tesis a demostrar era que entre los mexicanos a partir de clase media hacia abajo en los estamentos sociales, el componente indígena es mucho más grande e intenso entre los mexicanos de lo que pensamos. Es decir, en la abrumadora mayoría. A tal fenómeno lo llamó El México Profundo, frase que usó como título del libro que hoy es ya un clásico de la antropología mexicana.
Bien, pero esto no se queda en la manera de alimentarnos. Ya dijimos que el hombre es lo que come. En efecto, en todos los demás órdenes de la vida, guardamos ―incluso de manera inconsciente― nuestro inmenso componente aborigen que es esencialmente femenino (porque el mestizaje se hizo entre el invasor europeo, armado, que arrasó esta tierra y las mujeres de los vencidos, jamás vinieron mujeres españolas a copular con indios para la procreación de mestizos). Y por ello es más fuerte. En las costumbres, en nuestras maneras de pensar, en la forma en que amamos, es decir, en nuestra manera de entender y transcurrir la existencia en este mundo somos más intensa y extensamente, indígenas que europeos. Aunque, como vimos en el caso de lo que comemos, actualmente haya una enorme cantidad de alimentos que enriquecen nuestra comida. En otras palabras, nuestra esencia no fue abolida, sino enriquecida. Aunque muchos entiendan el vocablo indio como un insulto. Nuestra manera de alimentarnos es la mejor muestra de que en la gran mayoría de los ámbitos conservamos nuestra esencia.
(Entre paréntesis anotemos el terrible fenómeno de la corrupción de nuestra manera de alimentarnos que ha provocado la obesidad que se está presentando masivamente entre la población mexicana brutalmente engañada por la propaganda televisiva para que consuma esa basura nutrimental que son los llamados alimentos chatarra y las aguas endulzadas y carbonatadas. También anotemos la parte que nos corresponde de culpa en esa catástrofe).
Pero hablemos de lo maravilloso que abunda en este país, a pesar de la eterna crisis económica que con más o menos continuidad se encuentra entre nosotros desde el año 82 del siglo pasado; de los gobiernos federales, cada uno peor que su antecedente y, el colmo, del baño de sangre con más de 30 mil muertos en que desde 2006, se debate México.
Aunque la patria se esté desintegrando, las maravillas que nos acompañan desde los primeros siglos de nuestra historia, no desaparecen. Lo más maravilloso de todo es que no sólo en la alimentación guardamos nuestra esencia. Aunque no lo tengamos muy consciente, en nuestras costumbres, en nuestro lenguaje, en nuestras maneras de amarnos (y desgraciadamente, para nuestro mal, también en las de odiarnos o despreciar a los más débiles) conservamos aquella esencia, la indígena. Como lo hizo explícito Guillermo Bonfil Batalla en su histórico libro.
Los españoles se llevaron todo, pero nos dejaron todo al dejarnos su lenguaje, dice Gabriel García Márquez. Añadiré que se llevaron todo, pero no lograron eliminar lo más importante, nuestra esencia; y además, en efecto, nos dejaron todo, el lenguaje. Una formidable manera de apropiarnos del mundo, que no otra cosa es el lenguaje. La herramienta civilizadora por excelencia, el lenguaje. Un extraordinario lenguaje, el español, que a estas alturas es uno de los más viejos y ―en varios sentidos― uno de los más ricos del mundo actual.
La civilización es el camino opuesto a la bestialización. En efecto, la civilización es contraria al orden natural. A contracorriente de nuestro origen primate, en la civilización se suprime la ley del más fuerte que impera en la naturaleza salvaje. Entre los civilizados el más débil no está condenado a desaparecer, sino al revés, en la medida que las civilizaciones y con ellas los lenguajes desaparezcan, seremos más pobres; porque un lenguaje es una manera distinta y no menos humana que todas las demás, de apropiarse del mundo mediante el entendimiento. Con respecto a la civilización consideremos dos cuestiones. Una, la humanidad se enriquece en la medida en que haya más civilizaciones. Y dos, recordemos que sólo seis lugares y los correspondientes grupos humanos que los habitaron, son realizadores y continentes de civilización. La civilización es la más grande hazaña humana: la creación del estado, la religión, de códigos legales, de ciencia, arte, lenguaje escrito, ciudades, sistema económico y social, entre algunas otras maneras de organización. Sólo Egipto, Mesopotamia, China, India, Mesoamérica y la Región Andina crearon civilización original en la historia de este planeta.
De tal suerte que ser Indio es ser el descendiente de los creadores de aquella cultura milenaria y original, primigenia en este planeta. Ser indio es tener como antecesores a los que hicieron de la palabra la flor y el canto; de los que concibieron a Tloque Nahuaque, El Señor del Cerca y el Junto: pasmoso concepto de la divinidad que nos remite a la entidad que “(me mantiene) Lleno de de mí, sitiado en mi epidermis/ por un dios inasible que me ahoga/ mentido acaso/ por su radiante atmósfera de luces”. Pero que no menos pareciera relacionado con la inaudita “Esfera de Pascal, con centro en todas partes y circunferencia en ninguna parte”.
Nuestro lenguaje, el español, está saturado de vocablos que provienen de las lenguas mesoamericanas. En la zona mesoamericana, (Nuestra toponimia náhuatl, tolteca, maya, mixteco-zapoteca, purépecha, rarámuri, huasteca, totonaca, etcétera, con sus correspondientes gentilicios), sólo eso, ha agregado miles de vocablos al español. Prácticamente toda la toponimia de la zona mesoamericana ―y por ende los gentilicios― son palabras de las lenguas prehispánicas. Las palabras que constituyen nuestros alimentos, aportan asimismo una cantidad importante de vocablos. Y esto a despecho de que ya no seamos indígenas. Pero tampoco somos españoles. Somos una hibridación, un mestizaje cuyos componentes español ―paterno―, indígena ―materno― y negro, nos dan una serie de características únicas en el mundo. Regresando al asunto de los alimentos, no es en balde que un producto de tal mestizaje, como es la cocina mexicana, haya sido reconocido, ¡por fin!, como patrimonio intangible de la humanidad.
En la alta cultura actual de México se encuentra ―como en su gastronomía mundialmente reconocida― la esencia de los treinta siglos de civilización que forman nuestro espíritu. Que no es otra cosa sino la cultura lo que forma nuestra parte sublime, el espíritu.
Ser indio es haber resistido la vecindad del imperio que tiene en sus manos (y utiliza) el más grande poder destructivo alcanzado en la historia de la humanidad. Asimismo, es la sangre de los indios la que se ofreció en sacrificio para que ocurrieran las dos descomunales transformaciones de México, la Independencia y la Revolución.
Es necesario admitir que la sobrevivencia de esos atributos milenarios es una sinigual hazaña del espíritu. Y, por supuesto, vale preguntarse, ¿de dónde sale la energía, la fuerza que ha permitido la permanencia de lo esencial de nuestro más remoto origen? He aquí una hipótesis: de la poesía. La poesía que nos acompaña porque nos habita desde los albores de nuestra historia. La poesía que es la más poderosa manifestación del espíritu porque ocurre a través de la palabra. Porque finalmente somos palabras (“En el principio fue el verbo dice cierto libro”).
La sublime palabra, la poesía desde los tlamatinime nahoas, los mayas, toltecas, totonacas y mixtecos que rescataron Ángel María Garibay y Miguel León Portilla. Pasando por la divina Sor Juana, fundadora de nuestra literatura en español y quien nos incluye muy dignamente en el siglo de oro español, al lado, ni más ni menos, de los góngoras, los quevedos, los lope y los cervantes.
La poesía que llevó a los liberales juaristas del XIX a refundar la literatura mexicana mientras creaban el verdadero México, este de hoy que se nos está deshaciendo entre las manos.
La poesía que se encuentra en toda nuestra literatura que, para este momento, es de primer mundo. Mientras nuestros gobiernos son dignos ya no de las dictaduras musulmanas que se tambalean o que han caído, sino peores, porque estos son más mañosos y mucho más cínicos y se atreven a decirnos que vivimos en una democracia. Curiosa democracia que tiene a cinco de los más ricos del mundo y también a 30 millones de personas en los límites de la hambruna.
Finalmente, México ha cursado crisis tan atroces como la de este momento. En el XIX, cuando estuvo a punto de desaparecer por las invasiones gringa y francesa. En el XX, en la gran hecatombe de la revolución. Y, me atrevo a decir, como Pacheco, que la pérdida de nuestro lenguaje ha resultado en esta degradación sin límites.
Los medios masivos de comunicación (televisión, radio, internet, telefonía) se encuentran en manos de saqueadores y se dedican a propagar la prostitución. El lenguaje es como nunca destrozado, degradado y prostituido por los que tienen la voz en esos medios. Los supuestos artistas electrónicos son, en realidad, simples prostitutos y prostitutas ensimismados y ensoberbecidos en su asombrosa ignorancia e incapacidad lingüística. Las noticias son mentiras completas o a medias, más manipulación y chismes increíblemente estúpidos. El gobierno está encabezado por un pobre hombre que pretendió censurar a una valiente periodista que simplemente le preguntó si tiene algún problema de salud. Nuestra imagen oficial está atrozmente arruinada.
Sin embargo, el México profundo existe. La gran cultura de los mexicanos no se ve ―salvo grandiosas excepciones ― en los grandes medios de comunicación. Nuestra literatura, brutalmente marginada, repito, es de primer mundo. En este momento, como en pocos de nuestra historia, podemos contar, por lo menos, a una centena de escritores de primera línea en nuestro idioma. Nuestros artistas plásticos pueden exponer dignamente en cualquier parte del mundo, los músicos mexicanos están activos como pocas veces en múltiples géneros, desde la música tradicional como los huapangueros de las huastecas, los roqueros de todas las ciudades y los músicos cultos, etcétera.
En este momento, por fortuna, no podemos entender “El derecho de guerra”, que autorizaba a los vencedores de los conflictos bélicos a expulsar de este planeta a los vencidos, mediante la muerte de los hombres y la apropiación de las mujeres. La limpieza étnica, consciente o no. De igual manera nos alarma la opresión sobre la mujer y el indígena, no menos que el mal trato a los infantes.
Es misión de esta generación de mexicanos construir el país que sea “Un mundo en el que quepan todos los mundos”. El sustrato, la esencia, pervive, está entre nosotros. México no puede ser dos naciones, la de los ricos de primer mundo y la de los millones de pobres (gordos, humillados, hambrientos, ignorantes, paupérrimos y marginados), mientras los magnates se hinchan de dinero exprimiendo casi hasta causarle la muerte a la gallina de los huevos de oro, que no otra cosa es nuestro país.
Tenemos que lograr, como lo dijo José Revueltas, que los mexicanos sean desgraciados, porque en los avatares de la vida emocional o espiritual se hayan labrado su propia desgracia, pero jamás porque un explotador los someta a la miseria material.