martes, 27 de mayo de 2014

De El Azteca a Madero

Crónicas y curiosidades de Ojeteperro o los haberes de las

aventuras magníficas, imbricadas con observaciones agudas e hipersensibles, restituidas

a su natural desde el ojo especializado de un erudito dionisíaco y su tan exquisito como ilustrado lexicón

 Foto: Nuevo Libro

Pterocles Arenarius

 

El acto de leer, como todo acto en la vida, puede ser utilitario; esto es, realizado para obtener de él un beneficio. Sin embargo, estamos viviendo tiempos tan extraños que hasta la gente “importante” desdeña, abomina o simplemente desprecia ese acto que es uno de los que nos distinguen como ningún otro del resto de las especies animales: el acto de leer. Hay un pobre hombre que se ostenta como el primer mandatario de este país —ojo, esto significa que ha recibido el mandato más importante, el mandato de las mayorías, pero ha demostrado tercamente que se negará a obedecerlo con tal de beneficiar a las minorías que para nuestra desgracia lo enquistaron en ese puesto—, pues tal pobre hombre se ha mostrado de manera pertinaz como un incapacitado para aquella actividad que resulta ser la más importante para  acumular conocimiento: la lectura. ¡Ni siquiera porque para gobernar es imprescindible, ya no digas ser culto, al menos parecerlo! Ese señor de nombre Enrique Peña Nieto no lee ni para defensa propia. Es necesario anotar que quienes decidieron ponerlo como presidente de México sólo muestran un afán descomunal para degradarlo todo. ¿No tenían un candidato más presentable que ése que parece empeñado en exhibirse como un analfabeta funcional?

En fin, pero aquí venimos a hablar de la cultura, aunque sea en este contexto un suceso a contracorriente; venimos a hablar de un gran libro que, como pocos, tiene la virtud de preservar, abrillantar, llamarnos la atención hacia mucho de lo precioso de lo cual somos disfrutadores y usufructuarios. Al final eso es la cultura: los tesoros que contamos. Déjenme decirles que somos uno de los muy pocos pueblos del mundo que se sostiene porque detrás de nosotros hay por lo menos treinta siglos de arte y cultura (yo pienso que si nuestro país ha resistido la demoníaca vecindad de la potencia que ha acumulado más poder destructivo que nadie jamás en la historia de la humanidad, es por nuestra milenaria cultura, el México profundo, de que habló Guillermo Bonfil Batalla), pero nosotros, como esos malos maridos, por estar tan acostumbrados a tan soberbio privilegio —como el que tiene una bella esposa y no la toma en cuenta—, no solemos disfrutar, recrear nuestra inmensa cultura como debiéramos. De El Azteca a Madero se encarga precisamente de eso, recupera momentos, lugares, circunstancias, que son los que nos forman. Porque somos lo que hemos vivido. Y adquirimos un valor superior cuando esas circunstancias —que terminan por ser parte de nosotros— han sido transfiguradas por la nostalgia teñida de poesía. No otra cosa es lo que hace este libro.

Portada y contraportada de Crónicas de Ojeteperro


Aquí estamos para hablar de un libro, Crónicas y curiosidades de Ojeteperro, en el que se recopilan lo hechos que han sido procesados a través de una sensibilidad exquisita pero también de muy amplio registro; el contenido de este libro toca momentos estelares, dolorosos, espléndidos y también, cómo no, triviales y sin olvidar múltiples estancias dionisíacas.

El placer de leer, el acto de leer, en general se considera que se encuentra sólo en el terreno intelectual. Es cierto en gran parte. Pero no es todo. También, como anota Jorge Borja en su ensayo Breve elogio a la lectura, bien podría ser su objetivo la iluminación. Pero la mejor lectura es la que se hace por placer, como se demuestra en el texto de marras.

La lectura es un placer lánguido, dijo Borges. La lectura es un acto que involucra un gran número de nuestras disposiciones intelectuales y no pocas físicas relativas a nuestra facultad reina, la vista. Pero la lectura de De El Azteca a Madero, también llamado, Crónicas y curiosidades de Ojeteperro, será muchas cosas, implicará placeres de muy diversa índole y hasta rigores no tan dulces pero no por eso menos entrañables y, además, añoranzas y recuerdos intensos y hasta siniestros, pero nunca será lánguido.

Y es que además de no ser lánguido, acumula una serie de las maravillas que la obra en letra escrita puede brindar a un lector. En efecto, porque si la intención es de aprendizaje, de obtener datos valiosos e insólitos de la historia, ahí están, en primer lugar, en la larga crónica de la calle de Madero, pero luego, no menos valiosas son las reseñas de varios escritores. Es decir, para seducir al conocimiento y la inteligencia este libro es un manjar. Y para regodeos más recios, para paladares que requieran regustos un tanto ásperos, están las crónicas de los bares y las descripciones y aventuras de los personajes que ahí pululan.

Pero lo más agradecible de este libro es el hecho de que leerlo es un gran placer. Leerlo sin pretensiones, como un regalo, como lo que es, una obra de arte en la que el artista ha procesado a través de sí mismo los materiales de la vulgaridad cotidiana, la calle de Madero ahí está, los antros, las muchachas de los teibol-dans, Garibaldi, los alcoholes…, y cualquiera pensaría que nada ocurre, sin embargo, gracias a este autor se nos hace el llamado de la atención hacia la maravilla, “Cuando nada ocurre hay un milagro del que nadie se percata”. Eso es este libro, el milagro que Borja nos pone ante los ojos. Pero es un milagro que él construyó con palabras. Eso es la cultura. Quién que es no ha vivido lo que aquí se narra. Todos los humanos hemos vivido todo, lo dice Borges, aunque algunos lo hayan hecho más intensamente. Pero eso no importa. Lo que importa es cómo lo hayan traducido en obra. Quizá ni siquiera sea cierto. Pero es precioso como nos lo narran. El arte es una sublime mentira. Eso es este libro. Con la salvedad de que capaz que todo lo que narra es cierto.
Raúl, el Muñeco, un buen novelista.

Tengo que anotar que en Crónicas de Ojeteperro campean la inteligencia y el oficio de un gran escritor. Voy en total desorden. Hay, por ejemplo, un pensador que reflexiona de manera más bien amarga, aguda y mordaz, a través de sus Siete aforismos para un domingo. Pero no menos encontramos al historiador que hace de la calle de Madero un sitio mítico; es una especie de Aleph en el sentido Borgiano en donde podríamos estar observando la historia de México en cada uno de sus rincones, en sus entrañables y fastuosos edificios, nos llama la atención a que en ese trayecto de menos de un kilómetro, está el devenir de esta nación, el micro y el macrocosmos de los hechos históricos. Nunca se volverá a ver la calle de Madero con los mismos ojos luego de leer Desde las puertas de la sorpresa, esta crónica inolvidable. Muy lejos de la languidez, este retrato múltiple es delicioso por su erudición aterrizada en anécdota, por su descomunal conocimiento de detalles que casi nadie sabe, por sus personajes que nos han dado identidad y origen, por sus muchedumbres y por las desgracias que también ahí se fraguaron.


Cuando leamos aquella crónica
nunca la volveremos a
verla igual

Las Crónicas de Ojeteperro, son como una deliciosa conversación con un narrador entrañable, por más que de pronto sea sórdido, como cuando nos habla de El barco de plata, ese perdido galeón de ilusiones dulcísimas y arrepentimientos negros; medio misógino desde la dedicatoria que arranca una carcajada y la exclamación de “Pero qué cabrón es este pelao, mi’nomás qué güevos tan azules”, frecuentemente estrambótico y a menudo en el filito de la navaja, no pocas veces entrañable como cuando describe a un extraordinario novelista como lo fuera Raúl Rodríguez Cetina, bien conocido por El Muñeco que en paz descanse. Agudo, extraordinariamente documentado, inteligente, preciso, el libro nos deslumbra con reseñas sobre escritores fundamentales o que al menos tienen como insignia el poderío de su intensidad; autores como Charles Bukowsky, Manuel Gutiérrez Nájera, Ramón López Velarde, o, ya en el ámbito de la más entrañable canción popular, el inolvidable autor Guty Cárdenas, y volviendo a la alta cultura, el maravilloso diálogo entre dos monstruos de la narrativa latinoamericana y mundial, García Márquez y Juan Rulfo. Un alarde de conocimiento, de imaginación y de audacia literaria.
El viejo indecente. Autor entrañable.

En cuanto a la forma, los textos tienen una serie de ingredientes que los vuelven, paradójicamente, dentro de, a veces, lo sórdido, lo moralmente lúgubre en otras, no dejan de ser ligeritos, digeribles, divertidísimos, cuando no es que de plano arrancan las carcajadas. Pero casi todos acumulan una virtud que podría volverse reclamo, nos dejan con las ganas de seguir leyendo, con la sensación de quiero más, como si hubieras estado con una amante de gran dulzura que de pronto dijera fue bonito mientras duró y te dejara deseándola. Todos los textos corren veloces y alegres, estamos ante una prosa erudita y exacta.

Toda obra de arte es un acto de seducción. Las De El Azteca a Madero nos conducen de manera indefectible al gozo, a la entrega amorosa que es la satisfacción múltiple que nos provee. Hay que agradecer tanta inteligencia y conocimiento, hay que treparse en un viaje que, si bien a veces resulta no menos sórdido y oscuro que divertido y estimulante, es agradecible siempre.

Querido maestro
Por último dejo al final la crónica en donde Borja habla de Edmundo Valadés, el gran maestro, el extraordinario —aunque parco— cuentista, el infatigable e inteligente antologador, el decano hacedor de escritores, no olvidemos que su revista El cuento fue un verdadero taller de cuentística durante el medio siglo que duró publicándose. Es cierto que Borja y el de la voz compartimos la deliciosa amistad y la sabiduría del maestro Valadés, es cierto que Borja y yo nos hemos hecho juntos e influenciado mutuamente y compartido lecturas y creaciones e influencias y amigos y épicas jornadas de embriaguez y más, en general, la vida, de una manera tan intensa que llamaría promiscua. En lo que a la literatura se refiere, Borja y yo somos gemelos, aunque yo esté mucho más viejo. En fin, somos carnalitos y si algo hemos logrado, lo hemos hecho juntos. Así que, en la crónica del bar Negresco hay una serie de homenajes a mi persona que resultan absolutamente exagerados, descomunales y hasta inadmisibles por inmerecidos. Porque yo soy un discípulo de Borja, soy su seguidor y muchas veces he sido su amanuense. Es más, lo confieso, no lo he robado, literariamente hablando, lo he saqueado. Y además soy su fan.

Garibaldi, sórdida, entrañable, siniestra, dionisiaca.


De El Azteca a Madero, Crónicas y curiosidades de Ojeteperro es la más provechosa y plácida lectura, un gran libro resultado de, como dijera Sabato, la gran obra es el producto de “un gran hombre que ha escrito”. Gracias, querido Borja por este extraordinario trabajo. Un libro que aparece en el contexto de lo que bien debemos llamar un “Tiempo de canallas” en el que los poderosos, la que ha sido llamada la mafia del poder, los que quisieran —insensatos, apátridas y también amátridas— quisieran ser gringos, gente de plástico, gente sin raigambre, gente que no tiene una cultura ni un asidero histórico en este mundo, ésos desnaturalizados imponen al pueblo mexicano primero a un loco, 2000 a 2006, luego a un vulgar borracho, 2006 a 2012 y, por fin, a un analfabeta funcional como sucesivos presidentes. Y lo admirable, lo increíble es que el país resista. Bueno, treinta siglos de arte y cultura no tienen la cualidad efímera de la forma de la nube. Y aunque el país esté gobernado muy entre comillas por monstruos de corrupción, codicia, ignorancia, todo ello con un trasfondo de indecible estupidez, aparece una pequeña joya, un producto de alta cultura sin, aparentemente, más pretensiones que la de divertirnos y hacernos olvidar el terrible momento que cursa nuestro país.




Leamos De El Azteca a Madero, Crónicas y curiosidades de Ojeteperro, de Jorge Borja, eso nos distanciará inmensamente de aquellos analfabetas funcionales que dicen dirigirnos, o que más bien pretenden llevarnos al desfiladero.

martes, 13 de mayo de 2014


Querido policía

 

Pterocles Arenarius

 

El miércoles 8 de mayo iba con dos queridos camaradas en el carro de uno de ellos, él me daba el raite para llegar a mi casa porque era ya casi la una de la mañana. Pasábamos por el Eje Uno Norte en donde se cruza con Reforma, empieza La Lagunilla y poco más hacia el oriente, está Tepito. Había un retén. Unos diez, quizá doce policías detenían y revisaban a los automovilistas que vivían la desgracia de pasar por ahí y recibir la indicación de detenerse.
¿Qué hacer frente a un abuso?

Los trataban como si fueran sus enemigos. Como si fueran prisioneros de guerra. Muy “amablemente”, sus documentos, por favor. Abra la cajuela. Déjeme revisar el piso del carro. A ver la guantera. Puta madre, como si fueras un puto sicario y ellos, heroicos, te estuvieran poniendo en manos de la ley. Pero ni eso. Querían su mordida.

A mi amigo, el que conducía el carro lo obligaron a abrir la cajuela. La constitución dice que ninguna persona puede ser molestada en su persona, sus propiedades, su familia ni su tránsito a menos que haya un documento legal que así lo imponga y tal sea expedido por la autoridad judicial competente. Bueno, abrió la cajuela y le encontraron una espada de ornato, una joya de orfebrería. Sí, chingona la espada. Para qué se la encontraron. Y conste que todavía estaba en su estuche.

—¿Y esto qué es, caballero? —Ah, porque aunque te quieren robar te tratan de caballero. Pues dónde ven el caballo, hijos de su chingada madre, dan ganas de decirles.

—Es un adorno, la acabo de comprar.
Una joya
—Uy, no, jovenazo, esta es un arma, con esta puede usté atravesar a un cristiano. Pareja, ¿cómo ves?, ésta es como para llevarlo al Ministerio Público, ¿no? —Un rato después le dije a mi amigo, le hubieras dicho que vamos con el MP, cuál es el problema. Pero me dijo, con razón y prudencia, “Por cada escalón que subas entre los funcionarios te encuentras con uno más ratero que el anterior. Así puedes llegar hasta el presidente de la república. Y están coludidos y protegiéndose, cabrón. No, imagínate a qué le tiras”. Pero los chotas, chaparros, panzones, prietos, con caras y vocabularios de delincuentillos tepiteños (no es porque sea racista, que no lo soy, pero así son casi todos), ellos tenían la solución:
—Mire, caballero, esto le va a salir muy caro. Primero vamos al eme-pe. La unidá —se refería al automóvil de mi amigo— se queda detenida y va al corralón, usté paga el arrastre, ya sabe, ¿no? El arma —que no es arma, con una chingada— se queda en el eme-pe como prueba. Como no tiene autorización para portar armas se le aplica una multa o de dos meses a un año de cárcel si sale culpable. Como es una espada serán dos meses, no creo que más. Así que ai usté sabe.

—Oye, amigo, pero esta no es un arma, es un adorno, es orfebrería.

—Pos por eso vamos con el eme-pe, para que’l diga si es arma o es orf…, or… eso que usté dice, caballero. Pero ¿sabe qué? A mí se me hace que ustedes son templarios. Esos cabrones usan d’estas, ¿a poco no ha visto en la tele, en los periódicos? —Uta si fuéramos templarios, en primer lugar no seríamos nosotros. En segundo ya no estaría hablando el pendejo, y él lo sabía. Ya estaría lleno de plomo y boqueando.

—No, amigo, yo tengo que trabajar, tengo muchas obligaciones, no puedo. Es más, ahorita ya es muy tarde y no puedo desvelarme, mañana tengo que estar en mi chamba a las ocho. No seas malo, dame chance.

—Pos yo lo puedo ayudar, caballero, pero usté también, ayúdeme a mí. —¡Ahí estaba! Querían un varo.

—Bueno, a ver, de cuánto estamos hablando —le dijo mi amigo al poli.

—Pos yo se lo dejo a su criterio —no me digas, ¿dónde he oído esa frase?— Pero le digo, si el eme-pe encuentra culpabilidá, uhhh no, se va al reclu por lo menos tres meses a un año mínimo. —Siempre dicen mal mínimo y máximo. En fin. Mi amigo terminó cediendo:

—Traigo trescientos pesos.

Los polis cuidando el orden, según el
monero Herrera

—Uuuuy, no, mi joven, vámonos. Ai arréglese con el eme-pe. Le sale como en unos diez mil varos. Póngase con uno con nosotros y se va ahorita. —Quería mil varos la rata hambrienta. Era lo que costaba la espada. Parecía que la única salida era “Como dijo Alfredo: ni pedo”:

—No, poli, no tengo tanto dinero. Quédese con la espada.

—Pero yo pa’qué la quiero… A ver… Pus ya ai déjela. Ya váyase…

Se robaron la espada. No les importó que fuéramos unos presuntos templarios, muy dóciles, muy pacíficos y muy pendejos. Pero presuntos templarios. ¿Su ética, su investigación, su trabajo? Robar.

Que yo recuerde, los policías siempre han sido rateros. En la época negra del Negro Durazo, los policías andaban en la calle robando directa y abiertamente. En mi adolescencia yo vivía en un barrio bajo, hace muchos años. Odiábamos tanto a los policías que siempre que pasaban uniformados por las esquinas de mi cuadra íbamos atrás de ellos y los apedreábamos. Luego corríamos a nuestras vecindades y ahí no se atrevían a entrar. Por fortuna nunca nos tiraron un balazo. Tampoco se habrían atrevido, sabían que ahí se los llevaba la chingada.
El que muchos después sería Pterocles,
entonces militante pemetista. Hace más de
mil años. En la portada de un libro que
escribió Heberto Castillo y un achichincle
que años después traicionaría la causa.


Decenas de veces me han detenido. Por mear en la calle, por agarrarle las chichis a mi novia en público, o al menos porque se les ocurrió acusarme de eso; por embriagarme en la calle, por fumar mota en la calle, por hacer mítines políticos (en los años 70 fui miembro del Partido Mexicano de los Trabajadores y no me volví guerrillero, lo juro, porque nunca encontré contactos. Qué bueno); por pegar carteles del partido, por mentarles la madre (una vez estaba con la que fuera mi novia en ese momento, era como el año 87 quizá, del siglo pasado; ella era Silvia Lazcano, qepd, La Morena, una muchacha de múltiples oscuridades y que se cargaba un cuerpo que provocaba las más negras tentaciones. Buenisérrima La Morenita. Nos hallábamos a un costado de la entrada del metro Xola. Yo estaba atrás de La Morena, la abrazaba, había otros amigos con nosotros: Marco Tulio, Goyo, Poncho; hoy brillantísimos profesionales y/o artistas. Acabábamos de salir de la casa de mi querido compadre Jorge Borja y todos padecíamos sendas crudas, a cual más de brutal. Habíamos bebido la noche entera en la casa de Borjita. Pasaron dos policías y vieron que abrazaba a Silvia desde atrás de ella bien pegadito a sus nalgas inolvidables y le decía “muévete, mamacita”. Los policías nos dijeron algo así como “Mi’nomás, cómo manosean a sus putas en la calle”. Yo, muy digno, les dije:

(—Oye, compadre, ¿por qué insultas a mi novia?, ella es una dama, tú la estás ofendiendo. —Cállate, para qué lo hice. Vinieron muy bravos, me agarraron de la camisa, me azotaron contra un coche estacionado, me mentaron la madre a discreción y me dijeron que me matarían. Y se fueron sacudiéndose las manos con gran dignidad. Uno de ellos era un muchacho blanco, forzudo y con cara de criminal, el otro era moreno, tenía la nariz escandalosamente pequeña y no se daba cuenta de que traía un moco pegado, a la vista. Daba mucho asco. Los dos estaban bien mariguanos. Yo, borracho. Cuando se alejaron unos diez metros les grité:

(—Chinguen a su puta madre, par de mierdas… —y me eché a correr. Siempre he sido un buen corredor, pero en aquellos tiempos estaba fuera de forma y además había bebido toda la noche, es más, todavía estaba medio briago. Corrí por la calle del metro, Toledo y di vuelta en Aragón hasta llegar a Alfonso XIII y calzada de Tlalpan. Ahí me alcanzaron, junto a una gasolinera que todavía está; me detuve porque tiraron un balazo. No creo que me disparasen, pero sí lo tirarían al aire. Me detuve y llegaron hasta mí. Trataron de agarrarme, pero yo los eludí como futbolista hasta cinco veces, ¡no me podían agarrar! Gritaban como simios y estaban emputadísimos. Me amenazaron con la pistola. Un señor muy amable, de las muchas personas que se detuvieron a ver el incidente, me abrió los brazos, como para protegerme, me fui y me entregué a él. Craso error, él me entregó a los policías, el muy hijo de su puta madre. Creo que echaban espuma por la boca de furia los pinches politecos. Me agarraron de las greñas pues siempre he traído el pelo largo. En ese momento llegó Silvia y les gritó “¡No le jales el pelo, hijo de la chingada!”. Uno de los policías dijo “Esta pinche vieja está armada”, así estaban de acobardados. El poli blanco con cara de asesino, confirmándome su aspecto, me tiró un terrible golpe con la pistola empuñada, lo hizo desde mi espalda, pero lo alcancé a ver y me agaché. El santo putazo que por lo menos me hubiera fracturado el cráneo o quizá me hubiera matado, pasó a dos centímetros de mi caja ósea craneana y el poli cayó de bruces frente a mí. Así de fuerza-odio había usado para darme un criminal chingadazo con su pistola.

(Nos amenazaron con llevarnos al eme-pe, por supuesto, nos insultaron, nos humillaron, nos extorsionaron; Marco Tulio tuvo que darles dinero y, al final, nos mandaron a la chingada. Así se las gastaban. Denuncié. Y La Jornada no publicó mi carta. Me tragué la frustración. Poco tiempo después, leí en el periódico que ahí en el metro Xola, dos policías habían matado a un transeúnte. Casi estoy seguro que fueron ellos.)

Soy el tipo de persona que los policías odian. ¡Los putos policías me odian! Y yo paso frente a ellos sonriendo. En los dos años recientes tengo que pasar diariamente por el cuartel de granaderos de Balbuena. Por cierto, hace muchos años, el parque Balbuena era hermosísimo y enorme. Llegaba desde lo que hoy es Congreso de la Unión hasta Troncoso. Con los años fueron reduciendo el parque y poniendo el cuartel de ésos enemigos de la humanidad. Acabaron incluso con la cancha de pelota mixteca, un deporte prehispánico que, al haberles arrebatado la única cancha que había en el DF, posiblemente se extinga, al menos en esta ciudad. Hoy al parque de Balbuena sólo le queda una cancha de futbol y la pista alrededor; los genios del gobierno delegacional lo han convertido en un gran negocio de estacionamiento. Por ahí paso casi diario. He desarrollado una virtud que a muchos les parece extrañísima y a otros, muy pocos, admirable: sé caminar leyendo. Camino dos, tres, cuatro kilómetros o más, todos los días, sin dejar de leer más que para cruzar las calles. Nunca me tropiezo, nunca me caigo, ni siquiera piso las cacas de perro. Puedo asegurar que estoy más alerta, obviamente, cuando camino leyendo que cuando no lo hago. A veces paso entre piquetes de granaderos que, armados de tolete, escudo, máscara, rodilleras, espinilleras y su descomunal estupidez se dirigen a madrear gente que esté protestando, a contemplar cómo los criminales provocadores mandados por el PRI-Gobierno destruyen, queman, agreden y luego huyen a protegerse detrás de sus filas. Entonces los granaderos agarran a cualquier incauto y le echan la culpa de los destrozos hechos por sus secuaces.

Pues sí, paso entre ellos leyendo, sin chocar con ninguno, sin mirarlos, con la vista fija en mi libro, a veces sonriendo por lo que leo. Me odian.
Leer, leer y leer. Son cuarenta años de
lectura.


No es tan raro que me griten “pinche greñudo” o “viejo barbón” o “payaso”. Lo curioso es que me detengo para terminar de leer el párrafo (no voy a parar mi lectura —que siempre es gozosa— por un acto estúpido), vuelvo la vista hacia el lugar donde se originó el insulto. Y siempre veo a los gordos, pelones, brutales, con caras de delincuentes, uniformados y haciéndose pendejos, simulando que no fue nadie el que me ofendió. Ellos odian y temen a las letras. Sonrío. Me regodeo de su estupidez y me voy caminando lentamente, leyendo. Quizá instintivamente sepan que las ideas, las palabras son mucho más poderosas que sus armas, sus corruptas instituciones, sus jefes, sus presidentes.