martes, 15 de septiembre de 2009

Zoe

Zoe

Pterocles Arenarius


Yo quería una niña. Una chiquita normal y común como cualquier niña. Una niña a quien alimentar, cuidar, divertir, enseñar el mundo. Convivir. Alguna vez soñé que una mujer que no quisiera a su niña, que existen, por razones espantosas y degradantes que sean, una mujer bien podría regalarme a su niña. También, tratando de tener los pies sobre la tierra pensé en acudir al DIF y solicitar una niña en adopción legal. Es requisito estar casado, uno entre dos mil a cual más riguroso. Bueno, pues incurriría en tan brutal sacrificio. Casarme. Así era de grande mi necesidad de una niña. Llegó a convertirse en un dolor, en una sensación de que la vida no tenía mucho sentido sin una niña. Por supuesto que una conclusión necesaria y suficiente apareció, si estoy dispuesto a cometer uno de los más bárbaros actos que un hombre puede cometer, el matrimonio, con tal de cumplir los requisitos para adoptar una niña (con los trabajos que implicara, como convencer a la interesada, etcétera), bueno, si es así, para qué la adopto, si la mujer que esté conmigo es común y normal, pues tendremos una niña propia. ¿Y cómo voy a asegurar que sea niña? Ah, conozco el milenario método que postuló Hipócrates para decidir el sexo de nuestros niños en el propio momento de concebirlos. No me lo pregunten en público porque es un poco embarazoso mencionar regiones íntimas de los cuerpos aludidos y las posturas requeridas. Pero es fácil colegir lo que, en todo caso, más nos interesaría, cómo hacer para que podamos escoger el sexo de nuestro bebé: el método tiene un sustento muy lógico. Los modernos neurólogos admiten --por las funciones que radican en cada hemisferio cerebral-- la existencia de dos cerebros físicos, uno masculino y otro femenino, puesto que está prácticamente aceptado que hay funciones más bien masculinas y otras más bien femeninas, sin que ninguna esté vedada al otro sexo. Igualmente ocurre en todo el cuerpo. ¿No es predominante la mano derecha en ciertas funciones sobre la izquierda que lo es en otras? Además Hipócrates sabía que quien decide el sexo (porque en sus gametos está el factor XX y el XY, para niñas y niños respectivamente, como hoy sabemos) es el hombre. Y puesto que tenemos dos pequeños testigos de nuestra masculinidad, uno de ellos es --o tiene que ser-- masculino y otro femenino; este mundo es absolutamente carente de absolutos, y no es uno de esos pequeños testigos absolutamente femenino ni el otro masculino, pero sí tienen uno y otro una fuerte predominancia estadística. Lo demás es simple ingenio anatómico-mecánico-erótico. Quien sepa leer que entienda.
¿Por qué una niña y no un niño? Por supuesto que busqué la explicación. Quizá hubiera una abominable patología oculta en lo más profundo de mí. No garantizo ni el sí ni el no. Pero hay un conjunto de razones perfectamente inteligibles y casi pueriles de tan sencillas. (Me perdonarán los misóginos y si no lo hacen no me importa): la vida me ha llevado a la conclusión de que las mujeres son superiores --si es que fuera posible hablar de superioridad de algún sexo--, además ellas tienen en mayor grado que los hombres las virtudes que aprecio más para los seres humanos: refinamiento, delicadeza, sensibilidad, intuición; además en ellas radica la facultad de la procreación: “El macho sobra en el universo, con la mujer habría sido más que suficiente” dice Remy de Gourmont citado por mi más que falible memoria, pero el último grito de la moda en ciencia lo comprueba, la clonación es posible sin la participación biológica del macho en ninguna parte del proceso. Creo que las mujeres son seres más completos. Los hombres son simplemente más activos por su propia incompletitud. La estadística, otra vez, demuestra que entre el sexo femenino hay un promedio de normalidad notablemente superior. Las malformaciones congénitas son más comunes en bebés masculinos. La mortandad en edades tempranas perjudica más a los niños que a las niñas. Y los desquiciamientos mentales o las sociopatías son mucho más comunes entre los hombres, de lo que dan testimonio cárceles y manicomios. Aunque, al parecer, también la genialidad extrema (que es una locura lúcida que no vacilan en llamar espantosa quienes la gozan y más bien la sufren) tiene una frecuencia más alta entre los hombres. Existe un libro formidable, un ensayo en donde el filósofo español Pepe Rodríguez nos convence de que Dios nació mujer, en donde demuestra que en las religiones originales, la divinidad era femenina. Pero lo que me definió a lo largo mi vida en favor de las mujeres es el hecho de que ellas son hermosas. “Belleza es verdad, verdad es belleza, nada más es necesario”, según John Donne a través del filtro de mi no tan confiable memoria. Siendo riguroso en extremo tengo que aceptar que mi filoginia en realidad es una elección, una cuestión de gusto. Llegué a convencerme de que, si un hombre alcanza una gran estatura humana es porque acumula en sí mismo las mejores virtudes femeninas. En suma, prefiero a las mujeres porque --quizás no en lo particular-- en lo general son, tanto para mi gusto, como para mi escaso discernimiento, superiores a los hombres. “Mientras las mujeres sostienen al universo sobre sus espaldas, los hombres abandonan sus hogares para ir a mover las ruedas de la historia” dijo García Márquez alguna vez. No faltó la ocasión en que alguien me hizo la maligna interpelación: “pues si tanta es tu admiración y tu amor por las mujeres, confiesa que te habría gustado ser mujer”; afirmación que, viniendo de quien venía era --puesto que implicaba una defección del orgullo masculino-- una acusación de homosexualidad. Mi respuesta fue una creación. Apareció natural, inmediata y clarísima, como una iluminación. “Sí, es indudable que me hubiera gustado y mucho ser mujer, excepto por una razón: que la mejor forma de disfrutar de cosa tan buena en este mundo es siendo hombre”.
Por todo eso y más, una niña. Quería una niña. En el año 99 encontré a una linda muchacha con virtudes más que plausibles para que fuera la encargada de traer a este mundo a mi niña.
Tuve que convencerla, de hecho le hablé de mi necesidad de una niña desde nuestro primer encuentro; y logré su convicción usando al máximo mis mejores facetas en todos los ámbitos. Hasta que un día bendito me exigió “quiero tener una niña, ¿cómo le vas a hacer?”. Es muy sencillo --contesté con esa seguridad masculina que jamás tiene el menor sustento ni siquiera en el que la presume y es más bien un recurso desesperado que, sin embargo, muchas veces funciona--, conozco el método hipocrático.
Y pusimos genitales a la obra.
Nueve meses después nació la niña. Este 28 de febrero hizo dos años. Hoy la niña se llama Zoe que en griego significa vida y le agregamos el nombre de su mamá, Araceli, que en latín es Ara: altar, Coeli: cielo.

jueves, 3 de septiembre de 2009

150 del inicio de la victoria

150 años del inicio de la victoria

Pterocles Arenarius

Para María

En el presente 2009 estamos cumpliendo 150 años de un momento definitorio para la historia de nuestro país. Efectivamente, en el año de 1859 México se encontraba convulsionado por una cruenta confrontación entre los bandos liberal y conservador. Es en el 59 decimonónico cuando empieza a inclinarse la balanza en favor de los liberales.
Consideremos con brevedad la circunstancia mexicana a principios del siglo XIX. La independencia había concluido en 1821, pero las estructuras del poder y la organización social estaban intactas, si acaso algún número de españoles habían sido expulsados, se calcula que más del 95 por ciento de los mexicanos eran analfabetas, la población indígena, diezmada por trescientos años de opresión, vivía en condiciones que hoy llamamos de extrema pobreza, la gran mayoría de los habitantes de nuestro país ni siquiera sabía de su pertenencia a México y la desigualdad social era monstruosa, mientras los terratenientes, verdaderos señores feudales actuaban como dueños de vidas y haciendas, el pueblo sobrevivía en condiciones atroces de miseria y subalimentación que les permitían apenas no morir de hambre y la prepotencia de estos latifundistas se describe brutalmente por la abominable costumbre conocida como “el derecho de pernada” o el “derecho” de los amos para violar sexualmente a todas las mujeres que alcanzaban la nubilidad. El promedio de vida de las clases humildes no llegaba más allá de los treinta años y las rebeliones indígenas eran frecuentes y siempre ahogadas en sangre.
México se encontraba muy próximo a la disolución, a su desaparición como país, un proceso que en los hechos ya se había iniciado con la separación de todos los países de Centroamérica que, hasta antes de Panamá, formaron parte de la Nueva España, La guerra imperialista depredadora de Estados Unidos contra México en 1847 demostró que la desaparición del país era una posibilidad real y más que palpable, un fenómeno que estuvo a punto de ocurrir y en el cual México perdió más de la mitad de su territorio.
Por otra parte, en aquel momento, la iglesia católica tenía un poder como casi nunca lo había tenido en algún país en su historia, quizá con la excepción medieval. Cerca del treinta por ciento de todos los predios e inmuebles urbanos eran propiedad de esa institución.
La Guerra de Reforma se inicia en 1858, cuando el bando liberal crea la Constitución de 1857, en la que se decreta la separación de la iglesia católica y el estado, se realiza la abolición de los grandes poderes de la iglesia, entre otros, seculariza el registro de los nacimientos, matrimonios y defunciones, expropia todos los bienes de todas las iglesias de tal manera que los templos se vuelven propiedad de la nación y se instituye una república federal organizada mediante tres poderes y tres niveles de gobierno.
Para el pequeño grupo de privilegiados y para la iglesia estas reformas eran inadmisibles y, con todo su poder económico y la autoridad moral de la iglesia sobre el pueblo ignorante y la dirección del ejército, los conservadores —encabezados por Félix Zuloaga, Leonardo Márquez y Miguel Miramón— se lanzaron a la lucha contra los liberales.
Con semejantes ventajas los conservadores pronto se adueñaron de la circunstancia y muchos de los liberales debieron exiliarse para conservar la vida. En los hechos, Benito Juárez se convirtió en un presidente itinerante que debió establecer su gobierno en Guanajuato y luego en Veracruz.
Es a finales de 1859 cuando por fin entran en vigor las leyes vertebrales de la Constitución de 1857. Éstas fueron la Ley Juárez, que abolía los fueros militar y eclesiástico, es decir, puesto que tanto militares como miembros de la jerarquía eclesiástica se encontraban fuera de la ley civil ya que no podían ser juzgados por ésta, cuando cometían faltas o delitos, se encontraban impunes. La Ley Juárez obligaba a todos los ciudadanos a someterse a las mismas leyes, las que serían (teóricamente) discutidas y aprobadas por todos los ciudadanos. Así, por primera vez ocurre en México que todos los ciudadanos fueran considerados iguales ante la ley.
La Ley Lerdo, creada por Miguel Lerdo de Tejada, establecía que todas las propiedades de la iglesia serían vendidas a particulares, con el objetivo de reanimar la economía que se encontraba estancada por la improductividad de las vastísimas propiedades del clero.
Finalmente, la Ley Iglesias, que redactara José María Iglesias y en la cual quedaba estipulado que todos los servicios eclesiásticos, como el bautismo, la confirmación, el matrimonio, la extremaunción, debían ser gratuitos para los pobres.
La iglesia católica rechazó enérgicamente estas leyes, pero como respuesta sólo consiguió un decreto emitido por el general en jefe de las fuerzas liberales en ese momento, Santos Degollado, quien promulga el decreto de que los réditos de los capitales en poder del clero católico serían expropiados para sufragar los gastos de la guerra contra los conservadores.
Es en este año de 1859 cuando empieza a verse que la victoria de los liberales era posible. Termina de fraguarse en el siguiente con las victorias del general Jesús González Ortega sobre Miguel Miramón, en Silao, Guanajuato y luego en Calpulalpan, Tlaxcala y culmina en enero del 61 con la entrada en la Ciudad de México del presidente Juárez.
Con la victoria de los liberales se constituye realmente el país. Es luego de ésta, cuando por primera vez México tiene estatuto de nación y condiciones de mínima unidad. Por fortuna, las instituciones de México se han mantenido, aunque con graves desviaciones y no menos inmensos errores, sin embargo, gracias a unas sólidas estructuras de gobierno fue posible a México sostenerse como nación a pesar de las grandes hecatombes sociales como la invasión francesa y la revolución de 1910.
En los hechos, la Constitución liberal de 1857 continuó vigente, aunque reformada, en la de 1917. Objetivamente hablando es posible así, considerar a Benito Juárez y el grupo de sus colaboradores, los liberales, como los verdaderos fundadores de México.
Justo Sierra, el gran educador y jurisconsulto se refirió a los liberales del siglo XIX mexicano como “aquellos hombres que parecían gigantes”.

domingo, 23 de agosto de 2009

Los motivos de la risa

Antón Chejov, los motivos de la risa


Pterocles Arenarius




Reír, lector querido, es una de las gracias que nos aligeran la vida, nos vuelven grato cuanto ocurre en este tránsito, que muchos consideran trágico, que es la vida. El sentido de lo trágico necesita de la seriedad, es profundo, solemne. La risa encuera a la solemnidad, es inevitablemente superficial, demuestra que debajo de una vestimenta rimbombante y pretensiosa se ocultan, generalmente con vergüenza harta y fallido disimulo, las miserias. La risa es desnudez, salud y –¿alguien lo duda?– alegría. La risa nos devuelve a la superficie cuando el terrible peso de lo profundo amenaza con ahogarnos. Nos demuestra que el mundo puede ser agradablemente ligero, que todo puede llegar a carecer de importancia; extremo tan poco recomendable como todo extremo. No en balde en la edad media, nos dice Umberto Eco, los jerarcas eclesiásticos urgidos de poder y solemnidad (ergo, sobrados de miseria espiritual) destruyeron para siempre aquel pertinazmente citado y mencionado como prolijo tratado de Platón sobre la risa. Sospechamos, pero jamás sabremos qué dijo el sabio socrático, hemos perdido un motivo de deleite, del regocijo. Las circunstancias nos indican que no fue una pérdida menor. Pero consolémonos, lector ingente, por fortuna el humor es veta exuberante en el arte en general. Dice el erudito Paulo G. Cruz que “Dos cosas permitió Dios que Adán y Eva rescataran del Edén: la risa y el orgasmo”. Cuando se nos regala un motivo honesto y limpio para la risa, semejante acto es, no me contradirás, lector amable, obligatoriamente agradecible, liberador de tensiones tanto físicas como espirituales que llegaríamos, en efecto, a compararlo con el orgasmo en ciertas condiciones. Pero ¿qué es un motivo honesto y limpio que convoque a la risa? La risa no debe ser jamás causa de escarnio –lapidación del más tonto en el corrillo o de aquél que sea pillado en sus cinco minutos de inepcia–, la risa benévola y honesta no agrede ni molesta (quizás salvaríamos a la ironía en su inteligencia, su finura), la risa conmueve, aproxima a los humanos, nos da un atisbo del alma del que nos provee el objeto risible o bien del propio objeto. En realidad de ambos. La única excepción éticamente válida para ejercer el sarcasmo acerbo, convengamos, lector amigo, sea el que se ejerce legítimamente contra el poder. Por lo demás –en medio de sus engreídos rituales y protocolos–, difícilmente habrá víctima propiciatoria más ad hoc para la burla que aquellos hombres que ejercen el poder de manera desmedida e ilegítima. Y lo merecen. El humor, la burla, es el único medio de consuelo, la mínima válvula de escape para sentirnos libres de la asfixiante opresión de un poder excesivo. Pero, bien, abandonemos la tan extensa digresión, lector paciente. Estas letras se dirigían originalmente hacia la obra de uno de los padres del cuento moderno. Antón Chejov. Prolífico autor finisecular (pero decimonónico y no milenarista) que, respondiendo a las condiciones de su época, nos obsequió una ingente obra, pero además genial y no sólo eso, fundacional para la literatura del siglo que concluyó. Junto con Maupassant y Allan Poe, pero independientemente del francés y el anglonorteamericano, que son no menos geniales, Chejov renueva, airea y refunda el género breve. Sus vertientes son ajenas a las de aquéllos y absolutamente personales y propias del espíritu ruso. Chejov nos remite, casi en cada una de sus obras, a la particularidad minimalista de una humilde persona de la más popular vena. Y la imagen espiritual es gozosa. Gracias a Chejov, inteligente lector, diremos, los rusos son personas benévolas, ingenuas, desbordadas en ciertas actitudes sensibleras, risiblemente mezquinas, víctimas de supersticiones que en realidad resultan conmovedoramente encantadoras. Son como casi todos los seres humanos. Vivir en Rusia, entre esos rusos, ¿quizá en Taganrog?, donde él nació, sea tan sensiblemente grato como los propios cuentos de Chejov.
¿Pero cómo lo logra? ¿Cuál es el artificio “diabólico” dirían los inquisidores medievales para que en un momento de la lectura de un cuento chejoviano, de pronto, estallemos en carcajadas alarmando a quien nos acompaña? Vaya un botón:
Un hombre sumamente honorable, más que menos adinerado, culto –positivista ortodoxo– y de espíritu abierto según su propia valoración, asiste a una sesión de espiritismo tan en boga en aquellos años. La deliberación adquiere una creciente intensidad cuando a nuestro personaje pretendidamente le demuestran una comunicación con el “más allá”, concretamente con uno de sus propios parientes. Cuando el hombre se retira a reposar en la alta noche y en soledad se siente intranquilo, desasosegado. Su desazón se agranda cuando observa un retrato del mismo pariente difunto con quien le "establecieron comunicación" los espiritistas sesionantes. Nuestro héroe no refrenda la curiosidad, la vocación, el interés por el tema parapsicológico de la comunicación con un habitante de ultratumba, sentimientos que lo inundaran ante la presencia de sus amigos. En soledad sólo siente terror. Incluso no puede evitar que sus ojos permanezcan fijos en los del retrato de su pariente. En cierto momento, nuestro hombre puede ver claramente que el retrato le guiña un ojo. Aterrorizado corre. Busca compañía –sí, igual que un niño cuando va a la cama de los papás pidiendo dormir con ellos porque tiene miedo–. ¿El guiño del retrato fue real? Por supuesto que no, claro. Además no importa. Lo que importa es que para el personaje sí lo fue. Se derrumbó su mundo. Eso es trágico, incluso atroz. La respuesta es superficial, absurda; sí, risible. El hombre sale corriendo. ¿Huyendo de qué? Quizás huyendo de sí mismo. Quizás no soporte la excesiva cantidad de implicaciones que tiene el hecho de que un retrato de un difunto le haya guiñado un ojo. El sabe en su fuero interno que ni siquiera eso importa. Sabe que él no puede, ni siquiera le corresponde dictaminar sobre la verdad o no de un suceso: un guiño de un retrato. Dicen que todo miedo es miedo a la muerte. Entonces, la muerte, “el otro lado” se ve concretado en un gesto, en una banalidad. Es un tema demasiado profundo, la muerte es la solemnidad por antonomasia. La tragedia. ¿Como contrarrestarla?… Tienes razón, lector brillante, con la risa. Los mexicanos, recordemos, somos considerados excéntricos y mundialmente famosos por nuestra facilidad de reír ante la idea de la muerte. Chejov sabía un rato de tal concepto.
Algo, lector, nos llama la atención, ¿qué tipo de guiño fue el que le hizo a nuestro pobre caballero el retrato de su tío? ¿Fue un guiño simplemente picaresco?, quizá fuera de complicidad, pero ¿por qué no –nada se nos indica en contrario– fue un guiño obsceno que los hay? ¿Por qué no? Una insoportable vulgaridad desde el más allá, para mayor malestar del honorable funcionario de marras. La circunstancia nos estimula la imaginación y la risa se vuelve indetenible. El contraste entre la idea de la muerte y un ambiguo guiño de ultratumba por parte de un retrato de un hombre que sospecharíamos más formal y seriesísimo que el mismo temeroso observador del retrato provocan un acceso, un verdadero ataque incontrolable, deleitable, saludable. Catártico. Riamos, noble amigo. Aunque procuremos no observar insistentemente retratos de difuntos y menos si son parientes, al menos no en soledad y en altas horas de la noche. El cuento se llama Los nervios y es legible en cualquier buena antología chejoviana.

jueves, 13 de agosto de 2009

El cuento

El cuento, un punto de vista general.

Pterocles Arenarius
Un cuento tiene que ser una narración maravillosa, si no lo es, no vale la pena gastar el tiempo en leerlo. Y es que el cuento es un subgénero de la narrativa que a su vez forma parte del arte creado en letras: la literatura.
El cuento tiene características esenciales que lo diferencian de cualquier otro tipo de creación literaria. Dos características son privativas del cuento, su brevedad y su unicidad anecdótica, esto último, en otras palabras, el hecho de que un cuento es anécdota, una sola anécdota. Acaso el cuento se permitiera incluir más de una anécdota para reforzar el efecto, su objetivo último. El cuento es, pues, una narración de efecto, de un solo, íntegro y devastador efecto. Un gran cuento, decía don Edmundo Valadés, es el que se lee de una sentada y se recuerda toda la vida. Así debe ser de poderoso el efecto de un cuento.
La estructura del cuento suele ser el modelo canónico ―diríamos arquetípico― propio de toda exposición, dicha estructura consiste en introducción, planteamiento de un conflicto, desarrollo del conflicto, clímax del conflicto (también llamado nudo) y desenlace o final. Con la salvedad que en otro tipo de exposiciones no se incluye la palabra conflicto.
En resumen, el cuento es fundamentalmente anécdota y su objetivo es un solo efecto y su extensión es tan breve como sea posible, ya que una de las condiciones de la estética es la economía de recursos, es decir, el máximo de significado con el mínimo de palabras.
De lo anterior colegimos que todo recurso expresivo utilizado en la narración que pretenda ser cuento, debe estar al servicio de la anécdota. Toda descripción, toda acotación, diálogo, circunstancia, incidente o referencia deben estar al servicio de la anécdota. Si no ocurre así, aquello ―que debiera ser un recurso para elevar el texto― se convierte en un distractor, en un objeto ocioso sin función en el cuento, sin objetivo en el ensamblaje que tiene por razón de existencia impactar con el efecto final del cuento.
Examinando las partes del cuento que han sido mencionadas líneas arriba, anotemos que la introducción adquiere un relieve especial, porque en ella radica la primera impresión de la narración. La primera frase, a lo más los dos primeros renglones tienen que ser extraordinariamente atractivos de alguna manera para el lector. Plantear una incógnita, introducir una atmósfera, sorprender al lector, desconcertarlo, al fin, seducirlo. Mejor habría que decir, iniciar la seducción. Toda obra de arte debe tener por objeto seducir a su espectador. La obra literaria, como casi ninguna otra, está dirigida mucho más al intelecto que a las emociones u otras partes de la psique de la persona, si bien el objetivo serán en gran medida las emociones, pero a través del tamiz que constituye el intelecto, de entrada para descifrar los signos gráficos.
El planteamiento tanto como el desarrollo de la narración deben tener como condición imprescindible incrementar la tensión de la narración. Aumentar su interés. La anécdota del cuento es siempre un conflicto, un enfrentamiento en donde un ser humano, el protagonista del cuento, se encuentra y se confronta con otro personaje, el antagonista. Ahora bien, este personaje que constituye la oposición al protagonista o “héroe” de la historia, puede tener muy diversas índoles. Bien puede ser la naturaleza o Dios o un animal, un ser del otro mundo e incluso el propio protagonista que se enfrenta a sí mismo. El héroe puede tener un destino feliz y triunfar en el conflicto, o bien puede ser un héroe trágico que es derrotado y paga un precio muy alto y terrible por su derrota. Bien puede ocurrir que el protagonista sea en realidad (o aparentemente) el antihéroe, es decir, el que personifica los antivalores. Incluso podría ser el malvado. Aunque recordemos que el protagonista, cualquiera que éste sea, independientemente de los valores que personifique, es el que tiene las simpatías del lector. Difícilmente un lector permanecerá leyendo la historia de un personaje que le resulte odioso o intrascendente. El protagonista puede aparentar que es un sujeto cualquiera, pero esencialmente no lo es ya que nos plantea un drama humano muy interesante o incluso altamente conmovedor, es decir, nos obliga, en el fondo, a identificarnos con él. De lo contrario jamás leeremos semejante historia.
El desarrollo, necesariamente ha de contar con el equilibrio entre lo inteligible y lo interesante. Ni tan simple que nos decepcione ni tan intrincado que se vuelva confuso o muy difícil de entender; sobra decir que en ambos casos se destruye el interés. Salvando eso, tiene que, además, incrementar la tensión, continuar atrayendo el interés. Los recursos son múltiples, el humor, la intensidad del conflicto, la sordidez, el realismo, el candor de los personajes, su condición de malvados, etcétera. Una condición de estos recursos es la verosimilitud (palabra de que deriva de verdad y símil; es decir, que la anécdota sea muy parecida a la verdad), en la verosimilitud se encuentra la mayor parte del interés del cuento. Esta virtud es la que hace decir a los lectores “Es que así es la vida”, luego de sorprenderse, paradójicamente, de los asombrosos hechos ocurridos en la narración. Los detalles, las descripciones, los rasgos sicológicos de los personajes, se justifican sólo si colaboran a la verosimilitud del cuento.
El cuentista y novelista Eusebio Ruvalcaba dijo en cierta ocasión que el arte de escribir cuentos es muy similar al de hacer pasteles. Sostiene que se debe tener los mejores ingredientes, buena leche, muchos huevos, el suficiente dulce o la acritud o ambas a la vez, y finalmente combinarlos sabiamente. El símil es muy acertado. Buena leche para un cuentista significa el noble origen. Esto es un concepto muy complejo. La única manera, por el momento, encuentro para explicitarlo es mediante las citas de dos escritores fundamentales. Uno es el polaco Ryzard Kapuscinsky: “Ningún sujeto mezquino será un gran escritor”. El otro es el novelista argentino Ernesto Sábato: “Dostoyevsky, Tolstoi, Flaubert, fueron grandes hombres que han escrito”. Eso es lo que debemos entender por buena leche, la escurridiza idea de la grandeza de alma, de la generosidad, de la bondad, quizá del compromiso con los más débiles, digamos el espíritu quijotesco. Lo cual equivale a emitir un concepto sumamente confuso.
Otro ingrediente mencionado dice “Muchos huevos”, bueno, eso significa la capacidad de ponerle mucho sabor a los textos, mucho color. Hay quien sostiene que eso quiere decir valor. Digamos que sí. Finalmente toda narración es un retrato de la psique del autor, más aun, de su alma; exhibirse hasta semejantes profundidades requiere, sin duda, mucho valor. El dulce y lo agrio cada uno lo administra a su propio gusto y es una manera más para seducir a los lectores. Finalmente la gente puede enamorarse de un cuento, de una obra y eventualmente de su autor, hacia el cual se experimenta una inmensa gratitud por lo que nos regaló en su obra. El verdadero objetivo de la obra de arte es transformar a su espectador. Provocar en él la catarsis, la liberación, el desahogo. La obra de arte tiene que ser un acto de amor, el cual está necesariamente implicado por la seducción. Es en tales sucesos en los que se sustenta, en gran medida, toda obra de arte.
Continuando con las etapas de la estructura del cuento. En la cúspide de la tensión del la anécdota sobreviene el desenlace. Es ahí donde generalmente, pero no siempre, ocurre el último y decisivo golpe de efecto. En algún momento, se pensó que el final debía incluir la sorpresa. Grandes cuentistas probaron que no es así, que es posible hacer grandes cuentos en los que haya un final abierto, incluso anticlimático. El clímax es el momento en que el conflicto llega a una situación en la que ya es insostenible, en donde no es posible ir más allá, complicarlo más a riesgo de acabar con el interés, degradar la tensión. El final es el último golpe, porque, puesto que se trata de una anécdota, el efecto del cuento es unitario. Es decir, el arte del cuento es dotar a una anécdota de la fuerza para causar por sí misma un efecto tan poderoso como le sea posible.
Al final anotemos que, como en toda obra de arte, el cuento contiene el armonioso equilibrio entre fondo y forma, de tal manera que ambas se sustenten mutuamente, incluso se confundan y den la apariencia de naturalidad, de que aquel suceso sólo podía ser dicho de esa manera y de ninguna otra (porque así deben hablar esos personajes, porque tales palabras son las justas para las descripciones, porque no hay otra forma de contar lo que se cuenta).
En otra época era muy común que todas las narraciones se realizaran desde el punto de vista de un narrador omnisciente. En la narrativa moderna, influida por el relativismo que ha invadido desde principios del siglo XX todos los ámbitos del saber y la creación humanos, los cuentos cada vez más raramente tienen un narrador que, como Dios, lo sabe todo. Los cuentos, cuando tienen narrador en tercera persona (antes narrador omnisciente) nos prueban que éste es más bien una especie de testigo (narrateur avec, dicen los franceses), es una especie de acompañante de los personajes que de ninguna manera sabe todo y a veces ni siquiera sabe lo que sí saben algunos de sus propios personajes. Mucho más común es la manera de narrar en primera persona, en donde el protagonista es el propio narrador o al menos un personaje secundario que acompaña al protagonista. El punto de vista de la narración ha terminado por convertirse en uno de los elementos más importantes de la obra literaria, pues desde el punto de vista en que se observan los sucesos contados se determina la emoción que se imprimirá en la narración, es un elemento central de la verosimilitud y otorga al lector un sitial privilegiado desde el cual considerar la narración, si bien implica más riesgos al escritor.

miércoles, 15 de julio de 2009

La enseñanza de ti

La enseñanza de ti
(El prodigio de habitarte)

Pterocles Arenarius



Aquí debería ir tu nombre



Aprendí la cultura de tu cuerpo.
Me exilio en ti, maravillado,
me civilizaste en tu belleza,
después me has refugiado en tu escondite secreto,
oscuro, tibio;
donde me has hecho más tuyo aun
que de mí.
Tan tuyo ya que hoy no me pertenezco.
Soy de ti, soy
de ese tu lugar secreto
donde me otorgaste el íntimo homenaje
―con que una mujer agracia―
de refrendar mi hombría.
Así es que se me dio la fascinación
de disciplinarme a la orden de tu cuerpo.
Sólo así ―como en toda tierra― es posible
el prodigio bendito de habitarte.

jueves, 28 de mayo de 2009

El imperio de la disolución

El imperio de la disolución
Pterocles Arenarius
La influenza inicialmente llamada porcina y, luego de los daños infligidos al mercado, corregida como A1-H1N, es mortal si te invade el virus, según los datos de los escasos científicos calificados que hay en México, los de la UNAM. En su momento esta epidemia fue ocultada por los funcionarios mexicanos debido a razones políticas, según Fidel Castro. Es creíble. Personalmente, antes de que estallara la paranoia colectiva atizada por la televisión, conocí dos casos, el de una infante y el de una mujer joven, que sufrieron neumonía y ambas estuvieron cerca de morir, en estado grave de salud, según los médicos, pero jamás se supo que fuera la influenza A1-H1N. Por coincidencia cuando se fue de México Barack Obama empezó la campaña de paranoia y la monstruosa retahíla de autoelogios en boca de los funcionarios. Lo cierto es que la denuncia de Castro ahí queda y las autoexculpaciones de los gobernantes mexicanos abundan para su ilegitimidad de origen.
Por otro lado, como parte de otra epidemia peor, la de los errores y brutalidades panistas que se mantiene desde hace casi ya 9 años, se dio la intentona, desde la Secretaría de Educación Pública (SEP), para eliminar la materia de Filosofía (y las relacionadas como Lógica y Ética), pero también contra la literatura (¿respetarán las materias previas relativas como la gramática?). Al parecer la decisión aún no se toma. La SEP, bajo el mando real de la corruptísima líder vitalicia del sindicato nacional de profesores, Elba Esther Gordillo, posiblemente encuentre que es inútil o al menos superfluo enseñar literatura y filosofía a aquellos imberbes de entre 15 y 18 años, nuestros adolescentes y si dicen que es así, pues dirán también que es oneroso. Este es un acto de total brutalidad contra la inteligencia y la cultura del pueblo mexicano, pero peor aun es si lo consideramos a futuro, significaría que el próximo paso será irse contra las matemáticas, contra la física y entonces ¿qué enseñarán en las escuelas?, ¿enseñarán lo que promueve la verdadera Secretaría de Educación que es la dupla Televisa-TV Azteca? Oh, maravilla, lo que nos espera son las noticias mentirosas o al menos falseadas, sesgadas; los grotescos programas de chismes estúpidos sobre la promiscuidad sexual de sus “estrellas” (llama la atención a que desde la muerte de Paco Stanley, yonqui fanático, repartidor ―en buen caló, burrero―; contrabandista y aspirante a forjador de un cártel, se han acabado ¿o acallado? las noticias sobre la afición ―no menos popular que la promiscuidad sexual― a las drogas duras, blandas y más bien sintéticas que naturales).
Es bien sabido que los talentosísimos “artistas” de televisión le meten con singular entusiasmo a todo aquello que estimule sus hermosos y trabajados ―en gimnasio pero más bien en quirófano― cuerpecitos y sus tan patéticas como endebles y disminuidas dotes intelectuales. Últimamente, desde la infausta muerte de Stanley las noticias de tal índole brillan por su ausencia, ¿será que los “artistas” ya no le meten? De la manera más franca y contundente afirmo que lo dudo, lo dudo a contracorriente de que la moda actual sea por decreto presidencial “la guerra contra el crimen organizado y el narcotráfico”, la que más bien pareciera un buen pretexto para burlar la Constitución e instalar el autoritarismo, promulgar leyes para criminalizar la lucha social y la oposición al gobierno. Así se hizo también el decreto que autorizaba a las autoridades de salud a violar domicilios y a colocar en cuarentena a “sospechosos” de sufrir la influenza famosa. Lo cual parece más bien el uso de una crisis sanitaria como pretexto para mostrar la fuerza bruta del estado contra los ciudadanos. Si bien admitamos que no se conocen casos de violaciones de domicilio ni detenciones para someter a cuarentena.
En medio de esta circunstancia aparecieron sendos libros cuya autoría pertenece a dos pájaros de cuenta: uno, Roberto Madrazo Pintado, ínclito maratonista sesentón y vencedor hasta de miles de jóvenes en la competencia maratónica de Berlín, Alemania 2008 y el otro es el prócer de la pandilla que por el momento y aun con sus divisiones domina la escena política de México, la mafia de panistas, algunos ex priístas, muchos empresarios y los más importantes medios de comunicación; el héroe en mención es el padrotito, sobornador y defraudador argentino Carlos Ahumada.
El ultracorrupto Roberto Madrazo, que no puede competir en nada si no hace trampa, en su libro, trata esencialmente de ajustar cuentas con gente como Elba Esther Gordillo, quien con tal de mantenerse en el poder ha demostrado vocación para vender su alma incluso al arcángel Miguel, ejecutor del enemigo malo, pues doña Elba Esther, por su aspecto físico y por sus siniestras acciones desde hace décadas, no puede ser sino parte de las huestes del maligno. Roberto, fiel a los condenados permanece en las filas chantajistas y, por ello, privilegiadas del PRI y su libro, más que prescindible, excepto por algunos datos de la picaresca imperante en la política mexicana, es un listado de quejas en contra de aquéllos que no lo apoyaron o lo traicionaron, como Elba Esther, en sus ambiciones presidenciales.
En tanto que Carlos Ahumada pone en evidencia a todos los que en su momento fueron señalados como miembros de la conjura que culminó con aquel berrinche de Vicente Fox: el sainete del desafuero de Andrés Manuel López Obrador, obra bufa que, sin embargo, tuvo un momento grandioso, cuando AMLO, solo contra 500 diputadetes a cual más inepto y/o corrupto, se lanzó contra todos los conjurados jugándose su propia vida no sólo política (recordamos que el difunto policía Santiago Vasconcelos se presentó a unos metros del departamento de AMLO con pistola al cinto y acompañado, muy valiente el señor, de unos diez de sus cerdos, digo, sus guaruras).
El padrote argentino no descubre nada nuevo, todo se supo en su momento: Fox, Fernández de Cevallos, Creel, Medina Mora, Macedo de la Concha y algunos otros, coordinados todos por Carlos Salinas de Gortari, ejecutaron la acción dirigida a desaforar a AMLO e impedirle que fuera candidato presidencial. Finalmente lo desaforaron, pero no pudieron impedir que fuera el candidato de la izquierda, pero, ya en el 2006 y habiendo convocado a más interesados en detener a Andrés Manuel, abriendo más el abanico de conjurados y actuando ya con operadores incluso dentro del gobierno, en el 2006 perpetraron un fraude electoral histórico para despojar a López Obrador y al pueblo de México de un triunfo en toda la línea de la izquierda, paradójicamente, derecha.
Lo exhibido por Ahumada en su libro se reforzó con las recientes declaraciones periodísticas del ex presidente Miguel de la Madrid, uno de los peores que ha padecido México, lo que ya es demasiado decir. De la Madrid, quién lo dijera, tiene cuentas pendientes con su sucesor y delfín, Carlos Salinas, pues aquel primer ex mandatario acusó al segundo de delitos que siempre conocimos, aunque De la Madrid calló de aquello de lo que nunca se ha denunciado al demoniaco Salinas, aquello que todo el pueblo mexicano sabe bien (aunque nadie, repito, se atreve a decirlo en los medios), y los únicos que no lo han descubierto son las autoridades de justicia de México, la autoría intelectual de la muerte de Luis Donaldo Colosio. Y a pesar de que las denuncias delamadridianas fueron muy leves, el demoniaco Salinas encargó a su achichincle Emilio Gamboa Patrón, proficuo diputado, a que convenciera a don De la Madrid que se declarara algo así como víctima del mal de Alzheimer para retractarse de sus acusaciones a Salinas de manera un poco menos indigna que por miedo: autoafirmándose pinche viejito loco, digamos.
Las acusaciones de tan múltiples y graves delitos ahí están, pero las autoridades de justicia, desde los millonarios ministros de la Suprema y Tremenda Corte de Justicia, no abren la boca ni siquiera para opinar sobre tan bárbaras violaciones a la ley y mucho menos sobre los bien conocidos personajes que las ejecutaron.
Entre tanto desbarajuste, entre tanta disolución y la desesperanza que provoca, el presidente, todavía considerado ilegítimo por millones de mexicanos, propone su asombroso plan Vive México, como tratando de conjurar el hecho de que México estuviera muerto. Anuncia que se trata de promover el turismo hacia nuestro país, a pesar de las balaceras de cuatro horas entre narcos de distintos cárteles o bien entre polis y narcos, también de diversos cárteles. Sin ruborizarse por saber bien que los narcos dan empleo y pingües salarios a alrededor de un millón de personas en todo el país, mientras su gobierno y sus consentidos protectores, los empresarios que lo llevaron al poder, sigue provocando ―por inepcia o por descuido, por atender más bien a los mencionados empresarios y por otras razones más pendejas todavía― más desempleo, pero el gasto corriente del gobierno (lo que ellos se autoasignan como sueldos) ha crecido, del foxato para acá, en un monstruoso 80 por ciento.
Bueno, Calderoncito convocó a gran número de “artistas” de Televisa y Tv Azteca, esos que junto con sus productores y patrones se deshocican por hacer masiva y de ser posible mundial la estupidez. El “presidente” los hizo asistir para ―en los hechos― exigirles que apoyen su plan Vive México. Y con ello dar legitimidad a su (des)gobierno. Pronunció su discurso frente a los “artistas” y, éstos, sonrientes, felices, con positivísimas actitudes, avalaron la arenga.
Y acerca de lo anterior quisiera decir que un día antes del acto de los “artistas” con el “presidente”, me bebí unos cuantos tragos, aunque incontables, con un extraordinario poeta, que no diré su nombre, sino expondré su identidad poética:
Soy, a veces, una llave de a caballo aplicada por el santo,
otras veces soy el madrazo de frustración
que un borracho deja caer sobre la mesa.
cuando era niño hice llorar a pin pon.
le pegué con su pinche peine de marfil.
a veces soy tan transparente y emocional
como una adolescente que se masturba.
soy el correveidile de la lujuria
(…)
a veces me siento como un portero
antes de que le tiren un penalti
a veces un cuento pornográfico
(…)
a veces como el cochambre que dejan
las viejas en su tanga.
soy una voz necia que pide un trago más,
soy un gancho al hígado de la realidad;
esa vieja fresa que no bebe
y que nos mantiene en sus brazos mientras
mira cómo nos destruimos.
soy, a fin de cuentas, un sicario sin balas
huyendo de la responsabilidad
de encontrar su propia muerte.
El autor de tales versos, un adorable muchacho pachequísimo y de talento poético desmesurado como lo demuestran sus versos, por azar me contó que en alguno de sus recientes momentos de esparcimiento pacheco departía con dos de las talentosísimas “artistas” que trabajan en las mencionadas compañías que tan empeñosamente difunden casi mundialmente la estupidez por nuestro espacio electromagnético. La referencia me hizo preguntarle ¿la que actúa en la telenovela fulanita y la que conduce el programa sutanito? Sí, ellas. ¿A poco esas preciosuras le meten a eso?, pregunté. La respuesta fue “ay, carnalito”.
Por eso, cuando veía precisamente en la tele la noticia del plan calderónico y observé a este (dis)funcionario con todos los “artistas”, no pude menos que pensar que mientras el señorito del poder (Calderón no es un señor, cuando mucho llegaría a señorito) hacía su arenga autolegitimadora, muchos de los chicos y chicas aquellos que le hacen a la artistiada a través de la tele, andarían más o menos en las nubes, bajo los efectos de las múltiples sustancias de vieja o muchas de nueva generación que usan para alterar su consciencia y su percepción de este mundo, aunque no tengan idea de ello, sino simplemente que sienten chido y se ponen hasta arriba, es decir, intensos para trabajar en los programas en que los contratan.
Así, en el desbarajuste de toda índole que ocurre en México, aunado al de institucionalidad, se encuentra el de que uno de los flancos más vulnerables del gobierno es el de su guerra contra el narco.
En este momento México es el imperio de la disolución y el gobierno incapaz de dar soluciones, sólo nos muestra sus intenciones de implantar la mano dura. Mientras tanto, entre alcoholismo, pobreza, marginalidad, drogas y un estoicismo heroico se incuban los grandes artistas, como el poeta citado líneas arriba. Porque el arte mexicano es e históricamente ha sido, durante treinta siglos, de primer mundo y sus gobernantes y funcionarios, de quinto.

domingo, 3 de mayo de 2009

Cristos de la Tierra

Cristos de la Tierra

Pterocles Arenarius

Para Guadalupe Méndez

Hay en la tierra, y hubo siempre, treinta y seis hombres rectos cuya misión es justificar el mundo ante Dios. (…) No se conocen entre sí y son muy pobres. (…) Constituyen, sin sospecharlo, los secretos pilares del universo. Si no fuera por ellos, Dios aniquilaría al género humano.
Son nuestros salvadores y no lo saben.

Jorge Luis Borges


Existen sujetos que suponen poseer la potestad de decirnos
Cómo vivir… en qué creer… y cuánto y cuándo sufrir…
Ellos suministran los dolores. Se hacen llamar jueces, policías,
dictadores, grandes empresarios, militares,
antes, simple y más honestamente se llamaban verdugos… o acaso monarcas…
Sujetos de esencial miseria del espíritu que supónense superiores
sobre el común de los humanos… y se creen elegidos de su Dios…
dueños de destino y vida de sus congéneres.
¿Motivos, “razones”?, les sobran: el color de la piel o de los ojos o del pelo…
Y con esa diferencia de tintura han justificado incluso el exterminio
De aquéllos que ―ellos creen― son diferentes e inferiores…

Existen otros hombres dotados de la rabia y el amor
La dignidad y la compasión. La furia junto ―oh paradoja― con el sentimiento de compartir el dolor humano.
Y éstos se arrogan, a veces sin saberlo, la misión de salvar
a la humanidad. Humildemente. Salvar a Pedro a Pancho a Juan…
A Guadalupe, Amaranta y Camila...
Que son la humanidad… el pueblo… la mayoría… los pobres…
los que generan el valor a partir de madre natura
: los que trabajan… y con sus manos han cambiado al mundo
… entre ellos surgen los salvadores, los cristos…
Y por el enemigo son templados sin piedad, endurecidos,
probados por el fuego y el dolor…
lucharán contra la depredación
los cristos son los que ―ridículos, soñadores, locos, paupérrimos, insensatos
habrán de luchar contra la opresión de la miseria (que no contra el pecado)
de los humildes… de los que trabajan
… y suelen llamarse Che, Gandhi, Zapata,
O bien Sandino…
Sandino…
Del pueblo siempre saldrá uno que tenga el tamaño descomunal de ser
tan simplemente humano. De amar tanto a sus iguales…

Y los que no aman vinieron a decirnos que Cristo nos salvó del pecado, pero
del pecado que cada cual se salve, si le parece bien.
Y si no… pequemos a discreción,
pequemos a destajo que el único pecado imperdonable es
la ignorancia, la propia dejadez o la miseria espiritual que vuelve a algunos
capaces de abusar, de explotar a otros humanos.
Fuera de eso “sigamos pecando”… La material miseria no es pecado…
Pues los verdaderos miserables son los que ansían el poder,
los que pueden matar por hacerse del poder para su beneficio material,
así de miserables son. Y no lo saben,
los que son capaces de usar como animales
a sus propios semejantes,
los que creyeran en la superioridad por cuestión de raza.
La miseria sí es pecado, pero sólo cuando es miseria espiritual…
Pues el miserable es el que al descubrir su condición anhela el poder
para ocultarse la inmensidad de su miseria
: la del espíritu…
Los hombres grandes son los cristos sandinos, los que entregan su vida
por los demás, por los humildes…
Los que encarnan al hombre más grande de la historia: Cristo, el hombre
que ―muy posiblemente― no existió, pero sobrevive
como la metáfora de la actitud suprema
que puede producir el hombre:
entregar la vida por los otros, por los humildes, por los que trabajan,
por los olvidados de la tierra y por las prostitutas.

viernes, 24 de abril de 2009

Cristos de la Tierra

Cristos de la Tierra
Pterocles Arenarius

Para Guadalupe Méndez

Hay en la tierra, y hubo siempre, treinta y seis hombres rectos cuya misión es justificar el mundo ante Dios. (…) No se conocen entre sí y son muy pobres. (…) Constituyen, sin sospecharlo, los secretos pilares del universo. Si no fuera por ellos, Dios aniquilaría al género humano. Son nuestros salvadores y no lo saben.

Jorge Luis Borges

Existen sujetos que suponen poseer la potestad de decirnos
Cómo vivir… en qué creer… y cuánto y cuándo sufrir…
Ellos suministran los dolores. Se hacen llamar jueces, policías,
dictadores, grandes empresarios, militares,
antes, simple y más honestamente se llamaban verdugos… o acaso monarcas…
Sujetos de esencial miseria del espíritu que supónense superiores
sobre el común de los humanos… y se creen elegidos de su Dios…
dueños de destino y vida de sus congéneres.
¿Motivos, “razones”?, les sobran: el color de la piel o de los ojos o del pelo…
Y con esa diferencia de tintura han justificado incluso el exterminio
De aquéllos que ―ellos creen― son diferentes e inferiores…

Existen otros hombres dotados de la rabia y el amor
La dignidad y la compasión. La furia junto ―oh paradoja― con el sentimiento de compartir el dolor humano.
Y éstos se arrogan, a veces sin saberlo, la misión de salvar
a la humanidad. Humildemente. Salvar a Pedro a Pancho a Juan…
A Guadalupe, Amaranta y Camila...
Que son la humanidad… el pueblo… la mayoría… los pobres…
los que generan el valor a partir de madre natura
: los que trabajan… y con sus manos han cambiado al mundo
… entre ellos surgen los salvadores, los cristos…
Y por el enemigo son templados sin piedad, endurecidos,
probados por el fuego y el dolor…
lucharán contra la depredación
los cristos son los que ―ridículos, soñadores, locos, paupérrimos, insensatos
habrán de luchar contra la opresión de la miseria (que no contra el pecado)
de los humildes… de los que trabajan
… y suelen llamarse Che, Gandhi, Zapata,
O bien Sandino…
Sandino…
Del pueblo siempre saldrá uno que tenga el tamaño descomunal de ser
tan simplemente humano. De amar tanto a sus iguales…

Y los que no aman vinieron a decirnos que Cristo nos salvó del pecado, pero
del pecado que cada cual se salve, si le parece bien.
Y si no… pequemos a discreción,
pequemos a destajo que el único pecado imperdonable es
la ignorancia, la propia dejadez o la miseria espiritual que vuelve a algunos
capaces de abusar, de explotar a otros humanos.
Fuera de eso “sigamos pecando”… La material miseria no es pecado…
Pues los verdaderos miserables son los que ansían el poder,
los que pueden matar por hacerse del poder para su beneficio material,
así de miserables son. Y no lo saben,
los que son capaces de usar como animales
a sus propios semejantes,
los que creyeran en la superioridad por cuestión de raza.
La miseria sí es pecado, pero sólo cuando es miseria espiritual…
Pues el miserable es el que al descubrir su condición anhela el poder
para ocultarse la inmensidad de su miseria
: la del espíritu…
Los hombres grandes son los cristos sandinos, los que entregan su vida
por los demás, por los humildes…
Los que encarnan al hombre más grande de la historia: Cristo, el hombre
que ―muy posiblemente― no existió, pero sobrevive
como la metáfora de la actitud suprema
que puede producir el hombre:
entregar la vida por los otros, por los humildes, por los que trabajan,
por los olvidados de la tierra y por las prostitutas.

miércoles, 22 de abril de 2009

Dos gordos degenerados

Dos gordos degenerados


Pterocles Arenarius

En muchos periódicos del martes 21 de abril del 2009 apareció como una noticia que mereció incluso las ocho columnas, una nota en la que aparece un sujeto de nombre David Mondragón Vargas, quien fue capturado en la estación del metro Tacuba, vestido de mujer, ya que se dedicaba a manosear a las mujeres en el metro de la Ciudad de México. Mondragón Vargas es ingeniero y, sin duda, debió llegar a extremos angustiosos de lujuria sin satisfacción, de desesperada necesidad por tocar cuerpos femeninos (tocar el cuerpo de una mujer es tocar cielo, dijo Novalis) para llegar a disfrazarse de mujer y meterse al metro en los vagones exclusivos para el género femenino y arriesgándolo todo, darse el gusto infinito de “tocar cielo” aunque sea clandestinamente y violando la ley. Pobre tipo, en realidad merece toda mi conmiseración por el solo hecho de haber llegado a tal extremo en sus actos. Se dice en la nota que es casado y tiene dos hijos. Pero estar casado no tiene que ver con la lujuria, con el deseo de mujer, con el hambre de carne femenina. Ahora David Mondragón Vargas ha perdido todo, el castigo desproporcionado ―fue encarcelado en el Reclusorio Oriente― lo pone como un ser abominable para la sociedad, como un monstruo que era capaz de vestirse como fémina con tal de ultrajar mujeres, por más que su único pecado (que sepamos) era tocarlas, manosearlas. En el periódico aparece ridículamente vestido de mujer junto a un temible enmascarado al cual el “degenerado” apenas le llega al hombro y el policía porta una criminal ametralladora de apariencia ultramoderna. Qué farsa.
Por otra parte, en el inicio de la madrugada del mismo día, empezando con el primer segundo de la medianoche, vi que en el Canal Once de televisión siguen transmitiendo un viejo programa llamado Toros y Toreros que conduce un viejo taurófilo de nombre Julio Téllez. La emisión se empeñó en convencernos de que el toreo es un arte, más, un arte sublime, incluso más, una actividad cuasi sagrada. Lo objetivo es que ―independientemente de la destreza de los toreros, del valor de éstos, de la pompa y el lujo derrochados, de la abundante parafernalia creada para el toreo en muy variados ámbitos― el toreo es un crimen artero, brutal, crudelísimo y cometido a mansalva. Si el toro coge, como bautizaron los españoles al hecho de que el toro llegue a herir (le dé una cogida, así dicen) al torero es un mero accidente, siempre lo ha sido. El animal es torturado de manera espantosa antes de ser exterminado sin piedad y con toda ignominia. Luego de muerto tan criminalmente, lo arrastran como si fuera una descomunal y aborrecible rata. Para mí resultó grotesco que, mientras tocaban música de Beethoven o de Joaquín Rodrigo, transmitían imágenes de picar al toro en el lomo desde una montura a caballo, encajarle varas con afilada punta de acero llamadas banderillas y que tienen un gancho en reversa a la entrada en la carne para que no sea posible que se saquen del músculo del toro, hacerlo salir de un corral en huracanada embestida que se debe al hecho de haberle aplicado una descarga de corriente eléctrica de alta tensión, provocar su furia tentándolo con un capote o una muleta y esquivar “graciosamente” la embestida. Finalmente encajar el estoque para causarle la muerte. Todo con las miles de ventajas para el torero, con las “reglas“ de lo “humano” y a veces hasta violándolas (porque sabemos que no es tan raro que limen los cuernos del animal para que pierda el sentido de la distancia y no pueda coger al torero), reglas que más bien debieran llamarse de lo inhumano que pueden llegar a ser algunos y digo pueden, porque en este caso no hay necesidad de tanto dolor, de tanta tortura a un ser inocente, por más que sea negro y tenga cuernos y rabo, como el diablo católico, el enemigo malo, el adversario de Dios. Cuesta trabajo imaginarse quién inventó semejante “arte” tan siniestro, tan enfermo como el toreo. Julio Téllez, con sus dos minutos al aire (el programa consiste en la transmisión de los videos que este sujeto seguramente conserva en su videoteca taurina, un locutor diciendo poemas de García Lorca o de algún otro mucho menos poeta que aquél y música exquisita) sólo me convenció de que el toreo es un espectáculo grotesco, inhumano, denigrante, espantoso y anticivilizado.
Pero el programa, el señor Téllez, me hicieron recordar que en los años 90 trabajé en Canal Once como guionista para algunos programas de difusión de la ciencia. Recordé que aquel hombre tenía una bien ganada fama de acosador y abusador sexual con las empleadas más humildes de la institución. Recuerdo incluso una anécdota en la que alguien me contó que una secretaria lloraba porque don Luis Téllez la había mandado llamar a su oficina y la chica se debatía en la disyuntiva de renunciar a su trabajo o aceptar la asistencia a dicha oficina, porque ella (y todos) bien sabían para qué quería a las chicas en su oficina el Gordo Téllez (en aquellos tiempos pesaba no menos de 110 kilos). Desde entonces han pasado casi veinte años y el señor Julio Téllez sigue pegado a la ubre, quiero decir, conserva su trabajo en el Canal Once y, que yo sepa, jamás ha sido denunciado por sus tropelías contra las empleadas del canal.
En cambio, David Mondragón Vargas irá al reclusorio en medio de un oprobio digno del más monstruoso secuestrador por haber perpetrado un acto similar a los que Julio Téllez, casi seguramente, ha cometido por décadas: acosar y abusar sexualmente de mujeres indefensas, aunque Mondragón lo hiciera tratando de engañarlas.
La lección para este otro gordo pues así se ve en la foto, el “degenerado” David Mondragón, será muy severa. Sin duda perderá su trabajo, quizá su familia (¿quién querrá a un empleado, a un marido que ha sido exhibido a ocho columnas como un trasvestido, como un pervertido sexual?), ha perdido su prestigio por completo y su libertad quizá por varios años. Habría que enseñarle a este David (¿será posible que no lo sepa?) que convencer a las mujeres por las buenas es mucho más productivo en términos de placer, ellas son capaces de entregar placeres absolutamente infinitos a los astutos que saben convencerlas, engañándolas o no, a ciencia cierta de ellas de que las engañan o a veces sin saberlo. Los dejan (nos dejan tocar, no sólo tocar, qué digo tocar, nos dejan hacer ―y así suelen decirlo― lo que queramos con sus ciertamente entrañables cuerpecitos).
Mientras el gordo Mondragón estará a la sombra quizá unos años por las mismas razones que el otro gordo, Julio Téllez, permanecerá impune y seguirá pegado a la ubre presupuestal. Eso es México, por el momento.

lunes, 30 de marzo de 2009

Juan Camilo y el modo panista

Juan Camilo y el modo panista


Juan Camilo Mouriño Terrazo, hoy desaparecido, fue un político hábil, astuto, oportuno no menos que oportunista aunque llegó a su “nivel de incompetencia”, según el Principio de Peter, cuando accedió al cargo de secretario de Gobernación. En parte por la exhibición de él y sus negocios al menos deshonestos, si no es que fuera de la ley.
Juan Camilo era presidente de la Comisión de Energía de la Cámara de Diputados en la LVIII Legislatura. Y a la vez era representante legal de las empresas del señor Carlos Mouriño Atanes, su padre. Una de las empresas se llama Ivancar, Iván es el nombre que cariñosamente otorgaban a Juan Camilo sus familiares y amigos más cercanos. Por supuesto que eso no es prueba de nada. Pero, para las autoridades, tampoco fueron prueba las decenas de contratos que fueron exhibidos, en los que aparecía la firma de Juan Camilo Mouriño. Contratos que jamás fueron desmentidos con pruebas de algún tipo en ningún momento.
Luego Juan Camilo Mouriño Terrazo fue secretario particular de Felipe Calderón y, antes, miembro prominente de su equipo de campaña electoral. Ganaron la Presidencia de la República mediante un proceso fuertemente cuestionado ―un porcentaje cercano (o quizá por arriba) al 30 de los mexicanos consideran que el 2 de julio de 2006 el gobierno federal, varios gobiernos estatales, el Instituto Federal Electoral, el Sindicato de Maestros bajo el mando de Elba Esther Gordillo, el Tribunal Electoral de Poder Judicial de la Federación, un grupo importante de empresarios, algunos intelectuales privilegiados por los diferentes gobiernos recientes y algunos otros organismos y personajes― se coludieron para llevar a efecto un fraude electoral que sólo es comparable al ―hoy aceptado fraude― de Carlos Carlos Salinas de Gortari contra Cuauhtémoc Cárdenas. Pero este escrito está referido a Juan Camilo, volvamos.
Todavía como secretario particular de Calderón, Juan Camilo firmó contratos como representante de sus empresas (o las de su familia). Cuando fue públicamente denunciado por eso, sólo se justificó de manera poco convincente y sin presentar pruebas en contra, sino más bien admitiendo que sí habían ocurrido los hechos de los que se le acusaba, pero que eso no era delito y además él había renunciado a sus múltiples empresas para servir a la nación, entendamos para servirnos a todos. En lo personal siempre quise decirle “Oye, Camilo, por mí no te preocupes, vuelve a tus empresas”.
Lo cierto es que las denuncias lo debilitaron sensiblemente y lo colocaron en una difícil situación, en la que llegó casi al ostracismo imposibilitado para realizar interlocución con los diversos actores políticos y cuantimenos con los opositores.
Juan Camilo perpetró abundantes actos de corrupción, pero la justificación fue que no fueron mayores que los que realizó Diego Fernández de Cevallos, por ejemplo y mucho menos que aquellos con los que victimaron a México tanto los hermanos Bribiesca o la señora Martha Sahagún de Fox.
Luego Juan Camilo murió.
Un lamentable pero muy sospechoso accidente lo quitó del mundo. Y eso lo volvió un héroe. Felipe Calderón le rindió homenajes de estadista. Bueno. Pero eso no lo exculpa, y es que, como dijo el poeta Díaz Mirón, “El mérito es el náufrago del alma/ vivo se hunde, pero muerto flota”. En su momento, es decir, en fechas muy cercanas a la muerte de Mouriño, publiqué en el blog http://www.pterocles-arenarius.blogspot.com un artículo llamado Las raterías de Juan Camilo Mouriño.
Varios meses después, algún valiente, anónimo por supuesto, publicó un comentario en el blog llamándome mentiroso, listillo, mediocre, deficiente o retardado mental y finalmente mediocre con derecho a voto.
Me sorprende que con tanta vehemencia me insulte por tan sólo ejercer mi derecho de opinar sobre sucesos que probablemente fueron hechos delictivos que afectan a todos los mexicanos y en los que al parecer, se ha creado una protección de impunidad y, peor aun, han tratado de convertir a Mouriño en un mártir, cuando que, en realidad, no fue mucho más allá de ser un político corrupto, como la gran mayoría de los políticos mexicanos.
Con Mouriño se aplicó la que ya se está volviendo frase común para la justicia mexicana: “Sí se violó la ley, pero no tanto”, así se pronunció la Suprema Corte (más bien Tremenda Corte) de Justicia en el caso del confeso pederasta y gobernador de Puebla, Mario Marín, cuando éste, para proteger a su amigo igualmente pederasta Kamel Nacif Borge, cuando ambos coludidos ordenaron violar los derechos humanos de la periodista y defensora de derechos humanos Lydia Cacho.
Así se procedió igualmente en el caso del Fobaproa hace ya más de diez años, lo que ha costado miles y miles de millones de pesos al erario (30 mil millones sólo en 2008), es decir, a todos nosotros. Y todavía antes, se justificó el anatocismo, es decir, el cobro de intereses sobre intereses (o el robo legalizado). O bien, el colmo fue en las elecciones de 2006, en que la justicia prefirió dejar a un presidente sumido en el limbo de la ilegitimidad o del franco rechazo de millones de mexicanos, antes que investigar profundamente o acceder a la sentida demanda de revisar “Voto por voto y casilla por casilla” para legitimar perfectamente a Calderón o bien para establecer al verdadero triunfador. Y luego de aquello, el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación nos hizo saber su veredicto: “Sí, se violó la ley, pero no tanto”, nada más cuando Fox intervino en el proceso electoral gastando miles de millones de pesos para promover a Calderón, los empresarios hicieron una sañuda y mentirosa campaña no menos ilegal, el Partido Acción Nacional hizo intervenir a extranjeros en nuestro proceso electoral al traer al político fascistoide español José María Aznar y a los asesores Antonio Solá y Dick Morris, gachupín el uno y gringo el otro. La intervención de una compañía de sofware de uno de sus cuñados, Hildebrando Gómez del Campo, en el padrón del Instituto Federal Electoral, un hecho del que hasta el momento no se ha probado la no intervención del familiar de Calderón a través de sus compañías y en cambio sí sabemos que Hildebrando y sus empresas hicieron trabajos para el IFE. Igualmente no se ha aclarado el hecho de que las actas fueron de manera reiterada (y seguramente) masiva alteradas ya en pleno proceso electoral. Tampoco se han aclarado las múltiples denuncias que hace Luis Mandoki en su película México Fraude 2006. No menos recordamos que Elba Esther Gordillo colocó en la calles a cientos o quizá miles de sus operadores para llevar a efecto el fraude electoral in situ, para lo cual la profesora tiene amplia experiencia como presidenta vitalicia del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación.
El país se encuentra estancado desde hace un cuarto de siglo sin crecer económicamente. Una pandilla de sujetos poderosos se han apoderado de todas las instituciones, las han prostituido. Mediante la justificación de que la libre competencia es lo ideal para el país, han impedido toda competencia y han creado lo que en el extranjero llaman una “Economía de compadres”, donde los únicos que pueden ganar son ellos, los únicos que pueden violar la ley, pero no tanto, son ellos; los únicos que pueden quitar y poner gobernantes son ellos. Ellos pusieron a Calderón, por encima de la voluntad de la mayoría de los mexicanos.
Pero hoy México está al borde del colapso, por más que traten de ocultarlo. Los gobiernos panistas, del último de los cuales Camilo Mouriño fue conspicuo miembro, han hecho un papel peor que mediocre gobernando al país. Los datos que arrojan los periódicos son alarmantes. En México se están matando más personas que en Irak, país en guerra. Los mexicanos pobres tienen niveles de vida propios de los países pobres de Africa. La concentración de la riqueza es una de las peores del mundo. Y el PAN se encuentra en tan precarias condiciones que la gente ha estado votando por el bien conocido (por corrupto) PRI antes que refrendar el poder al PAN.
A todo eso colaboró Juan Camilo Mouriño Terrazo. Y lo seguiremos diciendo a pesar de los insultos y las agresiones. En 2004, por criticar (acremente, es cierto) a los diputados panistas del congreso local de Guanajuato, el que esto escribe, luego de un tortuoso procedimiento, fui expulsado de mi trabajo en el periódico Correo de aquel estado. Y en Guanajuato, toda expresión crítica es permanentemente acallada o al menos sometida a fuertes presiones desde el poder.
Y luego este sujeto (el anónimo insultándome en mi blog) considera, al decir que tengo derecho al voto, que no debiera tenerlo porque pensará que los que critican al gobierno no deben votar. Sin embargo, tenemos ese derecho, criticar a los gobiernos corruptos del partido que sean. Señalar sus infamias, aunque haya sujetos intolerantes que pretendan defender la corrupción sólo porque comparten creencias de alguna índole con los políticos corruptos.
El PAN tiene el deshonor de haber dado a México el presidente más tonto y a la vez el más ignorante de la historia: Vicente Fox Quesada. Para autoagraviarse más, no les importó refrendar la Presidencia mediante un fraude electoral histórico. Los lamentabilísimos resultados están siendo vistos. No importa que digan que la crisis viene del extranjero. Las advertencias fueron hechas desde el año 2007.
Hoy el país está a la deriva en medio de gravísimos problemas y no es con insultos ni amenazas como van a resolver los problemas que ellos mismos, los panistas, han colaborado a crear o se han negado a corregir. Finalmente, constantemente se ha denunciado que desde la Secretaría de Gobernación hay un grupo pagado por la institución para monitorear a los opositores y someterlos a insultos y amenazas, como ha ocurrido con mi blog.

lunes, 16 de marzo de 2009

El informe Valladares (La justicia de lo alto)

El Informe Valladares es un cuento que retrata a la justicia mexicana, la desnuda. El cuento fue escrito hace, al menos cuatro años, cuando nadie pensaba que algo como lo que se narra en este cuento fuera posible. Pero los que vivimos en el México real, sabíamos desde hace muchos años que la justicia mexicana es totalmente corrupta, con mínimas salvedades. Tan corrupta es que ya es difícil distinguirla de lo que ellos mismos llaman "el crimen organizado". Hoy, lo que narra el cuento es cotidiano, bien podría ser más bien y con algún recorte, una nota periodística.
El Informe Valladares
(La Justicia de lo Alto)


Pterocles Arenarius

Lo mejor y más alto que puede lograr
el hombre ha de obtenerlo mediante un delito.

Friedrich Nietzsche



–Quiero que lo lea y que algún día me diga lo que opina, señor Arenarius. –Era un caballero ya venerable que un buen día apareció en la cantina de medio pelo que yo frecuentaba para hacer corrillo con algunos conocidos. Luego habría de enterarme que era el Magistrado Abelardo Valladares, un hombre cuya indumentaria de figurín old fashioned, más una nítida pulcritud acentuaban su aspecto luminoso: la piel de su rostro, aunque fatigada, mostraba el sonrosamiento, la delicada finura del que ha gozado de por vida comodidades y deleites materiales de aquéllos a quienes siempre ha rodeado la abundancia y, por lo mismo, suelen despreciar los excesos. Moderado en todo ámbito y con la sensatez de los hombres cuyo dilatado tránsito por la existencia parecen –con su solo talante, refinado y discreto–, comunicar sabiduría. Su modo de hablar, casi literario, denunciaba una educación más que esmerada. Sin embargo había en él una melancolía, daba la impresión de una elegante decadencia que llegaba a rayar en la dejadez; sólo la inercia de su disciplina desde la infancia y su buena posición social habían evitado que descendiera a los abismos del alcoholismo indigente.
–Con mucho gusto y atención lo leeré. Y lo comentamos, como no. –Desde el día en que trabamos conversación no pasó un mes cuando me proporcionó el texto que ahora transcribo. Sólo agrego esta aclaración y el título con carácter de informe, el otro es el original. Además, creo que es el testimonio personal, como me dijo, de la interminable decadencia de una sociedad y quizá de un mundo. El magistrado Valladares no ha vuelto, lo previó, pero me dejó autorizado a que haga conocer este texto si es mi deseo y si tengo algún medio. Del Magistrado Valladares, hasta el momento, ignoro más destino.

La justicia de lo alto.
Aquel día pudiera haber estado en la cantina, pero creo que tenía que enfrentarme con mi destino. Porque se llega a una edad en que ya no hay diversión mejor que la cantina. Templo de la tristeza carcajeante y la felicidad embrutecida. Ni el golf, ni los libros, ni siquiera las mujeres; la cantina era el único, el final consuelo que por fortuna existe y me tocó en suerte descubrir. Y llegó un momento en que la misma cantina se volvió costumbre y tedio. Otra opción era estar en casa con la familia. Algo difícil de soportar, y eso que cuanto se hace en esta vida es para ellos, para su bienestar. Y así, decidí en aquella ocasión permanecer de guardia, gran parte de la noche. Soy, era desde entonces, alguien que puede decidir eso y mucho más. No me imaginaba que iba a enfrentar a mi destino. El trabajo era lo único que, a veces, aún me conseguía satisfacciones. Pero aquel día se volvió el motivo del peor vacío.
Mi trabajo de juez era decidir el destino de algunas pobres gentes y más bien el de muchos imbéciles. Condenar siempre. Absolver casi nunca. Cuantos llegaron ante mí, por ese solo hecho, eran imbéciles. Y lo que hice fue condenarlos pues los humanos no merecen perdón. Algunos por su estupidez y la mayoría por su maldad. Estupidez y maldad deben ser castigadas, sin tomar en cuenta la inocencia. Pues no hay inocentes. Condenar nos da alguna felicidad, un residuo de felicidad, porque nos hace creer que no somos tan imbéciles o, en su caso, no tan malos. Ambas convicciones son satisfactorias. Absolver no es gratificante porque íntimamente tenemos la convicción de que nadie merece ser absuelto. Cuando tenía la mitad de la edad que ahora tengo, hace treinta años, estaba seguro que mucho antes de esta edad habría alcanzado la felicidad. Confundía la felicidad con la justicia, y ambas con el éxito profesional. Ciertamente, el dinero y el poder –que nada tienen que ver con la justicia que inventamos, pero sí con la real– simulan bastante bien la felicidad, pero ni con mucho lo son. Sé que casi todos los ignorantes y hasta algunos miserables son felices. Y de quienes acumulamos dinero y poder, casi ninguno. Y terminamos renunciando a la intención de la felicidad. Y nos conformamos con el dinero, es decir, con el poder, gracias a la consciencia de que la vida podría ser mucho peor. Pero cuando el destino nos muestra que hay más poderes y mayores caemos en el vacío y descubrimos, creo que con mayor claridad que nadie, que esto, la justicia, más que nada, es un montaje de locos, una farsa imbécil y que sólo los idiotas y los engañados la obedecen.
Guardia de viernes a sábado. Cuando se trabaja en el oficio de remover la mierda, esto pudiera llegar a ser un infierno. La fortuna es que cualquier situación infernal es posible transfigurarla en paraíso, aunque sea un paraíso un tanto vil. Si es que hay dinero para allegarse algún placer. Por eso aquel día ordené:
–Ordóñez, láncese por algo.
–A sus órdenes, licenciado. ¿Lo de siempre? –Contestó mostrándose exultado con impudicia, pues se trata de un sujeto sin control sobre sus emociones, como el júbilo que más bien ascendía desde sus instintos, sobre los cuales tiene un control aun menor. Resultaba repugnante: el señor era feliz como un infante al saber que tragaría y bebería gratis. Detesto su miserable felicidad. Aquí puedo reconocer que también la envidio. Porque ya no soy capaz de sentir felicidad con placeres tan rudimentarios. He ahí una fisura de La Justicia, la Gran justicia, la abstracta. ¿O será ésa la real justicia?, ¿que semejante miserable tenga momentos de felicidad, mientras alguien como yo la ve alejarse más cada vez?
–Terry. Y consígase... qué será... unas cuatro patonas de bacardí blanco para el personal de aquí y los de patrullaje; ah y tráigales unos doscientos tacos de suadero, chorizo y tripa para que también cenen.
–Sí, licenciado. Sí, licenciado. Con cargo a la corporación ¿verdá?
–¿Y preguntas?
–Perdón, licenciado.
–Consíguete también algo de botana para nosotros y los emepés, unos pollos o unas pitzas. Ándale.
–Sí, licenciado. –Se largó presuroso y sonriente, cretina bestia. A pesar de ser viernes no había caído nada. Pero antes que regresara Ordóñez teníamos a cinco incautos que se embriagaban en la calle. Mandé a Rejano a que les tomara los generales, los pasara con el doc y le recomendé que les cargara lo que más se le fuera antojando. Teníamos del mes pasado, septiembre, dos asesinatos, cuatro violaciones, diez robos de auto y ocho asaltos diversos con violencia unos, mediante engaño otros, en casa habitación tres; además de cinco secuestros. Sin resolver, claro. Imposible en todo término encontrar, capturar e incluso procesar a tanto maleante. Los detenidos nos darían solución para un par de casos. Para que aprendieran que con la ley no se juega. O sea, estábamos trabajando normal. Incluso mejor que otras delegaciones de justicia. La delincuencia está cada día más fuerte, más armados, más crueles, más astutos, porque se les agregan policías activos y ex policías. Nosotros también. Estamos mejor. Porque a la fuerza policiaca incorporamos ex delincuentes y delincuentes activos. Resolvemos muchos más casos porque estos ex delincuentes conocen muy bien el modus operandi de sus colegas. Pero en la misma proporción crecen los que no resolvemos. Algunos, sin duda, porque los cometen nuestros muchachos. Esa es la justicia.
Regresó rápido Ordóñez; se había ido en patrulla a sirena abierta. Eficiente el cabrón en tales misiones, como cuando hay que ganar dinero sucio. Un tipo normal. Pero desagradable. Todos los tipos normales son desagradables.
Mandé traer a la licenciada Ofelia Samarrón, Ministerio Público número 62, una ramera, lo cual no importa; una mujer regordeta, sobremaquillada, alcohólica inconfesa, de apariencia embrutecida y gesto patético, datos asimismo triviales; pero lo importante es que se trata de una persona vil. Se ha tirado a los secretarios, a los mecanógrafos, al personal de intendencia y a un número indeterminado de los detenidos en los últimos ocho años, lo cual me parece muy bien, excepto porque digamos que a muchos de ellos los ha violado, es decir, los ha obligado con amenazas a algunos, con rebajas en sus condenas a otros y, en su caso, con engaños y promesas. Un sujeto no se metería en una cama con ella desinteresadamente jamás. Una mujer, pues, como muchas hay.
También hice que viniera el licenciado Everardo Hernández, ministerio público; un cerdo, no sólo por lo insaciable para tragar (pues él no come); también para esquilmar detenidos mediante la extorsión y las transas más escabrosas, pero además es físicamente porcino: chaparro, obeso, alcohólico, ratero y con cara y gesto, por supuesto, de puerco; brutal y prepotente con los detenidos, risueño y rastrero con sus superiores, como ante mí. Bueno, un hombre normal que lucha como puede por su vida y su bienestar.
También vinieron los secretarios de turno y Ordóñez. Una punta de imbéciles. Mis subordinados, mis huestes. Mi equipo para impartir justicia. ¿Qué dirán de mí?
–Licenciada Samarrón, hágame el favor. Acepte un uisquito, ¿qué le parece?
–Ay, licenciado, pero nada más dos.
–Licenciado Hernández
–Señor, es un honor.
–Muy bien, ¿gustan un bocadillo? Aquí nuestro buen Ordóñez organizó. Hay pollos y pitza. Reséndiz, Quintanilla, Magallón; suspendan un minuto, vengan a cenar. Ordóñez, lleva los tacos para el resto. Que les guarden algo a los de patrullas.
Empezamos a comer. La Samarrón tragaba como si compitiera. Everardo prefería combinar las tarascadas mascándolas entre líquido, hacía un ruido harto repugnante, pues iba regando cada bocado con impresionantes gárgaras de Terry. Los secretarios y Ordóñez procuraban atascarse de comida y bebida con la mayor hipocresía, haciéndose de la boca chiquita. Yo picoteaba las aceitunas de las pizzas; un poco de queso, probaditas de las partes más doradas de los pollos rostizados. Y tragos bien grandes de whisky, para soportar a esta gente. Estoy seguro de que si la gente que condenamos y el público en general nos viera comer, no aceptaría nuestros veredictos, así de indignos se veían. Incluyéndome.
Al cuarto whisky sentí el alumbramiento y me animé. Quería hacerlos sentir como a los detenidos, que aquí son desecho social en el desamparo, que tiemblan de terror frente a nosotros, el poder, el poder judicial, implacable, inhumano. El poder que está tan lejos de la justicia. Si la justicia ocurriera no existiría el poder, ningún poder y menos que ninguno el poder judicial, ni el supuesto equilibrio entre los tres poderes. Se supone que yo, Abelardo Valladares, Decimonono Magistrado de Circuito, usufructúo jurisdicción para enjuiciar, si es procedente, al mismo presidente de la república. Jamás. No soy estúpido. El poder crea y reparte su justicia. Nosotros somos sus alfiles cuando mucho. Y simulan creer que así, repartiendo el poder se equilibraría, se haría humano. Si el poder se humanizara dejaría de serlo. Siempre pensé que “un día tengo que escribir esto”. Y necesité confrontarme con mi destino para hacerlo.
El poder. Los tres poderes de la Federación son la maldad organizada para imponer al mundo los intereses de un grupúsculo. El resto son las masas, desecho que algún día tendremos a nuestros pies suplicante y aterrada. Qué duda cabe, este mundo es una porquería. Pero había pequeños consuelos que debemos disfrutar, desde los goces animales, hasta otros, superiores. Hoy no sé si hay algo. Nuestro precario paraíso sólo era posible gracias a los múltiples infiernos del resto. Si no hubiera eso, no valdría la pena vivir en semejante mundo. Pero cuando también eso desaparece, cuando nos imponen el infierno entonces ¿qué? Cuando nos conducen a la animalidad la vida toma sentido por sí misma.
Sin mayor preámbulo me desaté (supongo que se lo esperaban: “cuando el juez Valladares invita es porque, de otra manera, nos lo va a cobrar muy caro”), pues sí, para qué otra cosa podían servir, si son tan corruptos que, estoy seguro, ya ni siquiera recuerdan el procedimental para juicios legales y regulares; toda su puta vida han resuelto los casos a punta de chantaje, de transa y de soborno, si no es que también de asesinato y no sabrían hacer nada más en la vida. Pero así es la justicia de los hombres. O sea la de Dios. Por eso no debemos permitir que nadie nos la arrebate. Porque impondrá su justicia falsa. De lo contrario la justicia no existe. Y –puesto que, quizás, así sea– entonces ¿qué he hecho toda mi vida?
–Estimados colegas, ustedes saben que estamos aquí para cumplir y hacer cumplir La Ley. La Ley del Estado. La Ley que protege a la sociedad, a la convivencia humana. Lo que es esta Ley, la Ley Humana. La Ley que ha surgido a través de la ciencia del Derecho. Esa es nuestra misión en este mundo, queridos colegas. Miren ustedes, nosotros somos el rigor. Somos los designados, así nos lo encarga la sociedad, aplicar severos correctivos a quienes infrinjan los límites que nos hemos determinado. Y ustedes me dirán, queridos colegas, de acuerdo, pero sólo a menos que el indiciado no tenga mucho dinero. El rigor, entonces, se suaviza un poco. Porque el dinero duele al que lo pierde, pero es la mayor caricia para el que lo gana. A los inocentes todo el rigor y a los culpables, si poderosos, ni siquiera un poco del rigor de la ley. Y, ustedes lo saben, ésa es otra justicia. Ustedes lo saben, la justicia no existe. Esto es nuestro trabajo, condenar a la gente que cae en nuestras manos, a menos que tengan poder; la justicia es algo demasiado inmenso y abstracto y a la vez minucioso para que nosotros impartamos justicia. Si ni siquiera Dios es justo. Lo sabe usted, licenciada, lo sabe usted, Everardo, lo sabemos aquí, pero allá afuera no lo saben y hemos condenado a pobres sujetos sin que sean culpables las más de las veces. Hemos absuelto a seres humanos espantosos, empedernidos criminales sin rasgo de humanidad. Culpables de crímenes abominables. Pero en este mundo no hay culpables, hay poderosos y hay débiles, hay inteligentes y hay imbéciles, no hay culpables ni inocentes, o mejor, todos son culpables, todos son transgresores, que es como lo manejamos, todos son infractores, criminales o al menos ilegales, no existe ser humano en el mundo que no pueda ser juzgado y condenado por la ley, pero hay unos, la mayoría, que pagan por el resto, por los que delinquen de verdad, son los convictos, los otros cometen crímenes sin medida y sin humanidad pero nada ni nadie los convence y, además, tienen de sobra quien pague por ellos, las masas a las que de una u otra manera, desde uno u otro sitial, gobiernan. Se dice que somos corruptos. Totalmente corruptos. Pero quienes lo dicen, ignoran que eso también es justicia, en los hechos esa es la verdadera justicia. Es la justicia de lo más alto. La verdadera justicia que es espantosa. La justicia que no tiene que ver con ministerio público ni juez. La justicia del mundo, que decapita y asesina a los pendejos pero premia y da poder a los cabrones. El evangelio lo dice: “Al que tiene más le doy y al que no tiene le quito”, y si ya le quitaron lo maldigo y si ya lo maldijeron lo condeno y una vez condenado lo metemos a que su alma se pudra en la cárcel. Ustedes lo saben, el dinero suaviza y lubrica al rigor más acerado. Yo estoy aquí, nosotros estamos aquí para proporcionar severos correctivos a la gente pendeja, que es la gente que no tiene dinero. Cumplimos una misión de Dios, para que la gente sufra. ¿O de qué otra manera se van a aplicar los castigos y las pruebas que ha de sufrir la gente? Si la vida es sufrimiento. Veamos la naturaleza. En este mundo hay que sufrir. El sufrimiento engrandece a los humanos. Este mundo es para que sufran unos, pero también para que gocen otros, los que lo tienen todo. Los que aplican la justicia, los que ministran el sufrimiento. Estoy, estamos, entre éstos. Y no tenemos la culpa. Así es el mundo y no lo podemos cambiar. Ni queremos, por cierto. Somos el lado oscuro de la justicia y nuestra misión es la justicia de lo más alto, la peor de todas. Por otra parte tenemos que tomar lo bueno de la vida y, en nuestro caso, aplicar la justicia de los hombres, que, de una o de otra manera es la ley de Dios.
Cuando tomé la palabra se atascaban de comida, pero se hicieron los mustios, comían más despacio, simulando que me prestaban atención. Nadie de ellos llegará jamás a elucidar ideas de tal envergadura, vamos, ni siquiera de la mitad. Pero ahí estaban, simulando que oían, pero tragando y bebiendo, fingiendo preferir el discurso. La marrana de la Samarrón disimulaba muy poco y comía más descaradamente que el resto, no podía esperar menos de una mujer a quien sólo le interesa en el mundo comer, embriagarse, pero más que nada, el colgajo que traen los hombres jóvenes y desamparados que llegan aquí detenidos o los que hacen el trabajo sucio con las manos, pues el verdadero trabajo sucio lo hacemos nosotros; el referido colgajo es su motivación vital, su felicidad. Lo que nunca he logrado, la felicidad para ella se centra en eso y me lo corroboró haciendo lo que nadie se hubiera atrevido a hacer, envalentonada por sentirse ya un poco briaga, interrumpirme para exponer los dogmas de su fe:
–Ay, licenciado, le diré. Sé de otras formas que también suavizan. Licenciado, con su venia por interrumpir su tan sabio panegírico, la belleza, licenciado. Cómo castigar a la belleza y más, cómo punir a la belleza que nos proporciona sus placeres. La belleza alcanza y hasta rebasa a la justicia, licenciado. Es más, creo que la belleza es una forma de la justicia, y la más alta, ésa de la que usted hablaba, para mi gusto y entender, licenciado. Y con el perdón de los caballeros aquí presentes, pero mal haríamos; pecado sería, que es la gran injusticia contra sí mismo, si teniendo a la mano la juventud, la hermosura de un mancebo y hablo como mujer, en este sitio, este nicho de privilegio en el que nos ha colocado la sociedad, no lo aprovecháramos.
–¡Ah!, sabias son sus palabras, licenciada. Estoy de acuerdo, la belleza es la belleza. Y también cuesta, cómo no. Bendito es el que tiene dinero para pagar la belleza. –Dijo Everardo entre masticadas y degluciones, atreviéndose puesto que ya la otra lo había hecho, aquello era para mi sorpresa, pues no me era posible concebir en ambos semejantes profundidades conceptuales–. En esta vida todo cuesta y la verdadera belleza es muy cara. Por eso, lo más importante es tener el dinero, o el poder, en su caso, para comprar lo que se necesite comprar. –Éstos son los ministerios públicos: los encargados de vigilar que la ley se aplique con justicia. Sin embargo, me asombraba su fluencia filosófica.
En efecto, una insaciable ramera y un repelente cerdo. Eran mis más cercanos colaboradores. Quise hacerles sentir que gente así es una basura, pero alguien como ellos, que abusan de los que caen en sus manos son unas hienas carroñeras. Sugerírselo... ¿Soy mejor que ellos tan sólo porque no me ensucio las manos? Pero quería que se sintieran despreciables. En ese momento llegó patrullaje con detenidos y mandamos a los secretarios a tomarles declaración. No quería que nos molestaran. Pero éstos regresaron inmediatamente y dijeron que era paquete; venía un balaceado, dos picados, un moribundo remitido a urgencias y hasta un occiso todavía por levantar. Riña entre gente normal. Bueno, levantar al occiso, dar fe, podía esperar, dos, tres horas. Que termináramos de cenar, que los hiciera sentir como se merecen. Todo podía esperar, hasta las declaraciones, a menos que los lesionados estuvieran graves, no fueran a morirse sin declarar. Ordené:
–Licenciada, licenciado, ni hablar, parece que más vale sacar esto rápido. Y regresamos en un rato a convivir, ¿cómo ven?
–A sus órdenes, licenciado –se apresuró Everardo. La Samarrón no pareció muy de acuerdo pero aceptó, ¿qué opción le quedaba? Fueron saliendo furiosos en fila india de mi cubículo.
Cinco minutos después llegaron hasta mi oficina tres elementos fuertemente armados. Con ellos venían Ordóñez y Rejano. –Baltasar Ordóñez, indíquele a los señores lo que ya bien saben, ningún personal armado puede entrar en esta oficina.
–Licenciado... –Entonces noté que Ordóñez, sólo por lo prieto, no estaba transparente de palidez. Uno de los sujetos, con un arma en la mano, un AK47, mejor conocido como cuerno de chivo, me preguntó señalándome con el arma:
–Juez Valladares, ¿verdá? Vente pa’cá, gordo, el jefe quiere verte.
–¿Cómo se atreve? Yo no tengo jefes. ¿Cuál es su nombre, señor? Acaba de perder su empleo. Ordóñez, Rejano, ¿quién es éste? Arréstenlo quince días.
–Li, cen, ciado... –ambos estaban tan aterrorizados que no podían hablar. Y ocurrió lo inimaginable, dos de los empistolados me levantaron agarrándome de los hombros del saco y me sacaron a empellones. No lo creía. Me llevaron con violencia, casi cargando, como si fuera un costal de basura, como si me odiaran, usando esa maldita costumbre, lo descubrí en ese momento, de levantar al detenido de la presilla posterior del pantalón haciendo que la ropa se meta enojosamente por el culo, me condujeron entre pasillos y cubículos hasta el área de atención al público. Busqué con la mirada a mis compañeros de trabajo; los conducían en condiciones muy parecidas.
Un hombre de mi edad estaba apoltronado en la mejor silla, al centro de los escritorios. Tenía lentes negros. Parecía ajeno a la aberración que estaba ocurriendo. Era el jefe. Los empleados de guardia y los policías permanecían replegados a la pared, los efectivos policiacos habían sido desarmados y tres sujetos de aspecto rural y metralleta en mano los vigilaban. Otros sicarios estaban descaradamente sentados sobre los escritorios fumando, riendo y picándose los dientes, sin apartar jamás de sus manos el arma de alto poder. Pensé, para hacer un operativo de esta naturaleza deben tener un arsenal que aquí ni siquiera soñamos y una fuerza de fuego de al menos cincuenta matones. ¿¡Quiénes eran!?
–Este gordo es el juez Abelardo Valladares –le dijeron al jefe. Éste hizo un movimiento leve, como un dios, entonces un pistolero me empujó:
–¡Siéntate! –Sentí su mano fría en mi calva, me obligó a sentarme... en el suelo, ante el jefe y, lo peor, a la vista del personal subordinado. El jefe con calma imperial entregó un teléfono celular a su matón. Éste me lo puso en el oído. Escuché:
–¡Papá, dales lo que quieran!, tienen una pistola en mi frente y ya cortaron cartucho. –Casi comprendí todo.
–No te preocupes, hijo. Ahorita resuelvo todo con los señores. –Inmediatamente lanzaron al piso, frente a mí, un gran fajo de papeles.
–Fírmalos. –Dijo el empistolado. Examiné los encabezados. Eran las actas de libertad de gran número de detenidos, quizá de todos los de aquí y también de otros reclusorios–. Te dije que los firmes, cabrón, no que los leas.
Algo ordenó el jefe, con una seña imperceptible. Yo me buscaba un bolígrafo entre la ropa. Trajeron jaloneando a Everardo. Lo pusieron de pie frente a mí. Miré desde abajo su rostro cenizo y aterrorizado, lo vi mirarme: última imagen de su vida. Se oyó el trueno atroz y seco. Increíblemente breve. Increíblemente fuerte. Salpicó de sangre y de un material grisáceo amarillento, sucio, gelatinoso, encefálico hasta dos metros en abanico a su alrededor, fue como si nos escupiera un litro de líquido rojo, la gelatina amarillenta llegó hasta las paredes, Everardo emitió un penetrante y brevísimo chillido porcino pegó un salto y me cayó encima desmadejado. Todavía convulsionó dos veces, luego se estiró como quien despierta, al final soltó el cuerpo, estaba más muerto que las losetas del piso; quedamos bañados en sangre tanto él como yo. Gritos de mujeres, gritos como si las mataran a ellas. Ofelia Samarrón se movió y fue brutalmente golpeada, cayó al suelo sangrando. Una o dos mujeres más también se derrumbaron. Varios policías y secretarios voltearon el rostro. El asesino que me había dado los papeles apartó, como si fuera un bulto, a Everardo Hernández, ministerio público, aplastado contra el frío piso como una alfombra de bestia desollada, su rostro era igual que una de esas máscaras de cerdo que exhiben en los mercados de barrial; ya no era humano sino un montón de carne sanguinolenta, un monigote repugnante y siniestro que había adoptado una postura grotesca y difícil de creer. En el teléfono se oyó:
–¡Papá!, ¡¿papá, estás bien?, háblame, por favor! ¡Papá!
–Estoy bien, estoy bien, hijo. No te preocupes, estoy negociando con los señores. –Y me puse a firmar. Uno de los matones gritó:
–El que vuelva a gritar es el que sigue. –Los sollozos siguieron, ahora apagados, más bien como ronquidos–. Todo el mundo al fondo. Fuera ropa. A encuerarse todos. El que quiera irse al infierno no obedezca. ¡Órale, rápido, a encuerarse!
En pocos minutos estaban todos los funcionarios desnudos en la demarcación policiaca, donde impartimos la justicia. Yo seguía firmando, a gatas en el suelo. Todo era miseria, gordura, pellejos, grasa, carne fofa, pelos, lonjas, piel descolorida, gente temblorosa, llantos ahogados, mujeres cubriéndose el sexo con una mano y los senos con el otro brazo. Descubrí que casi sólo seres muy desagradables trabajan en este lugar. La desnudez de la Samarrón era aborrecible, lamentabilísima. Cuando casi terminaba de firmar órdenes de liberación para el total de reclusos que teníamos, uno de los transgresores me ordenó levantarme con una patada en el trasero:
–Párate y encuérate, viejo pendejo. –Obedecí con resignada lentitud, el jefe de ellos parecía ajeno a lo que ocurría, impenetrable detrás de sus anteojos negros–; que vengan tus ayudantes.
Señalé a Ordóñez y a Magallón; más repugnantes que cuando están vestidos. Nos llevaron temblando gelatinosamente nuestras miserables humanidades, hasta el área de separos. Una aparición divina estaba de pie en la entrada al pasillo. Muy joven, casi niña, con el bulto de su ropa a sus pies, como una diosa o un ángel de color canela, resplandeciente y como inmune a lo que ocurría, armada de belleza, creí ver que le rendían una reverencia cuantos pasaban ante ella ya desnudos, ya vestidos. Era como un ángel poderoso que en cualquier momento nos salvaría. Una chiquilla que barría y trapeaba los suelos mientras nosotros condenamos.
–Le vas a dar su acta de liberación a cada uno. –Dijo el pistolero frente a los detenidos; éstos, asombrados, desconcertados, mirando las desnudeces repulsivas del personal que los había sometido y que estaba encargado de aplicarles la justicia se apiñaron y comenzaron a salir en estampida de bestias.
Fui entregando documentos, flanqueado por dos miserables desnudos como yo. Los delincuentes llegaban con violencia, empujando al resto, me arrebataban el documento, algunos me escupieron la cara, otros me abofetearon. Había indigentes alcoholizados que reían y gritaban. Algún ex detenido comenzó a golpear salvajemente a un policía. Luego se generalizaron las agresiones. No eran más de cincuenta pero parecían muchos más golpeando policías indefensos y desnudos, aovillados, revolcándose por el suelo recibiendo brutal golpiza. Se oían ruidos increíbles, cuerpos que se estrellaban en suelo, paredes y columnas. Los pistoleros, entre risotadas, los invitaban a largarse pero no eran obedecidos. Varios delincuentes empezaron a saquear los escritorios. Parece que en el ínterin llegaron patrullas. Los policías fueron capturados y desarmados, creo que mataron a alguno más, los sobrevivientes entraron ya desnudos en las instalaciones de la aberración. Regresamos y, ante el jefe, de nuevo me aplastaron colocándome de rodillas ante él. Luego me senté.
De pronto el jefe se levantó. Lo vi mirarme desde su estatura, yo, en aquel entonces décimonono juez federal de distrito, de nalgas en el suelo y desnudo, miserable; él, serio, impertérrito. Creí descubrir el desprecio por nuestra justicia en sus ojos detrás de los lentes negros. Al mismo tiempo sentí el peso del poder, de su justicia. Se fue caminando con parsimonia, con ligereza, como si paseara. Abandonaron a los reclusos y treparon, el jefe y su estado mayor, en una lujosa camioneta de vidrios negros que apareció en la misma puerta, sobre la banqueta de la delegación policiaca. El resto fueron por sus vehículos en las calles adyacentes, supongo. En menos de un minuto no había nadie de los invasores. Los ex reclusos continuaban el saqueo, pero ya para entonces policías desnudos peleaban con ellos, aunque la gran mayoría huyó, alcanzamos a reaprehender a unos quince. Las mujeres y los civiles se vestían presurosos y desvergonzados, rebuscando y escogiendo su ropa casi en camaradería, como si aquel atentado los hubiera redimido de la impudicia. Tomé mi ropa y me encerré en mi oficina. Comprobé que no había forma de comunicarse con el exterior. Regresé vestido. Ya había algún control. Incluso los policías estaban uniformados y algunos de los ex liberados, de nuevo reclusos. Impartí las órdenes pertinentes, procedimientos de rutina para los cadáveres de los policías y el de Everardo. La Samarrón lloraba empinada, agarrando el despojo, tan lastimosa como un animal desamparado, como un ser humano, embarrada en la sangre de aquel hombre. Jamás lo hubiera imaginado. Lo amaba. No la creía capaz. Qué más secretos habría, aparte del ángel que desapareció y los sentimientos de Ofelia, de los que nunca me enteré. Me fui a mi casa. Mi hijo fue liberado ese mismo día. Un secuaz de aquel ejército criminal a quien tuvimos detenido –individuo del que seguimos desconociendo su identidad– había sido liberado en el operativo del que fuimos víctimas. Tuve que llamar y a veces visitar, en una labor intensiva y tenaz, durante los días subsecuentes, con total y acuciosa discreción, a los amigos y colegas más cercanos y encumbrados, incluyendo al señor Procurador, para enterarlos y, a la vez, para que los sucesos no se filtraran a los medios. De una u otra forma resolví la situación jurídica de los detenidos que fueron liberados aquella noche, tanto de los que recapturamos como de los que no. La justicia puede hacer eso. Ahora vivimos en la incertidumbre. En cualquier momento, el crimen organizado puede operar para imponernos lo que ellos llamarán Su Justicia y quizá crean que es la verdadera. Y hasta es posible que lo sea, quién puede asegurar que no. Un poder nos ha rebasado. La justicia fue, una vez más, sometida al poder en turno.


(última modificación 27 XI 2006)