lunes, 30 de marzo de 2009

Juan Camilo y el modo panista

Juan Camilo y el modo panista


Juan Camilo Mouriño Terrazo, hoy desaparecido, fue un político hábil, astuto, oportuno no menos que oportunista aunque llegó a su “nivel de incompetencia”, según el Principio de Peter, cuando accedió al cargo de secretario de Gobernación. En parte por la exhibición de él y sus negocios al menos deshonestos, si no es que fuera de la ley.
Juan Camilo era presidente de la Comisión de Energía de la Cámara de Diputados en la LVIII Legislatura. Y a la vez era representante legal de las empresas del señor Carlos Mouriño Atanes, su padre. Una de las empresas se llama Ivancar, Iván es el nombre que cariñosamente otorgaban a Juan Camilo sus familiares y amigos más cercanos. Por supuesto que eso no es prueba de nada. Pero, para las autoridades, tampoco fueron prueba las decenas de contratos que fueron exhibidos, en los que aparecía la firma de Juan Camilo Mouriño. Contratos que jamás fueron desmentidos con pruebas de algún tipo en ningún momento.
Luego Juan Camilo Mouriño Terrazo fue secretario particular de Felipe Calderón y, antes, miembro prominente de su equipo de campaña electoral. Ganaron la Presidencia de la República mediante un proceso fuertemente cuestionado ―un porcentaje cercano (o quizá por arriba) al 30 de los mexicanos consideran que el 2 de julio de 2006 el gobierno federal, varios gobiernos estatales, el Instituto Federal Electoral, el Sindicato de Maestros bajo el mando de Elba Esther Gordillo, el Tribunal Electoral de Poder Judicial de la Federación, un grupo importante de empresarios, algunos intelectuales privilegiados por los diferentes gobiernos recientes y algunos otros organismos y personajes― se coludieron para llevar a efecto un fraude electoral que sólo es comparable al ―hoy aceptado fraude― de Carlos Carlos Salinas de Gortari contra Cuauhtémoc Cárdenas. Pero este escrito está referido a Juan Camilo, volvamos.
Todavía como secretario particular de Calderón, Juan Camilo firmó contratos como representante de sus empresas (o las de su familia). Cuando fue públicamente denunciado por eso, sólo se justificó de manera poco convincente y sin presentar pruebas en contra, sino más bien admitiendo que sí habían ocurrido los hechos de los que se le acusaba, pero que eso no era delito y además él había renunciado a sus múltiples empresas para servir a la nación, entendamos para servirnos a todos. En lo personal siempre quise decirle “Oye, Camilo, por mí no te preocupes, vuelve a tus empresas”.
Lo cierto es que las denuncias lo debilitaron sensiblemente y lo colocaron en una difícil situación, en la que llegó casi al ostracismo imposibilitado para realizar interlocución con los diversos actores políticos y cuantimenos con los opositores.
Juan Camilo perpetró abundantes actos de corrupción, pero la justificación fue que no fueron mayores que los que realizó Diego Fernández de Cevallos, por ejemplo y mucho menos que aquellos con los que victimaron a México tanto los hermanos Bribiesca o la señora Martha Sahagún de Fox.
Luego Juan Camilo murió.
Un lamentable pero muy sospechoso accidente lo quitó del mundo. Y eso lo volvió un héroe. Felipe Calderón le rindió homenajes de estadista. Bueno. Pero eso no lo exculpa, y es que, como dijo el poeta Díaz Mirón, “El mérito es el náufrago del alma/ vivo se hunde, pero muerto flota”. En su momento, es decir, en fechas muy cercanas a la muerte de Mouriño, publiqué en el blog http://www.pterocles-arenarius.blogspot.com un artículo llamado Las raterías de Juan Camilo Mouriño.
Varios meses después, algún valiente, anónimo por supuesto, publicó un comentario en el blog llamándome mentiroso, listillo, mediocre, deficiente o retardado mental y finalmente mediocre con derecho a voto.
Me sorprende que con tanta vehemencia me insulte por tan sólo ejercer mi derecho de opinar sobre sucesos que probablemente fueron hechos delictivos que afectan a todos los mexicanos y en los que al parecer, se ha creado una protección de impunidad y, peor aun, han tratado de convertir a Mouriño en un mártir, cuando que, en realidad, no fue mucho más allá de ser un político corrupto, como la gran mayoría de los políticos mexicanos.
Con Mouriño se aplicó la que ya se está volviendo frase común para la justicia mexicana: “Sí se violó la ley, pero no tanto”, así se pronunció la Suprema Corte (más bien Tremenda Corte) de Justicia en el caso del confeso pederasta y gobernador de Puebla, Mario Marín, cuando éste, para proteger a su amigo igualmente pederasta Kamel Nacif Borge, cuando ambos coludidos ordenaron violar los derechos humanos de la periodista y defensora de derechos humanos Lydia Cacho.
Así se procedió igualmente en el caso del Fobaproa hace ya más de diez años, lo que ha costado miles y miles de millones de pesos al erario (30 mil millones sólo en 2008), es decir, a todos nosotros. Y todavía antes, se justificó el anatocismo, es decir, el cobro de intereses sobre intereses (o el robo legalizado). O bien, el colmo fue en las elecciones de 2006, en que la justicia prefirió dejar a un presidente sumido en el limbo de la ilegitimidad o del franco rechazo de millones de mexicanos, antes que investigar profundamente o acceder a la sentida demanda de revisar “Voto por voto y casilla por casilla” para legitimar perfectamente a Calderón o bien para establecer al verdadero triunfador. Y luego de aquello, el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación nos hizo saber su veredicto: “Sí, se violó la ley, pero no tanto”, nada más cuando Fox intervino en el proceso electoral gastando miles de millones de pesos para promover a Calderón, los empresarios hicieron una sañuda y mentirosa campaña no menos ilegal, el Partido Acción Nacional hizo intervenir a extranjeros en nuestro proceso electoral al traer al político fascistoide español José María Aznar y a los asesores Antonio Solá y Dick Morris, gachupín el uno y gringo el otro. La intervención de una compañía de sofware de uno de sus cuñados, Hildebrando Gómez del Campo, en el padrón del Instituto Federal Electoral, un hecho del que hasta el momento no se ha probado la no intervención del familiar de Calderón a través de sus compañías y en cambio sí sabemos que Hildebrando y sus empresas hicieron trabajos para el IFE. Igualmente no se ha aclarado el hecho de que las actas fueron de manera reiterada (y seguramente) masiva alteradas ya en pleno proceso electoral. Tampoco se han aclarado las múltiples denuncias que hace Luis Mandoki en su película México Fraude 2006. No menos recordamos que Elba Esther Gordillo colocó en la calles a cientos o quizá miles de sus operadores para llevar a efecto el fraude electoral in situ, para lo cual la profesora tiene amplia experiencia como presidenta vitalicia del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación.
El país se encuentra estancado desde hace un cuarto de siglo sin crecer económicamente. Una pandilla de sujetos poderosos se han apoderado de todas las instituciones, las han prostituido. Mediante la justificación de que la libre competencia es lo ideal para el país, han impedido toda competencia y han creado lo que en el extranjero llaman una “Economía de compadres”, donde los únicos que pueden ganar son ellos, los únicos que pueden violar la ley, pero no tanto, son ellos; los únicos que pueden quitar y poner gobernantes son ellos. Ellos pusieron a Calderón, por encima de la voluntad de la mayoría de los mexicanos.
Pero hoy México está al borde del colapso, por más que traten de ocultarlo. Los gobiernos panistas, del último de los cuales Camilo Mouriño fue conspicuo miembro, han hecho un papel peor que mediocre gobernando al país. Los datos que arrojan los periódicos son alarmantes. En México se están matando más personas que en Irak, país en guerra. Los mexicanos pobres tienen niveles de vida propios de los países pobres de Africa. La concentración de la riqueza es una de las peores del mundo. Y el PAN se encuentra en tan precarias condiciones que la gente ha estado votando por el bien conocido (por corrupto) PRI antes que refrendar el poder al PAN.
A todo eso colaboró Juan Camilo Mouriño Terrazo. Y lo seguiremos diciendo a pesar de los insultos y las agresiones. En 2004, por criticar (acremente, es cierto) a los diputados panistas del congreso local de Guanajuato, el que esto escribe, luego de un tortuoso procedimiento, fui expulsado de mi trabajo en el periódico Correo de aquel estado. Y en Guanajuato, toda expresión crítica es permanentemente acallada o al menos sometida a fuertes presiones desde el poder.
Y luego este sujeto (el anónimo insultándome en mi blog) considera, al decir que tengo derecho al voto, que no debiera tenerlo porque pensará que los que critican al gobierno no deben votar. Sin embargo, tenemos ese derecho, criticar a los gobiernos corruptos del partido que sean. Señalar sus infamias, aunque haya sujetos intolerantes que pretendan defender la corrupción sólo porque comparten creencias de alguna índole con los políticos corruptos.
El PAN tiene el deshonor de haber dado a México el presidente más tonto y a la vez el más ignorante de la historia: Vicente Fox Quesada. Para autoagraviarse más, no les importó refrendar la Presidencia mediante un fraude electoral histórico. Los lamentabilísimos resultados están siendo vistos. No importa que digan que la crisis viene del extranjero. Las advertencias fueron hechas desde el año 2007.
Hoy el país está a la deriva en medio de gravísimos problemas y no es con insultos ni amenazas como van a resolver los problemas que ellos mismos, los panistas, han colaborado a crear o se han negado a corregir. Finalmente, constantemente se ha denunciado que desde la Secretaría de Gobernación hay un grupo pagado por la institución para monitorear a los opositores y someterlos a insultos y amenazas, como ha ocurrido con mi blog.

lunes, 16 de marzo de 2009

El informe Valladares (La justicia de lo alto)

El Informe Valladares es un cuento que retrata a la justicia mexicana, la desnuda. El cuento fue escrito hace, al menos cuatro años, cuando nadie pensaba que algo como lo que se narra en este cuento fuera posible. Pero los que vivimos en el México real, sabíamos desde hace muchos años que la justicia mexicana es totalmente corrupta, con mínimas salvedades. Tan corrupta es que ya es difícil distinguirla de lo que ellos mismos llaman "el crimen organizado". Hoy, lo que narra el cuento es cotidiano, bien podría ser más bien y con algún recorte, una nota periodística.
El Informe Valladares
(La Justicia de lo Alto)


Pterocles Arenarius

Lo mejor y más alto que puede lograr
el hombre ha de obtenerlo mediante un delito.

Friedrich Nietzsche



–Quiero que lo lea y que algún día me diga lo que opina, señor Arenarius. –Era un caballero ya venerable que un buen día apareció en la cantina de medio pelo que yo frecuentaba para hacer corrillo con algunos conocidos. Luego habría de enterarme que era el Magistrado Abelardo Valladares, un hombre cuya indumentaria de figurín old fashioned, más una nítida pulcritud acentuaban su aspecto luminoso: la piel de su rostro, aunque fatigada, mostraba el sonrosamiento, la delicada finura del que ha gozado de por vida comodidades y deleites materiales de aquéllos a quienes siempre ha rodeado la abundancia y, por lo mismo, suelen despreciar los excesos. Moderado en todo ámbito y con la sensatez de los hombres cuyo dilatado tránsito por la existencia parecen –con su solo talante, refinado y discreto–, comunicar sabiduría. Su modo de hablar, casi literario, denunciaba una educación más que esmerada. Sin embargo había en él una melancolía, daba la impresión de una elegante decadencia que llegaba a rayar en la dejadez; sólo la inercia de su disciplina desde la infancia y su buena posición social habían evitado que descendiera a los abismos del alcoholismo indigente.
–Con mucho gusto y atención lo leeré. Y lo comentamos, como no. –Desde el día en que trabamos conversación no pasó un mes cuando me proporcionó el texto que ahora transcribo. Sólo agrego esta aclaración y el título con carácter de informe, el otro es el original. Además, creo que es el testimonio personal, como me dijo, de la interminable decadencia de una sociedad y quizá de un mundo. El magistrado Valladares no ha vuelto, lo previó, pero me dejó autorizado a que haga conocer este texto si es mi deseo y si tengo algún medio. Del Magistrado Valladares, hasta el momento, ignoro más destino.

La justicia de lo alto.
Aquel día pudiera haber estado en la cantina, pero creo que tenía que enfrentarme con mi destino. Porque se llega a una edad en que ya no hay diversión mejor que la cantina. Templo de la tristeza carcajeante y la felicidad embrutecida. Ni el golf, ni los libros, ni siquiera las mujeres; la cantina era el único, el final consuelo que por fortuna existe y me tocó en suerte descubrir. Y llegó un momento en que la misma cantina se volvió costumbre y tedio. Otra opción era estar en casa con la familia. Algo difícil de soportar, y eso que cuanto se hace en esta vida es para ellos, para su bienestar. Y así, decidí en aquella ocasión permanecer de guardia, gran parte de la noche. Soy, era desde entonces, alguien que puede decidir eso y mucho más. No me imaginaba que iba a enfrentar a mi destino. El trabajo era lo único que, a veces, aún me conseguía satisfacciones. Pero aquel día se volvió el motivo del peor vacío.
Mi trabajo de juez era decidir el destino de algunas pobres gentes y más bien el de muchos imbéciles. Condenar siempre. Absolver casi nunca. Cuantos llegaron ante mí, por ese solo hecho, eran imbéciles. Y lo que hice fue condenarlos pues los humanos no merecen perdón. Algunos por su estupidez y la mayoría por su maldad. Estupidez y maldad deben ser castigadas, sin tomar en cuenta la inocencia. Pues no hay inocentes. Condenar nos da alguna felicidad, un residuo de felicidad, porque nos hace creer que no somos tan imbéciles o, en su caso, no tan malos. Ambas convicciones son satisfactorias. Absolver no es gratificante porque íntimamente tenemos la convicción de que nadie merece ser absuelto. Cuando tenía la mitad de la edad que ahora tengo, hace treinta años, estaba seguro que mucho antes de esta edad habría alcanzado la felicidad. Confundía la felicidad con la justicia, y ambas con el éxito profesional. Ciertamente, el dinero y el poder –que nada tienen que ver con la justicia que inventamos, pero sí con la real– simulan bastante bien la felicidad, pero ni con mucho lo son. Sé que casi todos los ignorantes y hasta algunos miserables son felices. Y de quienes acumulamos dinero y poder, casi ninguno. Y terminamos renunciando a la intención de la felicidad. Y nos conformamos con el dinero, es decir, con el poder, gracias a la consciencia de que la vida podría ser mucho peor. Pero cuando el destino nos muestra que hay más poderes y mayores caemos en el vacío y descubrimos, creo que con mayor claridad que nadie, que esto, la justicia, más que nada, es un montaje de locos, una farsa imbécil y que sólo los idiotas y los engañados la obedecen.
Guardia de viernes a sábado. Cuando se trabaja en el oficio de remover la mierda, esto pudiera llegar a ser un infierno. La fortuna es que cualquier situación infernal es posible transfigurarla en paraíso, aunque sea un paraíso un tanto vil. Si es que hay dinero para allegarse algún placer. Por eso aquel día ordené:
–Ordóñez, láncese por algo.
–A sus órdenes, licenciado. ¿Lo de siempre? –Contestó mostrándose exultado con impudicia, pues se trata de un sujeto sin control sobre sus emociones, como el júbilo que más bien ascendía desde sus instintos, sobre los cuales tiene un control aun menor. Resultaba repugnante: el señor era feliz como un infante al saber que tragaría y bebería gratis. Detesto su miserable felicidad. Aquí puedo reconocer que también la envidio. Porque ya no soy capaz de sentir felicidad con placeres tan rudimentarios. He ahí una fisura de La Justicia, la Gran justicia, la abstracta. ¿O será ésa la real justicia?, ¿que semejante miserable tenga momentos de felicidad, mientras alguien como yo la ve alejarse más cada vez?
–Terry. Y consígase... qué será... unas cuatro patonas de bacardí blanco para el personal de aquí y los de patrullaje; ah y tráigales unos doscientos tacos de suadero, chorizo y tripa para que también cenen.
–Sí, licenciado. Sí, licenciado. Con cargo a la corporación ¿verdá?
–¿Y preguntas?
–Perdón, licenciado.
–Consíguete también algo de botana para nosotros y los emepés, unos pollos o unas pitzas. Ándale.
–Sí, licenciado. –Se largó presuroso y sonriente, cretina bestia. A pesar de ser viernes no había caído nada. Pero antes que regresara Ordóñez teníamos a cinco incautos que se embriagaban en la calle. Mandé a Rejano a que les tomara los generales, los pasara con el doc y le recomendé que les cargara lo que más se le fuera antojando. Teníamos del mes pasado, septiembre, dos asesinatos, cuatro violaciones, diez robos de auto y ocho asaltos diversos con violencia unos, mediante engaño otros, en casa habitación tres; además de cinco secuestros. Sin resolver, claro. Imposible en todo término encontrar, capturar e incluso procesar a tanto maleante. Los detenidos nos darían solución para un par de casos. Para que aprendieran que con la ley no se juega. O sea, estábamos trabajando normal. Incluso mejor que otras delegaciones de justicia. La delincuencia está cada día más fuerte, más armados, más crueles, más astutos, porque se les agregan policías activos y ex policías. Nosotros también. Estamos mejor. Porque a la fuerza policiaca incorporamos ex delincuentes y delincuentes activos. Resolvemos muchos más casos porque estos ex delincuentes conocen muy bien el modus operandi de sus colegas. Pero en la misma proporción crecen los que no resolvemos. Algunos, sin duda, porque los cometen nuestros muchachos. Esa es la justicia.
Regresó rápido Ordóñez; se había ido en patrulla a sirena abierta. Eficiente el cabrón en tales misiones, como cuando hay que ganar dinero sucio. Un tipo normal. Pero desagradable. Todos los tipos normales son desagradables.
Mandé traer a la licenciada Ofelia Samarrón, Ministerio Público número 62, una ramera, lo cual no importa; una mujer regordeta, sobremaquillada, alcohólica inconfesa, de apariencia embrutecida y gesto patético, datos asimismo triviales; pero lo importante es que se trata de una persona vil. Se ha tirado a los secretarios, a los mecanógrafos, al personal de intendencia y a un número indeterminado de los detenidos en los últimos ocho años, lo cual me parece muy bien, excepto porque digamos que a muchos de ellos los ha violado, es decir, los ha obligado con amenazas a algunos, con rebajas en sus condenas a otros y, en su caso, con engaños y promesas. Un sujeto no se metería en una cama con ella desinteresadamente jamás. Una mujer, pues, como muchas hay.
También hice que viniera el licenciado Everardo Hernández, ministerio público; un cerdo, no sólo por lo insaciable para tragar (pues él no come); también para esquilmar detenidos mediante la extorsión y las transas más escabrosas, pero además es físicamente porcino: chaparro, obeso, alcohólico, ratero y con cara y gesto, por supuesto, de puerco; brutal y prepotente con los detenidos, risueño y rastrero con sus superiores, como ante mí. Bueno, un hombre normal que lucha como puede por su vida y su bienestar.
También vinieron los secretarios de turno y Ordóñez. Una punta de imbéciles. Mis subordinados, mis huestes. Mi equipo para impartir justicia. ¿Qué dirán de mí?
–Licenciada Samarrón, hágame el favor. Acepte un uisquito, ¿qué le parece?
–Ay, licenciado, pero nada más dos.
–Licenciado Hernández
–Señor, es un honor.
–Muy bien, ¿gustan un bocadillo? Aquí nuestro buen Ordóñez organizó. Hay pollos y pitza. Reséndiz, Quintanilla, Magallón; suspendan un minuto, vengan a cenar. Ordóñez, lleva los tacos para el resto. Que les guarden algo a los de patrullas.
Empezamos a comer. La Samarrón tragaba como si compitiera. Everardo prefería combinar las tarascadas mascándolas entre líquido, hacía un ruido harto repugnante, pues iba regando cada bocado con impresionantes gárgaras de Terry. Los secretarios y Ordóñez procuraban atascarse de comida y bebida con la mayor hipocresía, haciéndose de la boca chiquita. Yo picoteaba las aceitunas de las pizzas; un poco de queso, probaditas de las partes más doradas de los pollos rostizados. Y tragos bien grandes de whisky, para soportar a esta gente. Estoy seguro de que si la gente que condenamos y el público en general nos viera comer, no aceptaría nuestros veredictos, así de indignos se veían. Incluyéndome.
Al cuarto whisky sentí el alumbramiento y me animé. Quería hacerlos sentir como a los detenidos, que aquí son desecho social en el desamparo, que tiemblan de terror frente a nosotros, el poder, el poder judicial, implacable, inhumano. El poder que está tan lejos de la justicia. Si la justicia ocurriera no existiría el poder, ningún poder y menos que ninguno el poder judicial, ni el supuesto equilibrio entre los tres poderes. Se supone que yo, Abelardo Valladares, Decimonono Magistrado de Circuito, usufructúo jurisdicción para enjuiciar, si es procedente, al mismo presidente de la república. Jamás. No soy estúpido. El poder crea y reparte su justicia. Nosotros somos sus alfiles cuando mucho. Y simulan creer que así, repartiendo el poder se equilibraría, se haría humano. Si el poder se humanizara dejaría de serlo. Siempre pensé que “un día tengo que escribir esto”. Y necesité confrontarme con mi destino para hacerlo.
El poder. Los tres poderes de la Federación son la maldad organizada para imponer al mundo los intereses de un grupúsculo. El resto son las masas, desecho que algún día tendremos a nuestros pies suplicante y aterrada. Qué duda cabe, este mundo es una porquería. Pero había pequeños consuelos que debemos disfrutar, desde los goces animales, hasta otros, superiores. Hoy no sé si hay algo. Nuestro precario paraíso sólo era posible gracias a los múltiples infiernos del resto. Si no hubiera eso, no valdría la pena vivir en semejante mundo. Pero cuando también eso desaparece, cuando nos imponen el infierno entonces ¿qué? Cuando nos conducen a la animalidad la vida toma sentido por sí misma.
Sin mayor preámbulo me desaté (supongo que se lo esperaban: “cuando el juez Valladares invita es porque, de otra manera, nos lo va a cobrar muy caro”), pues sí, para qué otra cosa podían servir, si son tan corruptos que, estoy seguro, ya ni siquiera recuerdan el procedimental para juicios legales y regulares; toda su puta vida han resuelto los casos a punta de chantaje, de transa y de soborno, si no es que también de asesinato y no sabrían hacer nada más en la vida. Pero así es la justicia de los hombres. O sea la de Dios. Por eso no debemos permitir que nadie nos la arrebate. Porque impondrá su justicia falsa. De lo contrario la justicia no existe. Y –puesto que, quizás, así sea– entonces ¿qué he hecho toda mi vida?
–Estimados colegas, ustedes saben que estamos aquí para cumplir y hacer cumplir La Ley. La Ley del Estado. La Ley que protege a la sociedad, a la convivencia humana. Lo que es esta Ley, la Ley Humana. La Ley que ha surgido a través de la ciencia del Derecho. Esa es nuestra misión en este mundo, queridos colegas. Miren ustedes, nosotros somos el rigor. Somos los designados, así nos lo encarga la sociedad, aplicar severos correctivos a quienes infrinjan los límites que nos hemos determinado. Y ustedes me dirán, queridos colegas, de acuerdo, pero sólo a menos que el indiciado no tenga mucho dinero. El rigor, entonces, se suaviza un poco. Porque el dinero duele al que lo pierde, pero es la mayor caricia para el que lo gana. A los inocentes todo el rigor y a los culpables, si poderosos, ni siquiera un poco del rigor de la ley. Y, ustedes lo saben, ésa es otra justicia. Ustedes lo saben, la justicia no existe. Esto es nuestro trabajo, condenar a la gente que cae en nuestras manos, a menos que tengan poder; la justicia es algo demasiado inmenso y abstracto y a la vez minucioso para que nosotros impartamos justicia. Si ni siquiera Dios es justo. Lo sabe usted, licenciada, lo sabe usted, Everardo, lo sabemos aquí, pero allá afuera no lo saben y hemos condenado a pobres sujetos sin que sean culpables las más de las veces. Hemos absuelto a seres humanos espantosos, empedernidos criminales sin rasgo de humanidad. Culpables de crímenes abominables. Pero en este mundo no hay culpables, hay poderosos y hay débiles, hay inteligentes y hay imbéciles, no hay culpables ni inocentes, o mejor, todos son culpables, todos son transgresores, que es como lo manejamos, todos son infractores, criminales o al menos ilegales, no existe ser humano en el mundo que no pueda ser juzgado y condenado por la ley, pero hay unos, la mayoría, que pagan por el resto, por los que delinquen de verdad, son los convictos, los otros cometen crímenes sin medida y sin humanidad pero nada ni nadie los convence y, además, tienen de sobra quien pague por ellos, las masas a las que de una u otra manera, desde uno u otro sitial, gobiernan. Se dice que somos corruptos. Totalmente corruptos. Pero quienes lo dicen, ignoran que eso también es justicia, en los hechos esa es la verdadera justicia. Es la justicia de lo más alto. La verdadera justicia que es espantosa. La justicia que no tiene que ver con ministerio público ni juez. La justicia del mundo, que decapita y asesina a los pendejos pero premia y da poder a los cabrones. El evangelio lo dice: “Al que tiene más le doy y al que no tiene le quito”, y si ya le quitaron lo maldigo y si ya lo maldijeron lo condeno y una vez condenado lo metemos a que su alma se pudra en la cárcel. Ustedes lo saben, el dinero suaviza y lubrica al rigor más acerado. Yo estoy aquí, nosotros estamos aquí para proporcionar severos correctivos a la gente pendeja, que es la gente que no tiene dinero. Cumplimos una misión de Dios, para que la gente sufra. ¿O de qué otra manera se van a aplicar los castigos y las pruebas que ha de sufrir la gente? Si la vida es sufrimiento. Veamos la naturaleza. En este mundo hay que sufrir. El sufrimiento engrandece a los humanos. Este mundo es para que sufran unos, pero también para que gocen otros, los que lo tienen todo. Los que aplican la justicia, los que ministran el sufrimiento. Estoy, estamos, entre éstos. Y no tenemos la culpa. Así es el mundo y no lo podemos cambiar. Ni queremos, por cierto. Somos el lado oscuro de la justicia y nuestra misión es la justicia de lo más alto, la peor de todas. Por otra parte tenemos que tomar lo bueno de la vida y, en nuestro caso, aplicar la justicia de los hombres, que, de una o de otra manera es la ley de Dios.
Cuando tomé la palabra se atascaban de comida, pero se hicieron los mustios, comían más despacio, simulando que me prestaban atención. Nadie de ellos llegará jamás a elucidar ideas de tal envergadura, vamos, ni siquiera de la mitad. Pero ahí estaban, simulando que oían, pero tragando y bebiendo, fingiendo preferir el discurso. La marrana de la Samarrón disimulaba muy poco y comía más descaradamente que el resto, no podía esperar menos de una mujer a quien sólo le interesa en el mundo comer, embriagarse, pero más que nada, el colgajo que traen los hombres jóvenes y desamparados que llegan aquí detenidos o los que hacen el trabajo sucio con las manos, pues el verdadero trabajo sucio lo hacemos nosotros; el referido colgajo es su motivación vital, su felicidad. Lo que nunca he logrado, la felicidad para ella se centra en eso y me lo corroboró haciendo lo que nadie se hubiera atrevido a hacer, envalentonada por sentirse ya un poco briaga, interrumpirme para exponer los dogmas de su fe:
–Ay, licenciado, le diré. Sé de otras formas que también suavizan. Licenciado, con su venia por interrumpir su tan sabio panegírico, la belleza, licenciado. Cómo castigar a la belleza y más, cómo punir a la belleza que nos proporciona sus placeres. La belleza alcanza y hasta rebasa a la justicia, licenciado. Es más, creo que la belleza es una forma de la justicia, y la más alta, ésa de la que usted hablaba, para mi gusto y entender, licenciado. Y con el perdón de los caballeros aquí presentes, pero mal haríamos; pecado sería, que es la gran injusticia contra sí mismo, si teniendo a la mano la juventud, la hermosura de un mancebo y hablo como mujer, en este sitio, este nicho de privilegio en el que nos ha colocado la sociedad, no lo aprovecháramos.
–¡Ah!, sabias son sus palabras, licenciada. Estoy de acuerdo, la belleza es la belleza. Y también cuesta, cómo no. Bendito es el que tiene dinero para pagar la belleza. –Dijo Everardo entre masticadas y degluciones, atreviéndose puesto que ya la otra lo había hecho, aquello era para mi sorpresa, pues no me era posible concebir en ambos semejantes profundidades conceptuales–. En esta vida todo cuesta y la verdadera belleza es muy cara. Por eso, lo más importante es tener el dinero, o el poder, en su caso, para comprar lo que se necesite comprar. –Éstos son los ministerios públicos: los encargados de vigilar que la ley se aplique con justicia. Sin embargo, me asombraba su fluencia filosófica.
En efecto, una insaciable ramera y un repelente cerdo. Eran mis más cercanos colaboradores. Quise hacerles sentir que gente así es una basura, pero alguien como ellos, que abusan de los que caen en sus manos son unas hienas carroñeras. Sugerírselo... ¿Soy mejor que ellos tan sólo porque no me ensucio las manos? Pero quería que se sintieran despreciables. En ese momento llegó patrullaje con detenidos y mandamos a los secretarios a tomarles declaración. No quería que nos molestaran. Pero éstos regresaron inmediatamente y dijeron que era paquete; venía un balaceado, dos picados, un moribundo remitido a urgencias y hasta un occiso todavía por levantar. Riña entre gente normal. Bueno, levantar al occiso, dar fe, podía esperar, dos, tres horas. Que termináramos de cenar, que los hiciera sentir como se merecen. Todo podía esperar, hasta las declaraciones, a menos que los lesionados estuvieran graves, no fueran a morirse sin declarar. Ordené:
–Licenciada, licenciado, ni hablar, parece que más vale sacar esto rápido. Y regresamos en un rato a convivir, ¿cómo ven?
–A sus órdenes, licenciado –se apresuró Everardo. La Samarrón no pareció muy de acuerdo pero aceptó, ¿qué opción le quedaba? Fueron saliendo furiosos en fila india de mi cubículo.
Cinco minutos después llegaron hasta mi oficina tres elementos fuertemente armados. Con ellos venían Ordóñez y Rejano. –Baltasar Ordóñez, indíquele a los señores lo que ya bien saben, ningún personal armado puede entrar en esta oficina.
–Licenciado... –Entonces noté que Ordóñez, sólo por lo prieto, no estaba transparente de palidez. Uno de los sujetos, con un arma en la mano, un AK47, mejor conocido como cuerno de chivo, me preguntó señalándome con el arma:
–Juez Valladares, ¿verdá? Vente pa’cá, gordo, el jefe quiere verte.
–¿Cómo se atreve? Yo no tengo jefes. ¿Cuál es su nombre, señor? Acaba de perder su empleo. Ordóñez, Rejano, ¿quién es éste? Arréstenlo quince días.
–Li, cen, ciado... –ambos estaban tan aterrorizados que no podían hablar. Y ocurrió lo inimaginable, dos de los empistolados me levantaron agarrándome de los hombros del saco y me sacaron a empellones. No lo creía. Me llevaron con violencia, casi cargando, como si fuera un costal de basura, como si me odiaran, usando esa maldita costumbre, lo descubrí en ese momento, de levantar al detenido de la presilla posterior del pantalón haciendo que la ropa se meta enojosamente por el culo, me condujeron entre pasillos y cubículos hasta el área de atención al público. Busqué con la mirada a mis compañeros de trabajo; los conducían en condiciones muy parecidas.
Un hombre de mi edad estaba apoltronado en la mejor silla, al centro de los escritorios. Tenía lentes negros. Parecía ajeno a la aberración que estaba ocurriendo. Era el jefe. Los empleados de guardia y los policías permanecían replegados a la pared, los efectivos policiacos habían sido desarmados y tres sujetos de aspecto rural y metralleta en mano los vigilaban. Otros sicarios estaban descaradamente sentados sobre los escritorios fumando, riendo y picándose los dientes, sin apartar jamás de sus manos el arma de alto poder. Pensé, para hacer un operativo de esta naturaleza deben tener un arsenal que aquí ni siquiera soñamos y una fuerza de fuego de al menos cincuenta matones. ¿¡Quiénes eran!?
–Este gordo es el juez Abelardo Valladares –le dijeron al jefe. Éste hizo un movimiento leve, como un dios, entonces un pistolero me empujó:
–¡Siéntate! –Sentí su mano fría en mi calva, me obligó a sentarme... en el suelo, ante el jefe y, lo peor, a la vista del personal subordinado. El jefe con calma imperial entregó un teléfono celular a su matón. Éste me lo puso en el oído. Escuché:
–¡Papá, dales lo que quieran!, tienen una pistola en mi frente y ya cortaron cartucho. –Casi comprendí todo.
–No te preocupes, hijo. Ahorita resuelvo todo con los señores. –Inmediatamente lanzaron al piso, frente a mí, un gran fajo de papeles.
–Fírmalos. –Dijo el empistolado. Examiné los encabezados. Eran las actas de libertad de gran número de detenidos, quizá de todos los de aquí y también de otros reclusorios–. Te dije que los firmes, cabrón, no que los leas.
Algo ordenó el jefe, con una seña imperceptible. Yo me buscaba un bolígrafo entre la ropa. Trajeron jaloneando a Everardo. Lo pusieron de pie frente a mí. Miré desde abajo su rostro cenizo y aterrorizado, lo vi mirarme: última imagen de su vida. Se oyó el trueno atroz y seco. Increíblemente breve. Increíblemente fuerte. Salpicó de sangre y de un material grisáceo amarillento, sucio, gelatinoso, encefálico hasta dos metros en abanico a su alrededor, fue como si nos escupiera un litro de líquido rojo, la gelatina amarillenta llegó hasta las paredes, Everardo emitió un penetrante y brevísimo chillido porcino pegó un salto y me cayó encima desmadejado. Todavía convulsionó dos veces, luego se estiró como quien despierta, al final soltó el cuerpo, estaba más muerto que las losetas del piso; quedamos bañados en sangre tanto él como yo. Gritos de mujeres, gritos como si las mataran a ellas. Ofelia Samarrón se movió y fue brutalmente golpeada, cayó al suelo sangrando. Una o dos mujeres más también se derrumbaron. Varios policías y secretarios voltearon el rostro. El asesino que me había dado los papeles apartó, como si fuera un bulto, a Everardo Hernández, ministerio público, aplastado contra el frío piso como una alfombra de bestia desollada, su rostro era igual que una de esas máscaras de cerdo que exhiben en los mercados de barrial; ya no era humano sino un montón de carne sanguinolenta, un monigote repugnante y siniestro que había adoptado una postura grotesca y difícil de creer. En el teléfono se oyó:
–¡Papá!, ¡¿papá, estás bien?, háblame, por favor! ¡Papá!
–Estoy bien, estoy bien, hijo. No te preocupes, estoy negociando con los señores. –Y me puse a firmar. Uno de los matones gritó:
–El que vuelva a gritar es el que sigue. –Los sollozos siguieron, ahora apagados, más bien como ronquidos–. Todo el mundo al fondo. Fuera ropa. A encuerarse todos. El que quiera irse al infierno no obedezca. ¡Órale, rápido, a encuerarse!
En pocos minutos estaban todos los funcionarios desnudos en la demarcación policiaca, donde impartimos la justicia. Yo seguía firmando, a gatas en el suelo. Todo era miseria, gordura, pellejos, grasa, carne fofa, pelos, lonjas, piel descolorida, gente temblorosa, llantos ahogados, mujeres cubriéndose el sexo con una mano y los senos con el otro brazo. Descubrí que casi sólo seres muy desagradables trabajan en este lugar. La desnudez de la Samarrón era aborrecible, lamentabilísima. Cuando casi terminaba de firmar órdenes de liberación para el total de reclusos que teníamos, uno de los transgresores me ordenó levantarme con una patada en el trasero:
–Párate y encuérate, viejo pendejo. –Obedecí con resignada lentitud, el jefe de ellos parecía ajeno a lo que ocurría, impenetrable detrás de sus anteojos negros–; que vengan tus ayudantes.
Señalé a Ordóñez y a Magallón; más repugnantes que cuando están vestidos. Nos llevaron temblando gelatinosamente nuestras miserables humanidades, hasta el área de separos. Una aparición divina estaba de pie en la entrada al pasillo. Muy joven, casi niña, con el bulto de su ropa a sus pies, como una diosa o un ángel de color canela, resplandeciente y como inmune a lo que ocurría, armada de belleza, creí ver que le rendían una reverencia cuantos pasaban ante ella ya desnudos, ya vestidos. Era como un ángel poderoso que en cualquier momento nos salvaría. Una chiquilla que barría y trapeaba los suelos mientras nosotros condenamos.
–Le vas a dar su acta de liberación a cada uno. –Dijo el pistolero frente a los detenidos; éstos, asombrados, desconcertados, mirando las desnudeces repulsivas del personal que los había sometido y que estaba encargado de aplicarles la justicia se apiñaron y comenzaron a salir en estampida de bestias.
Fui entregando documentos, flanqueado por dos miserables desnudos como yo. Los delincuentes llegaban con violencia, empujando al resto, me arrebataban el documento, algunos me escupieron la cara, otros me abofetearon. Había indigentes alcoholizados que reían y gritaban. Algún ex detenido comenzó a golpear salvajemente a un policía. Luego se generalizaron las agresiones. No eran más de cincuenta pero parecían muchos más golpeando policías indefensos y desnudos, aovillados, revolcándose por el suelo recibiendo brutal golpiza. Se oían ruidos increíbles, cuerpos que se estrellaban en suelo, paredes y columnas. Los pistoleros, entre risotadas, los invitaban a largarse pero no eran obedecidos. Varios delincuentes empezaron a saquear los escritorios. Parece que en el ínterin llegaron patrullas. Los policías fueron capturados y desarmados, creo que mataron a alguno más, los sobrevivientes entraron ya desnudos en las instalaciones de la aberración. Regresamos y, ante el jefe, de nuevo me aplastaron colocándome de rodillas ante él. Luego me senté.
De pronto el jefe se levantó. Lo vi mirarme desde su estatura, yo, en aquel entonces décimonono juez federal de distrito, de nalgas en el suelo y desnudo, miserable; él, serio, impertérrito. Creí descubrir el desprecio por nuestra justicia en sus ojos detrás de los lentes negros. Al mismo tiempo sentí el peso del poder, de su justicia. Se fue caminando con parsimonia, con ligereza, como si paseara. Abandonaron a los reclusos y treparon, el jefe y su estado mayor, en una lujosa camioneta de vidrios negros que apareció en la misma puerta, sobre la banqueta de la delegación policiaca. El resto fueron por sus vehículos en las calles adyacentes, supongo. En menos de un minuto no había nadie de los invasores. Los ex reclusos continuaban el saqueo, pero ya para entonces policías desnudos peleaban con ellos, aunque la gran mayoría huyó, alcanzamos a reaprehender a unos quince. Las mujeres y los civiles se vestían presurosos y desvergonzados, rebuscando y escogiendo su ropa casi en camaradería, como si aquel atentado los hubiera redimido de la impudicia. Tomé mi ropa y me encerré en mi oficina. Comprobé que no había forma de comunicarse con el exterior. Regresé vestido. Ya había algún control. Incluso los policías estaban uniformados y algunos de los ex liberados, de nuevo reclusos. Impartí las órdenes pertinentes, procedimientos de rutina para los cadáveres de los policías y el de Everardo. La Samarrón lloraba empinada, agarrando el despojo, tan lastimosa como un animal desamparado, como un ser humano, embarrada en la sangre de aquel hombre. Jamás lo hubiera imaginado. Lo amaba. No la creía capaz. Qué más secretos habría, aparte del ángel que desapareció y los sentimientos de Ofelia, de los que nunca me enteré. Me fui a mi casa. Mi hijo fue liberado ese mismo día. Un secuaz de aquel ejército criminal a quien tuvimos detenido –individuo del que seguimos desconociendo su identidad– había sido liberado en el operativo del que fuimos víctimas. Tuve que llamar y a veces visitar, en una labor intensiva y tenaz, durante los días subsecuentes, con total y acuciosa discreción, a los amigos y colegas más cercanos y encumbrados, incluyendo al señor Procurador, para enterarlos y, a la vez, para que los sucesos no se filtraran a los medios. De una u otra forma resolví la situación jurídica de los detenidos que fueron liberados aquella noche, tanto de los que recapturamos como de los que no. La justicia puede hacer eso. Ahora vivimos en la incertidumbre. En cualquier momento, el crimen organizado puede operar para imponernos lo que ellos llamarán Su Justicia y quizá crean que es la verdadera. Y hasta es posible que lo sea, quién puede asegurar que no. Un poder nos ha rebasado. La justicia fue, una vez más, sometida al poder en turno.


(última modificación 27 XI 2006)