jueves, 19 de diciembre de 2013

Batallar

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Pterocles Arenarius
Columna: In naturalibus

—Tú me tienes envidia porque soy más joven y voy a vivir más que tú, confiésalo.
—Vivir no es una hazaña. Hasta los gusanos viven.
Francisco López Rodríguez
 
 
Alrededor del año 98 del siglo pasado leí en La Jornada Semanal, una reseña de un libro cuyo título, me estoy dando cuenta, no recuerdo. Era una especie de autobiografía y ajuste de cuentas con la vida. Su autor era Fritz Zorn, ciudadano suizo, mismo país en el que se publicara originalmente el libro. Este autor narraba que a sus 38 años le diagnosticaron un cáncer de características malignas y le auguraban, con pruebas médicas, cuando más un año de vida.
 
El libro se publicó y tuvo un éxito más que aceptable, tanto que se conoció en México y cuando tal ocurrió Zorn ya había muerto, cumpliendo con los diagnósticos. Es seguro que habría la correspondiente traducción y que, ante tal hecho, se publicó la reseña que leí. El asunto era estremecedor. Fritz Zorn decía que el cáncer le había caído encima porque él había sido siempre un ciudadano demasiado civilizado. Él se lamentaba que en toda su vida se había esforzado por ser un tipo disciplinado, excesivamente cumplido en su trabajo, extremoso en el respeto por las leyes de su país y el más rígido código moral de su sociedad y, en fin, que jamás se había emborrachado el inocente y que con las mujeres había llegado apenas a —cuando mucho— las relaciones formalísimas y tan respetuosas que jamás mujer alguna cometió locuras por él o se enamoró al grado de entregársele como loca. Iba a escribir que Fritz Zorn no sabía lo que se había perdido, pero el libro que escribió al final de sus días demostró que sí lo sabía. En la reseña de esta obra se hablaba del tono patético y doliente, desesperado, del autor ante el desperdicio de su vida… por ser tan disciplinado, por no haber sido rebelde ni atrevido, sino autorreprimido y hasta mojigato.
El asunto se quedó en mi cacumen dando vueltas fuertemente. Muy pronto decidí que habría de escribir algo sobre Fritz Zorn y su triste autorrepresión que le impidiera disfrutar en lo mínimo su vida y no sólo eso, según él, tal actitud lo envenenó —la autorrepresión, la mojigatería, el estrés provocan secreciones hormonales como la adrenalina y otras toxinas que sirven para acelerarte, para salvar tu vida, para prepararte al combate. Pero si no los eliminas con la correspondiente batalla, entonces te envenenan— y le provocó el cáncer que terminó por llevarlo a la tumba.
Luego, la vida me llevó a Guanajuato. En esta ciudad —quizá la más católica de México— conocí los casos de, al menos, cinco parejas de viejitos que se habían quedado señoritos y que, según los recuerdos de la gente, medio siglo antes habían sido novios en el pueblo. Una de esas parejas, ya septuagenarios ambos, se casó. Duraron unos tres años casados y el señor se murió. Recordé a Fritz Zorn. Pensé que la vida de los viejos guanajuatenses era peor, Zorn, al menos escribió un libro, pero esos viejos, ¿qué?, nada. No sé si valga la pena vivir así. Si no creas, si no, al menos, haces algo o mucho, si no gozas, si no sufres, si no vives… ¿vale la pena la existencia?
En el año 2005 empecé a escribir una narración en la que un hombre de 35 años, Tranquilino Vallehermoso recibía la terrible noticia de que era víctima de un cáncer que hacía a los médicos diagnosticarle un año de vida como máximo o seis meses como mínimo. Habré terminado la novela como en el año 2007. Vale la pena anotar que en ese año de 2005, cuando cumplía el requisito que exigían de ser residente de esa capital por un mínimo de cinco años, solicité una beca en el Instituto Estatal de la Cultura de Guanajuato. Recuerdo que ni siquiera recibieron mis documentos. Escribí de cualquier manera.
Para el año siguiente volví a solicitar la beca. Tampoco me recibieron los documentos. En ningún año lo hicieron. Para el 2007 terminé la novela. En el 2008 la metí a concursar por el premio “Jorge Ibargüengoitia” de Guanajuato. No ganó y —como es costumbre en todos los concursos de México— ni siquiera te avisan que perdiste, ni siquiera sabes cuándo y a quién le dieron el premio. Es como si tu novela se hubiera perdido peor que si la hubieras lanzado en una botella al mar, como náufrago. Por cierto, en esa ocasión dos burócratas fueron los jurados, junto con un, otrora, recalcitrante y rebelde escritor. Los gordos burócratas nada habrán leído. El escritor de marras, según las notas oficiales, leería 129 libros (59 poemarios, 42 libros de cuentos y 28 novelas que llegaron a ese concurso) en unos tres meses. Posiblemente sí. Pero los ganadores fueron un escritor de San Luis Potosí, Alain Derbez —amigo del escritor mencionado— y algún otro. ¿Y Una muerte inmejorable, mi novela?, ni sus luces. De hecho ya hasta se me había olvidado lo del concurso.
(Un año después concursé —no entiendo, si ya sabía que los concursos están comprados— con mi libro Cuentos y Relatos de Fiestas en el mismo concurso de Guanajuato, aunque en el género de cuento, que se llama “Efrén Hernández”. Corrió con la misma suerte. El ganador fue un libro titulado Café Brindisi y otros espacios imaginarios, de Luis Bernardo Pérez. Lo mejor de su producción lo leyó alguien, pues el autor —¿perpetrador?— de Café Brindisi… estuvo ausente en la entrega de los premios. El cuento leído era con mucho un chiste en vez de un cuento. Recuerdo que era un chiste de negros antropófagos que se iban a comer a un “intelectual”, pero éste hacía alguna referencia culterana y lograba que los negros se comieran a otro, para salvar su vida. En serio. Me gustaría que se comparara —con lo odiosas que son estas mediciones— mi Fiestas con el Café Brindisi…, y creo que ese libro quedaría en ridículo. Es más, reto al autor de aquel libro a que hagamos una lectura pública: un cuento cada autor hasta llegar a tres por contendiente y que un público no especializado y algunos escritores juzguen ambas obras. Luego pediríamos a los jurados de aquella ocasión, dado el caso, que expliquen su veredicto o, en caso contrario, los felicitaría yo mismo y les pediría perdón por estas líneas).
En el año 2009 me puse a retrabajar Una muerte inmejorable. La exprimí cuanto me indicaron mis escasas luces y la envié a un concurso en España que convocaba la Editorial Irreverentes de Madrid. Llegaron 174 novelas de 16 países. Una muerte… consiguió ser una de las diez mejor calificadas. Ni hablar.
La dejé reposar unos años más. En el ínterin la editorial Eterno Femenino, de Noemí Luna García me publicó, en el año 2011, el Fiestas. Luego la misma casa editó mi novela Demoníaca (Historia de una maldita perra) en 2012. Ambos libros funcionan aceptablemente a pesar de las miles de adversidades que padece toda publicación en el restringido mercado de México, en permanente crisis económica, gobernado por analfabetas funcionales y editado por una editorial heroica pero marginal.
Volví a Una muerte inmejorable. Le arranqué —reconozco que con dolor de mi corazón, pero haciendo uso de una sangre fría y unos güevos que ignoraba tener—, digo le arranqué unas sesenta o setenta páginas. Aunque también le agregué quizá veinte. La novela, creo, ganó en intensidad y aumentó su peso específico (intensidad o fuerza o aliento poético o entretenimiento o algo, por páginas leídas). Se volvió más directa y más vertiginosa. Aunque se llama igual, no es la misma novela que concursó en Editorial Irreverentes. Cambió. Y ganó con los cambios. Y la metí al concurso de la Editorial De Otro Tipo. Y ganó el primer lugar.
Si ese pinche concurso lo gané yo, significa que fue derecho, me cae de madre. Uno de los muy pocos concursos literarios honestos que hay en este país.

Se busca escritor 2013. Resultados.

 

Resultados de la Primera Convocatoria de De otro tipo “Se busca escritor” 2013 para publicación de novela y periodismo literario

 
El jurado de la Convocatoria “Se busca escritor” 2013, integrado por el escritor Agustín Ramos, la periodista Silvia Sáyago y en representación de la editorial, el escritor Walter Jay, han acordado otorgar, por mayoría, el primer lugar a las siguientes obras:
 
Habitantes de la noche, de Roger Daniel Vilar Fernández  y
Una muerte inmejorable, de Pterocles Arenarius (Jesús Ortega Rodríguez)
          La remuneración económica para el primer lugar, como adelanto en regalías, será dividido entre los dos ganadores. El jurado ha decidido, también por mayoría, otorgar el segundo lugar a la obra:
El cuaderno de los espíritus, de Carlos Javier Farfán Gómez
          Las tres novelas serán publicadas durante el 2014, en el mismo orden en que están anunciadas. Este año no hubo ganadores para la categoría de periodismo literario.
          La convocatoria contó con la participación de 78 obras. Editorial De otro tipo agradece a todos su participación y entusiasmo, esperamos trabajar juntos en futuras convocatorias.
 
México D.F., a 28 de noviembre de 2013.

 

Los autores

Roger Daniel Vilar Fernández (Holguín, Cuba, 1968. Nacionalidad mexicana)  Escritor y periodista. Publicó sus dos primeros libros de cuentos en Cuba: Corceles en la pradera y Aguas de la noche. Fue incluido en dos antologías de la narrativa cubana. En 1998 editó La era del dragón y en el 2004 la editorial argentina Bellvigraf, incluyó “Asterius”, uno de sus cuentos, en la antología Escritores Hispanoamericanos en el Mundo. Sus cuentos y ensayos aparecen en revistas y periódicos nacionales e internacionales como la “Revista Crítica”, de la Universidad de Puebla; “La Casa de Asterión”, revista de la Universidad del Atlántico, Colombia, y “Conspiratio”, de Jus. Como periodista ha trabajado para TV Azteca, Televisa, El Reforma, Reader’s Digest México, Milenio Diario y Milenio TV. Es creativo de la empresa radiofónica NRM Comunicaciones, donde también conduce un programa de turismo nacional.
Pterocles Arenarius (Jesús Ortega Rodríguez, México, D.F.) Estudió ingeniería civil en el Instituto Politécnico Nacional. Es guionista de televisión y periodista. Ha publicado cuentos, notas periodísticas, reseñas, crónicas y ensayos en un gran número de revistas y periódicos. Obtuvo los premios “Alaíde Foppa” de Creación Literaria en 1982; el premio “Edmundo Valadés”, con tercer lugar en 1994 y el segundo en 1998. Autor de los libros El trabajo era una fiesta, Apostatario (Tres ejercicios de blasfemia), Cuentos y relatos de Fiestas, La Fiesta (Cuando bajaron los ratones) y Demoníaca (Historia de una maldita perra), su novela más reciente publicada en 2012. Actualmente está en prensa una plaquette con el cuento Madreardiendo y Bailarás, en una edición de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México.

miércoles, 4 de diciembre de 2013

Para no ser esclavos

Pterocles Arenarius
Columna: In naturalibus

grabadocuatro
 
 
Pour ne pas sentir l’horrible fardeau du temps qui brise vos épaules et vous penche vers la terre, il faut vous enivrer sans trêve.
Mais de quoi? De vin, de poésie, ou de vertu à votre guise, mais enivrez-vous!
 
Charles Baudelarie
 
 
(Para no ser esclavos y víctimas del tiempo embriagaos, embriagaos sin cesar. De vino, de poesía, de virtud. De lo que queráis). Traducción de Luis Cardoza y Aragón.
 
 
Hay dos maneras muy fáciles de ser desgraciado en esta existencia: trabajar haciendo algo que se odia hacer o vivir por años siendo una persona malcogida. Y si quieres en tu vida la desgracia plena acumula ambas condiciones.
Es terrible decirlo, pero la gran mayoría de la gente trabaja haciendo cosas que odia hacer, o al menos que cambiaría por algo que sí le gustara. Y no menos cabrón está el hecho de que, según algunas encuestas, algo así como el setenta por ciento de las mujeres jamás han sentido un orgasmo y como la mitad de ellas ni siquiera tiene idea de qué será eso. En otras palabras, son mujeres malcogidas. Y también malcogientes. ¿Y qué hay de ellos? Los gringos han publicado encuestas en las que dicen que para echar un buen palito, el tiempo promedio son siete minutos. En ese tiempo no alcanza uno ni a ponerse caliente. Sí lo creo. Walt Whitman reportó que no había peor amante que un anglosajón. (Yo creo que el maravilloso oh captain, my captain los comparó con los negros). Y ya francamente en el territorio de la especulación, ¿será por ser gente tan malcogida que el imperio de los gringos es tan criminal?
Datos tan escalofriantes sobre el sexo explicarían mejor que cualquier otra circunstancia el hecho de que éste es un mundo desgraciado que produce por millones gente desgraciada. Por si no fuera suficiente, agreguémosle dificultades económicas o de plano la franca pobreza, las comunes desavenencias en las relaciones interpersonales, los jefes idiotas y arbitrarios en el trabajo de por sí odiado, la policía estúpida y el indecente gobierno, criminales a mano armada los primeros y simples rateros y criminales intelectuales los otros. He ahí lo más que suficiente para vivir en el infierno.
Hay una manera simplísima —aunque demasiado costosa— de escapar de semejante sitio de tortura: la embriaguez, la alcohólica. Pero vamos a explorar escapes menos autodestructivos.
Créanmelo, hay gente que se aviene y sin duda con dolor —autoengañándose— hacen lo imposible hasta que logran disciplinarse y autosometerse a las anotadas desgracias. Bueno, hasta se acostumbran. Que el jefe es arbitrario y estúpido, hay que obedecerlo, nunca hacer que se fastidie y someterse sin chistar. Que nunca te has venido, ah vieja pendeja, si ni siquiera sabes qué es eso ni tienes idea de que se sentirá y la única referencia más que oscura y perversa que tienes es que se ha de sentir tan cabrón (no bonito, no una delicia, no el éxtasis pues sepa dios qué chingadera será eso), se ha de sentir tan cabrón que los pinches hombres andan como perros detrás de las viejas porque ellos sí lo sienten siempre, hasta haciéndose con las manos lo que ellos mismos llaman una simple chaqueta se vienen los cerdos. No, ni lo mande diosito, yo pa’qué quiero sentir eso, capaz que me vuelvo loca. Mejor así estoy bien, aunque sea una histérica, aunque esté siempre tristona y malhumorada, aunque haya cosas que me hagan sospechar que coger rico, con alguien que te guste mucho y que si lo amas tantito debe ser eso, la locura; aunque me pase la vida soñando con que llegue “el amor” a mi vida. Aunque me ponga unas calentadas tan inútiles como las de un bóiler automático —que se calienta por sí mismo y se enfría luego de un rato— por estar viendo las telenovelas en las que ahora en cada episodio y sin más, las parejas se meten encuerados en la cama y se manosean que ay qué horror y a la vez ay qué envidia. Que el trabajo es más que demandante y te arrebata tanto tiempo que no te deja ni para ver a tus propios hijos y te trae tan estresado como un ratón perseguido para darle muerte. Pues hay que trabajar y no quejarse sino antes dar gracias a dios porque tiene uno trabajo, ya ves cómo hay gente que ni siquiera consigue en que ganarse la vida.
Que el país está lleno de gordos incluyendo los niños porque la gente traga alimentos chatarra por destajo y no puede pasar un día sin tomarse litro y medio de aguas gaseosas y embotelladas y con sobredosis de azúcar y que por esas causas la terrible diabetes es epidémica y, de seguir subiendo su morbilidad en unos años será una condición “normal” en México. Y hasta hay quien dice —con un tufo altamente racista— que los mexicanos tenemos un gen hereditario que nos predispone para sufrir la diabetes.
Que la gente que se estresa con tanto trabajo, se desgasta, se envenena el cuerpo por las constantes y cotidianas dosis de adrenalina por tanto puto estrés y pasandito los cincuenta ya están amenazados de infarto, hipertensos, diabéticos, miopes-astigmáticos, obesos, inutilizados y frustrados a tal grado que de la mejor actividad que hay en este mundo, coger, ya mejor ni hablemos. ¿No es eso el infierno?
Son las legiones de los “esclavos y víctimas del tiempo” de quienes habló el maldito aquél Charles Baudelarie. Esclavos del vértigo y de la barbarie instaurada en este desgraciado país por los brutales y desalmados capitalistas, los verdaderos miserables (¿quién será más miserable que aquél que cargado de millones de dólares vive deshocicándose para ganar más y más, sin reconocer límite? Aquél que ni siquiera convirtiéndose en el hombre más rico del mundo se ve saciado y quiere más: ese sí es un miserable. Un miserable metafísico, porque no hay en este mundo bienes como para resarcir su monstruosa miseria: una miseria que no es de este mundo). Miseria que tratan de comunicar al resto de los mortales como aquellos hombres grises de la maravillosa novela (infantil) de Michael Ende, Momo, los hombres grises que se robaban el tiempo de los pobres mortales pendejos a los que lograban enajenar.
 
Y luego leamos los periódicos. Hay miles de muertos por mes. Ejecutados que antes fueron torturados mucho peor que las tan defendidas reses que sacrifican en el rastro si no es que los queman vivos o los matan a martillazos para no gastar balas (como los setenta y dos muertos de San Fernando, Tamaulipas).
 
 
¿Estamos condenados al infierno? ¿No hay escapatoria de una vida desgraciada? ¿O sólo el alcohol a lo bestia, hasta matarse? Como dicen en el rancho de mi madre, un pueblito de Michoacán: “En este pinche pueblo sólo se puede vivir borracho, loco o con la mujer de otro”. Pero regresemos a la interrogante fatídica: ¿no hay escapatoria?
Sí la hay, carajo.
¿Cómo?
Ve a contracorriente. Salte de la jugada que imponen los gobiernos y los capitalistas explotadores. No vayas a ir a dar al crimen organizado, es prácticamente lo mismo, pero con riesgo de muerte no prematura, sino inmediata. Tampoco vayas a ir a trabajar para el crimen desorganizado que es el gobierno, porque en los cargos altos hay que ser un gran hijo de la chingada, como un capo y le habrás vendido el alma al diablo; y en los cargos de burócrata jodido, las dosis de mediocridad, de baquetonería, estupidez, abulia, valemadrismo y gandallez requerirían porciones de cinismo que no te dejarían dormir por hipócrita. Y si te aplicaras a cumplir con tu deber, entonces ¡estarías peor que los del grupo de los explotados por el capitalismo!
¿¡Cómo putas salirse entonces de la bestial estupidez colectiva!? Es muy fácil. Vuélvete vago, cínico, borracho y, además, si quieres, mariguano.
Alexander Pushkin, el romántico ruso (por cierto bisnieto por línea paterna de un africano Ibrahim Hannibal, negro, por supuesto), recuerdo que dijo algo así: “Yo como bien, duermo mucho, bebo poco más de lo suficiente y —dejad que otros lo hagan— no voy corriendo tras la gloria”.
 
El engaño dice que cualquiera que trabaje muy duro y con mucha fe y gran talento puede ser tan rico como Carlos Slim. Francamente no tengo dudas de que eso es imposible. Para empezar parece monstruosamente difícil que la inenarrable enfermedad que sufre don Carlitos (la incurable megacleptomanía aguda: vivir tantos años robando a cien millones de pendejos*) sea posible en otro ser humano.**
Pero la solución la dijo —ya está anotado aquí— Baudelarie el siglo antepasado. “Para no ser esclavos y víctimas del tiempo, embriagaos, embriagaos sin cesar, de vino, de poesía, de virtud, de lo que queráis”.
 
Y te tacharán de vago, baquetón, cínico, güevón, borracho —¡pero por supuesto!, pues estarás siempre embriagado, aunque serías muy pendejo si estuvieras embriagado siempre de alcohol, pues en unos cuantos años te conseguirás una cirrosis hepática irreversible. Hay mucho más de que embriagarse, como recomienda el maldito poetazo francés—. En una sociedad tan enferma como ésta en la que vivimos, ser un sociópata con respecto de ella, es signo de magnífica salud mental. Así que coge mucho y lo más rico de que seas capaz de hacerlo. Complace a tu pareja hasta el último extremo: ella te recompensará al mil por ciento. Come bien. Bebe más de lo suficiente, pero poco más. Y no vayas corriendo tras la gloria. Que corran los desesperados y los huérfanos de la musa. Porque si lo haces vivirás tan estresado como el más jodido contador público o el más esclavizado ingeniero de los que trabajan, así me lo dijo uno de ellos, “de sol a foco”. Al final no es tan difícil, ¿o sí? Para mi entender, es mucho más oneroso, desgastante y enfermizo someterse al despiadado sistema que han implantado, cuyo lema de canallas reza: “A chingar que vienen chingando”.
Mejor gocemos de la vida embriagados, hasta de alcohol, pero también de poesía, de virtud, de chubi, de amor por las mujeres, de charla cafetera con amigos inteligente y hasta, por qué no de deporte. Olvida la televisión, te volverías simplemente idiota.
 
________________________________________________
*Entre los que, por supuesto, me incluyo pues soy consumidor tanto de Telmex (empresa robada a los mexicanos con dinero del erario, “prestado” a Slim por Carlos y Raúl Salinas de Gortari) como de Telcel.
 
 
**Aunque hay evidencias de que no son tan escasos los “empresarios” que también sufren la megacleptomanía, pero que sólo pueden ejercitarla limitadamente porque los monopolios —propiedades de megacleptómanos— ya no permiten a nadie más enriquecerse de manera semejante a ellos y que, por lo tanto, son la mejor prueba de que aquella conseja del trabajo, blablablá, es eso, una vil trampa para engañar imbéciles y matarlos, a mediano plazo, por explotación y la amplia variedad de enfermedades derivadas del estrés y el consumismo.

domingo, 1 de diciembre de 2013

La circunstancia obscena

La circunstancia obscena

Columna: In naturalibus

Textos al chilazo

 
 
Pterocles Arenarius

 
La edad obscena
Edgar Reza
Universidad Autónoma de la Ciudad de México. 2009
 
 
Las sociedades humanas funcionan —con más o menos ineficiencia, con más que menos injusticia, pero, de alguna manera logran su funcionamiento— porque todos los hombres que las forman se proporcionan bienes unos a otros. La mayor parte de los males que sufren tales aglutinaciones de personas se deben a que algunos sujetos —muy astutos ellos— se apropian en exceso de los bienes que producen los demás, entre todos, y aquéllos acumulan el dinero, que es el emblema de intercambio de bienes. Así, los Carlos, Slim y Salinas de Gortari, conspicuos ejemplos entre muchos más, han saqueado a todos los mexicanos para, uno de ellos, convertirse —ante los ojos atónitos de la humanidad pues lo ha hecho en uno de los países más pobres— en el hombre más rico del mundo. Y el otro —aunque no puede confesarlo— también y quizá tanto o más que su tocayo Slim, pero Salinas no puede confesarlo ni —¡oh, dolor!— alardearlo, porque si lo hiciera nos daría una poderosa arma, pues tan sólo nos probaría la monstruosamente descomunal dimensión del robo que hizo a la nación cuando fue presidente. Pero ese no es el tema. De lo que trata este texto es de un escritor y su novela. Él es Edgar Reza y aquélla se llama La edad obscena.
Vino a cuento el párrafo anterior porque La edad obscena es una narración autobiográfica. El protagonista se llama Edwin Sosa y es un chavo muy despabilado, astuto, prendido, más inteligente de lo normal (lo cual es, además, notable en la novela) y… pobre, bien jodido. Aunque sólo económicamente. Por el hecho de ser proletas este personaje se ve sometido a nulas oportunidades de trabajo, de estudio y, en general, casi de cualquier género de cosa buena en su vida.
Hace unos —ya no tan pocos— años, alrededor del 95-96, un día yo padecía los rigores de la cruda (lugar común que tantos han dicho) y en medio de ese infierno, mi vecina del uno vino a tocarme a las seis y media de la madrugada. Yo pensé lo peor, lo más sucio y con gran hospitalidad la invité a pasar, para lo mejor. Pero ella me dijo que necesitaba ayuda porque su marido se sentía muy mal. Quería que llamara a la ambulancia. Oye, qué mal, dije, porque esa no era mi idea. Pero fui a ver a Mario, su marido, mi vecino del uno. Sí se veía muy mal. Llamé por teléfono. Vino la ambulancia, se lo llevaron. Era el año 96, porque ese día estaba jugando México contra Holanda y Cuauhtémoc blanco hizo un precioso gol volando horizontalmente para anotar. Ese día Mario, el del uno, fue a caer a la Cruz Verde, de Salubridad y Asistencia. Estaba jodidísimo de dinero. A los dos días murió. Fue muy gacho. Tenía como 32 años. Sufrió un infarto. Los médicos decían que era muy joven para eso, pero sí, un infarto se lo llevó. En mi edificio era bien sabido que Mario había sufrido una grave crisis económica que lo llevó, desde una posición más que solvente en nuestro medio, a la ruina total en menos de un año. La acumulación de estrés y desgracias lo condujeron a su fin. Eso pensé. Eran los tiempos de la gran crisis Salinas-Zedillo. Un muertito más que debe Salinas, me dije. Siempre que cuento esto digo así, a Mario el del uno lo mató Salinas. Y es que llega el momento en que aquéllos que se apropian con desmesura de lo que pertenece a todos, provocan tales hecatombes. Mario, el del uno, no aguantó. Perdón, pero ha sido una exagerada digresión, pero viene a cuento porque Edwin Sosa, claro alter ego de Edgar Reza, sí aguantó. Esa y muchas más crisis. De hecho él es un producto de ese sistema perverso, cínico, brutal, despiadado, bárbaro y, con palabras mucho más claras y directas: un sistema criminal e hijo de su regran puta madre. El país, desde aquellos entonces y aun desde antes, se ha venido despedazando. Los gobiernos actúan contra la gente, contra su bienestar y en favor de sí mismos, de sus secuaces y achichincles.
Pero hablábamos de Edwin Sosa, el chamaco resistió todo porque es listo y arrojado. Entonces se busca su propio bienestar, bien o mal entendido. Con los cuates del barrio se vuelve borracho, mariguano, chemo, vago, peleonero, paradójicamente —puesto que es notable su inteligencia— mal estudiante y, con todo esto, un candidato directo a la delincuencia sin organizar por lo pronto, pero también será prospecto para la cárcel o la muerte prematura. De sobrevivir a este proceso, cosa que logran muchos muchachos de ahora, en el reclusorio —la gran escuela delincuencial— se incorporan al crimen ahora sí organizado, se vuelven sicarios…, etc. Es la tristísima situación de México en este momento. Por fortuna éste es un escritor. Pero para los escritores, en especial si son pobres, no hay privilegios, muy al contrario.
La novela sería desgarradora si no estuviera perfectamente protegida contra toda actitud sentimental a partir de un cinismo a toda prueba como actitud vital del personaje, con un atrevido desparpajo más que agradable aun en medio del magno desastre de violencia y deshumanización y con el desencanto surgido de una desolación que es costumbre La edad obscena transcurre de manera vertiginosa ante nuestros ojos, entre borracheras, chubis a destajo, cogidas más que frecuentes y un ámbito de trasfondo en el que nadie le importa a nadie.
Edwin, ante las brutales circunstancias que le ofrece su entorno y armado de su agudeza y una resistencia indoblegable —aunque jamás mencionada, sino explícita en los sucesos que vive el personaje—, se vuelve un auténtico hijo de la chingada en actos y un escéptico recalcitrante en su manera de mirar al mundo (ya dijimos además que es borracho, chemo, mariguano y también le hace a la inhalación de mona). Se la pasa, algo así como la mitad de la novela, embriagado de alcohol. La otra mitad, por supuesto, padeciendo y sofocando la cruda con más alcohol. Consiguiendo gringas —que abundan en Guanajuato, ciudad donde transcurre la novela— para cogérselas (no hacerles el amor, no interactuar con sus cuerpos, no seducirlas dulcemente. No: cogérselas). Cuando la circunstancia de Edwin se vuelve insostenible tiene que ponerse a trabajar.
En medio de las bárbaras agresiones de su circunstancia (hecho del que en ningún momento leemos queja o lamentación) terminamos por descubrir que Edwin es un chavo con una amplísima, encabronada cultura (esto es parte del oficio del escritor, es un enorme conocimiento de los valores estéticos, es honestidad intelectual. El personaje nos deja entrever que sabe un chingo de literatura pero como por descuido, porque de pronto se le sale citar a E. E. Cummins, de pronto, como sin darse cuenta habla de Ezra Pound. Sin pedantería. O la gran pedantería en su esplendor). Es un escritor.
Y, jodido monetario, logra que le otorguen una beca por parte del Instituto de Cultura del Estado. Ah, pensamos, ahora va a ser feliz. No. La pinche beca es una mierda de dinero. La mamá le exige que trabaje, que la beca no alcanza para nada y que se ponga a vender tamales.
¿En qué puede trabajar un joven escritor? Bueno, este muchacho barre calles para el ayuntamiento, recoge perros muertos para el servicio de limpia del aquel mismo, en otro momento carga tanques de gas, como repartidor de éstos, etc. Y cuando le va muy bien porque ya publicó un libro, logra dedicarse a dar talleres de lectura literaria en los reclusorios de los diversos municipios con resultados de insólito humorismo negro en contra del protagonista.
En fin, Edwin Sosa, el personaje narrador de La edad obscena, es el testimonio viviente de una ciudad despiadada que sólo responde a las características del sistema.
Sin embargo, la pregunta viene: ¿para qué sirve un escritor? Y uno se responde: no para vender tamales. Y es en tal circunstancia donde quería llamar la atención. Los países, las naciones, bueno, las sociedades humanas, deben contar con sus narradores. Es imprescindible que cada pueblo tenga los más que pueda, poetas, contadores de cuentos, escritores de historias, narradores, cronistas. Si no es así, las sociedades humanas están condenadas a lo que estamos viendo: el crimen, el caos, la ley del más hijo de su puta madre, la deshumanización. El retrato del México actual.
Los escritores, los artistas en general, retratan las sociedades de su momento (se ha dicho, son hijos de su circunstancia), ellos crean los mitos de la sociedad en que viven. La ciencia ha probado que si un individuo no sueña se muere y un poco antes se vuelve loco. Los escritores, los artistas, en general, son, en la sociedad, lo que es, en el individuo, la parte soñadora, la que muestra a la sociedad sus enfermedades, sus vicios, sus porquerías, sus manías y sus putrideces. Pero también sus lados sublimes, sus amores, sus mejores anhelos, los momentos dulcísimos, sus grandes placeres y, vaya, sus intimidades, sus costumbres, su espíritu. Si una sociedad no protege, no cuida a sus artistas está condenada a la animalidad. Guanajuato ha condenado a sus artistas, vea todo el mundo lo que le pasa a Guanajuato. Unos niños mandan a terapia intensiva a su compañerito de una madriza que le dieron. Violan a una chica, le dan una horrenda madriza y la ley la acusa de provocar al criminal. Los gobiernos son cada uno más ratero que el anterior y los artistas de la ciudad cervantina tienen que trabajar levantando perros muertos.
Y es obligación de las autoridades realizar el fomento a la cultura para que esa gente pueda vivir de su trabajo. Sabemos perfectamente bien que en México eso es una vergonzosa utopía. Los políticos son desvergonzados zánganos, parásitos de la sociedad de la cual se alimentan obscenamente y a la cual no le devuelven lo que de ella obtienen. En aquella ciudad “Patrimonio de la Humanidad declarada por la UNESCO”, un regidor ganaba, en el momento de ser escrita la novela, 25 mil pesos mensuales por sesionar dos o tres veces por mes para avalar las supuestas (y algunas reales) decisiones del presidente municipal quien obedece ciegamente las del gobernador en turno. Mientras que al escritor le otorgaban, ¡oh, generosos!, una beca de mil 500 pesos mensuales exigiéndole —dice el protagonista de la novela— fajos de hojas con cuentos por kilo.
La edad obscena, en fin, es un trago recio. Está en la línea que divide al hombre malo del chamaquito sensible. Por más que siempre se empeñe en mostrar el lado recio, sin sentimentalismos y con cinismo y sin credulidades ni concesiones. Para mi gusto al final el personaje se reblandece para bien, porque termina tocando nuestro corazón, nos gana desde lo más profundo. Y estamos de su lado a pesar de todo, a pesar de, incluso, su misoginia, faltaba más.
Para nuestra fortuna, el gobierno no logró hacer con Edwin Sosa-Edgar Reza lo que hizo con Mario el del uno: matarlo. Los trató igual. Pero respondieron diferente. Mario se murió. Respuesta muy digna. Edgar escribió una novela. Y luego dicen que la literatura no nos salva.

miércoles, 6 de noviembre de 2013

Once peleas por nocaut, Jorge A. Borja

Once peleas por nocaut

Jorge Arturo Borja


Cuentos y relatos de Fiestas.
Pterocles Arenarius.
Eterno Femenino Ediciones.
México, 2011.
Hace 28 años, en el taller de cuento de Edmundo Valadés, escuché el testimonio de un chamaco sparring que subía al cuadrilátero con Mantequilla Nápoles, como parte del entrenamiento de esa leyenda del boxeo.

A través de sus palabras, todos los ahí presentes vivimos desde ringside el veloz intercambio de golpes entre un muchacho armado de valor, y un gigante en el apogeo de su fama. Al final, la pantera se divertía humillando al cachorrito.
Leía un güero garrudo de pelo largo y sonrisa irónica que de vez en vez se mesaba el bigote. Su voz tensa, emocionada, cortante y dolorosa. Era el propio Pterocles Arenarius quien contaba un episodio de su adolescencia como parte del entrenamiento de un aspirante a escritor dispuesto a acometer las grandes peleas de la literatura.
Aunque en ese tiempo Pterocles se presentaba con la personalidad de un inquieto pasante de ingeniería que frisaba la treintena, por la manera en que se paraba en medio del salón, se callaba por momentos, respiraba hondo, proseguía para cambiar el ritmo de la lectura, era fácil imaginarlo como un boxeador que había mudado los guantes por las palabras, ambos instrumentos manejados con  puños certeros y contundentes.
De entonces a la fecha ha corrido mucha tinta, mucho alcohol, mucha pasión y muchas lágrimas. En el camino de la escritura se han quebrado decenas de aspirantes. En primer lugar quienes buscaban el éxito y la publicación inmediata. Esos acabaron escribiendo guiones para telenovelas o discursos para políticos. Después los que deshojaron sus mejores historias en el vértigo de la bohemia, que los condujo finalmente al hospital o al camposanto.
Resistieron sólo los más necios, los más fuertes, los más locos. Aquellos que se dejaron invadir por la imaginación creadora. Los que fueron adecuando su existencia y sus necesidades a la exigente llamada de la literatura. Los que, más interesados en escribir que en publicar, se dedicaron a horadar la veta que los llevó hasta el corazón de las palabras. Pterocles fue uno de ellos.
Sin embargo, más allá de la condición proteica que lo llevó a ser soldador en el Metro, cantante de rock, activista político, profesor de matemáticas, hipnotista, esotérico y periodista, Pterocles fue y sigue siendo un boxeador nato, que como los de mayor prosapia, se forjaron en las calles más peligrosas del barrio.
Dice Cortázar el gran cronopio, que “en ese combate que se entabla entre un texto apasionante y su lector, la novela gana siempre por puntos  mientras que el cuento debe ganar por knock out.” Así lo demuestra Pterocles durante los 11 encuentros que se presentan en su libro.
Puede afirmarse sin temor, que en cada uno de estos textos hay intensidad y contundencia. Intensidad en el uso de un lenguaje vigoroso y veloz, que nunca da tregua al lector y lo mantiene en absoluta tensión. Contundencia en la construcción de la sorpresa; no la que resulta de un final efectista, sino aquella que se origina en la vitalidad de los personajes y en una trama alejada de toda fórmula narrativa.
En esta antología, Arenarius hace de fajador o de estilista, peleando con cálculo felino o con rabia perruna, para conseguir siempre la victoria por la vía del cloroformo. A veces aplica la fuerza y la destreza necesarias para conectar un mortal uppercut, y en otras se mueve con la elegancia y la precisión que requiere el filoso jab. Así demuestra los recursos y las mañas de un viejo púgil, pero sostenidas por la energía de un joven escritor. Combinación al parecer contradictoria en la vida real, pero paradójicamente posible en el cuadrilátero del arte.
Fiestas debe su nombre no sólo a una parte de las temáticas que aborda, sino a la profusión de un lenguaje que del rigor de sus principios formales se eleva hasta estallar en sus distintas posibilidades.
Así, en un principio, su narrativa puede ser tan expositiva y didáctica como en el cuento “Por un pecílgo”:
 “Actuó con pasión ingenua. Entrega de semejante totalidad sólo se autoriza por el candor. Su palpitante fervor era bisoño, producto de la sabiduría prístina, propia de los seres vivos.
Dije para mis adentros “gracias, Dios mío”.
Regresé (guiado por, necesariamente, ella, principiante) al principio.
En el principio fue el verbo.
El verbo. La conjugación. El verbo, acción o pasión.
Primera conjugación:
                tocar     jugar      confiar     gustar
                    conjurar   amar      tolerar
                           soñar     charlar
                                  dar.”
O más adelante, en el crescendo de su narrativa y ya instalado en pleno paroxismo verbal, su lenguaje puede convertirse en una suerte de dialecto propio del hampa, como en el relato “Ese conecte”:
 “P’s va, te cuacha un coto del parle más efe ¿no? Chido y salitres: nomás oclayo coco y oreja; chanclas. Al tiro ¿eh?
 Cada banda maneja su verbo, pero cincho, cómo nariz, hay un rollo capitán, o bueno, general. La transa es conectar dos tres aligeres más bien leves que se rolan. O sea, para picar la salsa chido tienes que caer en un terreno machín ¿verdá?, tierra de apaches, sitio macizo.
La voz de los distintos narradores que intervienen, va modulándose desde la propiedad del caballero que por la magia de la ficción se transmuta en chafirete, teporocho, rata o judas, según sea el caso. En sus páginas desfilan mujeres de toda laya que coinciden en su arrojo y bravura, como en la historia de “Madreardiendo y bailarás”.
 No hay pedo, hijo; va un tirito derecho: tú y yo, Pirata. ―Y decir como hacer el Madreardiendo se puso a tiro y armó la guardia. Jactancioso el cabrón todavía volteó a vernos―: esta pinche vieja pelea como cabrón, ya la conozco. ―Entonces Itamar, La Piratita, hija y nieta de rameras, madreadora cotidiana, le cambió el estilo y empezó a pelear como vieja: le apañó un fajo de greñas para rasguñarle bien la jeta. El cabrón trató de someterla con dos tres vergazos, pero ella aguantó; se veía que la madriza, era, para ella, sí, cosa diaria. Peleando astutamente encontró forma de asestar un patadón harto culero en los meros aguacates. El Madreardiendo (golpeado una vez más de miles por puta desde que era chiquito) hasta brincó, tan fuerte había sido el cabronazo.”
    Fiestas también es el panóptico del barrio, el ojo del refuego, el retrato de la vida y milagros de sus personajes, que a diferencia de una literatura más escandalosa, no intenta mitificarlos sino desnudarlos en toda su frágil y terrible humanidad. Una suerte de verismo, en ocasiones brutal, que busca, como en la literatura de Hemingway, “hacer la historia tan real, más allá de cualquier realidad, que llegue a ser parte de la experiencia del lector y parte de su memoria”. De esta manera, quien lo lee también forma parte del selecto grupo de invitados a la “Fiesta (Cuando bajaron los ratones)”.
“La vecindad era más o menos grande, pero no cabía la gente. Entonces cerraron la primera de Juan de la Granja, desde Corregidora hasta Auza. Las putas del Chale, que chambeaban en el veintiuno de Juan de la Granja, dejaron de trabajar desde a eso de las tres de la tarde. Las de doña Ramira, la del quince, ésas sí le siguieron, pero al rato ya andaban también en el refuego. Bajaron los más gruesotes rateros, cuates y no cuates de Manuel el Matador. De San Antonio Tomatlán donde abundan cabrones que son hijos de la chingada; de La Bella Helena que son unos perros para pelear; los de El Quinto Infierno, p’s matones y asaltantes; de La Candelaria de los Patos donde presumen que te roban los calzones sin quitarte los pantalones, bueno, pa’qué te digo, lo más grueso. Ahí anduvo el Chavo Narciso, retintero y buen corredor; Mario el Chaparro, tambor retinto pero además chinero; Felipe el Carimula, famoso carterista; don Raúl el Flaco, el más respetado fardero de a la brava por sus grandes güevos; el Güero Patillas que le hacía a todo pero más bien era ojete y mal intento de padrote. También llegaron las más adineradas madrotas de los barrios, como doña Petra la Tecolota que trabajaba en La Candelaria con pura putita provinciana, la Rebeca de San Ciprián que todos los años consigue y conserva una quintito para vendérsela al mejor postor el día de la fiesta de San Geronimito; doña Serafina Mendiolea que tuvo el putero más grande –qué te diré, fácil más de cien putas– aquí en El Cuadrante de La Soledad. Bueno, pa’qué te digo, tanto hicieron que aquí no cabe. Eran flor y nata.”
Con este volumen de cuentos y relatos, que recoge una trayectoria de más de tres décadas de escritura, Pterocles Arenarius confirma su calidad gramo por gramo y letra por letra. A pesar de que considera su literatura como un “acto de amor”, en la pasión y el ritmo de sus textos se respira la atmósfera del combate pugilístico. Después de todo, tanto en el box como en el sexo, los cuerpos se enfrentan rompiendo los límites de la identidad y del sentido.
Espero que al terminar de leerlos, ustedes puedan ver lo mismo que yo: en el centro de ese ring iluminado, la figura imponente y solitaria del Kid Pterocles que alza los brazos como todo un campeón.

viernes, 25 de octubre de 2013


In Naturalibus

Voy a escribir con los Bastardos

Pterocles Arenarius

 

Soy un viejo escritor iracundo, originario de uno de los barrios bajos del centro de la Ciudad de México. Fui iniciado en la violencia siendo infante y luego de progresar en ella, una pequeña luz —mi sensibilidad natural y lo de bueno que, a pesar de todo, me diera la vida— me salvó. Soy, como se ve en el video, un ser ensangrentado. He ido, como todos, dejando pedazos de mí mismo por donde he ido pasando. Las letras me salvaron hace muchos años, si no, no exagero, hace muchos años habría muerto o, peor, me hubiera hecho policía. El alcohol —como se ve en el video— me cauterizó, me curó e inmunizó (y también, en el performance me irritó los ojos). Soy un bárbaro del norte (del centro norte de la ciudad, de la colonia Moctezuma, para más datos) y gozo mostrando el salvajismo que aún conservo. Abomino, como se puede ver, de los zánganos que ejercen el poder, de los que abusan, de los que nos atracan cotidianamente, legalmente, dicen ellos. Vivo permanentemente embriagado de poesía, de virtud, de esfuerzo, de sexo, de café y hasta de alcohol aunque alguna que otra vez también de mariguana, otra de cocaína y una más de peyote. Un día, la poesía me indicó (¡increíble!) el sendero que conduce a lo divino, no sé si a Dios. Luego la vida me dio unos amigos que construyen tal sendero, crean la belleza: la suprema manifestación de lo divino, no hablo de Dios, sino de lo divino. En general le miento la madre al mal gobierno todos los días y juro, cuando alguien no me cree, por mis propias barbas. Siempre escribo y hay gente que se asusta de algunas de mis producciones, pero normalmente me dicen "Ay, asústame, panteón". Tuve la fortuna inmensa de aprender un poco de matemáticas y otro poco de ciencias duras y he gozado otra fortuna más grande todavía: la de ser amado. Cuando me muera deseo que todos estén embriagados como yo: "de vino, de poesía, de virtud, de lo que queráis" y que nadie llore o que hagan lo que mejor se les antoje. Pero me gustaría más la alegría y el festejo, la música y el ruido. Pero que cada quien haga lo que quiera, menos que me vayan a traer un miembro de la iglesia de los pederastas a que busque darme la extrema unción y mucho menos, antes, en la agonía, confesarme, pues lo mandaré mucho a chingar a su madre con mi último aliento. Preferiría charlar con mis amigos en estado altamente etílico y así, dejar este mundo. Porque no somos de este mundo. Y, por último, sólo quiero decir que seguiré escribiendo hasta que muera.

sábado, 14 de septiembre de 2013

Texto leído en la presentación de Demoníaca (Historia de una maldita perra) en el Claustro de Sor Juana.
 
 
Sor Juanita en su Claustro y esta Historia de una maldita perra
 
Pterocles Arenarius
Galileo era escasamente lo que hoy se llama una persona educada (…) eran famosas sus bromas contra la escuela aristotélica (de la cual opinaba) que no eran dignas del menor respeto; escribió un libro que ridiculizaba el afán académico por la toga (…) salía a beber con sus alumnos; componía versos de amor (…) En pocas palabras: usó los métodos más eficaces para lograr mala fama en los círculos filosóficamente decentes de la ciudad de Pisa.
Ernesto Sábato.
 
Hay al menos dos razones por las que me siento inmensamente honrado de estar en este sitio. La primera es que —si como dicen los espiritistas— las edificaciones, sus paredes y sus suelos, sus ventanas y pasillos se impregnan con los hálitos de los espíritus de los personajes que en ellas habitaron, entonces este es un día inolvidable de mi vida, pues comparto el espacio que habitó, transitó y, en general, hizo acto de existencia la mujer que quizá fue el cerebro más poderoso de su época, la que trascendió su condición femenina —en aquellos tiempos y en aquella sociedad— tan brutal y tan hipócritamente oprimida y se lanzó al futuro como la gran patrona de las letras mexicanas de todos los tiempos. Juana de Asbaje, también conocida como Sor Juana Inés de la Cruz.
Claustro de Sor Juana, Centro de la Ciudad de México
Hay algo demasiado trascendental que me une con Juana de Asbaje. Estoy perdido en la sierra, es un sitio un tanto desértico, como son los campos en ciertas partes del centro norte de México. Las condiciones son inhóspitas y cae la noche helada del desierto. Entro en una cueva muy oscura, tengo miedo. Me interno en la cueva y en lo profundo se ve una luz muy tenue. Eso me desconcierta, pienso en una fogata, pero no hay humo. Se me ocurre que es un foco pequeño y avanzo con gran cautela, sin hacer ruido y ocultándome cuanto me es posible. El camino es más bien fatigoso, cuesta arriba, aunque no extenuante, hay que hacer esfuerzos para ascender. Aunque batallo llego al lugar de donde viene la pequeña luz. Me asomo con mucho cuidado y hay un claro que parece bastante acogedor, incluso tibio. Las paredes son de tierra negra, de la más fértil y también hay rocas incrustadas. Conforme avanzo el sitio se vuelve más espacioso, termina siendo una especie de sala de buenas dimensiones. Incluso hay estalactitas y estalagmitas que funcionan como inverosímiles adornos. Camino temeroso hasta el fondo de la sala y me encuentro el famoso cuadro de Sor Juana que pintó Miguel Cabrera en 1750. Con los enormes volúmenes en el librero en fondo, las manos finísimas de ella, una de las cuales toca con delicadeza un gran libro abierto. Su medallón al cuello y su indumentaria de monja. Las sendas leyendas en caracteres virreinales en las esquinas inferiores. Estoy maravillado. Yo adoro a Sor Juana. Ella es nuestra deslumbrante entrada al siglo de oro del español sin desmerecer ni siquiera de los monstruos, Quevedo, Góngora le dicen y con mucha razón, Lope de Vega, Gracián y el mismísimo Cervantes. Jamás pensé encontrar ese cuadro ahí. Me acerco a leer las leyendas y en una de ellas, menor, muy abajo dice que es un regalo de ella para mí, que nací el número de año, sólo que volteando un número de cabeza. O bueno, cuatrocientos años después. ¡Sor Juanita me dejó ese regalo! Fade out. Despierto. Y en estado de trance, adormilado, sin despertar del todo, repaso transido de dulcísimas sensaciones, el maravilloso sueño. A partir de ese día consideré que Sor Juanita es mi numen protector, mi patrona, de alguna manera mi alter ego.
Sor Juana Inés de la Cruz. Por Miguel Cabrera, 1750
Un sueño tan trivial como cualquier día al mediar la década de los ochenta. Ya llovió un cacho desde entonces. Y ella, como sí lo han hecho muchas otras mujeres en estos años, no me ha abandonado. Y hoy vengo aquí, al recinto donde ella respiró y creó. Donde se hizo inmortal.
Por supuesto que también hubo algunos inconvenientes. Pensé que si ella había nacido en el año que nació y que a sus cuarenta y tres añitos dejó este mundo por una de las más terribles bajezas de las miles que ha cometido la iglesia católica en su historia, pues dije, capaz que yo también voy a morir el año correspondiente a ella que murió poco antes de cumplir los cuarenta y cuatro. Así que en ese año, les confieso, tuve miedo. Pero, cuando terminó, me di cuenta que los genios viven en otro tiempo. Yo no soy un genio, ella sí, por eso es mi numen protector.
Vengo a hablar de mi novela a un recinto otrora sacralizado por la religión imperante y que sirvió para que un ser humano extraordinario, se refugiara contra el brutal machismo y el bárbaro régimen discriminatorio impuesto en la colonia contra todo lo que no fuera hombre, españolete —aquellos no eran españoles, verdaderos españoles eran García Lorca, Miguel Hernández, Cervantes, Ramón y Cajal, Picasso, etcétera—. En la época de Sor Juana no había para las mujeres para donde hacerse. Ella tomó los hábitos y nos hizo entrar en la literatura universal.
 El viejo Pterocles con Demoníaca (Historia de una maldita perra)
 
En fin, vengo a hablar de mi novela titulada Demoníaca (Historia de una maldita perra) a sitio que hace unos pocos cientos de años estuviera dedicado a actividades tan pías. Para empezar es un acto de protervo cinismo. Mira qué chulo, viene a hablar de su propia novela, ay qué simpático. Me refugio en Ernesto Sábato, quien sostiene en una posición radical propia de aquella vieja polémica, que el escritor y en general el artista sólo crea los retratos de su propia alma.
Foto: Con Pterocles, Sor Juana y Charly Montana :D
Pterocles, Violeta Novarretega y el rock star Charlie Monttana en el Claustro y bajo el numen de la genio virreinal
 
Espero que si alguien la lee no vaya a horrorizarse con las turbadoras —y para algunos muy incómodas— anécdotas que la protagonista, la maldita perra que refiere el subtítulo perpetra en la narración.
Tengo que decir que tal personaje está basado en una persona real. A ésta no la conocí personalmente, pero tuve la fortuna de que me contaran a detalle las circunstancias centrales de su vida. Es una mujer que habita en el cuerpo de un hombre. Inconforme con su realidad se propuso ser lo que ella siente ser, una mujer. Y ha logrado ser una bellísima chica. Ella se dedica al sexoservicio, incluso suele autonombrarse “una perra” aunque sin automaldecirse. Y, lo más asombroso, y por lo cual mereció volverse paradigma de mi novela es el hecho de que creó un nicho de trabajo que, en la novela, denominó El circuito púrpura. Lo cual no es otra cosa que un grupo de prelados católicos de la alta jerarquía que requieren sus servicios por la principalísima razón de que ella es joven, es hermosa, recibe todo lo que una mujer recibe en el combate amoroso, pero, oh prodigio, también lo da. Trabajo tan completo merece que ella, la real, goce de un alto nivel de vida gracias a la generosidad de sus empleadores y, sin duda, también a su inigualable belleza, su intachable profesionalismo y la irreprochable calidad de sus servicios.
Mi personaje no es exactamente ella, la real. La mía es más bonita, más delicada. La real es una belleza ciertamente, pero para gustos un tanto más recios. La mía es más mimosa, grácil, digamos. Se dedica a lo mismo, con los mismos personajes y, al menos, la misma excelencia en su trabajo. Hay un personaje que llamaría contraejemplo quijotesco que se empeña en destruirla o conquistarla para su redención. Pero ella es una puta irredimible.
He querido hacer una novela como debe ser toda obra de arte. Se dice que no existe cosa más subversiva que el arte. En efecto, si algo puedo decir de mi novela Demoníaca, es que se trata de una visión rebelde, iconoclasta, cínica y casi enfurecida de ciertas realidades que son casi cotidianas y que nos han hecho perder la capacidad no sólo de asombro, sino también de indignación.
Ernesto Sábato. Genio del siglo XX
 
Vuelvo a Sábato, a Borges, quien dice que aquel prisionero creó un gran dibujo en muchos años de prisión. Al final era sólo su propio rostro. El que aspira a la creación de arte tiene que explorar entre sus demonios tanto como entre sus dulzuras. En ese ámbito se encuentra esta novela que hoy, con todo descaro me propuse hablar de ella. Al final, escribir una novela y publicarla es tan exhibicionista como trabajar en un antro desnudándose y mostrando los secretos del cuerpo. O, más bien, escribir es peor.
 
    Jorge Luis Borges. Inmortal.    Iluminado. Invidente.
 
 
La table dancer sólo muestra su cuerpo. El escritor su alma. Por eso mi cinismo alcanza para estar aquí ante ustedes. Muchas gracias por soportar.
 

lunes, 29 de julio de 2013


El Régimen de la Mínima Justicia

 
Pterocles Arenarius



Nadie tiene derecho a lo superfluo mientras alguien carezca de lo estricto
Salvador Díaz Mirón

 

Habíamos llegado al final. Tuvimos que destruir mucho para construir tanto. Tuvimos que matar. Porque, unos engañados, otros convencidos, juraron impedir la instauración del régimen de la mínima justicia. Habíamos propagado la violencia urgente y proporcionamos la muerte justa a muchos que, con todas sus fuerzas, se nos opusieron, ellos nos obligaron. Jamás entendieron que si estás matando de hambre a alguien, sólo puedes esperar que aquél también busque quitarte la vida. Aunque sea con violencia. Agarramos a Carlos Slim huyendo disfrazado de mendigo. No tan lejos estaba uno de sus mejores amigos, Carlos Salinas, quien en medio del fragor de su aplastante derrota continuaba arengando y tratando de organizar la resistencia contra nuestras huestes. En otra parte de la ciudad, Felipe Calderón estaba completamente ebrio y se drogaba con líneas y líneas de cocaína —el mismo que desató la guerra contra el narco—, trataba de salir de la embriaguez usando aquel estimulante, con una finalidad única, quitarse la borrachera para huir. Peña Nieto estaba en nuestras manos desde un día antes. Nos dijeron que fue encontrado con dos jóvenes prostitutos que lo sometían mientras él, gustoso, procuraba dar instrucciones a sus fuerzas mediante un celular. Cuando Slim fue atrapado se discutió un par de propuestas. Una pedía ejecutarlo sumariamente. La otra exigía entregarlo al odio de algunos plebeyos que, irremediablemente, formaban parte de nuestras fuerzas. Uno de nuestros compañeros más humildes, el más lúcido sin duda, dijo: “No podemos ser igual que este señor. Si nos volvemos iguales que nuestros enemigos, terminaremos reproduciendo lo mismo que ellos hicieron, la tiranía y la brutalidad contra el ser humano y entonces todos podrán decir que fuimos derrotados. Debemos marcar una línea muy clara en la que se vea certera y objetivamente que somos muy diferentes a ellos. Sólo así podemos sentirnos vencedores. Propongo que este señor sea despojado por un tiempo de todos sus bienes y que se le obligue a dedicarse a la mendicidad en las calles del Distrito Federal durante dos meses. Cuando cumpla el castigo se le devolverá una parte importante de lo que se apropió, nunca tanto como acumuló por medio de latrocinios. Estamos aquí para establecer el régimen de la mínima justicia, no para cometer crímenes, como ellos. La propuesta fue aceptada por unanimidad luego de ser discutida un par de horas. Salinas debió ser liquidado en combate, se negó a rendirse. Calderón recibirá un trato similar a Slim. Alguien agregó que sea sometido a la total abstinencia de alcohol durante diez años. Felipe dijo que prefería morir. Peña está en poder de la junta de gobierno del Régimen de la Mínima Justicia.

lunes, 1 de julio de 2013

Demoníaca (Historia de una maldita perra)

El moderno Tiresias
 
Jorge Arturo Borja
 
 
Demoníaca (Historia de una maldita perra).
Pterocles Arenarius.
Eterno Femenino Ediciones. México 2012.

En la mitología griega, Tiresias fue el célebre adivino ciego que le reveló a Edipo el misterio de su nacimiento y la verdad sobre sus crímenes.

De acuerdo con Ovidio, una vez que el joven Tiresias paseaba por el Monte Cilene encontró dos serpientes copulando, como en el símbolo del caduceo, y con un golpe de su báculo mató a la hembra. Entonces Hera, disgustada, lo convirtió en mujer. Tiresias fue mujer durante siete años en los que, según algunas versiones, se consagró como sacerdotisa de un templo de Hera; y de acuerdo con otras, se convirtió en la prostituta más famosa del Peloponeso. El caso es que tiempo después esta mujer volvió a encontrarse con las serpientes apareándose y, en esta nueva ocasión mató al macho, por lo cual inmediatamente regresó a su condición masculina.


Un día Zeus y Hera discutían quién gozaba más del acto sexual. Zeus decía que la mujer, y Hera aseguraba que el hombre. Para salir de la duda fueron a  preguntarle a la única persona que había sido hombre y mujer. Tiresias les contestó que si se dividiera el goce en diez partes, la mujer gozaba tres veces tres y el hombre solamente una. Esta respuesta enfureció a la diosa que lo condenó a las tinieblas eternas de la ceguera por ser un sujeto tan ligero. En compensación, Zeus le otorgó el don de la videncia y una larga vida proporcional a la de siete generaciones humanas. 

De este mito quedan vestigios en el imaginario popular; uno que supone el don profético y la sabiduría de los ciegos, sujetos que en vez de mirar el exterior de las personas pueden ver al interior; y otro que considera a los hermafroditas como individuos ligeros en apariencia, pero conocedores a profundidad de los secretos del placer. Esta segunda línea es la que desarrolla con atingencia Pterocles Arenarius en su novela Demoníaca.

El autor retoma ese viejo mito y lo vuelve a la vida para desarrollar con experimentado ojo literario una trama sumamente sórdida. Parte de una áspera realidad que no funciona simplemente como un contexto, como un paisaje de fondo, sino como una especie de ventana antropológica en la que se puede constatar la realidad del México del siglo XXI. No se trata de la reconstrucción idealista del griego Tiresias, sino del poder y conocimiento que contiene ese mito, aplicados en la figura de un moderno transexual que conjunta los apetitos de los sacerdotes y políticos que comparten sus secretos de alcoba.

Para quien aún piense que la aparición de esta realidad eclesiástica es inverosímil bastaría con informarle que el equivalente real de este personaje tiene nombre y apellido. Y se le puede encontrar incluso en internet o en algunos de los calendarios que año con año alcanzan gran éxito de ventas. Es una modelo y bailarina transexual que aparece frecuentemente en los medios electrónicos y que en entrevista para Radio Educación o para Once TV, confesó off the record, que sus mayores ingresos no provenían de sus inclinaciones artísticas sino de otras inclinaciones corporales que practicaba “en un circuito de sacerdotes y obispos de Puebla y Guanajuato”.

La otra parte de la realidad que también toca Pterocles Arenarius, es incluso más grotesca, es la que se refiere a las intrigas que se viven en los grupos de la ultraderecha mexicana. Aquella que con la consigna de “Implantar el reino de Dios en la Tierra” ha conseguido implantar exitosamente el reino del dinero y de la satisfacción de los apetitos más ocultos.

El escándalo que provoca la conjunción de tres ámbitos muy distantes en apariencia, pero que regularmente abrevan del mismo cieno -el sexo, el sacerdocio y la política- pudieran convertir a Demoníaca en una novela maldita. Sin embargo, el ejercicio obsesivo de su lenguaje y la imaginación aguda con que se vivisecciona a sus personajes, la redimen en la fuente del arte.

A pesar de que sus agonistas, la  prostituta transexual Sonia Ceylán y el fanático católico Daniel Federico, son dos personajes contrapuestos en pensamiento, espíritu y acción, están indisolublemente unidos por el placer del cuerpo y, por qué no decirlo, por un vínculo más profundo que quizá pueda compararse con cierta clase de amor. Son las dos caras de una sociedad hipócrita e incapaz de aceptarse a sí misma, un juego de opuestos que acaba en una síntesis poderosa y destructiva. ¿Quién va a querer que en la guerra entre la moral y el deseo gane la primera, si se goza mucho más perdiéndola?


Sin admitir concesiones ni ocultarse en eufemismos, Pterocles Arenarius va revelando los misterios del sexo a través de una aventura intensa y deslumbrante. En resumidas cuentas, Demoníaca es una novela para leerse de un jalón, y que al igual que una alimaña ponzoñosa, inocula en el lector el veneno de la curiosidad por leer, al menos, una segunda parte de esta historia.