viernes, 20 de mayo de 2011

El metro de la ciudad de México

Un rostro de México


Pterocles Arenarius

Mover a más de 5 millones de personas es una indecible hazaña de la que casi nadie tiene idea ni siquiera porque ocurre todos los días hábiles en la ciudad de México. Semejante desmesura la realiza el metro o bien, con todas sus palabras, el Sistema de Transporte Colectivo Metro (STC) de la Ciudad de México.
No es exagerado afirmar que el metro es una ciudad, incluso un mundo en el subsuelo de la Ciudad de México. En ningún otro sitio de la metrópolis se encuentra tanto y tan variado pueblo. Sin embargo, ante las colosales dimensiones de la multitud que se traslada en el metro, son en realidad muy escasos los incidentes graves que ocurren en las instalaciones del STC. Por supuesto, es imposible olvidar que al menos en cinco ocasiones ha habido balaceras, ya sea por intentos de robo o por asesinos que, con arma de fuego, han atentado contra la vida de los “usuarios”. En la última de éstas tuvimos ocasión de enterarnos de la acción heroica del obrero michoacano Esteban Cervantes, quien ofreció su vida intentando capturar al asesino del metro, al que sí logró detener y aislar para que la policía lo capturase. Aunque fuera con el costo de su vida.
A pesar de lo anterior, es justo decir que el metro es muy seguro, puesto que se transportan más de mil quinientos millones de seres humanos por año y desde 1995 hasta 2011, sólo se han registrado cinco balaceras por intentos de robo o bien por sujetos desquiciados que han disparado contra los llamados usuarios.
Algún día dijo el ilustre escritor Carlos Monsiváis, algo así como que en el metro, más que en cualquier otro sitio, se encuentra el verdadero rostro de la inmensa metrópolis que se constituye por la Ciudad de México y los múltiples municipios conurbados en donde habitan unos 20 millones de personas.
En efecto, en el metro va de todo. En el metro viaja el pueblo. Y a pesar de que es uno de los medios de transporte que mayor cantidad de personas transporta en el mundo, a pesar de que con frecuencia nos hemos percatado de que su capacidad ha sido rebasada, es también justo decir que el metro es el más eficiente y el más barato medio de transporte con que cuenta la ciudad y quizá sea el más barato del mundo.
Sin duda el metro es el retrato de la megalópolis y en buena medida del país, puesto que la monstruosa ciudad es prolijo muestrario del país entero. Y tan es reflejo del país que en pocos lugares puede verse la pobreza tan desnuda —así como la desesperada lucha contra ella y por la sobrevivencia— como en el metro.
Ya los pasajeros están acostumbrados a que en el trayecto de una estación a otra, siempre habrá un vendedor o un pordiosero. Siempre. En los vagones del metro se venden desde alimentos, golosinas, herramientas, instrumentos de oficina, hasta múltiples accesorios para diversas actividades, como hacer maniquiur o pediquiur, trabajos electrónicos o eléctricos, artículos de papelería, juegos de mesa, juguetes, pomadas, medicinas contra enfermedades sencillas como la gripe, artículos escolares, discos de música y de video (pirateados) y decenas de objetos más que suelen cambiar según la época, el clima, la moda o quizá hasta la sobreproducción de algún artículo por parte de los chinos. Lo asombroso son los precios, risible, increíble, grotescamente baratos.
Los pedigüeños son asimismo abundantísimos. Desde los invidentes que cantan acompañándose con un aparato de sonido que reproduce la pista musical para interpretar, hasta tristísimos cantantes enojosamente desafinados, descuadrados y sin el menor sentido musical. Pero también hay músicos jóvenes (raramente viejos) que son verdaderos artistas en ciernes si no es que virtuosos ejecutantes e intérpretes, aunque son los menos y también es cierto que desaparecen rápido del metro porque sin duda consiguen mejores opciones que recibir donaciones voluntarias a cambio de su arte.
No es menos proverbial la vergonzosa costumbre de que muchos hombres hostigan sexualmente a las mujeres. Es difícil no encontrar una mujer capitalina que no haya tenido una desagradable experiencia de tocamientos o fricciones sexuales en el metro. También hay que decir que no son tan escasas las mujeres que permiten y toleran (¿será que también las desean?) esas aproximaciones. Es verdaderamente aborrecible que una mujer sea ultrajada por manoseos o friccionamientos sexuales contra su consentimiento. He visto, una vez, a un hombre —sin duda perturbado sexualmente— entrar al vagón del metro y (lo juro) con ojos desorbitados, boca casi babeante y respiración fuertemente agitada, colocarse (a punta de codazos y empujones para hacerse un lugar) detrás de una muchacha —que por cierto ni siquiera deslumbraba de belleza— para tocar con alguna parte de su cuerpo el trasero de la chica.
Sé por los periódicos de aquel descabellado sujeto que hundió su existencia en la peor miseria (era un hombre casado, tenía dos hijos, trabajaba como ingeniero) pues incluso llegó a caer a la cárcel cuando fue descubierto por una mujer a la que manoseó y ultrajó sexualmente al ir vestido de mujer y así entrar en los vagones destinados para mujeres en horas pico). No es posible evitar la reflexión acerca de la inmensa miseria sexual de ese hombre para llegar a semejantes extremos y sortear, al final sin éxito, riesgos tan severos.
Los tentadores de mujeres, finalmente, son pobres hombres que padecen una atroz inopia sexual. Son hambrientos sexuales. El apetito, el antojo por el cuerpo femenino es sin duda descomunal, instintivo en la mayoría de los hombres. Pero de ahí a intentar de manera falsamente subrepticia —porque la mujer sin duda siempre se dará cuenta— una palpación, es un acto de indudable miseria aunque no menos audacia. Es como un mendigo que se atreviera a robar un mendrugo a sabiendas de que muy seguramente deberá sufrir un despiadado castigo. Esto ocurre con frecuencia: una mujer grita furibunda y abofetea a un pobre imbécil que perdió los límites y manoseó a la dama o quizá la haya friccionado de una manera que logró hacerla sentir terriblemente ofendida. En el trasfondo de la actitud del palpador está una muda súplica de que la mujer se haga de la vista gorda y lo deje gozar del tocamiento (“Tocar el cuerpo de una mujer es tocar cielo”, dice el gran poeta romántico alemán Novalis). También pudiera estar una actitud autoritaria, impositiva, intimidatoria. Ante lo cual las mujeres deben tener el valor de, en efecto, abofetear al abusivo. En el caso del miserable que desea tocar buscando la complicidad de la mujer me hace recordar que la gran escritora francesa Margarite Duras confiesa en un texto que en cierta ocasión, cuando ella era joven (y ciertamente bella), en una conferencia que ella apreciaba de pie en un auditorio repleto, un sujeto se le colocó detrás, repegando su pene contra las que sin duda serían lindas nalgas de la escritora, exactamente como ocurre en el metro de la Ciudad de México. La Duras cuenta que volvió su vista por un instante al rostro del atrevido y encontró un doloroso gesto de súplica, de insoportable vergüenza, de miseria sin duda que, ella, misericordiosa, confiesa haber pensado para sí, “Pobre hombre. Debe ser un desesperado incapaz de ganarse el afecto de una mujer que lo deje acariciarla. También tiene derecho a disfrutar”. Y nos cuenta que se hizo la loca y permitió durante toda la conferencia que aquel anónimo hambriento sexual se solazara, se consolara con las formas del que suponemos, habrá sido un hermoso derriere de la gran escritora.
Ante tanto hostigamiento sexual que repetidamente han denunciado las mujeres, en la actualidad hay ministerios públicos en varias estaciones del metro, en donde las féminas pueden asistir a denunciar a los abusivos en las mejores condiciones para ellas, sin confrontar a los abusadores, sin preguntas incómodas ni hostigamientos de otros tipos por parte de las autoridades, circunstancias de las que solían quejarse siempre las ofendidas. En la Ciudad de México se han aprobado leyes que defienden amplia y consistentemente a las mujeres contra esta clase de agresiones. Pero también es imprescindible cuidar los excesos. Sé que pretendió aprobarse una cláusula de una de las leyes de protección contra el hostigamiento sexual a las mujeres, en la que se punía las miradas lascivas. Creo que es difícil clasificar una mirada. E igualmente ignoro si mirar de cierta manera, por más lascivia que pudiera imprimirse en la mirada, llegara a dañar a una mujer.
Recientemente se ha hecho costumbre evitar la ocupación de los tres últimos vagones de los convoyes del metro después de las diez de la noche. ¿La razón? El hecho de que se comprobó que parejas de jóvenes (homosexuales, pero también heterosexuales) realizaban diversos actos lúbrico-sexuales —si bien de común acuerdo y entre adultos—: palpaciones y caricias en desnudez parcial e incluso placeres orales aprovechando la soledad, el vacío de pasajeros en estos vagones en las horas finales de servicio del Sistema.
También agreguemos que —en el metro como muestrario de la realidad mexicana— es posible notar que la gente está triste, terriblemente triste y desesperanzada. En las mañanas, en medio de los tumultos, sorprende la cantidad de personas que van durmiendo (hay quien incluso ronca) o al menos dormitando. Lo que asombra es que el número de los que dormitan de pie es apenas menor que el de los que lo hacen sentados. Las imágenes suelen ser un tanto desoladoras cuando duermen desamparados, cabecean de pie; pero no lo son menos cuando van despiertos, sumidos en pensamientos que parecieran ser sumamente tristes. En el metro no hay gestos faciales relajados o vagamente risueños, lo común son los ceños endurecidos, las miradas desoladoras, las posiciones rígidas y los rictus de fatiga. Pues ocurre que no es necesario ser un analista sociopolítico para estar al tanto de que los salarios son bajos como nunca en la historia reciente de México y la gente tiene que trabajar duramente al menos dos turnos u horarios al antojo de los patrones, quienes están viviendo la gran revolución empresarial a costillas de los salarios de hambre para los trabajadores. Las razones para la desesperanza, el enojo, la tensión y el descontento están más que a la vista.
Los pedigüeños, los cientos de vendedores llamados vagoneros, los músicos, el gran número de comerciantes que se colocan en los sitios próximos a las instalaciones del metro corroboran lo anterior, México está sufriendo una grave crisis de empleo, pero más, de gran pobreza económica, de educación (no es menos indicativo observar lo que la gente lee en el metro: los periódicos más baratos (y peores) del mercado, pues a duras penas incluyen noticias, pero abundan en anuncios comerciales, muchos de éstos anuncian productos milagro o bien ofrecen servicios de brujos, sujetos autonombrados chamanes, hechiceros más un enorme número de mujeres más algunos hombres que brindan servicios sexuales a cambio de dinero).
No es tan raro encontrar personas que leen libros, en especial en la línea 3, que circula hacia la Universidad Nacional Autónoma de México. Pero la gran mayoría de la gente que lee en el metro trae pasquines que muestran historias de sexo que si no fuera por el fondo serían en realidad cuentos infantiles. No es tan escaso también el número de personas que se “informan” leyendo revistas de chismes entre “artistas” de televisión, como TV y Novelas y otras. Lo asombroso de esas publicaciones es su espectacular diseño, la formidable calidad del papel y la impresión en rotundos colores y más que nada, la monstruosa cantidad de basura informativa que ofrecen. Lo que lee la gente en el metro es un doloroso indicador de que el promedio de nuestra educación es paupérrima y de que la cultura se encuentra en situación aterradora, por más que México sea un grandioso productor de arte y de cultura, además de tener una tradición de creadores artísticos de más de tres mil años.
Desde hace muchos años los sucesivos gobiernos han castigado la promoción de la cultura, dejándola sin recursos económicos; los programas masivos de lectura de nivel literario no existen, el apoyo a los artistas es notorio por su ausencia y muchos intelectuales y artistas, si no están uncidos al poder, vendidos a éste, se encuentran en lamentables circunstancias económicas y tienen que trabajar en otras actividades que les quitan el tiempo, a veces todo el tiempo que podrían dedicar a la creación de arte o al oficio de inteligir sobre nuestra realidad.
El ambiente del metro cambia mucho cuando el horario no es de los trabajadores sino de los estudiantes. Los chicos viajan en grupos alharaquientos, alegres, risueños y juguetones. Son las horas felices del metro. Otro ámbito peculiar en algunas estaciones, como Hidalgo, Revolución e Insurgentes es el hecho de que suelen abundar grupos de jóvenes parejas homosexuales, ya sean femeninas o bien masculinas que, libres por fin de prejuicios y miradas de reprobación, se dedican al sano deporte del faje, entiéndase apasionadas sesiones de abrazo-beso y arrumaco a la vista del mundo. Aunque también proliferan un poco los sexoservidores, chicos atrevida y exhibicionistamente vestidos de chicas.
Ciertamente, en el metro es notable el individualismo, la escasez de solidaridad, pero esto tiene sus límites. Es común que los hombres jóvenes o maduros no cedan el asiento a las mujeres de sus mismas edades. Aunque hay que reconocer que es igualmente difícil que no lo cedan a ancianas o mujeres que llevan niños pequeños. De igual manera, cuando los vagones están casi llenos de gente, los hombres que quedan al límite de las puertas se ponen tiesos para que los que tratan de entrar se desanimen con la resistencia a pesar de que los de afuera ven que en el interior del vagón haya claros en donde pudieran caber unas cuantas personas más. Pero en las horas pico y en las estaciones donde cruzan líneas, los tumultos por entrar al metro —todo el mundo tiene prisa por llegar a su trabajo— venzan más o menos brutalmente la resistencia de los que no dejan entrar. No es raro que ocurran circunstancias muy similares a los choques que forman parte de las jugadas de futbol americano cuando hacen contacto las líneas de golpeo. También es común que cuando una “infame turba” se abalanza a ingresar en un vagón, no dejen salir a un solitario que es arrastrado por el tumulto hasta el fondo del vagón.
En el metro como en ninguna parte de la ciudad —ya se ha dicho— se encuentra el más amplio muestrario del pueblo raso. Es ahí donde mejor que en cualquier sitio, se palpa el sentimiento de la gente. E igualmente, es en el metro donde se nota el sufrimiento, la pobreza y el gran esfuerzo que realiza el pueblo mexicano. Es visible que la gente lucha con inmenso denuedo que es tolerante que tiene un sentido, diríamos instintivo o quizá más bien intuitivo de la organización, pues sin ella sería absolutamente imposible mover a cinco millones de almas cada día en medio de cientos de pequeños o medianos tumultos y cuando casi todas ellas tienen urgencia por desplazarse con buena velocidad.
Es innegable que el metro es miles de veces más eficiente que, por ejemplo, los automóviles, los cuales, apenas con un pequeño disturbio callejero, un breve chubasco, una mediana manifestación o un choque entre ellos mismos, dislocan por completo su tráfico que ya de por sí es siempre lento, tedioso, contaminante, pesado y dañino para la salud tanto para los conductores como para todos los ciudadanos por muchos motivos, entre otros lo estresante, pero más que nadie se ve afectado en la salud que los niños y los ancianos. Los automóviles constituyen uno de los más graves problemas para la ciudad. Han hecho venenoso su aire, ocupan demasiado espacio para trasladar a muy pocos pasajeros, consumen enormes cantidades de combustible y participan en una notable cantidad de accidentes que provocan muertes y lesiones perdurables. En el metro ha habido una cantidad mínima de accidentes en sus más de cuarenta años de existencia. No deja de ser admirable el hecho de que las instalaciones del metro se encuentren en tan buen estado y hasta excelente presentación después de tantos años de trabajo y de servir con cifras cuyos números son tan estratosféricos. El metro es admirable por muchas razones, entre otras porque es —según sus propios datos— el tercero en trasladar a más pasajeros en el mundo y casi seguramente sea el más barato de todo el orbe.
La delincuencia en el metro está muy acotada. Es imposible, por supuesto, eliminarla totalmente si cada día pueden contarse cinco millones de “usuarios”. El robo es muy difícil y se restringe a los famosos “dos de bastos” que atracan sin que la víctima se dé cuenta de que la están bolseando, aunque cierto día, en una hora pico pude observar el siguiente modus operandi de una pequeña banda de mujeres ladronas en el metro:
Dos señoras cuarentonas de esas matronas regordetas, morenazas y bravas que suelen encontrarse en los mercados, como lideresas de algunas organizaciones sociales o en la calle como simples vendedoras ambulantes, se dedicaban a hacer el trabajo más importante: extraer el dinero o los bienes, sin duda su lema era “lo que caiga es bueno”. Les daba un imprescindible apoyo una más que se hacía la loca para armar escándalo y con él sembrar la confusión entre los “usuarios” (como suelen llamar en el STC a los pasajeros) del metro. De tal manera que mientras la una le gritaba a un compungidísimo y desconcertado usuario que no la hostigara sexualmente, que se fuera a manosear a su madre, al tiempo que lo empujaba para así provocar un tremendo tumulto (o un pequeño infierno) en el vagón que iba atestado de gente hasta los entresijos. Mientras los sufridos viajantes se distraían tratando de entender el conflicto y se cuidaban de que la violencia no les llegara, las otras dos mujeres bolseaban a quienes podían del resto de desconcertados pasajeros.
Claramente sentí cuando, en su momento, una de ellas metió su mano en mi mochila y se dio el lujo de rebuscar, paseando diestra, velozmente su mano en los interiores de mi talega buscando que robar. Trasculcarían a unas ocho, quizá diez personas y sin verificar ganancias se salieron del vagón. Se reunieron afuera del andén. Hicieron cuentas de lo ganado, esperaron el siguiente convoy y pusieron de nuevo en práctica su artegio, palabra propia del caló de los ladrones que significa plan preconcebido para atracar.
No me quedó duda de que su actividad era demasiado arriesgada y, casi de seguro, no les reportaría dividendos jugosos. En el metro no suele viajar gente que lleve encima arriba de cien o difícilmente doscientos pesos, a menos que sea quincena. Lo cual indicaba que esas mujeres eran muy arriesgadas, pues lo más fácil para alguien que se diera cuenta de que lo habían asaltado era denunciarlas con los policías del metro. Pero eso también era indicador de que sin duda eran gente desesperada.
No dudo que en cualquier momento hayan caído en manos de la policía. Cuando me bolsearon noté que todos los que sufrieron el intento de atraco se habían dado cuenta de ello y si no las denunciaron fue porque, al parecer, ninguno se vio despojado de valores.
En el metro es posible descubrir una buena parte del alma de lo mexicano, incluso, como se ha visto, una parte no despreciable de sus costumbres sexuales. Mas afinando la mirada, abriéndose al máximo para “sentir” a los pasajeros del metro es posible captar una terrible calma que recubre algo enorme y tremebundo. Algo grandioso o quizás aterrador que se encuentra debajo de esos gestos impertérritos, serios, algo tristes. Eso profundo que está en los sustratos abisales del alma colectiva constituye la inmensa fuerza que surgió esplendente e impetuosa, incluso brutal para tomar el mando de las acciones y subsanar los daños en la gran catástrofe del año 85 del siglo pasado. Esa fuerza fue, individualizada, la que impulsó al trabajador Esteban Cervantes para enfrentarse con un hombre armado que disparaba contra los pasajeros. Cervantes, con su acto logró salvar, con el sacrificio de su vida, a muchos más.
De alguna manera es esa la misma energía que ha hecho que desde el año 88 del siglo XX hasta el momento, no haya vuelto a ganar aquel perverso, tiránico partido político, el Revolucionario Institucional ni, más recientemente, el persignado y retrógrada Partido Acción Nacional. La gente que viaja en el metro es la que ha dado las (hasta ahora) permanentes victorias a la izquierda, por más que ésta jamás esté de acuerdo consigo misma, la que ha empujado las leyes de avanzada (de primer mundo) que permiten los matrimonios homosexuales, el aborto antes de los tres meses de embarazo, las pensiones del gobierno para los adultos mayores y muchos más privilegios sociales que, hay que decirlo, gozan los capitalinos y de los cuales carece la población de los estados.
La tristeza y la desesperanza de los viajantes en metro quizá sean incurables con un cambio radical de gobierno que permita algunos detalles que eleven el nivel material de vida de la gente, como la inopia salarial, como la urgentísima mejoría de la educación, como la desesperante necesidad de mucha más cultura y muchos menos bodrios televisivos e impresos. Como lo dijo el gran escritor mexicano José Revueltas, que la gente sea infeliz dado caso porque sea incapaz de resolver sus problemas sentimentales o existenciales, pero que no lo sea (como lo es en este momento) porque no tiene lo suficiente para comer y subsistir con la mínima comodidad.