viernes, 27 de septiembre de 2024

Susana y el Tanguarniz (Generación 163)

Apareció la ya mítica revista Generación. Una publicación que se mantiene por décadas, como ninguna en México. Haciendo un recuento recuerdo haber publicado en Generación por primera vez como en el año 2001 (¿o sería el 2002?), con un artículo sobre el Festival Internacional Cervantino. El tema de la revista era precisamente el FIC. Luego, posiblemente en el 2009 ¿o 2010?, publiqué un artículo que se llamó Roña y furia en Guanajuato, en el número 83, que la revista dedicó al Punk. Y ahora publican Susana y el taguarniz (sic con falta de ortografía).

No deja de ser honroso publicar en Generación. La crónica que sigue se puede leer en esta Generación número 163 del 2024 (¡Aleluya y larga vida a Generación, chingao!). Y, bueno, los reclamos. Le volaron a mi artículo un trío de párrafos, en total unos diez renglones. Creo que no había necesidad y menos si vemos que, para ilustrar la crónica, la acompañaron con una foto de buen tamaño, y el texto parece medio inconexo en donde le cercenaron palabras y en un caso cae en el franco error. Bueno, ni hablar.
Por eso aquí lo publico completito y sin faltas de ortografía, la palabra que se incluye en el título es Tanguarniz, con n.
Una hazaña que ya dura décadas: Generación




Susana y el tanguarniz

—Escóndete, güey, le dijeron a tu jefa que andas bien pedo y viene a buscarte. —Por ahí venía mi jefa; la vi entre la pequeña multitud que festejaba el 10 de mayo. Era el 1966. Sonaba música de aquellos tiempos. Lo más procurado era la Matancera, o el rocanrol que ya provocaba gran júbilo al ser bailado vertiginosamente. Era la vecindad 24 de la calle de Juan de la Granja, a cien metros del núcleo de la Candelaria de los Patos. La fecha se me hizo recordable porque era día de las madres y, algún regalo le habré hecho, yo era ayudante en una tapicería y era orgullo llegar con la mamá y darle una licuadora. Pero el oprobio lo agregué cuando, en la fiesta, dije a mis amigos más grandes que me dieran del infame chínguere con cocacola que bebían.
—¿Quieres un trago, güey? — y rápidamente, en un vaso de plástico, me sirvieron lo que, erróneamente, llamaban “una cuba”. Porque era Presidente no ron.
Las ansias de novillero se calmaron, tenía mi vaso con bebida alcohólica, como los grandes a mis quince años. Quería ser igual a los mayores. La bebida no era agradable digamos, pero te igualaba con la gente mayor, con la tropa, los ñeros del futbol, los cuates. Y bebí aquella bebida dulzona, de fuerte y raro sabor de un largo trago, como los hombres. Y fui a pedir otro. Y me lo dieron. Diez minutos después estaba en los baños colectivos de la vecindad vomitando. Me senté en donde no fuera visible, doblado, víctima de un espantoso mareo y las arcadas vomitivas. Hasta que me fui a esconder para que mi madre no me viera en tales condiciones.
Pero pronto me encontró:
—Mira nomás, esto era lo único que te faltaba, cabrón este —y me atizó un bofetón que me volteó la cara hasta la espalda. Recuerdo el enojo, pero lo más recordable fue el desconcierto al experimentar el volado de derecha de mi madre al estrellarse con la palma de la mano en la jeta, ningún dolor.
Muchos años después, en los 90 (ya era yo un cuarentón irredento, había abandonado la ingeniería, me había divorciado y había publicado algunos cuentos además de escribir guiones para Telesecundaria), cuando mi novia en turno era Susana y le hube citado mi primera hazaña alcohólica, ella me dijo:
—Como sabes, nací el 9 de mayo del 66, ¿te das cuenta de que tienes de borracho lo que yo tengo de edad? —Era el año 1991, ella tenía sus frescos veinticinco y mi cuarto de siglo era en tragos.
Susana nunca había bebido. Nos hicimos amigos en la Unidad de Televisión Educativa, donde éramos guionistas. Se interesó en las parrandas que nos oía comentar. Luego nos hicimos novios a pesar de sus veinticinco y mis cuarenta. O gracias a eso. Y del mero interés por el alcohol pasó a la práctica.
El fin de año nos hacían fiesta en la UTE. Una comida con botella por cada cuatro en la mesa, luego había música para bailar. Empezamos a beber a velocidad. En un rato estábamos pedisérrimos. Bebimos despiadadamente. Y ese día apareció un mal para Susana. Nos dimos cuenta de que era alcohólica o, mejor: altamente vulnerable al alcohol.
Susana es la mujer más inteligente que se me dio conocer en la vida. Y, como suele suceder con las inteligencias privilegiadas, sufría arduamente los sucesos nimios de la cotidianidad.
Fuimos a la fiesta de fin de año de la UTE. Se “compró” un vestido caro y atrevido. Cuando se lo puso, al final, en el momento de calzar sus zapatillas su hermana le dijo:
—Oye, no te vayas a agachar con este vestido porque se te va a ver todo.
Nos fuimos a la fiesta y bebimos furiosamente. Cuando aquello terminó estábamos inhumanamente pedos. Pero lo increíble era que queríamos seguir bebiendo. Era la medianoche.
—Vamos a Garibaldi —le dije. De inmediato respondió:
—Sí —luego se me acercó para decirme al oído—: ya me quité los calzones. —lo cual, aun tan borracho, me preocupó. Me dije: “Con ese vestido tan corto y ampón, si se agacha tantito se le verán todas las nalgas, aunque tenga sólo dos. Hay que cuidarla”. Tomamos un taxi hacia el embriagadero de Garibaldi. Nos metimos en un antro sórdido. Bebimos algún abominable matarratas que, al salir del lupanar, nos hizo basquear en alguno de los prados que había en Garibaldi. Exhaustos, tambaleantes, meamos públicamente desafiando a la feroz y ladrona policía de aquellos tiempos, al mundo entero y, no menos, a la cólera de dios. Ella, recuerdo, abría las piernas para emitir el tibio chorro amarillo. De suerte inverosímil nadie nos molestó.
Al día siguiente, Susana, al despertar, se golpeaba a puñetazos la cabeza. Le pregunté:
—¿Por qué te golpeas?
—Putamadre-putamadre-putamadre, no aguanto el dolor…
—No-no-no…, pérame —y preparé tragos bien cargados de alcohol y mucho líquido para hidratarnos. Ni la vomitada de la noche nos menguó el sufrimiento.
Ella era tremendamente intensa.
El sexo con Susana era una batalla de dos a tres horas. En la primera semana me di cuenta de que se había involucrado en el acto de felación dos veces por día. Decidí acumular en bitácora un registro de sus acciones sexuales y, en especial, las de sexo oral, incluía un marcador de orgasmos por encuentro, Ella 4-2 Yo. Curiosamente, el ganador era el número menor porque había logrado inducir más orgasmos a su pareja.
Cuando llegó la primera rencilla que provocó ausentarnos mutuamente en una semana, no pude evitar la revisión de la bitácora. En dieciséis meses y veintisiete días, sólo en cuatro de estos lapsos de veinticuatro horas se le pasaron sin que recibiera mi pene en su boca. Lo cual implica que en los 543 días me hizo emitir algo así como 2.72 litros de semen (5 ml por eyaculación) de los cuales (siempre según registro) ella misma engulló como la mitad, es decir, 1.36 litros.
Al principio, creí que eso era el paraíso. Pero la realidad nos abofeteó: siempre estábamos fatigados y soñolientos. El sexo llegó a volverse aburrido, rutinario, a pesar de la belleza de ella, de mis ímpetus, de su deseo de vivir, de conocer el mundo y los excesos. Nos estimulamos: veíamos pornografía, incentivar la creatividad. Inútil. Era como el descenso a rapel en un pozo sin fondo.
Susana dejó de amarme en cuanto me descubrió defectos, me perdió el amor. Y empezó a tener relaciones con otro güey. Y hasta llegó a someterme a aceptar sus relaciones con ambos. No lo soporté. Me hice de una mujer mucho menos inteligente, incomparable, por déficit, con su belleza, en fin, una chica que no podría competir con Susana. Pero me alivió de la pérdida.
Era como haber perdido una botella de whisky Macallan y conformarse con un humildísimo Tonayan.
Años después, el hado nos hizo encontrarnos en Isabel la Católica y Cinco de Mayo, frente a la vinatería. Sentimos afecto y hasta alegría. Charlamos y evité preguntar por su marido, aquel güey.
Compramos un vino tinto. Ni modo de tomárnoslo en la calle. Nos metimos a un hotel. Rememoramos en la práctica y felizmente las viejas batallas sexuales. Y nos alcanzó la noche. Como siempre, queríamos seguir bebiendo y también cogiendo.
—Vámonos a mi casa, hoy no habrá gente ahí, pero estoy encargada de cuidar el departamento.
Compramos más alcohol y más en serio, un Zacapa. Basta de vino tinto.
La noche nos fue apenas justa. La cogedera prolija y el alcohol insuficiente. Salimos por más.
Al día siguiente, con una cruda más bien benévola —había sudado, en los trances del combate amoroso, buena parte del alcohol ingerido—, me despedía de ella cuando el mediodía ya cediera su lugar al temprano atardecer.
De pasada vi una vela blanca, normal, excepto porque tenía una curva muy bien hecha y que, sin embargo variaba el grado de curvatura a lo largo de la vela. La figura era rara.
—¿Y estas velas, tú las haces? —Y además resultaba difícil imaginar para qué se usarían.
—Mmm, no… Digamos que no exactamente.
—La curva es muy rara, yo creo que sólo de molde se puede hacer una vela así.
—No. Es mucho más fácil. —Y me miró sonriendo, desafiante—, me la metí por el culo.
—Ah, mira, qué… interesante… y curioso…
“Oye, pero ten cuidado, porque si te la dejas se te va…
—Pero si se te va pues la cagas y ya.
—No. Los movimientos peristálticos que, curiosamente, empujan hacia afuera la masa excrementicia, provocan que los objetos sólidos suban y suban…
—¿De verdad?
—Sin pierde…
—Bueno, pues gracias por el aviso.


lunes, 23 de septiembre de 2024

El Pornócrata

 

El pornócrata

(In memoriam)

 

Caminábamos por Balderas, ya casi para llegar a la entrada del metro, cuando vimos que venían unos cuatro o quizá cinco sujetos en sentido contrario de nosotros, también caminando. Muy tarde, ya cuando nos cruzábamos con ellos, nos dimos cuenta de que venían bien borrachos, vociferantes, como buscando pleito, urgidos por agredir o quizá eran porros de la Voca 5, que está a la vuelta de donde estábamos. Los energúmenos nos lanzaban botellazos como queriendo matarnos. Corrimos unos metros. Uno de los borrachos escogió al peor rival posible, el Kung Fu, Alberto Vargas Iturbe; le dijo “Ábrase, puto, a un lado, culeros que aquí va la verga” y empujó violentamente al Kung Fu. Éste, sin más, le aventó en la cara su portafolios y empezó a tirarle puñetazos. Lo sometió con tan sólo unos ocho envíos, casi todos atinados al rostro del briago agresivo. Yo me trabé también a golpes con otro de ellos y no así lo hicieron dos más que venían, uno era el poeta Marco Tulio Lailson y el otro era un chico veinteañero de nombre también Alberto. El poeta Lailson, inédito en pleitos callejeros y no menos de cualquier índole de enfrentamientos a golpe de puño y Alberto cuya experiencia en estos casos me era desconocida, corrieron. Marco Tulio escapó con buena suerte pero Alberto fue alcanzado y brutal, arteramente golpeado en el suelo. Recuerdo que luego de intercambiar mandobles con el sujeto que me tocó en suerte, me reuní con Marco Tulio y encontramos una patrulla parada en el alto de Balderas y Avenida Chapultepec. Llegamos corriendo y le dijimos “¡Le están pegando a un muchacho allá!”, se podía ver la bolita que pateaba al pequeño Alberto por allá en Balderas. El puerco policía de la patrulla nos gritó “¡Calmados, no griten!, vamos a ver!”, jamás entendimos, simplemente se largó pasándose el alto. Fiel al viejo lema de los policías: “Si quieres llegar a policía viejo, hazte pendejo”. Tuvimos que ir a tratar de defender a Alberto. Por fortuna, cuando vieron que llegábamos, los agresores, cobardes, se fueron. Alberto, el joven, quedó muy golpeado. Ese día era la víspera del primer aniversario de la muerte de Charles Bukowski. Es decir, era el 8 de marzo de 1995. Exceptuando al pequeño Alberto, todos salimos ilesos de la aventura. El más aguerrido y el que nos dio la seguridad ante aquellos sujetos, ¿serían porros de la Voca 5, serían borrachos temerarios o sólo hubo algún equívoco del que no tuvimos ni tenemos idea? Siempre creímos que eran porros de la Voca 5, que se sienten dueños de la calle, extorsionan a los estudiantes, roban en las inmediaciones de la escuela e incluso asaltan a transeúntes del mismo perímetro. Pero Alberto Vargas Iturbe, el Kung Fu, demostró sus tamaños en la breve zacapela. Al final nosotros dañamos a dos, el Kung Fu a uno y yo a otro. Pero entre varios, en la confusión, cuando vimos, le dieron una feroz paliza al pequeño Alberto.

Su pasión


Muchas veces estuve en el café La Habana con Vargas Iturbe, luego autonombrado El Pornócrata (no sé si se puso así por la novela de Gonzalo Martré del mismo nombre. Pero sí es seguro que adoptó el apelativo por los temas de todos sus textos. Todos). Alberto Vargas Iturbe, para nosotros por muchos años El Kung Fu y para la gran mayoría El Pornócrata, es un ejemplo de alguien que dedicó su vida a dos cosas: Una, cogerse a cuanta mujer se ponía a su alcance y, Dos, escribir sus andanzas erótico-pornográficas-libidinosas-desaforadas. Es posible que Alberto, El Pornócrata, haya entregado medio siglo de su vida a escribir sus escandalosamente numerosas aventuras sexuales. Su primer libro se llamó El sexo me da Neza y se lo publicó una editorial cuyo nombre ha borrado mi memoria y que comandaba el entonces columnista de La Jornada, Jorge García Robles, gran conocedor del movimiento Beat y del movimiento subterráneo mexicano mala y chafamente llamado underground. Ese libro de cuentos, original y mucho más salvajemente se llamaba ¿Si me lo lavo con Sidral me lo mamas? El título, sin demasiada deducción, se había derivado de dos circunstancias, o tres. Una, que El Kung Fu sostenía una encerrona sexual con una chica que ex profeso llegó a su tienda en Ciudad Neza. Dos, que en la primera escaramuza practicaron sexo anal. Tres, que no había agua en la tienda donde trabajaba y era copropietario Vargas y él quería seguir cogiendo aunque pretendía gozar de una mamadita previa. García Robles encontraría algún inconveniente en el título que quería Alberto Vargas y le cambió a El sexo me da Neza. Pero también encontró algo muy valioso: la obsesión sexual digna del divino marqués; la actitud de lanzarse al vacío en aras del incontestable mandato de la vida pero exacerbado, degradado y por lo mismo sublimado, excesivo: el sexo. El coito, la mujer. A lo bestia literalmente. Lo más importante del mundo y de su existencia era coger, sólo con mujeres. El Kung Fu era un macho irredento, un macho como prehistórico, primigenio y brutal. Sea esto una ofensa o el más grande elogio para mi amigo. Coger era lo más importante de su mundo, más, era lo único. Coger, para él era digno de entregarle la vida. Y así lo hizo en la práctica y también en sus escritos.

Se tituló originalmente "¿Si me lo lavo con sidral me lo mamas?"


Publicó Miscelánea Los Tarascos, porque El Kung Fu, igual que el que esto escribe, era orgullosamente michoacano, él, de Jungapeo, entre Zitácuaro y los linderos de Michoacán con el Estado de México, mientras que mi terruño es Lombardía, ya en tierra caliente, rumbo a Apatzingán. Me resultó simpático cuando conocí a Alberto Vargas Iturbe: un bárbaro michoacano, grandote, sin duda rebasaba con facilidad los 1.80 metros. Se cargaba un vozarrón que una vez llegué a decirle:

Cabrón, no seas huacalón, hablas como si estuvieras anunciando al mundo tus ocurrencias, no mames, duelen los oídos cuando gritas porque tú no hablas. —En nuestro estado michoacano huacalón es el que habla muy fuerte.

—Ja ja ja ja; pos tápense las orejas, pa’que no les duelan cuando yo hable —nos diría en medio de sus carcajadas.

En mi vida he conocido algunos hombres libidinosos, no muchos, pero sí feroces, obsesivos, indoblegables. Tipos que quisieran llevarse a la cama a todas las mujeres que se encuentran o se aproximan a su entorno. Uno de ellos era —y de los más pródigos— Alberto Vargas Iturbe, El Pornócrata Mayor. Algo de lo que más me sorprendía de Vargas era su inocencia. Siempre me pareció que él —en algún ámbito de su personalidad— jamás había pasado de los diez años de edad. Nos contaba sus prolijas aventuras sexuales con un gozo casi infantil que, me daba la impresión, parecía hablar de hazañas de criaturas, travesuras infantiles.

“Agarré una vieja en un plantón que hicimos en la UNAM, fuimos los de la Prepa Popular Tacuba a apoyar a unos cabrones que estaban haciendo un movimiento para sacar a los porros de Filosofía y Letras. Le dije vente, vamos a apoyar a los compañeros. Compré un pomo de tequila y nos fuimos. ‘Pos tómale, camarada, porque nos va a tocar quedarnos toda la noche’, le dije a la morra; ni me acuerdo como se llamaba. No quería tomar, pero le insistí un rato y empezó a entrarle al tequila. El trabajo es nomás que se tome dos tragos y se vaya empedando, porque ya a medios chiles es fácil que se ponga bien borracha y ya así, afloje. Y sí, cabrón, ya se había tomado como tres peguecitos y que la agarro “A ver, ven acá, compañerita” y le planto unos pinches besotes. Como que se quería resistir, pero le di más tequila y aflojó. Ya la estaba encuerando cuando llegan unos porros a hacerla de jamón. Me habían dado una pistola por si las dudas. Que agarro la fusca y que les salgo ‘A ver, qué train, hijos de su puta madre’ y que les tiro como cuatro balazos, no para matarlos, nomás quería asustarlos a los hijos de su puta madre. Sí se fueron corriendo. Los porros son cobardes. Regresé y la muchacha estaba bien asustada, acurrucada en un rincón de un salón de la facultad.

Remembranzas calientes


“—Ya los corrí a los pinches perros esos. No tengas miedo. A ver, vente, yo te cuido, no te preocupes, mi vida. Y la levanto y la empiezo a cachondear otra vez, pero como tenía miedo le di más tequila y le enseñé la pistola que era nuestra protección, para que no tuviera miedo. Se puso a chillar un poco, pero la consolé y le di hartos besotes y la encueré toda. La saqué del salón porque le dije que era mejor que estuviéramos afuera para ver si venían los porros. La puse de a perrito y que me la cojo ahí afuerita del salón, en el pasillo. Mientras se la zambutía saqué la pistola y se la puse en la espalda porque había que estar bien prevenido, tener la pistola a la mano, no fuera que regresaran los pinches porros. Así me la cogí un buen rato. Le seguí dando tequila y luego la senté en un pupitre que saqué y ahí la puse a mamar y yo con la pistola en la mano viendo que no regresaran los porros porque no podía descuidarme a que nos fueran a sorprender. Cogimos como dos horas o más. Luego puse unos cartones en el suelo y ahí nos dormimos, la abracé para que no le diera frío y así estuvimos hasta que amaneció y entregamos la guardia sin novedad”. Así me lo contó; palabras más, palabras menos. Y luego escribió un cuento muy parecido a esto.

Alberto Vargas publicó libros y libros en los que narraba sus coitos con lujo de detalles. Hay algunos cuentos que llegan a ser inolvidables como aquel ya citado Si me lo lavo con Sidral… Algunos de los títulos que publicó son El canto del fístulo, Apología del burro, Necropsia de un poeta, CCH’s y otros relatos, Miscelánea Los Tarascos, La Prepa Popular, Historias lujuriosas, Una temporada en San Miguel Teotongo y La pinta flaca. Entre cuentos, novelas y poemas. También hizo un gran número de recopilaciones o antologías de cuentos o de poemas que publicaba haciendo lo que llamamos vacas de cooperación.

Recuerdo que en algún momento dejó de trabajar en la tienda de la que era copropietario. Anotemos que en la tienda bebía cocacolas todo el día. Cuando dejó de hacerlo bajó de peso de manera alarmante. Tanto que llegó a preocuparse y fue a consulta médica. Él me contó que una joven médica le dio consulta, lo auscultó y le hizo una revisión, si bien superficial no poco puntillosa. Entre muchas otras preguntas que le hizo fue como sigue:

—¿Cuántas parejas sexuales ha tenido?

—¿En cuánto tiempo?

—En toda su vida.

—Pos no me acuerdo, doctora.

—Bueno, en los últimos diez años.

—Pueeees, no me acuerdo, pero ‘ora verá, pos han de ser unas…, estamos en 1986, desde 1976…, pos serán unas seiscientas. —La médica lo habrá mirado con unos ojos que disimulaban la sorpresa pero que ya lo examinaban desde puntos de vista no tan próximos a la medicina.

—Bueno, en el último año, ¿cuántas parejas sexuales ha tenido?

—En el último año, ya verá… —aquello más que un interrogatorio médico era para El Pornócrata Mayor un motivo de satisfacción y orgullo y más porque tenía enfrente a un bello ejemplar femenino, aunque estuviera vestida de blanco y tuviese un estetoscopio al cuello—… debo llevar como unas ochenta y cinco o noventa, más o menos.

La muchacha no hizo gesto alguno, es de preverse. Podría haber respirado con profundidad pero ocultándolo cuidadosamente, para contestarle con la mayor frialdad que pudiera haberse allegado:

—La pérdida de peso (ha bajado usted unos quince kilos, me dice) se debe muy posiblemente a que usted es portador del Virus de Inmunodeficiencia Adquirida y, el hecho de perder kilos, no es más que el síntoma de que usted ya sufre la enfermedad. Tiene que ir a hacerse de inmediato la prueba Eloísa para que le confirmen que se encuentra usted infectado y se someta a las precauciones apropiadas, la dieta y los cuidados para que el final sea menos…, incómodo. No se recomienda hospitalización porque no tenemos los suficientes hospitales que tratan a los pacientes como usted. Lo recomendable es esperar la fase terminal en su propio domicilio sin riesgo de que contagie a…, más personas.

“Su actividad sexual ha sido de alto riesgo por muchos años y es muy seguro que usted esté contagiado. Será necesario que se ponga en cuarentena rigurosa. Usted sabe que por el momento no tenemos una vacuna ni curación eficaz contra esta enfermedad. Así que lo más recomendable es que se aísle tanto como le sea posible. Buenas tardes”.

Sexo tras bambalinas


En aquellos tiempos la infección por VIH era casi una condena de muerte. El Pornócrata Mayor entró en una terrible crisis. En aquellos tiempos tenía 43 años y, ciertamente, rebosaba de vida y de la alegría que la existencia nos llega a ofrecer muy en especial en el ámbito que más le interesó siempre. Escribió un largo poema (unas cuarenta páginas manuscritas) con una letra casi ilegible, apresurada, con el sabor amargo de la visión de la muerte y quizá salpicada de lágrimas. Un poema tremendo que puede escribir cualquiera que se vea amenazado de morir cuando la vida le da gozos sin medida.

Alberto Vargas, compungido, me expuso la situación y me pidió que le corrigiera la ortografía y le buscara algún lugar en donde se publicara. El asunto se resolvió pocas semanas después, cuando le entregaron el resultado de la prueba de sangre que se hizo y en la que le informaron que era negativo al temido síndrome. Leí su poema y me conmovió profundamente a pesar de que la ortografía era infame, la sintaxis medio enrevesada y hasta la caligrafía (a mano) un tanto inextricable.

Alberto Vargas, El Pornócrata Mayor, sufría de lapsos esquizofrénicos agudos. Un día me lo contó en el Habana. No dejó de ser doloroso que me dijera que sufría terriblemente cuando se daba cuenta de que la crisis esquizofrénica se aproximaba. Esta enfermedad lo condujo a escribir el que quizá haya sido su único libro no pornográfico: Historia de mi otro yo (Sexo y alucinaciones), aunque no deja de hablar de sexo, incluso en el título, es un libro en el que logra momentos de fuerte conmoción, igual que el poema aquel (del que ignoro si se publicó).

Luego, más o menos, nos perdimos la pista. Yo me fui a Guanajuato en el año 2000 y regresé diez años después. En ese ínterin me publicó, gracias al maestro Jorge Arturo Borja, en las antologías que organizaba, el cuento Madreardiendo y Bailarás (ganador del premio “Edmundo Valadés” en 1994). Tengo idea que nos volvimos a ver un par de veces, con gran cordialidad, incluso estimación.

Hoy se va de este mundo El Pornócrata Mayor. Un tipo que, como nadie, tuvo el máximo respeto por sus obsesiones y lo llevó a efecto de manera indeclinable por largas décadas. Hay cuentos de él que son inolvidables, como decía el maestro Edmundo Valadés: “Un buen cuento se lee de una sentada pero se recuerda toda la vida”.

Ya nos encontraremos, mi querido Pornócrata. O quién puede saberlo puesto que nadie puede ni podrá cronicarnos qué pasa, si es que pasa, en el otro lado.