lunes, 10 de marzo de 2025

Divina ilusión

  

Hace unos años publiqué, por invitación de ciertos “amigos” (que en realidad no lo eran), el cuento Divina ilusión (Los atributos del diablo). El libro en que se incluyó este cuento, se llamó Cuentos de lo guarresco y lo arabesco, en una paráfrasis, más bien burda, del libro de Edgar Allan Poe que se llama Cuentos de lo grotesco y lo arabesco. Los que promovieran tal publicación no verán sus nombres en este texto (se dice el pecado, pero no el pecador. Los dos muchachos son tan malísimos escritores que no se merecen ni siquiera la exhibición).

Con frecuencia pensamos que la escritura es uno de los oficios más nobles de la existencia. Tardamos años en darnos cuenta de que quienes la practican no necesariamente están a la altura de tan ilustre oficio. Si bien el escritor suele tener virtudes que resultan escasas entre el común de las personas (y por eso solemos esperar comportamientos más solidarios o hermosos o altruistas o humanistas o incluso heroicos entre los que escriben; craso, candoroso error) con el tiempo los escritores nos demuestran que no son mucho mejores que las personas comunes y corrientes. La escritura, como toda actividad practicada por humanos ha de tener, necesariamente, las virtudes y los defectos de esos que la practican.

Más todavía, me llegué a dar cuenta de que muchos ni siquiera son escritores. Son advenedizos, gente que lo que sí sabe es que el oficio de escribir, el hecho de publicar es altamente apreciado entre el pueblo, escribir es un oficio prestigioso, aunque no muestres jamás lo que escribes, aunque no exhibas nunca tus “virtudes” o “talentos”. Y así suelen abundar los (y las) porque también hay charlatanes del sexo femenino, los que denigran al arte de la letra.

Cuando publiqué en aquel librillo que pomposamente llamaron antología, al revisarlo me di cuenta de que había muchos autores que podríamos llamar menos que improvisados, hombres y mujeres que no tenían una preparación, bueno, ni siquiera en ortografía ya no digamos en preceptiva del arte de la letra y mucho menos en conocimiento literario en general. Muchachos u hombres y mujeres que no tenían idea de lo que sería una obra que merezca el estatus de literaria. Porque, es obvio decirlo, no han leído. Recuerdo que uno de ellos, el “jefe” del proyecto dijo en cierta ocasión —orgullosamente pero no menos con lastimosa ingenuidad—: “He leído tanto que ya no sé distinguir entre lo que es un bodrio y lo que es una obra literaria”. Lo cual no es más que el reconocimiento de ignorancia y ausencia de buen gusto en literatura. En otra ocasión, el mismo sujeto me demostró palmariamente que no había leído —¡y no conocía ni por nombre al autor!—, una de las grandes novelas de la literatura mexicana: Farabeuf, de Salvador Elizondo. Recuerdo que mi madre decía un lindo refrán: “En el modo de agarrar el taco se conoce al que es tragón”; así es en cualquier oficio. Un buen albañil se da cuenta de que alguien es inexperto con la primera hilada de tabiques que el novato colocase. Un futbolista ducho notará al novato en el solo acto de golpear el balón. El libro estaba malhechón, físicamente era un tanto artesanal, pero sin el quisquilloso amor que el artesano auténtico dedica a sus creaciones. Y los textos, muchos de ellos son inclasificables pero no por su originalidad, sino porque, simplemente, no tienen pies ni cabeza. Eran textos de gente que no tenía idea de lo que es literatura. Y menos aún de pergeñar uno.

Pero en fin, que se considere un descuido haber caído en manos de chambones y que se agregue la promesa de no sucumbir a las promesas de gente incierta. Hay que examinar siempre a las “amistades” (aunque la sabiduría popular establece que: nunca digas de esta agua no he de beber).


 

Divina ilusión

(Los atributos del diablo)

 Tu numen como el oro en la montaña

es virginal y por lo mismo impuro

Salvador Díaz Mirón


Para las amadas Violeta y Zoe

Para David, el bienamado

 

Para mi divina MGM

 

Me senté en uno de los asientos individuales en la segunda puerta del tercer o cuarto vagón del metro, abrí mi libro y me puse a leer. Eran, cómo olvidarlo, las 4:38 de la tarde, cuando se abrieron las puertas en la estación Candelaria y entró la criatura. Iba con su madre, una mujer sin mayor atributo que la intrascendencia. Había poca gente, por fortuna, porque en un tumulto tan común en el metro, bien pudiera no haberla descubierto. De frente era una niña tan trivial como su mamá. Por algún designio de la divinidad se dio la vuelta y detuve la vista un instante en ella. Por detrás era un exquisito ejemplar de la más pura y tierna belleza viva existente en este planeta. Era una criatura con unas nalgas portentosas enfundadas en un simplísimo e incluso vulgar pantalón vaquero de mezclilla. Nalgas desquiciantes. Nalgas, al menos, sublimes. Nalgas inocentes. Era un trasero prominente, pero sin exageraciones. Eran unas nalguitas tiernas y eran no menos poderosas. La minúscula cintura de la chiquilla hacía vertiginosa la curva. Y las piernas, fuertes pero delicadas, gruesas pero esbeltas; en perfecta proporción con la exaltación de ese tesoro de belleza en la carne de una simple chamaca.

Era una muchachita, adolescente, el ideal griego de la belleza: ellos lo llamaron Afrodita Calipigia (Afrodita de las bellas nalgas); la belleza de la mujer transformada en arquetipo. Pero ésta iba en el metro. Una criatura calipigia.

Evité verlas un momento. Pensé en un prejuicio debido a un momento de sensibilidad excesiva, exacerbada. Pensé en alguna posible distorsión perceptiva. Pensé en evaluar la belleza de manera tan objetiva como fuera posible, sin prejuicios de la sensibilidad.

Su delineado, a la vez violento y tenue me hizo sentir que dios existe y como consecuencia, milagros semejantes. Tan perfectas eran que ya más racionalmente— infundían dos certezas, una) que la divina proporción —descubierta por uno, o varios matemáticos remotos y propuesta al mundo primero por Euclides y luego por Pacioli— puede hallarse en este mundo y dos) que los dulces sentimientos que a través de la vista regalaban tanto al espíritu como al corazón y, lo peor, a los más bajos instintos, se deben a que esas formas primorosas eran debidas a su exactitud para reproducir y hacer notable el número de dios, la susodicha divina proporción. ¡Aquellas nalgas de mujer (de niña o, hablando con amor a la precisión, de adolescente) eran geometría! Pero eran también juventud, fuerza, elasticidad, no menos que dulzura, alegría, delicadeza. Y lujuria. Eran el amor de dios. ¡Eran las nalgas del universo! Eran, pues, el eidos de Platón transfigurado en tiernísima carne femenina. Eran, quién lo duda, las nalgas de dios. Mirar a la criatura resultaba un deleite. Un privilegio alcanzable quizácada diez años. Eran, en realidad, una bendición ¿del cielo, puesto que respondían, evocaban la divina cifra? O, mejor, ¿una maldición del infierno? Porque el mensaje de esas nalgas —ya lo he dicho— iba también a los más crudos y primitivos instintos animales: porque, en aquel momento, deseé ser capaz de empuñar el mazo, matar de un solo golpe a quien intentara impedir que me apropiara de aquellas simples nalgas. O morir en el trance. Eso es el infierno. O al menos lo desata, lo trae a este mundo. ¡Digno episodio para la criatura de las nalgas infernales!

El infierno. Porque tu cuerpo (cuerpo de animal): instrumento del demonio, te exige a cualquier precio que le obsequies esas nalgas de mujer. Sólo esas nalgas y nada más, por el momento. ¡Muévete, imbécil, haz algo, lucha, grita, asesina, haz lo que tengas que hacer para que le proporciones a tu cuerpo-puerco ese portento de nalgas de señorita que el destino te condenó (te regaló) a descubrir en el tercer ¿o cuarto? vagón al detenerse en el convoy del metro en la estación Candelaria de los Patos.

Deseé con desesperación ver qué cara de niña tendría la inocente que se cargaba semejante nalguerío. Y le busqué la cara. Quizá me vi un poco demasiado obvio entre la gente. Por fortuna le buscaba la cara, puesto que la espalda (junto con el brutal y delicioso espectáculo de sus nalgas) me lo daba ella de por sí, como una condena. Y miré su rostro. Todo lo que hice para ello había llamado su atención y se volvió extrañada hacia mí. Es difícil experimentar una decepción peor. Una vorágine de circunstancias, de imágenes, me avasalló. Comprendí que cualquier cosa que hiciera sería completamente inútil, al menos en el corto plazo.

Era una niña inocente y, me duele decirlo, muy próxima a lo que llamaríamos una persona con un desarrollo intelectual nulo (no hablemos de estupidez, sino de empobrecimiento). Con el tono gestual, el aspecto, la actitud, de quien ya perdió el candor agudo de la primera infancia y aún no alcanza a ser lo mínimo de inteligente que se logra con la variada experimentación, la amplia gama (brutal o refinadísima) de estímulos en esta vida. Y yo soy un viejo cerdo tan pervertido que difícilmente un humano podrá llegar a estos mis extremos. Comprendí que para acceder a la criatura era imprescindible fatigar algunos años para que se diera una leve posibilidad de que estuviéramos mutuamente a la mano.

O al menos era un pretexto muy plausible para mitigar la monstruosa frustración que sentía. Era imposible, con esa cara, con ese gesto, acercamiento alguno con la criatura. Excepto si yo actuara como un depredador, un tigre insaciable que atrapa a una becerrita de gacela, le arrebata la vida de una dentellada, la devora de manera incipiente, insatisfactoria (era tan tierna que no sería posible de otra manera). Y luego la abandona decepcionado, dejando abundantes residuos para las fauces de las bestias carroñeras.

Sentí piedad por ella. Un día —que no está lejano— llegará a su vida uno que, como yo, descubra su belleza y que no tenga tanto tapujo racionalista, tanto remilgo intelectual y al grito de prestigios, se lance al abordaje para disfrutar del dulcísimo bocado. Pensé. O quizá le llegue uno que ni siquiera se dé cuenta lo que el universo ha puesto en sus manos y la disfrute sin consciencia. En cualquier caso, dios guarde a la inocente, me dije cuando tuve que dejar ese vagón del metro.

Luego, melancólico, transbordé en Pino Suárez y salí en Bellas Artes, meditando. Miré con detenimiento los cuerpos de todas las mujeres al alcance de mi vista. Acaso dos o tres de las decenas que observé, se aproximaban, más o menos, al portento que me fue permitido contemplar. La belleza, ciertamente, y por fortuna, es prolija en este mundo.

Me conformé en demasía recordando las nalgas de mi amada que, sin presunciones ni exageraciones, no están demasiado lejos del exceso con que inconscientemente circula en este mundo aquella criatura.

Hice cuanto debía en el Centro y, dulcemente entristecido, un tanto adoloridamente feliz, llegué a mi casa a leer un rato, a beber un par de copas, a ver lo muy escasamente visible que tiene la televisión, a aturdirme un poco, a olvidar lo demoniaco, lo divino. A estar en este mundo.

Todo lo cual resulta extraordinariamente triste.