miércoles, 1 de enero de 2014

Profesión de fe

(Cuento Guadalupano)

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Pterocles Arenarius
 

Eran las once y pico de la noche de este once de diciembre y yo estaba tan borracho que hice dos cosas que podían haberme costado la libertad al menos por un par de días y cuantimás ahorita que Mancerda quiere bienquistarse con el crimen organizado, léase el PRI, para apretarle el puño a los chilangos y tratar de ser así como el candidote de la delincuencia desorganizada que es la clase política mexicana con el PRI a la vanguardia. Y luego hice una más grave.
El primer pecado: Me fui caminando y meando —para no hacer charco— desde el metro Balbuena hasta la calle José Rivera (unos doscientos metros). Iba pedísimo y con la vejiga próxima al estallido. De esas veces que ya no puedes ni apretar las nalgas. Meé alegremente mientras caminaba con insuficiente precaución para no mojarme los zapatos, el alivio era sublime (“La meada sagrada…, porque descansa el alma”). Caminaba y meaba. Caminaba y meaba. Era la felicidad. En plena calle, en la noche oscura y fresca, bajo el firmamento tachonado de estrellas. Otro sujeto ebrio que venía detrás de mí, al ver la prolongadísima trayectoria meatoria me alcanzó y, mientras me rebasaba me dijo “Ahi la llevas, ahi la llevas”. Le sonreí como lo hace un gran borracho: lo más cínicamente que me fue posible al tiempo que le dedicaba el consabido signo de “A toda madre, carnal” levantando en su honor el dedo pulgar. Él me respondió enseñándome la palma de la mano y largándose con una sonrisa al menos tan depravada como la mía.
 
El segundo pecado capital ocurrió una calle después. Luego de concluir la exoneración de la sufriente vejiga y quedar limpio de toda culpa micciónica, llegué trastabillante a la avenida Iztaccíhuatl (sic). Decidí tomar un descanso y a la vez mitigar la sorpresa de mirar a los miles y miles de peregrinos que todos los años pasan por tal avenida durante unas dieciocho horas sin tregua —ya ni me acordaba de que los once de diciembre siempre pasan—, obstruyendo cuanto de obstruíble existe en los veinte o treinta o cien kilómetros de sus diversos caminos, porque vienen desde todos los pueblos del Estado de México, de Puebla, de Hidalgo y otros. Por Iztaccíhuatl —que tiene un gran camellón que alterna andadores de tepetate con zonas jardinadas y árboles— caminan luego de seis, ocho o incluso doce o más horas desde sus sitios de origen. Cuando van por ahí todavía les faltan unos seis kilómetros para la Basílica de Guadalupe. Pero ya van de gane. Sobra decir que su paso es devastador (como el de Atila, El azote de
 
Dios, bajo cuya pisada ni la hierba crecía). Cada año casi acaban con el pasto y las flores del camellón. Señalan su camino mediante toneladas y toneladas de basura que abandonan en el suelo con toda naturalidad mientras avanzan a cumplir con la sublime devoción de rendir pleitesía, adorar a la Virgencita y, lo más importante, dejar millones de pesos a los no tan sublimemente motivados jerarcas coge-niños de la iglesia católica.
(Siempre he pensado que la Madre de Dios debía tener algún severo problema de autoestima para descender hasta esta Tierra inhóspita e irredimible para pedir a un indio que avisara que le construyeran una pequeña ermita donde adorarla. O, la neta, se me hace un poco infantil que la Madre del Dios Todopoderoso creador de cielos, tierra, mares y océanos y todo el rechingado e infinito universo con sus 93 000 000 000 —noventa y tres mil millones— de años luz de largo, necesite ser adorada por unos pinchérrimos seres que habitan en un planetilla perdido en uno de los brazos de una vulgar galaxia de las 100 000 000 000 —cien mil millones— que
 
más o menos hay en el tal universo. Y semejantes miserables habitantes de tan infinitésimo planeta que depende de una estrella que no tiene ni mayor mérito ni más atractivo que miles de millones de otras estrellas, sean merecedores de ya no digas el conocimiento, sino la atención y hasta que tan importante señora requiera ser adorada por esos ínfimos seres cuya objetiva representatividad en el universo tiende a cero. Pero en fin). Es absurdo, es ridículo y es tonto. Es una idea católica simplemente examinada por un descreído que tuvo la fortuna de leer tantita Física en la prepa.
Cada año se ven situaciones a cual más de absurdas en esas peregrinaciones. Desde los accidentes con sus correspondientes muertos de los que vienen en camión, los atropellamientos de los que vienen caminando o en bicicleta y más desgracias a veces incluso autoinfligidas; como ésos que se desmadran las rodillas por caminar con esa parte de su cuerpo desde la glorieta de Peralvillo hasta la Basílica. Los y las que se cagan a la vera del camino cuando no encuentran las casetas que les pone el Gobierno del DF para que en su caminar tan lleno de fe no dejen su cagarruta (su ruta de caca, pues). Todo sea por cumplir con la fe que los lleva a la anual veneración de la virgencita de Guadalumpen (sic, no es errata).
 
Me tiré a descansar en un sitio que sí tenía pasto. Los peregrinos pasaban. La gente de la colonia Moctezuma se organiza y les lleva comida y café a los heroicos peregrinos guadalúmpenes. Descubrí que a unos tres o cuatro metros del sitio en que me eché a recuperar algún porcentaje de mi equilibrio estaba una familia durmiendo bajo un árbol, enredados en unas jodidísima, insolvente cobija y acurrucados todos contra todos buscando darse calor y salvarse del frío.
—Oye, compadre, hace un chingo de frío. ¿A poco ahí se van a dormir? —le dije al papá que me miraba con alguna desconfianza, tiritando mientras se asomaba por debajo de la cobijita.
—Sí, pos no hay dinero pa’l hotel. Qué se le hace.
—Mira, güey, yo me voy a quedar un rato aquí a que se me baje la peda. Luego yo creo que voy a ir a conseguir otro alcohol porque la cruda va a estar perra… Toma las llaves de mi casa y cáiganle ahí. Te vas por esta calle hasta que encuentres el doscientos diecisiete y, mira, con esta llave, la hexagonal, abres la puerta de la calle. Te metes, buscas el número cinco y ahí abres con esta otra llave, la cuadradita. No mames, hasta se te van a enfermar tus chavitos. —El señor, un indígena cuarentón, morenazo, de ingenua catadura y tipo de albañil o campesino me miró con desconfianza.
—No, señor, aquí nos dormimos. Ya es como medianoche, como a las cuatro ya nos vamos pa’nuestro pueblo. Muchas gracias, pero mejor aquí nos quedamos.
—¿Y desde dónde vienen caminando? ¿Ya fueron a la Basílica?
—Venimos desde Tlapanaloya, arribita de Jilotzingo…, ¿sí conoce por ahi? Es cerca de Huehuetoca.
—Sepa la bola. ¿Cuántos kilómetros?
—Unos sesenta kilómetros. Ya fuimos a la Villita a ver a nuestra madrecita… ‘Orita ya vamos de regreso —“En la madre”, me dije, “éstos sí creen a lo cabrón”.
—¿También caminando?
—Pos sí, el camión está muy caro y somos cinco de a tiro…
—Váyanse a dormir un rato a mi casa…
—No, mi jefe, gracias. Na’más descansamos un rato y ya nos vamos.
—¿Cómo te llamas?
—Espiridión Manrique.
—Bueno, Espiridión, ¿y por lo menos se divirtieron de venir hasta acá a ver a la madrecita?
—Sí, nos gusta venir. Pero estamos bien cansados, traemos las patas bien hinchadas y mi vieja no puede caminar porque se fue de rodillas desde la glorieta. Las trae en cachitos.
—Oye, y si no es divertido ni se ganan un billete ¿para qué…?
—No, pos pa’darle gracias a la Virgencita de tantas cosas que nos ha dado.
—Ah, cabrón, ¿les ha dado muchas cosas? —se me quedó viendo de una manera que no me gustó, como a él no le habrá gustado mi pregunta.
—La Virgencita nos ha dado todo…
—Ya. Pues pinche Virgencita, qué culera… Les ha dado la pura chinga. —Peló los ojos como si lo hubiera abofeteado y se puso de pie. Hizo gestos como si fuera a llorar.
—No me diga eso, señor, porque voy a tener que partirle su madre.
—Tranquilo, cabrón —le dije desde mi supina postura—, yo nada más te digo lo que veo.
—Pero a la Virgencita no la tienes que ofender, señor. Porque yo sí te parto tu madre. A la Virgencita nadie le falta al respeto.
—Pérate, carnal, tú me dijiste que la Virgencita les da todo. Lo que yo veo es que tú no tienes más que miseria, no mames, te duermes en la calle con tus hijos y les dan de comer estos cabrones que son mis vecinos. ¿Eso es lo que les da la Virgencita? Son puras chingaderas. —No terminaba de hablar cuando se me viene encima el indio cabrón echándome las manos al cuello como si quisiera ahorcarme. Aunque briago, no estaba tan adormilado y me moví para evitar que me agarrara y empezamos a forcejear. Lo hice tocar suelo jaloneándolo de la ropa.
—¿Qué te pasa, cabrón?
—No falte al respeto a la Virgen, no sea hijo de la chingada. Si usté no cree, respete…
—Pos yo respeto, pero a ustedes se los está llevando la chingada con todo y respeto.
La gente, algunas decenas de los miles que pasaban, se arrimó a ver qué pasaba. Pronto se dieron cuenta.
—Es que este borracho estaba ofendiendo y faltando al respeto a la Virgencita. —Dijo una vieja gorda.
—Hay que darle en su madre al cabrón, cómo voy a creer… —opinó un indio sesentón.
—Hay que quemarlo al hijo de la chingada… —se atrevió a invitar otra mujer.
—Además de briago trai al vivo diablo adentro. Cómo se atreve a ofender a la madre de Dios. —Dijo ya a gritos otra vieja. De inmediato me agarraron los peregrinos y me levantaron en peso.
—Yo digo que hay que quemarlo, para que se le quite. —Insistió la misma mujer y me llevaron a un árbol. Dios sabe de dónde salió un mecate y muy pronto estaba dolorosamente amarrado al tronco. Un indio me jalaba de los cabellos y me abofeteaba.
—¿¡Por qué ofende, cabrón, a ver, por qué!? —Otro empezó con la peor propuesta:
—Consíganse un litro de gasolina. Na’más lo prendemos y nos vamos rápido, pa’que no nos vayan a agarrar los tecolotes de acá.
—No sean pendejos, no me vayan a quemar porque se los va a llevar la chingada. Los van a agarrar, acá la policía es bien cabrona y más con los indios.
—Míralo, y además nos ofendes a nosotros.
—Pos es que son bien pendejos, la pinche Virgencita nunca se apareció. ¿A poco no saben que es española, hasta del nombre? Juan Diego nunca existió. La iglesia de los güeyes estos que se cogen a los niños inventó lo de la Virgen para engañarlos. El puto gobierno también quiere que estén bien pendejos creyendo en la guadalupana y viendo la televisión para que no causen molestias. Dios no existe…
—¡Ya cállate, con una chingada! —llegó uno de ellos y me abofeteó cuatro o cinco veces— Traigan rápido la gasolina para ya irnos.
Llegó Espiridión, traía con él a dos policías. Los que intentaban la quema de este hereje, en cuanto vieron los uniformes azules, se esfumaron entre la caravana de andantes que no disminuía.
—A ver, qué pasa aquí… —dijo un policía.
—Es que los peregrinos ya querían quemarlo —les informó Espiridión— porque estaba diciendo puras barbaridades de la Virgencita. Es buena gente, pero está borracho, mejor llévenselo a la cárcel porque si no, sí lo van a matar los peregrinos. —Los policías me desataron.
—¿Y qué les estabas diciendo? —preguntó un policía
—Nada, que son bien pendejos y que la Virgencita no les sirve para nada. —Espiridión y los dos policías me examinaron como a un espécimen extraño. Se miraron entre ellos y decidieron:
—Sí, hay que encerrarlo unos días, para que se le quite lo hocicón. —Dijo un policía.
—Es lo mejor, ¿no?, para que ya se quede tranquilo. —Consideró Espiridión con un serio gesto de sabiduría. Luego me subieron a al patrulla.

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