sábado, 7 de noviembre de 2015

El padre Sol


El padre Sol
Miles, millones de reacciones nucleares. El padre Sol


El padre Sol da alimento a nuestro planeta gracias a una situación de equilibrio absolutamente milagroso. Recordemos que Venus, el planeta inmediatamente anterior a la Tierra con respecto al Sol es un infierno en el que no es posible la vida por el excesivo calor y muchas más condiciones extremas de ese planeta; mientras que Marte, el planeta posterior está convertido en un yermo helado en el que tampoco es posible la vida. El Sol quema 4 millones de toneladas de hidrógeno por segundo —así de inmensamente grande es comparado con nuestro planeta—, el Sol realiza inconcebibles transformaciones de energía mediante reacciones nucleares de fusión de núcleos de átomos de hidrógeno para transformarlo en helio (que después, por el mismo procedimiento, se transformará en otros elementos, con los millones de años, en todos los demás elementos naturales). Con tales reacciones nucleares el Sol produce la energía suficiente para que en nuestro planeta, los vegetales se alimenten de los minerales de la Tierra, respiren el aire de la atmósfera, tomen el agua del subsuelo de nuestro planeta y todo ello gracias al fuego ya muy moderado por los 150 millones de kilómetros que nos separan del Sol. El Sol produce tanta energía que si ésta se repartiera de una manera equitativa, alcanzaría para proporcionar la misma cantidad energética a 3 mil millones de planetas iguales al nuestro; es decir, nuestro planeta recibe 0.00000003 (tres mil millonésimas de la energía total que se produce en el Sol). El Sol es, en diámetro, casi 110 veces más grande que la Tierra y en volumen es 1 300 000 veces mayor que la Tierra. Esto significa que si la Tierra tuviera el diámetro de una naranja (digamos 10 centímetros), el Sol tendría un diámetro —más o menos— como de un edificio de cuatro pisos, 14 metros; pero estaría alejado de la naranja algo así como un kilómetro y medio (para los que conocen el DF, como la distancia del metro Hidalgo al San Cosme). No es posible eludir un escalofrío de terror —terror cósmico, quién lo duda—, al pensar en tales circunstancias. El Sol es el símbolo de la divinidad. Todos los pueblos de la

Tamaños comparativos en escalas muy comprensibles

antigüedad, sabiamente, lo veneraron como el Dios originario. Las llamas que vemos en esta película, en la realidad, miden cientos de miles de kilómetros. Y, bueno, si queremos pensar más en grande, nuestro venerado Sol es apenas una estrella más —no del canal del desagüe que se nos manifiesta tan ilegítima como electrónicamente— de los 400 000 millones de estrellas de nuestra galaxia; no es una estrella enana, pero tampoco es de las grandes; es sólo una más. Lo escalofriante de las dimensiones del universo a duras penas se equilibra con el increíble pasmo de que podamos entender semejantes conceptos.
(Eso consuela mucho cuando observamos sujetos que se creen, por alguna ignota razón, superiores al resto de los humanos. Individuos cuya miseria espiritual los conduce a convencerse de que no tienen llenadera y con eso los impulsa a acumular riquezas de manera enfermiza, mucho peor que un loco desquiciado. Ahora mismo hay un güey del que dicen que es el más rico del mundo, pero lo que no dicen es que ha logrado eso robando a cien millones de pendejos; otros que, entre ambos, son dueños de un monopolio de la comunicación que acumula también inmensas riquezas gracias a engañar a un buen porcentaje de los cien millones mencionados y algunos más que son mucho menos que garrapatas, que chinches o incluso microorganismos dañeros y enemigos de la naturaleza y que, parece que no lo saben, se irán de este mundo, más pronto que tarde y todos los millones que se han robado se quedarán en este mundo. Les aseguro que no se llevarán nada). Y el universo seguirá en movimiento. El Sol continuará su inimaginable combustión a ritmo de 4 millones de toneladas por segundo durante otros 5 mil millones de años, décadas más, décadas menos, claro

Nada de lo que se han robado se llevarán al otro mundo

está. Y en algún momento, dentro de cierto número de siglos, cuando los humanos hayan evolucionado, todos esos pésimos individuos mencionados, los insaciables, los explotadores, los despiadados serán un mal recuerdo para la nueva humanidad, que recordarán con alguna tristeza cuando algunos de los humanos eran unos verdaderos hijos de la chingada que llegaron a poner en peligro la existencia de la mismísima humanidad tan sólo para saciar una de sus más estúpidas manías: su codicia.








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