miércoles, 20 de abril de 2016

Eusebio Ruvalcaba sobre un cuento de Pterocles


Envidia del cerdo*

Eusebio Ruvalcaba

Eusebio Ruvalcaba

Todo cuento está sujeto a sus propias leyes. Todo cuento transcurre en su propio devenir, semejante a un río que en su corriente arrastra aun las minucias.
Quiero explicar lo que yo entiendo y comprendo del cuento intitulado Jamonudo y Antolín. Para empezar, me parece un cuento paradójico, en el sentido de que canónicamente, de acuerdo con los preceptos académicos, no es ni con mucho un cuento, sino un relato. Confluyen en su desarrollo dos acontecimientos torales: la muerte de un puerco a manos de Antolín Sagredo, y, justamente, la muerte de Antolín Sagredo. Aquí un académico se daría de topes en la cabeza. ¿Cómo es posible, se preguntaría, que en un cuento que se digne de serlo dos hecho inusitados compitan entre sí? La respuesta es fácil. En este cuento los acontecimientos no compiten sino se complementan. Al punto de que al final, uno se pregunta quién es el verdadero puerco: ¿el cerdo que muere a manos de los niños del barrio, o Antolín Sagredo, que muere a manos de la familia? Esta ambigüedad esta tratada con maestría verdadera. Porque no es nada sencillo trasladar el objeto de nuestra emoción ―sea de odio, compasión o admiración― de un ser a otro. Maupassant tiene un cuento en el que transfiere esta modalidad; se intitula La vendetta y trata de una madre que entrena una perra para que asesine a un criminal: el asesino de su hijo. Un asesino asesina a otro, y el lector suspira satisfecho. Si para algo se prestan las palabras encauzadas en una narración es para esto: para trastocar ―y trastrocar― el orden de las cosas, es decir, para darle una vuelta a la ontología más severa con que se nos presenta la vida, y que nosotros respetamos ignorantes de que puede ser modificada ante circunstancias inusitadas.
Guy de Maupassant, artífice del género


Pero hasta aquí no ha quedado claro por qué Jamonudo y Antolín es un cuento y no un relato. A mi modo todavía profano de ver las cosas, le adjudico el título de cuento a toda historia que gira en torno a una misma idea y una misma emoción (articulación sobre la que Tolstoi ya tejió el sustento). En un relato, la pinza se abre hasta que la historia se reblandece. Dije articulación, y quiero aplicar esa palabra al entramado entre la muere del puerco y la muerte de Antolín Sagredo ―que los dos tienen el paradigma del sacrificio, es otra cosa―. Con sangre fría, el autor va describiendo paso a paso los últimos instantes del cerdo. Incluso el lector lo aplaude, quiere más. ¿De verdad en esto consiste la ofrenda de semejante bestia? Y por ahí se asoma cierta compasión. Compasión que no existe, que jamás despunta, en la muerte de Antolín Sagredo. ¿Por qué? ¿Cómo es posible que un puerco nos merezca más piedad que un hombre, independientemente de que ambos se resistan a morir? Ésta es otra estrategia del autor. Somos testigos de cómo este hombre pisotea cualquier principio de urbanidad, ni siquiera de respeto. Y estamos de acuerdo en que se le aniquile porque así y sólo así los demás sobreviven.
¿Por alguna razón, en cierta circunstancia, merecerá más piedad un cerdo que un hombre?

Es un cuento porque desde las primeras líneas ya estamos dentro sin la menor posibilidad de escapatoria. No existe el mínimo reblandecimiento en la tensión dramática pasar del animal al hombre, sin que el arco ceda un ápice. Me atrevería a decir que gran parte del peso de este despliegue narrativo cae en el lenguaje. No es común toparse con un lenguaje incomplaciente, rasposo como una lija del 9, pero ceremonioso de las formas. Porque se ajusta a la perfección a lo que el lector quiere oír. Uno como lector elabora sus propias conjeturas. Está tan bien escrito este cuento, que uno arma en su cabeza expresiones, preguntas y respuestas, no en cuanto a la trama sino en cuanto al lenguaje. Ese modo irrestricto que tienen los buenos narradores de que las palabras se acomodan por sí solas, como son las cosas buenas en la vida, que siempre son exactas y precisas, a veces ante nuestro desconcierto, a veces ante nuestra algarabía, así transcurren en Jamonudo y Antolín. Al punto de que de pronto parece un cuento platicado, este es escuchado en la boca de algún chismoso de barrio (recurso narrativo que Pterocles hubiese podido haber utilizado pero que habría convertido su texto, en efecto, en un chisme más, llámese Luvina o El guardagujas).
Molino de Letras publicó Jamonudo y Antolín


Dos puntos más en los que quiero reparar, que no por dejarlos al último son menos notables. Uno, los nombres de los personajes, séanse protagónicos, secundarios o meros peones. Parecen bautizados por el demonio mismo. Con ese nombre no puede ser otra su predestinación más que consumar un hecho memorable.
Pterocles, autor de Jamonudo y Antolín


Y dos, que hayan sido las mujeres las que mueven la acción. Primero, la chica que apenas se salva de ser violada por Antolín Sagredo, y, segundo, la madre de la chica, ha visto con parsimonia desigual cómo aquel hombre/bestia ha hecho y deshecho a sus hijas mayores, y que por fin se decide a intervenir cuando ve que su último bastión la virginidad de su hija más pequeñaestá a punto de ser devorada. Para rematar, aquí se trasmina una virtud más del autor: confundir a sus lectores bisoños entre una misoginia galopante, y una defensa de la condición femenina. Y si a condiciones vamos, cuán por encima de la condición humana queda la del cerdo, que merece morir porque nace para ser muerto por las manos del hombre. Y tan tan. Es decir, el cuento se levanta por encima de premoniciones moralistas a que son tan afectos los narradores enanos de espíritu. Mediocres, para decirlo en una palabra.
La vida se asume con sus pautas, o mejor hacerse de lado y dejar que las cosas acontezcan.

*Reseña de Jamonudo y Antolín, cuento de Pterocles Arenarius que se publicó en la revista Molino de Letras.

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