lunes, 10 de marzo de 2025

Divina ilusión

  

Hace unos años publiqué, por invitación de ciertos “amigos” (que en realidad no lo eran), el cuento Divina ilusión (Los atributos del diablo). El libro en que se incluyó este cuento, se llamó Cuentos de lo guarresco y lo arabesco, en una paráfrasis, más bien burda, del libro de Edgar Allan Poe que se llama Cuentos de lo grotesco y lo arabesco. Los que promovieran tal publicación no verán sus nombres en este texto (se dice el pecado, pero no el pecador. Los dos muchachos son tan malísimos escritores que no se merecen ni siquiera la exhibición).

Con frecuencia pensamos que la escritura es uno de los oficios más nobles de la existencia. Tardamos años en darnos cuenta de que quienes la practican no necesariamente están a la altura de tan ilustre oficio. Si bien el escritor suele tener virtudes que resultan escasas entre el común de las personas (y por eso solemos esperar comportamientos más solidarios o hermosos o altruistas o humanistas o incluso heroicos entre los que escriben; craso, candoroso error) con el tiempo los escritores nos demuestran que no son mucho mejores que las personas comunes y corrientes. La escritura, como toda actividad practicada por humanos ha de tener, necesariamente, las virtudes y los defectos de esos que la practican.

Más todavía, me llegué a dar cuenta de que muchos ni siquiera son escritores. Son advenedizos, gente que lo que sí sabe es que el oficio de escribir, el hecho de publicar es altamente apreciado entre el pueblo, escribir es un oficio prestigioso, aunque no muestres jamás lo que escribes, aunque no exhibas nunca tus “virtudes” o “talentos”. Y así suelen abundar los (y las) porque también hay charlatanes del sexo femenino, los que denigran al arte de la letra.

Cuando publiqué en aquel librillo que pomposamente llamaron antología, al revisarlo me di cuenta de que había muchos autores que podríamos llamar menos que improvisados, hombres y mujeres que no tenían una preparación, bueno, ni siquiera en ortografía ya no digamos en preceptiva del arte de la letra y mucho menos en conocimiento literario en general. Muchachos u hombres y mujeres que no tenían idea de lo que sería una obra que merezca el estatus de literaria. Porque, es obvio decirlo, no han leído. Recuerdo que uno de ellos, el “jefe” del proyecto dijo en cierta ocasión —orgullosamente pero no menos con lastimosa ingenuidad—: “He leído tanto que ya no sé distinguir entre lo que es un bodrio y lo que es una obra literaria”. Lo cual no es más que el reconocimiento de ignorancia y ausencia de buen gusto en literatura. En otra ocasión, el mismo sujeto me demostró palmariamente que no había leído —¡y no conocía ni por nombre al autor!—, una de las grandes novelas de la literatura mexicana: Farabeuf, de Salvador Elizondo. Recuerdo que mi madre decía un lindo refrán: “En el modo de agarrar el taco se conoce al que es tragón”; así es en cualquier oficio. Un buen albañil se da cuenta de que alguien es inexperto con la primera hilada de tabiques que el novato colocase. Un futbolista ducho notará al novato en el solo acto de golpear el balón. El libro estaba malhechón, físicamente era un tanto artesanal, pero sin el quisquilloso amor que el artesano auténtico dedica a sus creaciones. Y los textos, muchos de ellos son inclasificables pero no por su originalidad, sino porque, simplemente, no tienen pies ni cabeza. Eran textos de gente que no tenía idea de lo que es literatura. Y menos aún de pergeñar uno.

Pero en fin, que se considere un descuido haber caído en manos de chambones y que se agregue la promesa de no sucumbir a las promesas de gente incierta. Hay que examinar siempre a las “amistades” (aunque la sabiduría popular establece que: nunca digas de esta agua no he de beber).


 

Divina ilusión

(Los atributos del diablo)

 Tu numen como el oro en la montaña

es virginal y por lo mismo impuro

Salvador Díaz Mirón


Para las amadas Violeta y Zoe

Para David, el bienamado

 

Para mi divina MGM

 

Me senté en uno de los asientos individuales en la segunda puerta del tercer o cuarto vagón del metro, abrí mi libro y me puse a leer. Eran, cómo olvidarlo, las 4:38 de la tarde, cuando se abrieron las puertas en la estación Candelaria y entró la criatura. Iba con su madre, una mujer sin mayor atributo que la intrascendencia. Había poca gente, por fortuna, porque en un tumulto tan común en el metro, bien pudiera no haberla descubierto. De frente era una niña tan trivial como su mamá. Por algún designio de la divinidad se dio la vuelta y detuve la vista un instante en ella. Por detrás era un exquisito ejemplar de la más pura y tierna belleza viva existente en este planeta. Era una criatura con unas nalgas portentosas enfundadas en un simplísimo e incluso vulgar pantalón vaquero de mezclilla. Nalgas desquiciantes. Nalgas, al menos, sublimes. Nalgas inocentes. Era un trasero prominente, pero sin exageraciones. Eran unas nalguitas tiernas y eran no menos poderosas. La minúscula cintura de la chiquilla hacía vertiginosa la curva. Y las piernas, fuertes pero delicadas, gruesas pero esbeltas; en perfecta proporción con la exaltación de ese tesoro de belleza en la carne de una simple chamaca.

Era una muchachita, adolescente, el ideal griego de la belleza: ellos lo llamaron Afrodita Calipigia (Afrodita de las bellas nalgas); la belleza de la mujer transformada en arquetipo. Pero ésta iba en el metro. Una criatura calipigia.

Evité verlas un momento. Pensé en un prejuicio debido a un momento de sensibilidad excesiva, exacerbada. Pensé en alguna posible distorsión perceptiva. Pensé en evaluar la belleza de manera tan objetiva como fuera posible, sin prejuicios de la sensibilidad.

Su delineado, a la vez violento y tenue me hizo sentir que dios existe y como consecuencia, milagros semejantes. Tan perfectas eran que ya más racionalmente— infundían dos certezas, una) que la divina proporción —descubierta por uno, o varios matemáticos remotos y propuesta al mundo primero por Euclides y luego por Pacioli— puede hallarse en este mundo y dos) que los dulces sentimientos que a través de la vista regalaban tanto al espíritu como al corazón y, lo peor, a los más bajos instintos, se deben a que esas formas primorosas eran debidas a su exactitud para reproducir y hacer notable el número de dios, la susodicha divina proporción. ¡Aquellas nalgas de mujer (de niña o, hablando con amor a la precisión, de adolescente) eran geometría! Pero eran también juventud, fuerza, elasticidad, no menos que dulzura, alegría, delicadeza. Y lujuria. Eran el amor de dios. ¡Eran las nalgas del universo! Eran, pues, el eidos de Platón transfigurado en tiernísima carne femenina. Eran, quién lo duda, las nalgas de dios. Mirar a la criatura resultaba un deleite. Un privilegio alcanzable quizácada diez años. Eran, en realidad, una bendición ¿del cielo, puesto que respondían, evocaban la divina cifra? O, mejor, ¿una maldición del infierno? Porque el mensaje de esas nalgas —ya lo he dicho— iba también a los más crudos y primitivos instintos animales: porque, en aquel momento, deseé ser capaz de empuñar el mazo, matar de un solo golpe a quien intentara impedir que me apropiara de aquellas simples nalgas. O morir en el trance. Eso es el infierno. O al menos lo desata, lo trae a este mundo. ¡Digno episodio para la criatura de las nalgas infernales!

El infierno. Porque tu cuerpo (cuerpo de animal): instrumento del demonio, te exige a cualquier precio que le obsequies esas nalgas de mujer. Sólo esas nalgas y nada más, por el momento. ¡Muévete, imbécil, haz algo, lucha, grita, asesina, haz lo que tengas que hacer para que le proporciones a tu cuerpo-puerco ese portento de nalgas de señorita que el destino te condenó (te regaló) a descubrir en el tercer ¿o cuarto? vagón al detenerse en el convoy del metro en la estación Candelaria de los Patos.

Deseé con desesperación ver qué cara de niña tendría la inocente que se cargaba semejante nalguerío. Y le busqué la cara. Quizá me vi un poco demasiado obvio entre la gente. Por fortuna le buscaba la cara, puesto que la espalda (junto con el brutal y delicioso espectáculo de sus nalgas) me lo daba ella de por sí, como una condena. Y miré su rostro. Todo lo que hice para ello había llamado su atención y se volvió extrañada hacia mí. Es difícil experimentar una decepción peor. Una vorágine de circunstancias, de imágenes, me avasalló. Comprendí que cualquier cosa que hiciera sería completamente inútil, al menos en el corto plazo.

Era una niña inocente y, me duele decirlo, muy próxima a lo que llamaríamos una persona con un desarrollo intelectual nulo (no hablemos de estupidez, sino de empobrecimiento). Con el tono gestual, el aspecto, la actitud, de quien ya perdió el candor agudo de la primera infancia y aún no alcanza a ser lo mínimo de inteligente que se logra con la variada experimentación, la amplia gama (brutal o refinadísima) de estímulos en esta vida. Y yo soy un viejo cerdo tan pervertido que difícilmente un humano podrá llegar a estos mis extremos. Comprendí que para acceder a la criatura era imprescindible fatigar algunos años para que se diera una leve posibilidad de que estuviéramos mutuamente a la mano.

O al menos era un pretexto muy plausible para mitigar la monstruosa frustración que sentía. Era imposible, con esa cara, con ese gesto, acercamiento alguno con la criatura. Excepto si yo actuara como un depredador, un tigre insaciable que atrapa a una becerrita de gacela, le arrebata la vida de una dentellada, la devora de manera incipiente, insatisfactoria (era tan tierna que no sería posible de otra manera). Y luego la abandona decepcionado, dejando abundantes residuos para las fauces de las bestias carroñeras.

Sentí piedad por ella. Un día —que no está lejano— llegará a su vida uno que, como yo, descubra su belleza y que no tenga tanto tapujo racionalista, tanto remilgo intelectual y al grito de prestigios, se lance al abordaje para disfrutar del dulcísimo bocado. Pensé. O quizá le llegue uno que ni siquiera se dé cuenta lo que el universo ha puesto en sus manos y la disfrute sin consciencia. En cualquier caso, dios guarde a la inocente, me dije cuando tuve que dejar ese vagón del metro.

Luego, melancólico, transbordé en Pino Suárez y salí en Bellas Artes, meditando. Miré con detenimiento los cuerpos de todas las mujeres al alcance de mi vista. Acaso dos o tres de las decenas que observé, se aproximaban, más o menos, al portento que me fue permitido contemplar. La belleza, ciertamente, y por fortuna, es prolija en este mundo.

Me conformé en demasía recordando las nalgas de mi amada que, sin presunciones ni exageraciones, no están demasiado lejos del exceso con que inconscientemente circula en este mundo aquella criatura.

Hice cuanto debía en el Centro y, dulcemente entristecido, un tanto adoloridamente feliz, llegué a mi casa a leer un rato, a beber un par de copas, a ver lo muy escasamente visible que tiene la televisión, a aturdirme un poco, a olvidar lo demoniaco, lo divino. A estar en este mundo.

Todo lo cual resulta extraordinariamente triste.

viernes, 10 de enero de 2025

Decálogo

 Pterocles Arenarius 

—El decálogo de, digamos, consejos para escribir ya se ha vuelto, casi un género literario. ¿Alguna vez has escrito uno?, —me preguntó con inefable candor uno de mis queridos amigos, Gerardo Anceno, un chico que podría fácilmente, por el abismo entre nuestras edades, ser mi nieto. El muchacho es muy talentoso, tiene una imaginación vivaz, sorprendente por la originalidad y no menos por lo fértil. Él cuenta con los elementos de sobra para convertirse en un gran escritor. Y ante la fría calidez (contenían hielo) de unas copas me puse a pensar cuáles serían los consejos que le daría a un joven escritor. A Gerardo. Luego de cuarenta años de escribir (conviene que anote que mi ingreso a la literatura a través de sesiones diarias de lectura casi obsesiva, lo que me llevó de manera casi natural a intentar la escritura), un proceso de varios años, en 1982 se marca el primer intento que podríamos llamar serio para escribir. El detonador fue la convocatoria que lanzó la Dirección de Cultura (si es que así se llamaba) del Instituto Politécnico Nacional. Yo estudiaba ingeniería civil en la Escuela Superior de Ingeniería y Arquitectura, ESIA. Y traía un fervor casi enfermizo por la literatura, de pronto hasta más fuerte que por las matemáticas, el análisis de estructuras y todas las materias que estudiaba en la escuela. Así que respondí a la convocatoria que pedía dos cuentos y los escribí. Y gané el primer lugar. La ciudad más segura del mundo, se llamaba uno, aludiendo la frase del temible criminal llamado el Negro Durazo que era jefe de la policía en aquellos tiempos y el otro cuento se llamaba Simios, hombres, dioses y se trataba de un cuento de ciencia ficción relativo a la evolución. Desde entonces para acá hay diez libros publicados, varios premios y, gracias a Anceno, el siguiente

 

Decálogo

(para un chico que quiere escribir)

 

Para Gerardo Anceno

 

1. Observa el mundo, obsérvate siempre. El mundo exterior y el mundo interior que nos habita son lo que nutre al escritor. Quizá la mejor manera de observarse a sí mismo y, a la vez, observar al mundo, es leyendo. Hay que leer mucho, todos los días. Leer muchísimo más que escribir. La lectura es la proteína del alma. Cuando, con el tiempo, has terminado por convertirte en un gran lector de literatura, es entonces cuando puedes leer a las personas. Y es, también, y sólo entonces, cuando puedes crearlas, hacerlas personajes de tu literatura. El escritor es un dios creador de seres humanos. Por eso tiene que hacerlos, por lo menos, verosímiles.

2. Antes que pretender la obra de arte en literatura, tienes que ser un artesano del lenguaje, tienes que dominar la gramática perfectamente, un escritor tiene que ser un especialista en gramática, si no lo es no es escritor, se trata de un chambón, un charlatán, un advenedizo. Para lograr esto es imprescindible que hagas dos cosas, la uno, leer; la dos, estudiar. En ese orden. Leer es, tiene que ser, un placer, incluso un gran placer. Si no obtienes placer no vale la pena leer. Tienes, como lector, el derecho inalienable, irrenunciable, de abandonar olímpicamente la lectura de la más sagrada vaca si no te da placer. Hay que leer todo el tiempo, aunque abandones algún libro, pero leer siempre. Y también estudiar. Hay que leer para aprender, para tener herramientas de crítica, pero, más importante, de autocrítica. Hay que ser tan riguroso como concesivo, contigo mismo. Riguroso implacable en la forma. Concesivo y misericordioso en el tema. Los malos temas no existen, lo que existe son los malos tratamientos. Hay más, los temas no los elige el escritor, es al revés, ellos nos eligen; de hecho nos han elegido desde muchos años antes de que fuéramos escritores, incluso antes de que imagináramos que seríamos escritores.

3. Es imprescindible crear oficio, conocer profundamente la preceptiva de la literatura y los géneros. Tienes que tener muy claro qué es un cuento, un poema, una novela y, en lo que te hayas especializado, pulirlo de manera constante, conocer y valorar las definiciones, en especial, de otros escritores y contrastarlas con lo que hayas elaborado. La literatura no es una ciencia exacta. Escribir un poema, un cuento, una novela, es, más que nada, trabajo y conocimiento. Lo poderoso de cada obra será lo que tú le añadas, tus sentimientos, tus dolores, tus anhelos, tus alegrías. Cada cuento es único e irrepetible, cada novela también. Y la única manera de alcanzar la estatura de virtuoso es leyendo mucho por placer y estudiando lo necesario y suficiente. A las armas del conocimiento tienes que agregarle la sensibilidad más delicada y un ojo de mirada muy aguda, es decir, tu única y peculiar manera de mirar al mundo, a los seres humanos. Porque vas no a retratar un alma, a crearla. Y con ella, vas a penetrar a lo profundo de muchas más. Mucho rigor, disciplina, fuerza. Pero también gran delicadeza y sensibilidad y misericordia.

4. Escribe para ti, para complacerte, no escribas jamás para complacer a otro, ni siquiera a tu mejor amigo, ni siquiera a la mujer amada. Ni siquiera a tu más admirado maestro. Escribe para ti.

5. Escribe diario. Escribe cuando te urja decir algo. Escribe cuando no tengas cosa alguna que decir. Escribe siempre. Pero no olvidemos que es mucho, muchísimo más lo que debemos leer.

6. Ejerce tu libertad siempre al escribir. Jamás te restrinjas en cuanto a lo que crees, lo que sientas, lo que piensas. Si no eres libre jamás escribirás algo que valga la pena. La literatura está por encima de la moral, es amoral, pero es profundamente ética. Si algún límite pones a tu creación que sea el de la más irreprochable e incorruptible ética.

7.  Cuando te sientes a escribir tienes que ser un flechador del sol, ambicioso, soberbio, tirarle a lo más alto. Si te comparas con alguien que sea con los más grandes, jamás te compares con los que están escribiendo en este momento, ni siquiera con los grandes escritores que tienen apenas pocos años de haber muerto o dejado de escribir. Compárate con Cervantes, con Borges, con Joyce, con Rulfo, etc. El único juez para determinar la estatura literaria de un autor es el tiempo. Pero además de soberbio, al mismo tiempo tienes que ser absolutamente humilde, porque lo que tienes que hacer con tus letras es conquistar un alma. Es equivalente a hacer que una mujer se enamore de ti. La obra de literatura, la obra de arte en general, es un acto de seducción.

8.  Tienes que ser absolutamente sincero al escribir. Lo que estás haciendo es mostrar tu alma y, si quieres escribir algo que realmente toque a otra alma, sólo podrás hacerlo si eres absolutamente sincero. La insinceridad es muy fácilmente notable en la literatura, se siente. Igual que la verdad. El escritor, de alguna manera, es un gran desvergonzado puesto que se atreve a mostrar sus intimidades ante el mundo. La literatura es una gran mentira como pretexto para decir las verdades esenciales de los seres humanos.

9.   Así como se tiene que ser muy desvergonzado al escribir (prístino de sinceridad hasta la total desvergüenza, también el escritor tiene que ser inmensamente recatado para publicar). El pudor para publicar es debido a la búsqueda de la calidad hasta su último extremo. El escritor tiene la indecible ventaja de que en la ejecución de su arte puede corregir (esta es la palabra mágica). Mientras que el bailarín o el músico o el actor interpretan y crean a la vez, el escritor “inventa o descubre”, para él son sinónimos estos vocablos, pero tiene la inmensa ventaja de corregir. El bailarín y el músico no pueden corregir. Ejecutan, con mayor o menor perfección, la obra. Si salió de excelencia, muy bien, si fallaron, así se queda para siempre. El escritor puede corregir, si no lo hace está renunciando a la más grande ventaja que tiene, la de corregir, afinar, bruñir la obra. Escribir es reescribir. Corregir hasta que ya no puedas más. La obra literaria siempre está por encima del autor, es más grande que él, siempre (por eso dicen que lo único decepcionante de la literatura es conocer al autor de la obra). Y sólo entonces, sólo hasta que ya no puedas más, entonces tienes que publicar. Pero publicar ya… como se anota en el número

10. Una vez que se ha terminado de corregir urge publicar. Cuando sientas que ya no puedas más corregir, publica, pero ya. Aunque sea en tu blog, aunque sea en feisbuc, pero publica, te tienes que deshacer de lo que escribiste, si no, se vuelve una condena. Vas a estar corrigiendo y corrigiendo como Sísifo que sube la piedra y se le vuelve a caer. Una vez que publicaste la obra ya no te pertenece, ahora es de la gente y ya no puedes (quizá ni siquiera debes) modificarla, porque ya no es tuya. Una vez que la has publicado así se queda para tu honra o para tu escarnio: la obra de literatura es un estigma para el resto de tu vida e incluso para después. Suele ocurrir que cuando una obra no se publica, el escritor se la pasa corrigiendo y corrigiendo porque ocurre que, luego de un par de años, ya no le gusta lo que escribió y se pone a cambiarlo y lo que realmente ocurre es que el que ha cambiado es el autor, así, se puede quedar años, incluso toda la vida cambiando su obra. Pero si la publica ya no puede cambiarla o, posiblemente, no debe. Porque de poder, claro que puede, aunque sea una manera de autoplagiarse.

jueves, 2 de enero de 2025

 

Arte de puño

Fistiana

 

Peleas para la historia

 

Sal Sánchez versus Wilfredo Gómez

 

 

El que se enoja pierde. El que tiene miedo corre. Los temerarios inconscientes suelen ser fulminados. El auténtico peleador se ofrece a los puños de su rival y lo somete hasta doblegarlo pero, a la vez, evita ser golpeado. Son imprescindibles: habilidad, dominio total sobre sí mismo, fuerza de cuerpo y de espíritu. Además, valor.

 

El 14 de agosto de 1981, hace ya más de 43 años pelearon el mexicano Salvador Sánchez contra el portorriqueño Wilfredo Gómez. Éste era un poderoso noqueador que donde asestaba la mano (su temible derecha cruzada o, no menos, el gancho de izquierda) ponía a sus rivales en condiciones lamentables. Sal Sánchez no era tan duro golpeador, pero tenía un boxeo finísimo, su velocidad y sus reflejos hacían parecer que sus contrincantes se movían en cámara lenta y él, con una velocidad como de supermán, les pegaba impunemente al mismo tiempo que eludía los golpes del enemigo. La superioridad que mostraba Sánchez, nacido en Santiago Tianguistenco, Estado de México, era tan abrumadora que a veces sus peleas no eran tales, parecían más bien un abuso. Sus contrincantes eran lastimosamente exhibidos como inoperantes ante su exagerada velocidad y sus relampagueantes reflejos. Pero además decían que tenía cuatro pulmones porque parecía no cansarse jamás y, para acabarla de amolar para los que peleaban en su contra, si bien no tenía un golpe demoledor, tampoco hacía precisamente caricias con sus disparos.

Wilfredo era un gran peleador. Eludía un gran número de los golpes que le destinaban, pero sus victorias eran sustentadas en la insoportable fuerza de su pegada. Estaba acostumbrado a noquear de un golpe. O si acaso, con uno ponía mal a su contendiente y un par o un trío de impactos más eran suficientes para mandarlos al piso del cuadrilátero. Cuando peleó con Sal Sánchez llevaba 32 peleas con 31 victorias y un empate en su debut. De sus triunfos, todos habían sido por nocaut.

Wilfredo calentó la pelea mucho más de lo que terminaría por convenirle. Se creía invencible. Había noqueado al gran campeón mexicano Carlos Zárate, cuyo récord decía 46-0, con 45 nocauts. Y el portorriqueño ya se había convertido en el verdugo de los mexicanos, los que ya desde entonces empezaban a ser considerados como los mejores peleadores del mundo. El gran pugilista boricua dijo a la prensa que “Voy a noquear al campeón mexicano en ocho raunds y me quedaré con su campeonato”. Pero luego fue mucho más allá: “Les voy a dejar a su mugrosito tirado en la lona. Va a quedar tan desfigurado de la cara que no lo van a reconocer ni en su casa”. Las ofensas, las amenazas, hicieron mella en el joven campeón de Tianguistenco. En Nueva York, donde abundan los ciudadanos de Puerto Rico, suelen llamar a los mexicanos “mugrosos” y el insulto racista caló en el ánimo de Sal Sánchez. No menos la amenaza de nocaut. Wilfredo estaba ensoberbecido y orgulloso. Además, se supo que él era el favorito en las apuestas. Las bolsas para cada contendiente eran parejas por la razón de que ambos eran campeones mundiales a pesar de que el arriesgaba su título era el mexicano. Pero Wilfredo era más famoso. Se dice a posteriori— que el boricua sólo entrenó 25 días para esta pelea, que bajó 24 libras, algo más de diez kilos en ese lapso de menos de un mes. Eso explicaría que la pelea, en realidad, fue de un solo lado. Pero el llamado Bazuca boricua descartaba por completo la posibilidad de una derrota. El campeón azteca, siempre serio, más bien discreto y callado, contestó que él hablaría con los puños sobre el ring. Así llegó el 21 de agosto de 1981. Los dos campeones subieron al cuadrilátero del Caesar’s Palace, en el bulevar Sur, número 3570 de Las Vegas, Nevada, EU. En el pesaje oficial habían dado 126 libras cada uno. Se dice que Gómez estaba cuatro libras arriba de lo que exigía el pesaje apenas cuatro horas antes de la ceremonia oficial. Hay que tener en cuenta que en combates de nivel tan alto de competitividad un detalle como este puede ser una desventaja tremenda. Pero el peleador de Puerto Rico se sentía absolutamente seguro.

Y subieron al encordado. Primero el caribeño que traía bata y pantaloncillo con los colores de la bandera de Puerto Rico. Era acompañado por una banda de salsa que entonaba machaconamente un estribillo que decía: “Ya llegó Wilfredo / viene listo a matar”. Su contrincante llegó con un mariachi que tocaba el Son de la Negra; él lucía una bata casi de vestir, abajo traía un calzoncillo del mismo color azul cielo. Ambos se veían bien trabajados en el gimnasio, más esbelto, unos seis centímetros más alto, el mexicano, pero Wilfredo parecía un poco más fornido. El réferi fue Carlos Padilla, un filipino que arbitraba las mejores peleas del momento. La banda de caribeños invadió el cuadrilátero tocando, bailando y gritando más que cantar “Ya llegó Wilfredo / viene listo a matar”. Carlos Padilla, de pronto, se hizo bolas con alguna decisión de la esquina de Sal Sánchez y por un momento se fue a alegar con ellos y dejó solos a los peleadores, frente a frente. Luego les dijo las (innecesarias) instrucciones…

Y sonó la campana. Una edecán, según la gente del Caesar’s Palace, vestida de romana, caminó sonriendo por el entarimado mientras mostraba un cartel que decía “Round 1”.

Sal Sánchez avanzó corriendo con ágiles pasitos, se encontraron en el centro del cuadro y no se tocaron los guantes en ese tradicional gesto de cortesía. Se habían malquistado con las declaraciones antes de la pelea.

Se semblantearon mutuamente. Algo así como un minuto después el boricua buscó el intercambio de golpes. Para eso, como cualquier peleador, se puso al alcance de los disparos de su enemigo. Y ejecutó alegremente sus mortíferas derechas y sus ganchos venenosos. Su rival, con gran agilidad eludía los tiros y, si acaso, se llevó un rozón de derecha. Pero Wilfredo quería acción directa y de inmediato. Encerró al de México en las cuerdas y le tiró mandobles que de atinar podrían mandar al infierno a un cristiano. Pero acertó mal, de refilón unos dos o tres obuses. Cometía un error fatal. Abría demasiado su guardia para enviar sus golpes demoledores. Salvador los eludía un poco apurado, pero muy pronto le tomó el ritmo al poderoso caribeño y, luego de eludir una izquierda le asestó un derechazo que puso a Wilfredo de perfil, lo volteó y una fracción de segundo después le estalló en el mismo lado de su mandíbula una no menos potente izquierda que lo dejó desmadejado y aturdido; el campeón, orgullo de Puerto Rico, tocó piso con guantes, pies y rodillas por primera vez en su vida de peleador profesional. Dirigió una mirada a su esquina. Asombro, desconcierto, confusión vimos en su mirada al buscar a sus asistentes. Pero él era el campeón mundial invicto de peso supergallo y por ningún motivo quería ver su orgullo humillado. Se levantó de la lona, como un hombrecito que era, a la cuenta de cinco. Pero caminaba de un lado al otro tratando de mantener el equilibrio. Estaba noqueado sobre sus pies, se dice en la jerga boxística. Padilla contó tres segundos más, le preguntó cómo se sentía y le limpió los guantes. Dijo que estaba muy bien y que lo único que anhelaba en el mundo era seguir peleando para vengarse. El filipino lo miró de cerca a los ojos y se hizo a un lado como diciéndole “si es así, adelante, señor, vaya usted a hacer su trabajo”.

Wilfredo Gómez no estaba bien. Su enemigo se aproximó con siniestra calma, le hizo una finta que WG se comió y le asestó una izquierda que lo hizo retroceder hasta la esquina de SS. Ahí le dio un derechazo que hizo ver al boricua como títere, con las piernas de hilacho y si no volvió a caer fue porque las cuerdas lo detuvieron. Se agarró del mexicano para evitar que siguiera pegándole, pero éste lo empujaba, lo zarandeaba feamente. El réferi los separó y Wilfredo fue perseguido hasta el otro lado del cuadrilátero para recibir otras andanadas de impactos que lo pusieron al menos dos veces más en inminente peligro de ir al piso otra vez. Pero no cayó, logró, una vez, más agarrarse del hombre que con frialdad inusitada, sin misericordia le atizaba golpes en los ojos, en la mandíbula, en el estómago. Eran golpes durísimos, pero no mortíferos; incisivos, pero no demoledores. El orgulloso boricua se tambaleaba mientras su cabeza se sacudía por los impactos. Parecía el duelo entre un veloz peleador y un borracho. Sal Sánchez, fustigaba a un hombre maltrecho, tambaleante. Y cuando parecía que la derrota de Wilfredo estaba sellada sonó providencialmente la campana para interrumpir su martirio. Se fue caminando hacia su esquina, pero su trayectoria se sesgaba porque no tenía control de sus movimientos. Un ayudante lo agarró a medio camino porque parecía que se iba a caer; le exprimió sobre la cabeza una esponja empapada de agua. En esos tres minutos el boricua recibió 42 impactos, de los cuales 39 fueron a alguna parte de su rostro y tres al torso. Tenía el ojo derecho casi cerrado y, sin duda, le dolía el lado derecho de su mandíbula, puesto que ahí recibió dos duros impactos en menos de medio segundo, cuyo resultado fue que, por primera vez en su vida besara suelo en pelea profesional. Las inflamaciones sobre el rostro hacen que éste se sienta asimétrico, descuadrado; uno siente que su rostro es el de un monstruo, porque las inflamaciones, aunque son de acaso milímetros, hacen sentir la cara deforme, como si se tuviera el síndrome del hombre elefante, lo cual no es cierto. Y sonó terriblemente para los cinco isleños de la esquina de Bazuca Gómez— otra vez la campana llamando a combate. El peleador de la isla del encanto (así lo dijo el gran Gautier) cambió de estrategia. Le había costado demasiado caro ir a intercambiar metralla frente a un hábil enemigo que eludía sus envíos y, a cambio, había usado su impulso para pegarle a contragolpe (con lo que aumentaba la potencia del impacto) y así lo había humillado como nunca antes en su vida al mandarlo de bruces al piso y, peor aún, estuvo a punto de hacer lo inconcebible: noquearlo en menos de tres minutos. Ese mozalbete prógnata, barbilampiño y de pelo ensortijado ¡era el diablo!, en tres minutos le atizó cuarenta y dos duros golpes. Un campeón mundial piensa, porque sépanlo quienes desconocen los detalles finos de este precioso deporte, no todos, es más, la mayoría de los peleadores no piensa. Quienes lo hacen, o al menos debieran, son los que están en la esquina. Y les juro que a veces ni ellos. Pero Wilfredo sí pensaba. Se dio cuenta —o su esquina le habrá dicho— que debía atacar con mucha cautela, más todavía, debía golpear a contragolpe, fintar, simular ataques, tirar golpes muy rápidos, aunque sacrificara la potencia del impacto —actuar como la gota de agua que perfora la roca y no el martillazo que de un solo golpe la hace polvo— porque a ese chamaco del diablo era demasiado difícil ya no digamos atinarle un golpe, era casi imposible hacerlo y cuando se lograba, se le resbalaban, así de rápido y escurridizo se mostraba. Tenía que usar su velocidad con tal de que no le pegaran a contragolpe y, finalmente, casi lo más importante, evitar al máximo ser golpeado. En otras palabras, la pelea se volvería un juego de ajedrez, un duelo de astucia, habilidad, velocidad, destreza y lo que los conocedores llaman buen boxeo. Eso era entrar en los territorios de su enemigo. Pues sí, pero cuando el muchacho de la isla intentó que aquél entrara en los ámbitos del boricua, el mexicano lo sorprendió, lo superó en toda la línea y estuvo a punto de etcétera…

Y la pelea cambió de ruta. Los dos emplearon su velocidad (ventaja para Sánchez), su habilidad para esquivar golpes (muy ligera ventaja para Sánchez), conocimiento para pegar al rival entrando (al parecer ninguno superaba al otro), preparación física (amplia ventaja para el mexicano que tenía una asombrosa recuperación del pulso normal en sólo 47 segundos). En ese primer episodio de la pelea le habían pegado al isleño como nunca en su vida.

El segundo asalto, disputado en el mencionado juego de ajedrez, no dejó de ser una madriza para el antillano, aunque sólo recibió 22 golpes, casi la mitad que en el primer lapso. Regresó a su esquina con el ojo derecho más hinchado si eso fuera posible. Pero Wilfredo tenía unos güevos de mandril. Y tampoco podía concebir que alguien se le fuera vivo en una pelea. Carlos Zárate llegó frente a él invicto con 44-0 y 43 nocauts y aguantó menos de seis episodios.

Salió para el tercer asalto. Continuó con el duelo de estrategias, pero ya tenía muchas desventajas, casi no veía con el ojo derecho, así que se colocaba casi de perfil ante su perverso enemigo que no parecía tener prisa, era frío, metódico, astuto y paciente, además de un extraordinario peleador, tanto que por primera vez en su vida lo hiciera morder polvo, como dicen los gringos. La tercera vuelta fue mucho mejor para Wilfredo, sólo recibió dieciséis impactos. Él, por su parte, consiguió aplicar un buen gancho derecho a la mandíbula y también uno al hígado con la izquierda. Pero su contrincante no pareció registrar los dos duros impactos.

Una edecán romana; según ellos, anunció, como en cada minuto de descanso, el cuarto capítulo de la contienda que, para ese momento, parecía de un solo lado. WG demostró que también sabía boxear. Eludió muchos de los golpes que le tiró Sánchez, incluso pudo colocar algunos en la humanidad del mexicano. Atinó un fuerte gancho de izquierda, pero, a cambio, al final del episodio estuvo a punto, una vez más, de irse a la lona a causa de un brutal cruzado de derecha. Pero el yab del de Tianguistenco nunca dejaba de fustigarlo y su ojo derecho seguía inflándose. Por su parte el mexiquense se veía limpio, intocado y cada nuevo asalto parecía como si fuera a empezar la pelea. En el cuarto le fue de maravilla al isleño, pues sólo en trece ocasiones lo sacudieron. Pero ahora también el ojo izquierdo empezaba a cerrarse.

Para el lapso número cinco ambos eludieron muy bien los golpes. Pero SS arreció su ritmo y logró colocar hasta dieciocho veces sus puños en el físico del boxeador caribe. La inflamación en sus ojos ya era casi espantosa, exagerada. Los golpes se acumulaban porque, además, no los veía venir. Sal Sánchez empezó a pegarle en el abdomen. Wilfredo siguió tratando de forzar la pelea, pero era inútil y absurdo, él era el que avanzaba y también el que recibía más golpes. Al concluir el quinto intervalo ya se había desesperado y estaba buscando el combate abierto, era el final, jugar al todo o nada. En la esquina le habrán dicho que, en efecto, estaba perdiendo la pelea y tenía que apretar.

Así salió para la sexta vuelta que fue su mejor momento. Tocó a su rival tres veces, pero bien. Aunque no logró lastimarlo en un momento lo volteó de un gancho de izquierda en una esquina. Pero el azteca estaba completo, por más que fue el capítulo en que menos castigo recibió. Sólo nueve disparos atinaron en su rostro, pero él tampoco pudo aplicar el castigo que hubiera querido. Sus ojos, sin duda, ya corrían peligro, pero el que está en medio del huracán no se da cuenta. Sus ayudantes lo mandaron a matar (pero fue más bien a morir). Y él cumplió con la orden.

En el séptimo raund le pegaron dieciocho veces. Y fue porque él incrementó el asedio. El mexicano se daba ventajas al pelear en reversa y pegar a contragolpe, el que seguía arriesgando, buscaba el nocaut, era Wilfredo que ya se veía desesperado. Wilfredo en este capítulo se llevó veintiún tiros. Se reconoce que actuó con una actitud más allá del valor, en la temeridad plena. Tenía los dos ojos casi cerrados, lo habían vapuleado a lo largo de veinte minutos y estaba muy lastimado, pero, lo peor, su actitud era: “Sé que no voy a ganar este combate. Sé que si sigo peleando me vas a matar. Mátame de una vez”. Al final del episodio lo pusieron en una esquina y le atinaron unos diez golpes y el réferi estuvo a punto de detener la pelea, pero, para su mal, la campana volvió a sonar cuando ya no tenía esperanza y le aseguraba otros tres minutos (o menos) de tortura.

Y, luego de que desfilara la muchacha falsamente romana con el cartel de Round 8, Wilfredo salió dispuesto a morirse en la raya. Siguió atacando con el último recurso que le quedaba, su pegue tremendo pero con todo en contra. No podía atinarle a su rival que esquivaba cada vez mejor sus golpes, ya casi no veía, estaba cansado y no pegaba tan fuerte como siempre y su contrincante parecía como nuevo. En un momento, en el mismo lugar en que lo enviaran a la lona en el primer asalto, se pusieron a intercambiar ganchos. Cada uno dio cuatro a su rival. Los de Sal Sánchez fueron al hígado, los de Wilfredo a la mandíbula. Los dos parecieron salir indemnes, pero el boricua se fue a refugiar a la esquina del mexicano, ahí le atinaron dos golpes fuertes. Luego Sánchez falló dos más y por fin le atinó una derecha espantosa en medio de la boca. Wilfredo no cayó por culpa de las cuerdas, porque más le hubiera valido caer. El mexicano falló dos golpes más, pero le atinó tres seguidos, el último un gancho de izquierda que botó como un costal al de la isla. Cayó lenta, espectacular y dolorosamente, con la cabeza sacudiéndose por los terribles golpes que lo sacrificaban indefenso. Se sentó sobre sus pantorrillas, era peor que un santocristo, tundido, sangrante, exhausto, se inclinó hacia atrás y se agarró de la tercera cuerda para ponerse de pie. La cuenta iba en ocho y, asombrosamente, tambaleándose, alcanzó a pararse. Dijo que quería seguir peleando. Carlos Padilla levantó los brazos sobre su cabeza indicando que ahí terminaba la pelea, abrazó a Wilfredo y lo llevó a entregar, terriblemente masacrado, con sus asistentes. Sal Sánchez, mientras tanto se puso a brincar dando vueltas en el centro del cuadrilátero. Pronto fue izado en hombros y tuvieron que esperar a que lo bajaran y se aplacara la descomunal grita de los espectadores para declarar vencedor al boxeador de México.

Esta pelea hizo que el mundo volteara a ver a Salvador Sánchez González y acordaran que era el mejor peleador libra por libra del mundo. Había hecho que Wilfredo Gómez, el gran peleador invicto, el noqueador invencible, se viera como enano. El de Tianguistenco había peleado por nota y su trabajo, si bien un tanto frío, llegó a asombrar a los expertos. Habrá recibido cuatro o cinco golpes de verdad en toda la pelea. A cambio dañó al campeón de la isla a tal grado que, lo comprobamos en los siguientes dos o tres años, Wilfredo Gómez ya no era el mismo después de la golpiza que se llevó en su primera derrota. Anotemos que el de Puerto Rico colaboró un poco para el lucimiento de Sánchez, él mismo admitió que no hizo una preparación del más alto nivel para esa pelea y también que había subestimado al mexicano.

Casi un año después de esta pelea, el 12 de agosto de 1982, a los 23 años, moría, en un accidente automovilístico, uno de los más grandes peleadores que ha dado México, Salvador Sánchez González.