domingo, 23 de agosto de 2009

Los motivos de la risa

Antón Chejov, los motivos de la risa


Pterocles Arenarius




Reír, lector querido, es una de las gracias que nos aligeran la vida, nos vuelven grato cuanto ocurre en este tránsito, que muchos consideran trágico, que es la vida. El sentido de lo trágico necesita de la seriedad, es profundo, solemne. La risa encuera a la solemnidad, es inevitablemente superficial, demuestra que debajo de una vestimenta rimbombante y pretensiosa se ocultan, generalmente con vergüenza harta y fallido disimulo, las miserias. La risa es desnudez, salud y –¿alguien lo duda?– alegría. La risa nos devuelve a la superficie cuando el terrible peso de lo profundo amenaza con ahogarnos. Nos demuestra que el mundo puede ser agradablemente ligero, que todo puede llegar a carecer de importancia; extremo tan poco recomendable como todo extremo. No en balde en la edad media, nos dice Umberto Eco, los jerarcas eclesiásticos urgidos de poder y solemnidad (ergo, sobrados de miseria espiritual) destruyeron para siempre aquel pertinazmente citado y mencionado como prolijo tratado de Platón sobre la risa. Sospechamos, pero jamás sabremos qué dijo el sabio socrático, hemos perdido un motivo de deleite, del regocijo. Las circunstancias nos indican que no fue una pérdida menor. Pero consolémonos, lector ingente, por fortuna el humor es veta exuberante en el arte en general. Dice el erudito Paulo G. Cruz que “Dos cosas permitió Dios que Adán y Eva rescataran del Edén: la risa y el orgasmo”. Cuando se nos regala un motivo honesto y limpio para la risa, semejante acto es, no me contradirás, lector amable, obligatoriamente agradecible, liberador de tensiones tanto físicas como espirituales que llegaríamos, en efecto, a compararlo con el orgasmo en ciertas condiciones. Pero ¿qué es un motivo honesto y limpio que convoque a la risa? La risa no debe ser jamás causa de escarnio –lapidación del más tonto en el corrillo o de aquél que sea pillado en sus cinco minutos de inepcia–, la risa benévola y honesta no agrede ni molesta (quizás salvaríamos a la ironía en su inteligencia, su finura), la risa conmueve, aproxima a los humanos, nos da un atisbo del alma del que nos provee el objeto risible o bien del propio objeto. En realidad de ambos. La única excepción éticamente válida para ejercer el sarcasmo acerbo, convengamos, lector amigo, sea el que se ejerce legítimamente contra el poder. Por lo demás –en medio de sus engreídos rituales y protocolos–, difícilmente habrá víctima propiciatoria más ad hoc para la burla que aquellos hombres que ejercen el poder de manera desmedida e ilegítima. Y lo merecen. El humor, la burla, es el único medio de consuelo, la mínima válvula de escape para sentirnos libres de la asfixiante opresión de un poder excesivo. Pero, bien, abandonemos la tan extensa digresión, lector paciente. Estas letras se dirigían originalmente hacia la obra de uno de los padres del cuento moderno. Antón Chejov. Prolífico autor finisecular (pero decimonónico y no milenarista) que, respondiendo a las condiciones de su época, nos obsequió una ingente obra, pero además genial y no sólo eso, fundacional para la literatura del siglo que concluyó. Junto con Maupassant y Allan Poe, pero independientemente del francés y el anglonorteamericano, que son no menos geniales, Chejov renueva, airea y refunda el género breve. Sus vertientes son ajenas a las de aquéllos y absolutamente personales y propias del espíritu ruso. Chejov nos remite, casi en cada una de sus obras, a la particularidad minimalista de una humilde persona de la más popular vena. Y la imagen espiritual es gozosa. Gracias a Chejov, inteligente lector, diremos, los rusos son personas benévolas, ingenuas, desbordadas en ciertas actitudes sensibleras, risiblemente mezquinas, víctimas de supersticiones que en realidad resultan conmovedoramente encantadoras. Son como casi todos los seres humanos. Vivir en Rusia, entre esos rusos, ¿quizá en Taganrog?, donde él nació, sea tan sensiblemente grato como los propios cuentos de Chejov.
¿Pero cómo lo logra? ¿Cuál es el artificio “diabólico” dirían los inquisidores medievales para que en un momento de la lectura de un cuento chejoviano, de pronto, estallemos en carcajadas alarmando a quien nos acompaña? Vaya un botón:
Un hombre sumamente honorable, más que menos adinerado, culto –positivista ortodoxo– y de espíritu abierto según su propia valoración, asiste a una sesión de espiritismo tan en boga en aquellos años. La deliberación adquiere una creciente intensidad cuando a nuestro personaje pretendidamente le demuestran una comunicación con el “más allá”, concretamente con uno de sus propios parientes. Cuando el hombre se retira a reposar en la alta noche y en soledad se siente intranquilo, desasosegado. Su desazón se agranda cuando observa un retrato del mismo pariente difunto con quien le "establecieron comunicación" los espiritistas sesionantes. Nuestro héroe no refrenda la curiosidad, la vocación, el interés por el tema parapsicológico de la comunicación con un habitante de ultratumba, sentimientos que lo inundaran ante la presencia de sus amigos. En soledad sólo siente terror. Incluso no puede evitar que sus ojos permanezcan fijos en los del retrato de su pariente. En cierto momento, nuestro hombre puede ver claramente que el retrato le guiña un ojo. Aterrorizado corre. Busca compañía –sí, igual que un niño cuando va a la cama de los papás pidiendo dormir con ellos porque tiene miedo–. ¿El guiño del retrato fue real? Por supuesto que no, claro. Además no importa. Lo que importa es que para el personaje sí lo fue. Se derrumbó su mundo. Eso es trágico, incluso atroz. La respuesta es superficial, absurda; sí, risible. El hombre sale corriendo. ¿Huyendo de qué? Quizás huyendo de sí mismo. Quizás no soporte la excesiva cantidad de implicaciones que tiene el hecho de que un retrato de un difunto le haya guiñado un ojo. El sabe en su fuero interno que ni siquiera eso importa. Sabe que él no puede, ni siquiera le corresponde dictaminar sobre la verdad o no de un suceso: un guiño de un retrato. Dicen que todo miedo es miedo a la muerte. Entonces, la muerte, “el otro lado” se ve concretado en un gesto, en una banalidad. Es un tema demasiado profundo, la muerte es la solemnidad por antonomasia. La tragedia. ¿Como contrarrestarla?… Tienes razón, lector brillante, con la risa. Los mexicanos, recordemos, somos considerados excéntricos y mundialmente famosos por nuestra facilidad de reír ante la idea de la muerte. Chejov sabía un rato de tal concepto.
Algo, lector, nos llama la atención, ¿qué tipo de guiño fue el que le hizo a nuestro pobre caballero el retrato de su tío? ¿Fue un guiño simplemente picaresco?, quizá fuera de complicidad, pero ¿por qué no –nada se nos indica en contrario– fue un guiño obsceno que los hay? ¿Por qué no? Una insoportable vulgaridad desde el más allá, para mayor malestar del honorable funcionario de marras. La circunstancia nos estimula la imaginación y la risa se vuelve indetenible. El contraste entre la idea de la muerte y un ambiguo guiño de ultratumba por parte de un retrato de un hombre que sospecharíamos más formal y seriesísimo que el mismo temeroso observador del retrato provocan un acceso, un verdadero ataque incontrolable, deleitable, saludable. Catártico. Riamos, noble amigo. Aunque procuremos no observar insistentemente retratos de difuntos y menos si son parientes, al menos no en soledad y en altas horas de la noche. El cuento se llama Los nervios y es legible en cualquier buena antología chejoviana.

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