domingo, 1 de septiembre de 2019

Tomar la palabra, Agustín Ramos (Cualquiera puede matar)

Cualquiera puede matar

Agustín Ramos
(La Jornada Semanal 1 septiembre 2019)

Nuestra historia, como todos saben, la hacen los vendedores, el bien y el mal lo escriben y describen los dantescos pedantescos transnacionales, el arte y el pensamiento vencedor y exportador lo ejecuta una élite, los valores todavía soplan en una bolsa financiera volátil y bursátil, más enferma ridícula y más momia global que los linajes de sangre azul... Sin embargo: ¡Alerta sísmica, en la República Bananera de las Letras, acaba de aparecer Cualquiera puede matar en el sello de Eterno Femenino Ediciones (efe)! Al margen de los diseñadores de la moda, la complacencia histórica y el canon literario, Pterocles Arenarius cuenta vidas con materiales reales, con conocimiento-de-causa. Estamos de nuevo ante la estética de la humildad, que no consiste en hacer apología de la pobreza, sacar agua potable del subsuelo de la miseria y tampoco en usufructuar la derrota, la sordidez ni el tremendismo. La estética de la humildad no ensalza al pendejo bueno y recontra jodido, tampoco contrasta o le hace el juego a los valores del mercado, este ajedrez de Arenarius es de otra clase. En Demoníaca (Historia de una maldita perra) (EFE), le pasa el espejo inmisericorde a la lujuria de las jerarquías altas. En Una muerte inmejorable (De Otro Tipo, Editorial), ilustra la victoria posible, redonda, sobre la provincia moral. Y en sus cuentos y crónicas saca brillo al calumniado, a esa santa nobleza que aparece como rata en fiesta fresa, a la ternura amiga y residual que ocupa el vacío del amor desfigurado.
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La novela de marras en la Feria del Poli

Cualquiera puede matar comienza con el diálogo filosófico (todo filosofar es monólogo) de un matancero a mitad de su vida con un cerdo en plenitud. Esta novela fantástica se pudo titular “Tribulaciones de un mexicano en México”, porque al infierno se llega a pie y en transporte colectivo. El protagonista no es el norteño sácale punta y sentimentaloide, ni el bibliófilo impostado que “fatiga” los lugares comunes de la erudición y la intriga, no es el James Bond simpaticón y atractivo que sale un poco (sólo un poco) de los anuncios de desodorante y ropa de marca, sino un simple mexicano. Como piedra en el zapato, este mexicano se cuela a la Historia, no para cometer magnicidio ni mucho menos para estropear la maquinaria del Estado, sino para algo peor, ejecutar minimicidios (decir hominicidios sería más exacto) y revelar con ello el funcionamiento de Leviatán. Sólo por enamorarse, este oficinista desafía no a la muerte –eso es lo de menos, cualquiera puede–, sino a la célula primordial de la sociedad, la familia. Su heroísmo es fortuito y nace de una valentía término medio, de la inexperiencia juvenil, de la fe en salir indemne de donde se ha metido: una madriguera de policías de tercera y última generación; judiciales de abolengo, pues. Desde ahí, como indigente y matancero, padecerá al agente del Ministerio Público traga tortas, al juez incalificable subastador de amparos, al cortejillo de magistrados sin vergüenza igual de ruines que los ensotanados de la otra Ley.
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Cualquiera puede matar es la radiografía completa del aparato estatal de seguridad (la garante de la inseguridad ciudadana), desde donde se instrumenta hasta donde se le da carpetazo a la barbarie planificada. Y lo que mueve a este mexicano en su recorrido es el amor, un amor cada vez más deteriorado. Novela fantástica, sí, pero también de aventuras, no la típica de policías y ladrones, sino de policías y alguien sin más pretensiones, que no requiere de metamorfosis para encarnar material, puntual, insólitamente en nuestra literatura, al individuo social y corriente capaz de hacer lo que cualquiera en sus circunstancias, en una atmósfera de violencia, crímenes y demás vías hacia el progreso económico, político y social. Así que sin quererlo, sin decidirlo, sin pensarlo, reducido al anonimato extremo, el matancero la hará de vengador en un país lesionado por guerras ajenas en las que cualquiera puede matar.

Agustín Ramos, Pterocles Arenarius

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