Ronda por el Territorio…
Territorio de uno mismo, Odín
Hernández Ortiz;
Fá
Editorial, 2025.
En este
mundo hay cosas, quiero decir, objetos, circunstancias, ideas y también
personas, por supuesto, que pasan. Como todo cuanto existe ha de pasar. Hay una
palabra que describe una faceta (la negativa) de eso, se llama lo superfluo. Lo
superfluo se va como el viento, sin que nos demos cuenta ni lo extrañemos. El otro
lado de esa moneda es que hay algunas de todas las mencionadas cosas que
quisiéramos que jamás pasaran. Y tratamos de retenerlas. Y cuando han pasado,
nos damos cuenta que son tan fuertes que al pasar por nosotros, ya no somos los
mismos, nos han cambiado, somos otros después de haber experimentado un tramo
de esta vida ante esas cosas, que pueden ser objetos o personas o incluso ideas
o sucesos. O bien un libro. Eso es lo que pasa con este opúsculo que se llama Territorio de uno mismo.
Objetos
que se aman. Ideas que procuramos conservar siempre para que nos guíen por la
vida. Personas inolvidables. Y también libros. Por fortuna muchos. Ars longa, vita brevis, dijo aquél.
¿Por
qué un libro llega a volverse una de las cosas que es inadmisible que
simplemente pase y se olvide? Un libro, en general, salvo que sea un
arte-objeto, se vuelve imprescindible por lo que comunica. Ezra Pound dijo que la
poesía necesariamente debía contener tres grandes virtudes o valores estéticos:
melopea, o la música de las palabras; fanopea, o las imágenes que despierta una
metáfora y la logopea o las ideas que comunica.
![]() |
| En el Círculo de Poesía, Coyoacán |
El
poema suele ser una construcción que se cimenta en el vacío:
Quisiera
siempre
estar llegando
de
algún lado
o
estar por irme
rodeado
por el aura divina
que
cubre a los viajeros
Hay
una tradición metarreligiosa que considera sagrados a los viajeros —de hecho
los llaman cometas y se consideran auspiciosos— y en ella se les brinda lo
mejor del anfitrión.
“La
mejor manera de combatir al racismo es viajar”, dijo Unamuno. El aventurero es
vulnerable ante los que se encuentran en su propia tierra y lo ven extraño, encuentran
que habla mal o de plano desconoce el idioma, que tiene costumbres raras y que
muy posiblemente sea un indeseable, si no es que se le atribuyan cualidades mil
veces peores. Pero el poeta es un infatigable navegante; la vida que no tiene
sentido alguno, tampoco tendría caso, de no ser por la búsqueda. El que busca,
encuentra.
El
poeta quisiera ser el héroe, el imbatible, el que se jugó la vida en cada
recodo del camino. Pero, sin la payasada de aquel que decía que “el poeta se
juega la vida en cada verso”, aquí, en Territorio
de uno mismo, el poeta, el buscador, el aventurero, nos asegura que
Quisiera
al
menos
poder
decir que fui yo
quien
escribió el poema
que
conmovió a alguien.
Por
lo anterior que exhibe el poema es que Siempre
hay gente bajando de los barcos. Pero los periplos interiores llevaran al
poeta a la profecía del gran desastre. Lloverá
para romper con la monotonía,
para deslavar el pavimento, para ponernos en peligro
y
sólo quienes sepan llevar zapatos de lodo
seguirán
de pie
(…)
dispuestos
a despedir a los ahogados
con
una sonrisa
La
inclemente lluvia nos hará temblar frente al absurdo. Veremos lo indecible y lo
imposible. La visión alucinada del poeta concluye
y
en los ojos de esos a quienes amamos
se
revelará la costa
todo
lo demás será devorado por el océano.
Pero
las catástrofes ocurren no sólo en las dimensiones magnas. Las hay no menos tan
pequeñas que obligan al que escribe a proferir, ciertamente, la blasfemia Los caminos de Dios son a veces una mierda.
![]() |
| El poeta lee su obra |
Y
no menos se ha de visitar a Los
traficantes de nubes, entidades, necesariamente metafísicas, puesto que
permanecen Sentados en el puente peatonal
del tiempo y, amén de otras actividades, faltaba más, se reparten el cielo cada tarde. Sin embargo, por más que su índole
sea etérea no deja de anotarse que son
los manos en los bolsillos / los
mierda pequeñita / con dignidad de monumento histórico.
Y
el que versa, siempre atento, consecuente incluso con los avatares del mercado,
ustedes saben, su nerviosismo pecuniario, su aguda sensibilidad al olfato del
dinero, digo, el autor, tras un especializado examen en macroeconomía dictamina
que la lógica productiva les tiene miedo
/ y hace bien / los traficantes de nubes
saben dejar su alta disciplina / para empuñar una botella por el cuello.
Estar
en el mundo es percibirlo. La percepción podría ser infernal o bien luminosa. Aquel
sujeto (un tal Schopenhauer nos habló de que el mundo es voluntad y representación).
Pero desde la poesía, faltaba más, se impugna al filósofo:
Podrías
andar de espaldas y daría lo mismo
contrario
a lo que dicen
asesores
de vida
y
optimistas degenerados
¿Será
posible la opción de la lucha? Dejar el alma en el campo de batalla para hacer
de éste, dicen los optimistas degenerados, un mundo mejor?
Pero
si juegas en su cancha, te imponen sus reglas y la primera es que en el momento
de aceptar la competencia ya tienes el marcador en contra…
podrías
andar de espaldas
forzar
una sonrisa imbécil
y
daría lo mismo.
Y
a pesar de todo existe en el mundo el sublime consuelo:
Hablo
de media luz
o
de deslumbrantes lámparas blancas
Y
nos da, este descriptor, detalles secundarios del buen o mal estado del
mobiliario e incluso del ambiente, pero al final
hablo de
un lugar para ir
como
aquellos solitarios
que entran
a la iglesia
para
hablar con dios.
Ni
más ni menos que el sagrado momento de instalarse en un asiento que puede ser
muy cómodo o no, una mesa sólida y lujosa o una de vil plástico, ahí ha de
empezar el viaje interno, es decir, la visión de lo divino, hablar con dios o bien
hallarse consigo mismo: el poema se llama Cantinas.
La
poesía de Odín, no en balde así la titula en este libro, es el Territorio de
uno mismo, donde aquel bebé que berrea en el metro Hidalgo ante la desesperación,
sin duda, de sus padres, pero el que observa y que poetiza descubre que
(…) llora
dentro del andén
llora por primera vez
irremediablemente solo.
Y
él es no sólo la criatura que, como todos, está condenada y en un lugar llamado
metro Hidalgo en alguna parte del planeta Tierra. También es aquel
(…) ocaso
vimos caer el sol en el
horizonte
como una última moneda
en la rockola del universo
//
en todos los atardeceres
ha sonado
la canción más triste del
universo.
Es
el momento de establecer que la poesía de Odín Hernández tiene un fuerte toque
de pesimismo.
![]() |
| Se lee lo que suscitó la poesía de Territorio de uno mismo |
Los hombres como Odín, desde su sensibilidad delicadísima, se vuelven mucho más entrañables que otros poetas que —permítaseme anotarlo— no entendieron de qué se trata este juego que es la vida. Ya sé que no tiene sentido. Ya sé que es intrascendente. Ya sé que vale lo mismo que nada en un universo que, por sus dimensiones, ni siquiera es concebible. Ya sé que esta vida suele ser una porquería. Pero si bien
Vivo renegando de la vida
pero confieso
con no poca vergüenza que
en contra de lo que digo
y de casi todo lo que hago
aunque me mortifique la existencia
a veces sin motivo
pero adrede atormentado
prefiero decididamente
y desde luego
estar vivo.
Y
es que es de lamentar que hubo un momento en que ser pesimista hasta el
extremo, lloriquear contra la existencia, maldecir al universo porque dios,
para empezar se da por descontado y a
priori que no existe y etcétera, el pesimismo se volvió una moda. La moda
es superflua. La moda es la gran vulgaridad y el pretexto para vender. Sabato
dijo que la moda es propia de damas baladíes, pero jamás —y considérese bajo
maldición— jamás de artista.
Y
recordemos al gran maestro del pesimismo, lejos de suicidarse para dar un ejemplo
de coherencia con todo lo que había escrito (y que, ciertamente, provocó que algunos
despistados sí cometieran el acto estúpido de quitarse la vida), él, por su parte,
murió de viejo a sus 84, cómodamente instalado en su departamento de lujo en
aquella zona exclusiva de París.
Yo
estoy seguro que a este tipo de sujetos tan desalentados, tan fementidos e
impostadamente melancólicos, les propondría una terapia de choque. Mire usted,
viejo güevón, en vez de estar todo el día pensando la manera de deprimir a los
incautos, vaya y trabaje como obrero de la construcción un par de meses;
sostenga unas cuantas peleas callejeras; quizás debía participar en una guerra
o gozar y también sufrir un amor extremo, lograr que una mujer lo ame hasta que
sea capaz de matarse ella y también matarlo a usted. Haga algo que le dé
sentido a su miserable existencia. Súbase a un ring y sostenga un pleito diario
durante una tan sólo una semana, ni siquiera más de diez minutos cada vez. Beba,
beba alcohol todos los días hasta la embriaguez durante apenas siete días. Consiga
tener sexo con la mujer más bella que sea capaz de encontrar, ni siquiera
importaría que lo pagara como servicio. Relaciónese con la gente más pobre que
encuentre y conviva con ellos. Cualquiera de tales experiencias, usted lo verá,
le traerán sentido a su inane existencia; le enseñarán el valor tremendo de la
vida.
De
lo nos da una lección nuestro poeta:
Vampiro de los pájaros
soy desde la sombra
el canto solo
de una vida miserable
llena de momentos hermosos.
Para
el momento ya le encontramos el truco al poeta. Nos prepara con unas frases (aquí
se deben llamar versos), pero son aparentemente sin mayor pretensión, casi
fáciles, a veces desconcertantes, sin embargo siempre originales. Establece un
ámbito que pudiera ser extraño, incluso quizá ligeramente anodino. Y de pronto
suelta las verdades devastadoras o fulgurantes. El poema se convierte en una
verdad más. Y puede ser brutal o prístina. Ilumina, conmueve o llega incluso a
saltar la lágrima.
Ojalá
fuera así de sencillo. Sabemos que cada poema tiene sus propias —y secretas— reglas
y para ser escrito es único, tanto como irrepetible. Pero además requiere un
estado de ánimo alterado, ¿anormal?, insólito. Sentir al mundo estando
despellejado y verlo desde un sitio extravagante o inaudito.
Ahora
bien. Hay territorios en que la poesía es incompetente (casi; para la poesía no
hay sitio vedado). Pero quisiera ver quién es el guapo, quién el superpoeta que
sea capaz de escribir un poema a su hijo pequeño. La ternura, el amor. Bueno de
amor se han escrito poemas, de tal suerte que, hay que decirlo, hasta la
náusea. Y con la ternura es —dicen algunos poetas— casi imposible. De lo
sublime a lo ridículo hay una delgada línea. De la límpida ternura a la
cursilería, a la pretensión, en efecto, a lo bufo (incluso inconsciente) el
límite es un muro invisible. Asombrosamente este muchacho (a mis 74 me autorizo
a llamar así a este chiquillo, Odín Hernández, que, si tantito le forzamos
podría ser mi nieto), digo, transido de asombro observo que incurre en el poema
a un bebé (se llama Dante) y no sólo arriba victorioso al final, sino que nos
ha desbaratado con su melancolía, con su memoria del futuro y su amor
exquisito. Una auténtica hazaña.
Odín
es un poeta poderoso.
Su
fuerza radica, paradójicamente, en su sensibilidad más que femenina. Y no menos
en su inteligencia (habría que hablar del dominio del lenguaje, del
conocimiento de la preceptiva literaria, de la creatividad, de la metáfora, de
las bien asimiladas y múltiples lecturas, de etcétera). Pero, más importante
que aquello, como lo dijo Ryzard Kapucinsky, un mal hombre no sirve para este
oficio (tomo a este periodista polaco —un hombre de la bondad sublime y de la
sensibilidad finísima— porque él llevó al periodismo hasta la poesía, lo que es
decir instaló ese oficio, a veces tan vulgar o, como bien sabemos aquí en México,
incluso prostituido hasta las cloacas). A lo que quiero llegar es que sólo un
hombre muy bueno, extremadamente sensible (con los riesgos tremendos y los
precios monstruosos que cuesta la excesiva sensibilidad) y de alta inteligencia
puede crear gran poesía. Dije gran poesía. Es lo que hace Odín Hernández Ortiz.
Salud por él, por su verbo.




No hay comentarios:
Publicar un comentario