martes, 28 de octubre de 2025

Odín Hernández, poeta

 

Ronda por el Territorio…

                    Si la literatura es un árbol, la poesía es la savia.                                                            

Territorio de uno mismo, Odín Hernández Ortiz;

Fá Editorial, 2025.

 

En este mundo hay cosas, quiero decir, objetos, circunstancias, ideas y también personas, por supuesto, que pasan. Como todo cuanto existe ha de pasar. Hay una palabra que describe una faceta (la negativa) de eso, se llama lo superfluo. Lo superfluo se va como el viento, sin que nos demos cuenta ni lo extrañemos. El otro lado de esa moneda es que hay algunas de todas las mencionadas cosas que quisiéramos que jamás pasaran. Y tratamos de retenerlas. Y cuando han pasado, nos damos cuenta que son tan fuertes que al pasar por nosotros, ya no somos los mismos, nos han cambiado, somos otros después de haber experimentado un tramo de esta vida ante esas cosas, que pueden ser objetos o personas o incluso ideas o sucesos. O bien un libro. Eso es lo que pasa con este opúsculo que se llama Territorio de uno mismo.

Objetos que se aman. Ideas que procuramos conservar siempre para que nos guíen por la vida. Personas inolvidables. Y también libros. Por fortuna muchos. Ars longa, vita brevis, dijo aquél.

¿Por qué un libro llega a volverse una de las cosas que es inadmisible que simplemente pase y se olvide? Un libro, en general, salvo que sea un arte-objeto, se vuelve imprescindible por lo que comunica. Ezra Pound dijo que la poesía necesariamente debía contener tres grandes virtudes o valores estéticos: melopea, o la música de las palabras; fanopea, o las imágenes que despierta una metáfora y la logopea o las ideas que comunica.

En el Círculo de Poesía, Coyoacán


El poema suele ser una construcción que se cimenta en el vacío:

                                               Quisiera

                                               siempre estar llegando

                                               de algún lado

                                                           o estar por irme

                                               rodeado por el aura divina

                                               que cubre a los viajeros

Hay una tradición metarreligiosa que considera sagrados a los viajeros —de hecho los llaman cometas y se consideran auspiciosos— y en ella se les brinda lo mejor del anfitrión.

“La mejor manera de combatir al racismo es viajar”, dijo Unamuno. El aventurero es vulnerable ante los que se encuentran en su propia tierra y lo ven extraño, encuentran que habla mal o de plano desconoce el idioma, que tiene costumbres raras y que muy posiblemente sea un indeseable, si no es que se le atribuyan cualidades mil veces peores. Pero el poeta es un infatigable navegante; la vida que no tiene sentido alguno, tampoco tendría caso, de no ser por la búsqueda. El que busca, encuentra.

El poeta quisiera ser el héroe, el imbatible, el que se jugó la vida en cada recodo del camino. Pero, sin la payasada de aquel que decía que “el poeta se juega la vida en cada verso”, aquí, en Territorio de uno mismo, el poeta, el buscador, el aventurero, nos asegura que

                                               Quisiera

                                               al menos

                                               poder decir que fui yo

                                               quien escribió el poema

                                               que conmovió a alguien.

Por lo anterior que exhibe el poema es que Siempre hay gente bajando de los barcos. Pero los periplos interiores llevaran al poeta a la profecía del gran desastre. Lloverá para romper con la monotonía, para deslavar el pavimento, para ponernos en peligro

                                               y sólo quienes sepan llevar zapatos de lodo

                                               seguirán de pie

                                               (…)

                                               dispuestos a despedir a los ahogados

                                               con una sonrisa

La inclemente lluvia nos hará temblar frente al absurdo. Veremos lo indecible y lo imposible. La visión alucinada del poeta concluye

                                               y en los ojos de esos a quienes amamos

                                               se revelará la costa

                                               todo lo demás será devorado por el océano.

Pero las catástrofes ocurren no sólo en las dimensiones magnas. Las hay no menos tan pequeñas que obligan al que escribe a proferir, ciertamente, la blasfemia Los caminos de Dios son a veces una mierda.

El poeta lee su obra


Y no menos se ha de visitar a Los traficantes de nubes, entidades, necesariamente metafísicas, puesto que permanecen Sentados en el puente peatonal del tiempo y, amén de otras actividades, faltaba más, se reparten el cielo cada tarde. Sin embargo, por más que su índole sea etérea no deja de anotarse que son los manos en los bolsillos / los mierda pequeñita / con dignidad de monumento histórico.

Y el que versa, siempre atento, consecuente incluso con los avatares del mercado, ustedes saben, su nerviosismo pecuniario, su aguda sensibilidad al olfato del dinero, digo, el autor, tras un especializado examen en macroeconomía dictamina que la lógica productiva les tiene miedo / y hace bien / los traficantes de nubes saben dejar su alta disciplina / para empuñar una botella por el cuello.

Estar en el mundo es percibirlo. La percepción podría ser infernal o bien luminosa. Aquel sujeto (un tal Schopenhauer nos habló de que el mundo es voluntad y representación). Pero desde la poesía, faltaba más, se impugna al filósofo:

                                               Podrías andar de espaldas y daría lo mismo

                                               contrario a lo que dicen

                                               asesores de vida

                                               y optimistas degenerados

¿Será posible la opción de la lucha? Dejar el alma en el campo de batalla para hacer de éste, dicen los optimistas degenerados, un mundo mejor?

Pero si juegas en su cancha, te imponen sus reglas y la primera es que en el momento de aceptar la competencia ya tienes el marcador en contra…

                                               podrías andar de espaldas

                                               forzar una sonrisa imbécil

                                               y daría lo mismo.

Y a pesar de todo existe en el mundo el sublime consuelo:

                                               Hablo de media luz

                                               o de deslumbrantes lámparas blancas

Y nos da, este descriptor, detalles secundarios del buen o mal estado del mobiliario e incluso del ambiente, pero al final

                                                           hablo de un lugar para ir

                                                           como aquellos solitarios

                                                           que entran a la iglesia

                                                           para hablar con dios.

Ni más ni menos que el sagrado momento de instalarse en un asiento que puede ser muy cómodo o no, una mesa sólida y lujosa o una de vil plástico, ahí ha de empezar el viaje interno, es decir, la visión de lo divino, hablar con dios o bien hallarse consigo mismo: el poema se llama Cantinas.

La poesía de Odín, no en balde así la titula en este libro, es el Territorio de uno mismo, donde aquel bebé que berrea en el metro Hidalgo ante la desesperación, sin duda, de sus padres, pero el que observa y que poetiza descubre que

(…) llora

dentro del andén

llora por primera vez

irremediablemente solo.

Y él es no sólo la criatura que, como todos, está condenada y en un lugar llamado metro Hidalgo en alguna parte del planeta Tierra. También es aquel

(…) ocaso

vimos caer el sol en el horizonte

como una última moneda

en la rockola del universo //

en todos los atardeceres

ha sonado

la canción más triste del universo.

Es el momento de establecer que la poesía de Odín Hernández tiene un fuerte toque de pesimismo.

Se lee lo que suscitó la poesía de Territorio de uno mismo

Los hombres como Odín, desde su sensibilidad delicadísima, se vuelven mucho más entrañables que otros poetas que —permítaseme anotarlo— no entendieron de qué se trata este juego que es la vida. Ya sé que no tiene sentido. Ya sé que es intrascendente. Ya sé que vale lo mismo que nada en un universo que, por sus dimensiones, ni siquiera es concebible. Ya sé que esta vida suele ser una porquería. Pero si bien

Vivo renegando de la vida

pero confieso

con no poca vergüenza que

en contra de lo que digo

y de casi todo lo que hago

aunque me mortifique la existencia

a veces sin motivo

pero adrede atormentado

prefiero decididamente

y desde luego

estar vivo.

Y es que es de lamentar que hubo un momento en que ser pesimista hasta el extremo, lloriquear contra la existencia, maldecir al universo porque dios, para empezar se da por descontado y a priori que no existe y etcétera, el pesimismo se volvió una moda. La moda es superflua. La moda es la gran vulgaridad y el pretexto para vender. Sabato dijo que la moda es propia de damas baladíes, pero jamás —y considérese bajo maldición— jamás de artista.

Y recordemos al gran maestro del pesimismo, lejos de suicidarse para dar un ejemplo de coherencia con todo lo que había escrito (y que, ciertamente, provocó que algunos despistados sí cometieran el acto estúpido de quitarse la vida), él, por su parte, murió de viejo a sus 84, cómodamente instalado en su departamento de lujo en aquella zona exclusiva de París.

Yo estoy seguro que a este tipo de sujetos tan desalentados, tan fementidos e impostadamente melancólicos, les propondría una terapia de choque. Mire usted, viejo güevón, en vez de estar todo el día pensando la manera de deprimir a los incautos, vaya y trabaje como obrero de la construcción un par de meses; sostenga unas cuantas peleas callejeras; quizás debía participar en una guerra o gozar y también sufrir un amor extremo, lograr que una mujer lo ame hasta que sea capaz de matarse ella y también matarlo a usted. Haga algo que le dé sentido a su miserable existencia. Súbase a un ring y sostenga un pleito diario durante una tan sólo una semana, ni siquiera más de diez minutos cada vez. Beba, beba alcohol todos los días hasta la embriaguez durante apenas siete días. Consiga tener sexo con la mujer más bella que sea capaz de encontrar, ni siquiera importaría que lo pagara como servicio. Relaciónese con la gente más pobre que encuentre y conviva con ellos. Cualquiera de tales experiencias, usted lo verá, le traerán sentido a su inane existencia; le enseñarán el valor tremendo de la vida.

De lo nos da una lección nuestro poeta:

                                               Vampiro de los pájaros

                                               soy desde la sombra

                                               el canto solo

                                               de una vida miserable

llena de momentos hermosos.

Para el momento ya le encontramos el truco al poeta. Nos prepara con unas frases (aquí se deben llamar versos), pero son aparentemente sin mayor pretensión, casi fáciles, a veces desconcertantes, sin embargo siempre originales. Establece un ámbito que pudiera ser extraño, incluso quizá ligeramente anodino. Y de pronto suelta las verdades devastadoras o fulgurantes. El poema se convierte en una verdad más. Y puede ser brutal o prístina. Ilumina, conmueve o llega incluso a saltar la lágrima.

Ojalá fuera así de sencillo. Sabemos que cada poema tiene sus propias —y secretas— reglas y para ser escrito es único, tanto como irrepetible. Pero además requiere un estado de ánimo alterado, ¿anormal?, insólito. Sentir al mundo estando despellejado y verlo desde un sitio extravagante o inaudito.

Ahora bien. Hay territorios en que la poesía es incompetente (casi; para la poesía no hay sitio vedado). Pero quisiera ver quién es el guapo, quién el superpoeta que sea capaz de escribir un poema a su hijo pequeño. La ternura, el amor. Bueno de amor se han escrito poemas, de tal suerte que, hay que decirlo, hasta la náusea. Y con la ternura es —dicen algunos poetas— casi imposible. De lo sublime a lo ridículo hay una delgada línea. De la límpida ternura a la cursilería, a la pretensión, en efecto, a lo bufo (incluso inconsciente) el límite es un muro invisible. Asombrosamente este muchacho (a mis 74 me autorizo a llamar así a este chiquillo, Odín Hernández, que, si tantito le forzamos podría ser mi nieto), digo, transido de asombro observo que incurre en el poema a un bebé (se llama Dante) y no sólo arriba victorioso al final, sino que nos ha desbaratado con su melancolía, con su memoria del futuro y su amor exquisito. Una auténtica hazaña.

Odín es un poeta poderoso.

Su fuerza radica, paradójicamente, en su sensibilidad más que femenina. Y no menos en su inteligencia (habría que hablar del dominio del lenguaje, del conocimiento de la preceptiva literaria, de la creatividad, de la metáfora, de las bien asimiladas y múltiples lecturas, de etcétera). Pero, más importante que aquello, como lo dijo Ryzard Kapucinsky, un mal hombre no sirve para este oficio (tomo a este periodista polaco —un hombre de la bondad sublime y de la sensibilidad finísima— porque él llevó al periodismo hasta la poesía, lo que es decir instaló ese oficio, a veces tan vulgar o, como bien sabemos aquí en México, incluso prostituido hasta las cloacas). A lo que quiero llegar es que sólo un hombre muy bueno, extremadamente sensible (con los riesgos tremendos y los precios monstruosos que cuesta la excesiva sensibilidad) y de alta inteligencia puede crear gran poesía. Dije gran poesía. Es lo que hace Odín Hernández Ortiz. Salud por él, por su verbo.

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