lunes, 10 de marzo de 2025

Divina ilusión

  

Hace unos años publiqué, por invitación de ciertos “amigos” (que en realidad no lo eran), el cuento Divina ilusión (Los atributos del diablo). El libro en que se incluyó este cuento, se llamó Cuentos de lo guarresco y lo arabesco, en una paráfrasis, más bien burda, del libro de Edgar Allan Poe que se llama Cuentos de lo grotesco y lo arabesco. Los que promovieran tal publicación no verán sus nombres en este texto (se dice el pecado, pero no el pecador. Los dos muchachos son tan malísimos escritores que no se merecen ni siquiera la exhibición).

Con frecuencia pensamos que la escritura es uno de los oficios más nobles de la existencia. Tardamos años en darnos cuenta de que quienes la practican no necesariamente están a la altura de tan ilustre oficio. Si bien el escritor suele tener virtudes que resultan escasas entre el común de las personas (y por eso solemos esperar comportamientos más solidarios o hermosos o altruistas o humanistas o incluso heroicos entre los que escriben; craso, candoroso error) con el tiempo los escritores nos demuestran que no son mucho mejores que las personas comunes y corrientes. La escritura, como toda actividad practicada por humanos ha de tener, necesariamente, las virtudes y los defectos de esos que la practican.

Más todavía, me llegué a dar cuenta de que muchos ni siquiera son escritores. Son advenedizos, gente que lo que sí sabe es que el oficio de escribir, el hecho de publicar es altamente apreciado entre el pueblo, escribir es un oficio prestigioso, aunque no muestres jamás lo que escribes, aunque no exhibas nunca tus “virtudes” o “talentos”. Y así suelen abundar los (y las) porque también hay charlatanes del sexo femenino, los que denigran al arte de la letra.

Cuando publiqué en aquel librillo que pomposamente llamaron antología, al revisarlo me di cuenta de que había muchos autores que podríamos llamar menos que improvisados, hombres y mujeres que no tenían una preparación, bueno, ni siquiera en ortografía ya no digamos en preceptiva del arte de la letra y mucho menos en conocimiento literario en general. Muchachos u hombres y mujeres que no tenían idea de lo que sería una obra que merezca el estatus de literaria. Porque, es obvio decirlo, no han leído. Recuerdo que uno de ellos, el “jefe” del proyecto dijo en cierta ocasión —orgullosamente pero no menos con lastimosa ingenuidad—: “He leído tanto que ya no sé distinguir entre lo que es un bodrio y lo que es una obra literaria”. Lo cual no es más que el reconocimiento de ignorancia y ausencia de buen gusto en literatura. En otra ocasión, el mismo sujeto me demostró palmariamente que no había leído —¡y no conocía ni por nombre al autor!—, una de las grandes novelas de la literatura mexicana: Farabeuf, de Salvador Elizondo. Recuerdo que mi madre decía un lindo refrán: “En el modo de agarrar el taco se conoce al que es tragón”; así es en cualquier oficio. Un buen albañil se da cuenta de que alguien es inexperto con la primera hilada de tabiques que el novato colocase. Un futbolista ducho notará al novato en el solo acto de golpear el balón. El libro estaba malhechón, físicamente era un tanto artesanal, pero sin el quisquilloso amor que el artesano auténtico dedica a sus creaciones. Y los textos, muchos de ellos son inclasificables pero no por su originalidad, sino porque, simplemente, no tienen pies ni cabeza. Eran textos de gente que no tenía idea de lo que es literatura. Y menos aún de pergeñar uno.

Pero en fin, que se considere un descuido haber caído en manos de chambones y que se agregue la promesa de no sucumbir a las promesas de gente incierta. Hay que examinar siempre a las “amistades” (aunque la sabiduría popular establece que: nunca digas de esta agua no he de beber).


 

Divina ilusión

(Los atributos del diablo)

 Tu numen como el oro en la montaña

es virginal y por lo mismo impuro

Salvador Díaz Mirón


Para las amadas Violeta y Zoe

Para David, el bienamado

 

Para mi divina MGM

 

Me senté en uno de los asientos individuales en la segunda puerta del tercer o cuarto vagón del metro, abrí mi libro y me puse a leer. Eran, cómo olvidarlo, las 4:38 de la tarde, cuando se abrieron las puertas en la estación Candelaria y entró la criatura. Iba con su madre, una mujer sin mayor atributo que la intrascendencia. Había poca gente, por fortuna, porque en un tumulto tan común en el metro, bien pudiera no haberla descubierto. De frente era una niña tan trivial como su mamá. Por algún designio de la divinidad se dio la vuelta y detuve la vista un instante en ella. Por detrás era un exquisito ejemplar de la más pura y tierna belleza viva existente en este planeta. Era una criatura con unas nalgas portentosas enfundadas en un simplísimo e incluso vulgar pantalón vaquero de mezclilla. Nalgas desquiciantes. Nalgas, al menos, sublimes. Nalgas inocentes. Era un trasero prominente, pero sin exageraciones. Eran unas nalguitas tiernas y eran no menos poderosas. La minúscula cintura de la chiquilla hacía vertiginosa la curva. Y las piernas, fuertes pero delicadas, gruesas pero esbeltas; en perfecta proporción con la exaltación de ese tesoro de belleza en la carne de una simple chamaca.

Era una muchachita, adolescente, el ideal griego de la belleza: ellos lo llamaron Afrodita Calipigia (Afrodita de las bellas nalgas); la belleza de la mujer transformada en arquetipo. Pero ésta iba en el metro. Una criatura calipigia.

Evité verlas un momento. Pensé en un prejuicio debido a un momento de sensibilidad excesiva, exacerbada. Pensé en alguna posible distorsión perceptiva. Pensé en evaluar la belleza de manera tan objetiva como fuera posible, sin prejuicios de la sensibilidad.

Su delineado, a la vez violento y tenue me hizo sentir que dios existe y como consecuencia, milagros semejantes. Tan perfectas eran que ya más racionalmente— infundían dos certezas, una) que la divina proporción —descubierta por uno, o varios matemáticos remotos y propuesta al mundo primero por Euclides y luego por Pacioli— puede hallarse en este mundo y dos) que los dulces sentimientos que a través de la vista regalaban tanto al espíritu como al corazón y, lo peor, a los más bajos instintos, se deben a que esas formas primorosas eran debidas a su exactitud para reproducir y hacer notable el número de dios, la susodicha divina proporción. ¡Aquellas nalgas de mujer (de niña o, hablando con amor a la precisión, de adolescente) eran geometría! Pero eran también juventud, fuerza, elasticidad, no menos que dulzura, alegría, delicadeza. Y lujuria. Eran el amor de dios. ¡Eran las nalgas del universo! Eran, pues, el eidos de Platón transfigurado en tiernísima carne femenina. Eran, quién lo duda, las nalgas de dios. Mirar a la criatura resultaba un deleite. Un privilegio alcanzable quizácada diez años. Eran, en realidad, una bendición ¿del cielo, puesto que respondían, evocaban la divina cifra? O, mejor, ¿una maldición del infierno? Porque el mensaje de esas nalgas —ya lo he dicho— iba también a los más crudos y primitivos instintos animales: porque, en aquel momento, deseé ser capaz de empuñar el mazo, matar de un solo golpe a quien intentara impedir que me apropiara de aquellas simples nalgas. O morir en el trance. Eso es el infierno. O al menos lo desata, lo trae a este mundo. ¡Digno episodio para la criatura de las nalgas infernales!

El infierno. Porque tu cuerpo (cuerpo de animal): instrumento del demonio, te exige a cualquier precio que le obsequies esas nalgas de mujer. Sólo esas nalgas y nada más, por el momento. ¡Muévete, imbécil, haz algo, lucha, grita, asesina, haz lo que tengas que hacer para que le proporciones a tu cuerpo-puerco ese portento de nalgas de señorita que el destino te condenó (te regaló) a descubrir en el tercer ¿o cuarto? vagón al detenerse en el convoy del metro en la estación Candelaria de los Patos.

Deseé con desesperación ver qué cara de niña tendría la inocente que se cargaba semejante nalguerío. Y le busqué la cara. Quizá me vi un poco demasiado obvio entre la gente. Por fortuna le buscaba la cara, puesto que la espalda (junto con el brutal y delicioso espectáculo de sus nalgas) me lo daba ella de por sí, como una condena. Y miré su rostro. Todo lo que hice para ello había llamado su atención y se volvió extrañada hacia mí. Es difícil experimentar una decepción peor. Una vorágine de circunstancias, de imágenes, me avasalló. Comprendí que cualquier cosa que hiciera sería completamente inútil, al menos en el corto plazo.

Era una niña inocente y, me duele decirlo, muy próxima a lo que llamaríamos una persona con un desarrollo intelectual nulo (no hablemos de estupidez, sino de empobrecimiento). Con el tono gestual, el aspecto, la actitud, de quien ya perdió el candor agudo de la primera infancia y aún no alcanza a ser lo mínimo de inteligente que se logra con la variada experimentación, la amplia gama (brutal o refinadísima) de estímulos en esta vida. Y yo soy un viejo cerdo tan pervertido que difícilmente un humano podrá llegar a estos mis extremos. Comprendí que para acceder a la criatura era imprescindible fatigar algunos años para que se diera una leve posibilidad de que estuviéramos mutuamente a la mano.

O al menos era un pretexto muy plausible para mitigar la monstruosa frustración que sentía. Era imposible, con esa cara, con ese gesto, acercamiento alguno con la criatura. Excepto si yo actuara como un depredador, un tigre insaciable que atrapa a una becerrita de gacela, le arrebata la vida de una dentellada, la devora de manera incipiente, insatisfactoria (era tan tierna que no sería posible de otra manera). Y luego la abandona decepcionado, dejando abundantes residuos para las fauces de las bestias carroñeras.

Sentí piedad por ella. Un día —que no está lejano— llegará a su vida uno que, como yo, descubra su belleza y que no tenga tanto tapujo racionalista, tanto remilgo intelectual y al grito de prestigios, se lance al abordaje para disfrutar del dulcísimo bocado. Pensé. O quizá le llegue uno que ni siquiera se dé cuenta lo que el universo ha puesto en sus manos y la disfrute sin consciencia. En cualquier caso, dios guarde a la inocente, me dije cuando tuve que dejar ese vagón del metro.

Luego, melancólico, transbordé en Pino Suárez y salí en Bellas Artes, meditando. Miré con detenimiento los cuerpos de todas las mujeres al alcance de mi vista. Acaso dos o tres de las decenas que observé, se aproximaban, más o menos, al portento que me fue permitido contemplar. La belleza, ciertamente, y por fortuna, es prolija en este mundo.

Me conformé en demasía recordando las nalgas de mi amada que, sin presunciones ni exageraciones, no están demasiado lejos del exceso con que inconscientemente circula en este mundo aquella criatura.

Hice cuanto debía en el Centro y, dulcemente entristecido, un tanto adoloridamente feliz, llegué a mi casa a leer un rato, a beber un par de copas, a ver lo muy escasamente visible que tiene la televisión, a aturdirme un poco, a olvidar lo demoniaco, lo divino. A estar en este mundo.

Todo lo cual resulta extraordinariamente triste.

viernes, 10 de enero de 2025

Decálogo

 Pterocles Arenarius 

—El decálogo de, digamos, consejos para escribir ya se ha vuelto, casi un género literario. ¿Alguna vez has escrito uno?, —me preguntó con inefable candor uno de mis queridos amigos, Gerardo Anceno, un chico que podría fácilmente, por el abismo entre nuestras edades, ser mi nieto. El muchacho es muy talentoso, tiene una imaginación vivaz, sorprendente por la originalidad y no menos por lo fértil. Él cuenta con los elementos de sobra para convertirse en un gran escritor. Y ante la fría calidez (contenían hielo) de unas copas me puse a pensar cuáles serían los consejos que le daría a un joven escritor. A Gerardo. Luego de cuarenta años de escribir (conviene que anote que mi ingreso a la literatura a través de sesiones diarias de lectura casi obsesiva, lo que me llevó de manera casi natural a intentar la escritura), un proceso de varios años, en 1982 se marca el primer intento que podríamos llamar serio para escribir. El detonador fue la convocatoria que lanzó la Dirección de Cultura (si es que así se llamaba) del Instituto Politécnico Nacional. Yo estudiaba ingeniería civil en la Escuela Superior de Ingeniería y Arquitectura, ESIA. Y traía un fervor casi enfermizo por la literatura, de pronto hasta más fuerte que por las matemáticas, el análisis de estructuras y todas las materias que estudiaba en la escuela. Así que respondí a la convocatoria que pedía dos cuentos y los escribí. Y gané el primer lugar. La ciudad más segura del mundo, se llamaba uno, aludiendo la frase del temible criminal llamado el Negro Durazo que era jefe de la policía en aquellos tiempos y el otro cuento se llamaba Simios, hombres, dioses y se trataba de un cuento de ciencia ficción relativo a la evolución. Desde entonces para acá hay diez libros publicados, varios premios y, gracias a Anceno, el siguiente

 

Decálogo

(para un chico que quiere escribir)

 

Para Gerardo Anceno

 

1. Observa el mundo, obsérvate siempre. El mundo exterior y el mundo interior que nos habita son lo que nutre al escritor. Quizá la mejor manera de observarse a sí mismo y, a la vez, observar al mundo, es leyendo. Hay que leer mucho, todos los días. Leer muchísimo más que escribir. La lectura es la proteína del alma. Cuando, con el tiempo, has terminado por convertirte en un gran lector de literatura, es entonces cuando puedes leer a las personas. Y es, también, y sólo entonces, cuando puedes crearlas, hacerlas personajes de tu literatura. El escritor es un dios creador de seres humanos. Por eso tiene que hacerlos, por lo menos, verosímiles.

2. Antes que pretender la obra de arte en literatura, tienes que ser un artesano del lenguaje, tienes que dominar la gramática perfectamente, un escritor tiene que ser un especialista en gramática, si no lo es no es escritor, se trata de un chambón, un charlatán, un advenedizo. Para lograr esto es imprescindible que hagas dos cosas, la uno, leer; la dos, estudiar. En ese orden. Leer es, tiene que ser, un placer, incluso un gran placer. Si no obtienes placer no vale la pena leer. Tienes, como lector, el derecho inalienable, irrenunciable, de abandonar olímpicamente la lectura de la más sagrada vaca si no te da placer. Hay que leer todo el tiempo, aunque abandones algún libro, pero leer siempre. Y también estudiar. Hay que leer para aprender, para tener herramientas de crítica, pero, más importante, de autocrítica. Hay que ser tan riguroso como concesivo, contigo mismo. Riguroso implacable en la forma. Concesivo y misericordioso en el tema. Los malos temas no existen, lo que existe son los malos tratamientos. Hay más, los temas no los elige el escritor, es al revés, ellos nos eligen; de hecho nos han elegido desde muchos años antes de que fuéramos escritores, incluso antes de que imagináramos que seríamos escritores.

3. Es imprescindible crear oficio, conocer profundamente la preceptiva de la literatura y los géneros. Tienes que tener muy claro qué es un cuento, un poema, una novela y, en lo que te hayas especializado, pulirlo de manera constante, conocer y valorar las definiciones, en especial, de otros escritores y contrastarlas con lo que hayas elaborado. La literatura no es una ciencia exacta. Escribir un poema, un cuento, una novela, es, más que nada, trabajo y conocimiento. Lo poderoso de cada obra será lo que tú le añadas, tus sentimientos, tus dolores, tus anhelos, tus alegrías. Cada cuento es único e irrepetible, cada novela también. Y la única manera de alcanzar la estatura de virtuoso es leyendo mucho por placer y estudiando lo necesario y suficiente. A las armas del conocimiento tienes que agregarle la sensibilidad más delicada y un ojo de mirada muy aguda, es decir, tu única y peculiar manera de mirar al mundo, a los seres humanos. Porque vas no a retratar un alma, a crearla. Y con ella, vas a penetrar a lo profundo de muchas más. Mucho rigor, disciplina, fuerza. Pero también gran delicadeza y sensibilidad y misericordia.

4. Escribe para ti, para complacerte, no escribas jamás para complacer a otro, ni siquiera a tu mejor amigo, ni siquiera a la mujer amada. Ni siquiera a tu más admirado maestro. Escribe para ti.

5. Escribe diario. Escribe cuando te urja decir algo. Escribe cuando no tengas cosa alguna que decir. Escribe siempre. Pero no olvidemos que es mucho, muchísimo más lo que debemos leer.

6. Ejerce tu libertad siempre al escribir. Jamás te restrinjas en cuanto a lo que crees, lo que sientas, lo que piensas. Si no eres libre jamás escribirás algo que valga la pena. La literatura está por encima de la moral, es amoral, pero es profundamente ética. Si algún límite pones a tu creación que sea el de la más irreprochable e incorruptible ética.

7.  Cuando te sientes a escribir tienes que ser un flechador del sol, ambicioso, soberbio, tirarle a lo más alto. Si te comparas con alguien que sea con los más grandes, jamás te compares con los que están escribiendo en este momento, ni siquiera con los grandes escritores que tienen apenas pocos años de haber muerto o dejado de escribir. Compárate con Cervantes, con Borges, con Joyce, con Rulfo, etc. El único juez para determinar la estatura literaria de un autor es el tiempo. Pero además de soberbio, al mismo tiempo tienes que ser absolutamente humilde, porque lo que tienes que hacer con tus letras es conquistar un alma. Es equivalente a hacer que una mujer se enamore de ti. La obra de literatura, la obra de arte en general, es un acto de seducción.

8.  Tienes que ser absolutamente sincero al escribir. Lo que estás haciendo es mostrar tu alma y, si quieres escribir algo que realmente toque a otra alma, sólo podrás hacerlo si eres absolutamente sincero. La insinceridad es muy fácilmente notable en la literatura, se siente. Igual que la verdad. El escritor, de alguna manera, es un gran desvergonzado puesto que se atreve a mostrar sus intimidades ante el mundo. La literatura es una gran mentira como pretexto para decir las verdades esenciales de los seres humanos.

9.   Así como se tiene que ser muy desvergonzado al escribir (prístino de sinceridad hasta la total desvergüenza, también el escritor tiene que ser inmensamente recatado para publicar). El pudor para publicar es debido a la búsqueda de la calidad hasta su último extremo. El escritor tiene la indecible ventaja de que en la ejecución de su arte puede corregir (esta es la palabra mágica). Mientras que el bailarín o el músico o el actor interpretan y crean a la vez, el escritor “inventa o descubre”, para él son sinónimos estos vocablos, pero tiene la inmensa ventaja de corregir. El bailarín y el músico no pueden corregir. Ejecutan, con mayor o menor perfección, la obra. Si salió de excelencia, muy bien, si fallaron, así se queda para siempre. El escritor puede corregir, si no lo hace está renunciando a la más grande ventaja que tiene, la de corregir, afinar, bruñir la obra. Escribir es reescribir. Corregir hasta que ya no puedas más. La obra literaria siempre está por encima del autor, es más grande que él, siempre (por eso dicen que lo único decepcionante de la literatura es conocer al autor de la obra). Y sólo entonces, sólo hasta que ya no puedas más, entonces tienes que publicar. Pero publicar ya… como se anota en el número

10. Una vez que se ha terminado de corregir urge publicar. Cuando sientas que ya no puedas más corregir, publica, pero ya. Aunque sea en tu blog, aunque sea en feisbuc, pero publica, te tienes que deshacer de lo que escribiste, si no, se vuelve una condena. Vas a estar corrigiendo y corrigiendo como Sísifo que sube la piedra y se le vuelve a caer. Una vez que publicaste la obra ya no te pertenece, ahora es de la gente y ya no puedes (quizá ni siquiera debes) modificarla, porque ya no es tuya. Una vez que la has publicado así se queda para tu honra o para tu escarnio: la obra de literatura es un estigma para el resto de tu vida e incluso para después. Suele ocurrir que cuando una obra no se publica, el escritor se la pasa corrigiendo y corrigiendo porque ocurre que, luego de un par de años, ya no le gusta lo que escribió y se pone a cambiarlo y lo que realmente ocurre es que el que ha cambiado es el autor, así, se puede quedar años, incluso toda la vida cambiando su obra. Pero si la publica ya no puede cambiarla o, posiblemente, no debe. Porque de poder, claro que puede, aunque sea una manera de autoplagiarse.

jueves, 2 de enero de 2025

 

Arte de puño

Fistiana

 

Peleas para la historia

 

Sal Sánchez versus Wilfredo Gómez

 

 

El que se enoja pierde. El que tiene miedo corre. Los temerarios inconscientes suelen ser fulminados. El auténtico peleador se ofrece a los puños de su rival y lo somete hasta doblegarlo pero, a la vez, evita ser golpeado. Son imprescindibles: habilidad, dominio total sobre sí mismo, fuerza de cuerpo y de espíritu. Además, valor.

 

El 14 de agosto de 1981, hace ya más de 43 años pelearon el mexicano Salvador Sánchez contra el portorriqueño Wilfredo Gómez. Éste era un poderoso noqueador que donde asestaba la mano (su temible derecha cruzada o, no menos, el gancho de izquierda) ponía a sus rivales en condiciones lamentables. Sal Sánchez no era tan duro golpeador, pero tenía un boxeo finísimo, su velocidad y sus reflejos hacían parecer que sus contrincantes se movían en cámara lenta y él, con una velocidad como de supermán, les pegaba impunemente al mismo tiempo que eludía los golpes del enemigo. La superioridad que mostraba Sánchez, nacido en Santiago Tianguistenco, Estado de México, era tan abrumadora que a veces sus peleas no eran tales, parecían más bien un abuso. Sus contrincantes eran lastimosamente exhibidos como inoperantes ante su exagerada velocidad y sus relampagueantes reflejos. Pero además decían que tenía cuatro pulmones porque parecía no cansarse jamás y, para acabarla de amolar para los que peleaban en su contra, si bien no tenía un golpe demoledor, tampoco hacía precisamente caricias con sus disparos.

Wilfredo era un gran peleador. Eludía un gran número de los golpes que le destinaban, pero sus victorias eran sustentadas en la insoportable fuerza de su pegada. Estaba acostumbrado a noquear de un golpe. O si acaso, con uno ponía mal a su contendiente y un par o un trío de impactos más eran suficientes para mandarlos al piso del cuadrilátero. Cuando peleó con Sal Sánchez llevaba 32 peleas con 31 victorias y un empate en su debut. De sus triunfos, todos habían sido por nocaut.

Wilfredo calentó la pelea mucho más de lo que terminaría por convenirle. Se creía invencible. Había noqueado al gran campeón mexicano Carlos Zárate, cuyo récord decía 46-0, con 45 nocauts. Y el portorriqueño ya se había convertido en el verdugo de los mexicanos, los que ya desde entonces empezaban a ser considerados como los mejores peleadores del mundo. El gran pugilista boricua dijo a la prensa que “Voy a noquear al campeón mexicano en ocho raunds y me quedaré con su campeonato”. Pero luego fue mucho más allá: “Les voy a dejar a su mugrosito tirado en la lona. Va a quedar tan desfigurado de la cara que no lo van a reconocer ni en su casa”. Las ofensas, las amenazas, hicieron mella en el joven campeón de Tianguistenco. En Nueva York, donde abundan los ciudadanos de Puerto Rico, suelen llamar a los mexicanos “mugrosos” y el insulto racista caló en el ánimo de Sal Sánchez. No menos la amenaza de nocaut. Wilfredo estaba ensoberbecido y orgulloso. Además, se supo que él era el favorito en las apuestas. Las bolsas para cada contendiente eran parejas por la razón de que ambos eran campeones mundiales a pesar de que el arriesgaba su título era el mexicano. Pero Wilfredo era más famoso. Se dice a posteriori— que el boricua sólo entrenó 25 días para esta pelea, que bajó 24 libras, algo más de diez kilos en ese lapso de menos de un mes. Eso explicaría que la pelea, en realidad, fue de un solo lado. Pero el llamado Bazuca boricua descartaba por completo la posibilidad de una derrota. El campeón azteca, siempre serio, más bien discreto y callado, contestó que él hablaría con los puños sobre el ring. Así llegó el 21 de agosto de 1981. Los dos campeones subieron al cuadrilátero del Caesar’s Palace, en el bulevar Sur, número 3570 de Las Vegas, Nevada, EU. En el pesaje oficial habían dado 126 libras cada uno. Se dice que Gómez estaba cuatro libras arriba de lo que exigía el pesaje apenas cuatro horas antes de la ceremonia oficial. Hay que tener en cuenta que en combates de nivel tan alto de competitividad un detalle como este puede ser una desventaja tremenda. Pero el peleador de Puerto Rico se sentía absolutamente seguro.

Y subieron al encordado. Primero el caribeño que traía bata y pantaloncillo con los colores de la bandera de Puerto Rico. Era acompañado por una banda de salsa que entonaba machaconamente un estribillo que decía: “Ya llegó Wilfredo / viene listo a matar”. Su contrincante llegó con un mariachi que tocaba el Son de la Negra; él lucía una bata casi de vestir, abajo traía un calzoncillo del mismo color azul cielo. Ambos se veían bien trabajados en el gimnasio, más esbelto, unos seis centímetros más alto, el mexicano, pero Wilfredo parecía un poco más fornido. El réferi fue Carlos Padilla, un filipino que arbitraba las mejores peleas del momento. La banda de caribeños invadió el cuadrilátero tocando, bailando y gritando más que cantar “Ya llegó Wilfredo / viene listo a matar”. Carlos Padilla, de pronto, se hizo bolas con alguna decisión de la esquina de Sal Sánchez y por un momento se fue a alegar con ellos y dejó solos a los peleadores, frente a frente. Luego les dijo las (innecesarias) instrucciones…

Y sonó la campana. Una edecán, según la gente del Caesar’s Palace, vestida de romana, caminó sonriendo por el entarimado mientras mostraba un cartel que decía “Round 1”.

Sal Sánchez avanzó corriendo con ágiles pasitos, se encontraron en el centro del cuadro y no se tocaron los guantes en ese tradicional gesto de cortesía. Se habían malquistado con las declaraciones antes de la pelea.

Se semblantearon mutuamente. Algo así como un minuto después el boricua buscó el intercambio de golpes. Para eso, como cualquier peleador, se puso al alcance de los disparos de su enemigo. Y ejecutó alegremente sus mortíferas derechas y sus ganchos venenosos. Su rival, con gran agilidad eludía los tiros y, si acaso, se llevó un rozón de derecha. Pero Wilfredo quería acción directa y de inmediato. Encerró al de México en las cuerdas y le tiró mandobles que de atinar podrían mandar al infierno a un cristiano. Pero acertó mal, de refilón unos dos o tres obuses. Cometía un error fatal. Abría demasiado su guardia para enviar sus golpes demoledores. Salvador los eludía un poco apurado, pero muy pronto le tomó el ritmo al poderoso caribeño y, luego de eludir una izquierda le asestó un derechazo que puso a Wilfredo de perfil, lo volteó y una fracción de segundo después le estalló en el mismo lado de su mandíbula una no menos potente izquierda que lo dejó desmadejado y aturdido; el campeón, orgullo de Puerto Rico, tocó piso con guantes, pies y rodillas por primera vez en su vida de peleador profesional. Dirigió una mirada a su esquina. Asombro, desconcierto, confusión vimos en su mirada al buscar a sus asistentes. Pero él era el campeón mundial invicto de peso supergallo y por ningún motivo quería ver su orgullo humillado. Se levantó de la lona, como un hombrecito que era, a la cuenta de cinco. Pero caminaba de un lado al otro tratando de mantener el equilibrio. Estaba noqueado sobre sus pies, se dice en la jerga boxística. Padilla contó tres segundos más, le preguntó cómo se sentía y le limpió los guantes. Dijo que estaba muy bien y que lo único que anhelaba en el mundo era seguir peleando para vengarse. El filipino lo miró de cerca a los ojos y se hizo a un lado como diciéndole “si es así, adelante, señor, vaya usted a hacer su trabajo”.

Wilfredo Gómez no estaba bien. Su enemigo se aproximó con siniestra calma, le hizo una finta que WG se comió y le asestó una izquierda que lo hizo retroceder hasta la esquina de SS. Ahí le dio un derechazo que hizo ver al boricua como títere, con las piernas de hilacho y si no volvió a caer fue porque las cuerdas lo detuvieron. Se agarró del mexicano para evitar que siguiera pegándole, pero éste lo empujaba, lo zarandeaba feamente. El réferi los separó y Wilfredo fue perseguido hasta el otro lado del cuadrilátero para recibir otras andanadas de impactos que lo pusieron al menos dos veces más en inminente peligro de ir al piso otra vez. Pero no cayó, logró, una vez, más agarrarse del hombre que con frialdad inusitada, sin misericordia le atizaba golpes en los ojos, en la mandíbula, en el estómago. Eran golpes durísimos, pero no mortíferos; incisivos, pero no demoledores. El orgulloso boricua se tambaleaba mientras su cabeza se sacudía por los impactos. Parecía el duelo entre un veloz peleador y un borracho. Sal Sánchez, fustigaba a un hombre maltrecho, tambaleante. Y cuando parecía que la derrota de Wilfredo estaba sellada sonó providencialmente la campana para interrumpir su martirio. Se fue caminando hacia su esquina, pero su trayectoria se sesgaba porque no tenía control de sus movimientos. Un ayudante lo agarró a medio camino porque parecía que se iba a caer; le exprimió sobre la cabeza una esponja empapada de agua. En esos tres minutos el boricua recibió 42 impactos, de los cuales 39 fueron a alguna parte de su rostro y tres al torso. Tenía el ojo derecho casi cerrado y, sin duda, le dolía el lado derecho de su mandíbula, puesto que ahí recibió dos duros impactos en menos de medio segundo, cuyo resultado fue que, por primera vez en su vida besara suelo en pelea profesional. Las inflamaciones sobre el rostro hacen que éste se sienta asimétrico, descuadrado; uno siente que su rostro es el de un monstruo, porque las inflamaciones, aunque son de acaso milímetros, hacen sentir la cara deforme, como si se tuviera el síndrome del hombre elefante, lo cual no es cierto. Y sonó terriblemente para los cinco isleños de la esquina de Bazuca Gómez— otra vez la campana llamando a combate. El peleador de la isla del encanto (así lo dijo el gran Gautier) cambió de estrategia. Le había costado demasiado caro ir a intercambiar metralla frente a un hábil enemigo que eludía sus envíos y, a cambio, había usado su impulso para pegarle a contragolpe (con lo que aumentaba la potencia del impacto) y así lo había humillado como nunca antes en su vida al mandarlo de bruces al piso y, peor aún, estuvo a punto de hacer lo inconcebible: noquearlo en menos de tres minutos. Ese mozalbete prógnata, barbilampiño y de pelo ensortijado ¡era el diablo!, en tres minutos le atizó cuarenta y dos duros golpes. Un campeón mundial piensa, porque sépanlo quienes desconocen los detalles finos de este precioso deporte, no todos, es más, la mayoría de los peleadores no piensa. Quienes lo hacen, o al menos debieran, son los que están en la esquina. Y les juro que a veces ni ellos. Pero Wilfredo sí pensaba. Se dio cuenta —o su esquina le habrá dicho— que debía atacar con mucha cautela, más todavía, debía golpear a contragolpe, fintar, simular ataques, tirar golpes muy rápidos, aunque sacrificara la potencia del impacto —actuar como la gota de agua que perfora la roca y no el martillazo que de un solo golpe la hace polvo— porque a ese chamaco del diablo era demasiado difícil ya no digamos atinarle un golpe, era casi imposible hacerlo y cuando se lograba, se le resbalaban, así de rápido y escurridizo se mostraba. Tenía que usar su velocidad con tal de que no le pegaran a contragolpe y, finalmente, casi lo más importante, evitar al máximo ser golpeado. En otras palabras, la pelea se volvería un juego de ajedrez, un duelo de astucia, habilidad, velocidad, destreza y lo que los conocedores llaman buen boxeo. Eso era entrar en los territorios de su enemigo. Pues sí, pero cuando el muchacho de la isla intentó que aquél entrara en los ámbitos del boricua, el mexicano lo sorprendió, lo superó en toda la línea y estuvo a punto de etcétera…

Y la pelea cambió de ruta. Los dos emplearon su velocidad (ventaja para Sánchez), su habilidad para esquivar golpes (muy ligera ventaja para Sánchez), conocimiento para pegar al rival entrando (al parecer ninguno superaba al otro), preparación física (amplia ventaja para el mexicano que tenía una asombrosa recuperación del pulso normal en sólo 47 segundos). En ese primer episodio de la pelea le habían pegado al isleño como nunca en su vida.

El segundo asalto, disputado en el mencionado juego de ajedrez, no dejó de ser una madriza para el antillano, aunque sólo recibió 22 golpes, casi la mitad que en el primer lapso. Regresó a su esquina con el ojo derecho más hinchado si eso fuera posible. Pero Wilfredo tenía unos güevos de mandril. Y tampoco podía concebir que alguien se le fuera vivo en una pelea. Carlos Zárate llegó frente a él invicto con 44-0 y 43 nocauts y aguantó menos de seis episodios.

Salió para el tercer asalto. Continuó con el duelo de estrategias, pero ya tenía muchas desventajas, casi no veía con el ojo derecho, así que se colocaba casi de perfil ante su perverso enemigo que no parecía tener prisa, era frío, metódico, astuto y paciente, además de un extraordinario peleador, tanto que por primera vez en su vida lo hiciera morder polvo, como dicen los gringos. La tercera vuelta fue mucho mejor para Wilfredo, sólo recibió dieciséis impactos. Él, por su parte, consiguió aplicar un buen gancho derecho a la mandíbula y también uno al hígado con la izquierda. Pero su contrincante no pareció registrar los dos duros impactos.

Una edecán romana; según ellos, anunció, como en cada minuto de descanso, el cuarto capítulo de la contienda que, para ese momento, parecía de un solo lado. WG demostró que también sabía boxear. Eludió muchos de los golpes que le tiró Sánchez, incluso pudo colocar algunos en la humanidad del mexicano. Atinó un fuerte gancho de izquierda, pero, a cambio, al final del episodio estuvo a punto, una vez más, de irse a la lona a causa de un brutal cruzado de derecha. Pero el yab del de Tianguistenco nunca dejaba de fustigarlo y su ojo derecho seguía inflándose. Por su parte el mexiquense se veía limpio, intocado y cada nuevo asalto parecía como si fuera a empezar la pelea. En el cuarto le fue de maravilla al isleño, pues sólo en trece ocasiones lo sacudieron. Pero ahora también el ojo izquierdo empezaba a cerrarse.

Para el lapso número cinco ambos eludieron muy bien los golpes. Pero SS arreció su ritmo y logró colocar hasta dieciocho veces sus puños en el físico del boxeador caribe. La inflamación en sus ojos ya era casi espantosa, exagerada. Los golpes se acumulaban porque, además, no los veía venir. Sal Sánchez empezó a pegarle en el abdomen. Wilfredo siguió tratando de forzar la pelea, pero era inútil y absurdo, él era el que avanzaba y también el que recibía más golpes. Al concluir el quinto intervalo ya se había desesperado y estaba buscando el combate abierto, era el final, jugar al todo o nada. En la esquina le habrán dicho que, en efecto, estaba perdiendo la pelea y tenía que apretar.

Así salió para la sexta vuelta que fue su mejor momento. Tocó a su rival tres veces, pero bien. Aunque no logró lastimarlo en un momento lo volteó de un gancho de izquierda en una esquina. Pero el azteca estaba completo, por más que fue el capítulo en que menos castigo recibió. Sólo nueve disparos atinaron en su rostro, pero él tampoco pudo aplicar el castigo que hubiera querido. Sus ojos, sin duda, ya corrían peligro, pero el que está en medio del huracán no se da cuenta. Sus ayudantes lo mandaron a matar (pero fue más bien a morir). Y él cumplió con la orden.

En el séptimo raund le pegaron dieciocho veces. Y fue porque él incrementó el asedio. El mexicano se daba ventajas al pelear en reversa y pegar a contragolpe, el que seguía arriesgando, buscaba el nocaut, era Wilfredo que ya se veía desesperado. Wilfredo en este capítulo se llevó veintiún tiros. Se reconoce que actuó con una actitud más allá del valor, en la temeridad plena. Tenía los dos ojos casi cerrados, lo habían vapuleado a lo largo de veinte minutos y estaba muy lastimado, pero, lo peor, su actitud era: “Sé que no voy a ganar este combate. Sé que si sigo peleando me vas a matar. Mátame de una vez”. Al final del episodio lo pusieron en una esquina y le atinaron unos diez golpes y el réferi estuvo a punto de detener la pelea, pero, para su mal, la campana volvió a sonar cuando ya no tenía esperanza y le aseguraba otros tres minutos (o menos) de tortura.

Y, luego de que desfilara la muchacha falsamente romana con el cartel de Round 8, Wilfredo salió dispuesto a morirse en la raya. Siguió atacando con el último recurso que le quedaba, su pegue tremendo pero con todo en contra. No podía atinarle a su rival que esquivaba cada vez mejor sus golpes, ya casi no veía, estaba cansado y no pegaba tan fuerte como siempre y su contrincante parecía como nuevo. En un momento, en el mismo lugar en que lo enviaran a la lona en el primer asalto, se pusieron a intercambiar ganchos. Cada uno dio cuatro a su rival. Los de Sal Sánchez fueron al hígado, los de Wilfredo a la mandíbula. Los dos parecieron salir indemnes, pero el boricua se fue a refugiar a la esquina del mexicano, ahí le atinaron dos golpes fuertes. Luego Sánchez falló dos más y por fin le atinó una derecha espantosa en medio de la boca. Wilfredo no cayó por culpa de las cuerdas, porque más le hubiera valido caer. El mexicano falló dos golpes más, pero le atinó tres seguidos, el último un gancho de izquierda que botó como un costal al de la isla. Cayó lenta, espectacular y dolorosamente, con la cabeza sacudiéndose por los terribles golpes que lo sacrificaban indefenso. Se sentó sobre sus pantorrillas, era peor que un santocristo, tundido, sangrante, exhausto, se inclinó hacia atrás y se agarró de la tercera cuerda para ponerse de pie. La cuenta iba en ocho y, asombrosamente, tambaleándose, alcanzó a pararse. Dijo que quería seguir peleando. Carlos Padilla levantó los brazos sobre su cabeza indicando que ahí terminaba la pelea, abrazó a Wilfredo y lo llevó a entregar, terriblemente masacrado, con sus asistentes. Sal Sánchez, mientras tanto se puso a brincar dando vueltas en el centro del cuadrilátero. Pronto fue izado en hombros y tuvieron que esperar a que lo bajaran y se aplacara la descomunal grita de los espectadores para declarar vencedor al boxeador de México.

Esta pelea hizo que el mundo volteara a ver a Salvador Sánchez González y acordaran que era el mejor peleador libra por libra del mundo. Había hecho que Wilfredo Gómez, el gran peleador invicto, el noqueador invencible, se viera como enano. El de Tianguistenco había peleado por nota y su trabajo, si bien un tanto frío, llegó a asombrar a los expertos. Habrá recibido cuatro o cinco golpes de verdad en toda la pelea. A cambio dañó al campeón de la isla a tal grado que, lo comprobamos en los siguientes dos o tres años, Wilfredo Gómez ya no era el mismo después de la golpiza que se llevó en su primera derrota. Anotemos que el de Puerto Rico colaboró un poco para el lucimiento de Sánchez, él mismo admitió que no hizo una preparación del más alto nivel para esa pelea y también que había subestimado al mexicano.

Casi un año después de esta pelea, el 12 de agosto de 1982, a los 23 años, moría, en un accidente automovilístico, uno de los más grandes peleadores que ha dado México, Salvador Sánchez González.

domingo, 20 de octubre de 2024

Prólogo a la novela Tú eres Pedro de Agustín Ramos

 

Tú eres Agustín (y has hablado como una catedral)

 

Una gran novela suele acumular unas cuantas virtudes para lograr el cometido de todo objeto que se pretenda obra de arte. Tal misión es la de tocar los timbres más profundos y sensibles de su espectador (lector, en el caso de una novela). Una función de la mayor importancia es la de enajenarnos —en el más noble sentido posible de la palabra. Un gobierno de déspotas procurará enajenar a su pueblo para robarlo. Pero una obra de arte hará lo mismo con su espectador para seducirlo, porque toda obra de arte es un acto de amor; quizá también para que perciba mundos prodigiosos o momentos sublimes de este, por ejemplo—. Colocarnos fuera de este globo no necesariamente tiene que ser nefasto. Tal es lo que logra Tú eres Pedro, por más que el personaje protagonista de la historia no sea un humanista ni un virtuoso y, si acaso, será un héroe de la apropiación de lo ajeno y supremo adalid de la hipocresía.

Un gran escritor mexicano


Tú eres Pedro, ciertamente cita bíblica, podría ser lo que a los archimillonarios les gustaría llamar “una historia de superación; un modelo del selfmade man”. Pero más bien expone la manera en que un hombre alcanza el estatus de prolijamente enriquecido gracias a abusar del que necesita, o bien de “agarrar ahorcado” (como dice nuestra expresión) a un vendedor desesperado, de esquilmar a sus parientes sin piedad ni consideración al nexo parental. En suma, con una notable imparcialidad Agustín Ramos nos va narrando como la avaricia, el oportunismo, la ausencia de escrúpulos y hasta la maldad, además de la gran hipocresía, siempre presente, logran que un hombre, Pedro Romero de Terreros, Conde de Regla, luego de haber sido un joven sin oficio ni beneficio se convirtiera en (muy posiblemente) el hombre más rico del mundo de su época.

No menos presenciamos en la novela una de las más importantes rebeliones del pueblo contra ese, el hombre más rico del mundo. Una gesta popular que, como muy pocas, demuestra que cuando los pueblos han perdido todo, la gente se levanta contra los grandes poderes porque han perdido también el miedo a la muerte. Y el que no teme a la muerte no teme a nada ya que, dice Carl Gustav Jung, “Todo miedo es miedo a la muerte”.

Circunstancias de Tú eres Pedro que se narran para nuestro asombro son el puntilloso conocimiento del oficio de la minería de hace trescientos años que demuestra el autor; el espíritu del pueblo que permea toda la narración; la meticulosa investigación de la vida, desde su origen en España del protagonista. La novela, en fin, es una acuciosa investigación histórica. Pero, lo más importante…

Al centro el autor de Tú eres Pedro


Tú eres Pedro transcurre en el siglo XVIII, en algún aspecto siglo glorioso para España. Si bien ya comenzaba su terrible decadencia a pesar de ser “el imperio en donde jamás se oculta el sol”, la gloria de este país radicaba en cursar lo que hoy hemos llamado El Siglo de Oro de la literatura en este idioma. El siglo del barroco.

Esta novela, cuyos personajes viven en el áureo siglo, está escrita por un artífice de la lengua de aquellos tiempos. Se trata de un concierto del español en el momento sublime de su historia. Los refranes, la metaforería casi natural o sabe dios, los apotegmas, los giros verbales, las descripciones que llegan a ser insólitas en su economía pero tan generosamente solventes en imágenes. La novela podría equipararse a una catedral de las muchas que se construyeron por acá en esos tiempos. Exquisitamente churrigueresca, es decir, con la estirpe española pero más bien adaptada con habilidad y firmemente adoptada a los modos de estas tierras. No es excesivo anotar que Tú eres Pedro se trata de una descomunal hazaña verbal en todo sentido.

El lenguaje es tan envolvente, tan rico y evocativo que termina uno pensando y aun hablando como habla la novela. Como ocurre cuando uno lee demasiados versos rimados y se pegan tanto los modos octosílabos, endecasílabos o hasta alejandrinos de aquellos versos tan bien hechos que acaba uno hablando en verso.

Y a veces los que no comprenden los motivos, las razones o sinrazones de una rebelión, la novela nos da una brutal sacudida. Dice el sacerdote que opera como mediador entre los mineros rebeldes y el patrón: Hijos, ya estuve con el dueño, quedamos que a las cuatro de la tarde les partirá su metal. Id a comer a vuestras casas.

Le contestan: —Usted de seguro tendrá algo de comer en su casa. (…) Qué comeremos, padre, si por eso estamos en este mitote, no por otra cosa. (…) la esposa de Juan Barrón, sí, del cojito que está preso, parió hace días, exactamente los mismos que no prueba bocado.

Eso es perderlo todo, incluso el miedo. Haber perdido hasta lo indispensable para sobrevivir y haberlo perdido para que vaya a manos del hombre más rico del mundo. Esa avaricia es una enfermedad del espíritu. Una avaricia infinita porque no se saciará jamás porque es la del miserable infinito, el que no tiene llenadera ni satisfará su necesidad de acumular ni siquiera si fuera propietario de todas las riquezas del mundo. Seguiría deseando más, aunque ponga en peligro las vidas de todos los humanos e incluso la propia. Y todavía así hay quienes no pueden explicarse las rebeliones de los pueblos.

La editora Noemí y tres de sus autores: Sergio García, Agustín Ramos y Pterocles


En general, las novelas de Ramos son totales; dejan una sensación de completitud, de absoluto, dejan la sensación he dicho, porque eso, el absoluto, la completitud es imposible; ni siquiera lo logra la divina matemática, dice Kurt Gödel; la literatura tampoco puede con el infinito, por supuesto, sin embargo, sí puede dar la sensación de ello. Se llama “astucia literaria”, diría un escritor hidalguense, como Agustín, el autor de Tú eres Pedro. Y de tales astucias Ramos da múltiples y formidables lecciones. Por otra parte, en lo particular las narraciones de este autor suelen penetrar hasta los profundos territorios donde se mueven las placas tectónicas abisales del espíritu y cuyos movimientos gestan los terremotos interiores que nos dejan huellas que no se borran en el resto de la vida.

 

Pterocles Arenarius

viernes, 27 de septiembre de 2024

Susana y el Tanguarniz (Generación 163)

Apareció la ya mítica revista Generación. Una publicación que se mantiene por décadas, como ninguna en México. Haciendo un recuento recuerdo haber publicado en Generación por primera vez como en el año 2001 (¿o sería el 2002?), con un artículo sobre el Festival Internacional Cervantino. El tema de la revista era precisamente el FIC. Luego, posiblemente en el 2009 ¿o 2010?, publiqué un artículo que se llamó Roña y furia en Guanajuato, en el número 83, que la revista dedicó al Punk. Y ahora publican Susana y el taguarniz (sic con falta de ortografía).

No deja de ser honroso publicar en Generación. La crónica que sigue se puede leer en esta Generación número 163 del 2024 (¡Aleluya y larga vida a Generación, chingao!). Y, bueno, los reclamos. Le volaron a mi artículo un trío de párrafos, en total unos diez renglones. Creo que no había necesidad y menos si vemos que, para ilustrar la crónica, la acompañaron con una foto de buen tamaño, y el texto parece medio inconexo en donde le cercenaron palabras y en un caso cae en el franco error. Bueno, ni hablar.
Por eso aquí lo publico completito y sin faltas de ortografía, la palabra que se incluye en el título es Tanguarniz, con n.
Una hazaña que ya dura décadas: Generación




Susana y el tanguarniz

—Escóndete, güey, le dijeron a tu jefa que andas bien pedo y viene a buscarte. —Por ahí venía mi jefa; la vi entre la pequeña multitud que festejaba el 10 de mayo. Era el 1966. Sonaba música de aquellos tiempos. Lo más procurado era la Matancera, o el rocanrol que ya provocaba gran júbilo al ser bailado vertiginosamente. Era la vecindad 24 de la calle de Juan de la Granja, a cien metros del núcleo de la Candelaria de los Patos. La fecha se me hizo recordable porque era día de las madres y, algún regalo le habré hecho, yo era ayudante en una tapicería y era orgullo llegar con la mamá y darle una licuadora. Pero el oprobio lo agregué cuando, en la fiesta, dije a mis amigos más grandes que me dieran del infame chínguere con cocacola que bebían.
—¿Quieres un trago, güey? — y rápidamente, en un vaso de plástico, me sirvieron lo que, erróneamente, llamaban “una cuba”. Porque era Presidente no ron.
Las ansias de novillero se calmaron, tenía mi vaso con bebida alcohólica, como los grandes a mis quince años. Quería ser igual a los mayores. La bebida no era agradable digamos, pero te igualaba con la gente mayor, con la tropa, los ñeros del futbol, los cuates. Y bebí aquella bebida dulzona, de fuerte y raro sabor de un largo trago, como los hombres. Y fui a pedir otro. Y me lo dieron. Diez minutos después estaba en los baños colectivos de la vecindad vomitando. Me senté en donde no fuera visible, doblado, víctima de un espantoso mareo y las arcadas vomitivas. Hasta que me fui a esconder para que mi madre no me viera en tales condiciones.
Pero pronto me encontró:
—Mira nomás, esto era lo único que te faltaba, cabrón este —y me atizó un bofetón que me volteó la cara hasta la espalda. Recuerdo el enojo, pero lo más recordable fue el desconcierto al experimentar el volado de derecha de mi madre al estrellarse con la palma de la mano en la jeta, ningún dolor.
Muchos años después, en los 90 (ya era yo un cuarentón irredento, había abandonado la ingeniería, me había divorciado y había publicado algunos cuentos además de escribir guiones para Telesecundaria), cuando mi novia en turno era Susana y le hube citado mi primera hazaña alcohólica, ella me dijo:
—Como sabes, nací el 9 de mayo del 66, ¿te das cuenta de que tienes de borracho lo que yo tengo de edad? —Era el año 1991, ella tenía sus frescos veinticinco y mi cuarto de siglo era en tragos.
Susana nunca había bebido. Nos hicimos amigos en la Unidad de Televisión Educativa, donde éramos guionistas. Se interesó en las parrandas que nos oía comentar. Luego nos hicimos novios a pesar de sus veinticinco y mis cuarenta. O gracias a eso. Y del mero interés por el alcohol pasó a la práctica.
El fin de año nos hacían fiesta en la UTE. Una comida con botella por cada cuatro en la mesa, luego había música para bailar. Empezamos a beber a velocidad. En un rato estábamos pedisérrimos. Bebimos despiadadamente. Y ese día apareció un mal para Susana. Nos dimos cuenta de que era alcohólica o, mejor: altamente vulnerable al alcohol.
Susana es la mujer más inteligente que se me dio conocer en la vida. Y, como suele suceder con las inteligencias privilegiadas, sufría arduamente los sucesos nimios de la cotidianidad.
Fuimos a la fiesta de fin de año de la UTE. Se “compró” un vestido caro y atrevido. Cuando se lo puso, al final, en el momento de calzar sus zapatillas su hermana le dijo:
—Oye, no te vayas a agachar con este vestido porque se te va a ver todo.
Nos fuimos a la fiesta y bebimos furiosamente. Cuando aquello terminó estábamos inhumanamente pedos. Pero lo increíble era que queríamos seguir bebiendo. Era la medianoche.
—Vamos a Garibaldi —le dije. De inmediato respondió:
—Sí —luego se me acercó para decirme al oído—: ya me quité los calzones. —lo cual, aun tan borracho, me preocupó. Me dije: “Con ese vestido tan corto y ampón, si se agacha tantito se le verán todas las nalgas, aunque tenga sólo dos. Hay que cuidarla”. Tomamos un taxi hacia el embriagadero de Garibaldi. Nos metimos en un antro sórdido. Bebimos algún abominable matarratas que, al salir del lupanar, nos hizo basquear en alguno de los prados que había en Garibaldi. Exhaustos, tambaleantes, meamos públicamente desafiando a la feroz y ladrona policía de aquellos tiempos, al mundo entero y, no menos, a la cólera de dios. Ella, recuerdo, abría las piernas para emitir el tibio chorro amarillo. De suerte inverosímil nadie nos molestó.
Al día siguiente, Susana, al despertar, se golpeaba a puñetazos la cabeza. Le pregunté:
—¿Por qué te golpeas?
—Putamadre-putamadre-putamadre, no aguanto el dolor…
—No-no-no…, pérame —y preparé tragos bien cargados de alcohol y mucho líquido para hidratarnos. Ni la vomitada de la noche nos menguó el sufrimiento.
Ella era tremendamente intensa.
El sexo con Susana era una batalla de dos a tres horas. En la primera semana me di cuenta de que se había involucrado en el acto de felación dos veces por día. Decidí acumular en bitácora un registro de sus acciones sexuales y, en especial, las de sexo oral, incluía un marcador de orgasmos por encuentro, Ella 4-2 Yo. Curiosamente, el ganador era el número menor porque había logrado inducir más orgasmos a su pareja.
Cuando llegó la primera rencilla que provocó ausentarnos mutuamente en una semana, no pude evitar la revisión de la bitácora. En dieciséis meses y veintisiete días, sólo en cuatro de estos lapsos de veinticuatro horas se le pasaron sin que recibiera mi pene en su boca. Lo cual implica que en los 543 días me hizo emitir algo así como 2.72 litros de semen (5 ml por eyaculación) de los cuales (siempre según registro) ella misma engulló como la mitad, es decir, 1.36 litros.
Al principio, creí que eso era el paraíso. Pero la realidad nos abofeteó: siempre estábamos fatigados y soñolientos. El sexo llegó a volverse aburrido, rutinario, a pesar de la belleza de ella, de mis ímpetus, de su deseo de vivir, de conocer el mundo y los excesos. Nos estimulamos: veíamos pornografía, incentivar la creatividad. Inútil. Era como el descenso a rapel en un pozo sin fondo.
Susana dejó de amarme en cuanto me descubrió defectos, me perdió el amor. Y empezó a tener relaciones con otro güey. Y hasta llegó a someterme a aceptar sus relaciones con ambos. No lo soporté. Me hice de una mujer mucho menos inteligente, incomparable, por déficit, con su belleza, en fin, una chica que no podría competir con Susana. Pero me alivió de la pérdida.
Era como haber perdido una botella de whisky Macallan y conformarse con un humildísimo Tonayan.
Años después, el hado nos hizo encontrarnos en Isabel la Católica y Cinco de Mayo, frente a la vinatería. Sentimos afecto y hasta alegría. Charlamos y evité preguntar por su marido, aquel güey.
Compramos un vino tinto. Ni modo de tomárnoslo en la calle. Nos metimos a un hotel. Rememoramos en la práctica y felizmente las viejas batallas sexuales. Y nos alcanzó la noche. Como siempre, queríamos seguir bebiendo y también cogiendo.
—Vámonos a mi casa, hoy no habrá gente ahí, pero estoy encargada de cuidar el departamento.
Compramos más alcohol y más en serio, un Zacapa. Basta de vino tinto.
La noche nos fue apenas justa. La cogedera prolija y el alcohol insuficiente. Salimos por más.
Al día siguiente, con una cruda más bien benévola —había sudado, en los trances del combate amoroso, buena parte del alcohol ingerido—, me despedía de ella cuando el mediodía ya cediera su lugar al temprano atardecer.
De pasada vi una vela blanca, normal, excepto porque tenía una curva muy bien hecha y que, sin embargo variaba el grado de curvatura a lo largo de la vela. La figura era rara.
—¿Y estas velas, tú las haces? —Y además resultaba difícil imaginar para qué se usarían.
—Mmm, no… Digamos que no exactamente.
—La curva es muy rara, yo creo que sólo de molde se puede hacer una vela así.
—No. Es mucho más fácil. —Y me miró sonriendo, desafiante—, me la metí por el culo.
—Ah, mira, qué… interesante… y curioso…
“Oye, pero ten cuidado, porque si te la dejas se te va…
—Pero si se te va pues la cagas y ya.
—No. Los movimientos peristálticos que, curiosamente, empujan hacia afuera la masa excrementicia, provocan que los objetos sólidos suban y suban…
—¿De verdad?
—Sin pierde…
—Bueno, pues gracias por el aviso.


lunes, 23 de septiembre de 2024

El Pornócrata

 

El pornócrata

(In memoriam)

 

Caminábamos por Balderas, ya casi para llegar a la entrada del metro, cuando vimos que venían unos cuatro o quizá cinco sujetos en sentido contrario de nosotros, también caminando. Muy tarde, ya cuando nos cruzábamos con ellos, nos dimos cuenta de que venían bien borrachos, vociferantes, como buscando pleito, urgidos por agredir o quizá eran porros de la Voca 5, que está a la vuelta de donde estábamos. Los energúmenos nos lanzaban botellazos como queriendo matarnos. Corrimos unos metros. Uno de los borrachos escogió al peor rival posible, el Kung Fu, Alberto Vargas Iturbe; le dijo “Ábrase, puto, a un lado, culeros que aquí va la verga” y empujó violentamente al Kung Fu. Éste, sin más, le aventó en la cara su portafolios y empezó a tirarle puñetazos. Lo sometió con tan sólo unos ocho envíos, casi todos atinados al rostro del briago agresivo. Yo me trabé también a golpes con otro de ellos y no así lo hicieron dos más que venían, uno era el poeta Marco Tulio Lailson y el otro era un chico veinteañero de nombre también Alberto. El poeta Lailson, inédito en pleitos callejeros y no menos de cualquier índole de enfrentamientos a golpe de puño y Alberto cuya experiencia en estos casos me era desconocida, corrieron. Marco Tulio escapó con buena suerte pero Alberto fue alcanzado y brutal, arteramente golpeado en el suelo. Recuerdo que luego de intercambiar mandobles con el sujeto que me tocó en suerte, me reuní con Marco Tulio y encontramos una patrulla parada en el alto de Balderas y Avenida Chapultepec. Llegamos corriendo y le dijimos “¡Le están pegando a un muchacho allá!”, se podía ver la bolita que pateaba al pequeño Alberto por allá en Balderas. El puerco policía de la patrulla nos gritó “¡Calmados, no griten!, vamos a ver!”, jamás entendimos, simplemente se largó pasándose el alto. Fiel al viejo lema de los policías: “Si quieres llegar a policía viejo, hazte pendejo”. Tuvimos que ir a tratar de defender a Alberto. Por fortuna, cuando vieron que llegábamos, los agresores, cobardes, se fueron. Alberto, el joven, quedó muy golpeado. Ese día era la víspera del primer aniversario de la muerte de Charles Bukowski. Es decir, era el 8 de marzo de 1995. Exceptuando al pequeño Alberto, todos salimos ilesos de la aventura. El más aguerrido y el que nos dio la seguridad ante aquellos sujetos, ¿serían porros de la Voca 5, serían borrachos temerarios o sólo hubo algún equívoco del que no tuvimos ni tenemos idea? Siempre creímos que eran porros de la Voca 5, que se sienten dueños de la calle, extorsionan a los estudiantes, roban en las inmediaciones de la escuela e incluso asaltan a transeúntes del mismo perímetro. Pero Alberto Vargas Iturbe, el Kung Fu, demostró sus tamaños en la breve zacapela. Al final nosotros dañamos a dos, el Kung Fu a uno y yo a otro. Pero entre varios, en la confusión, cuando vimos, le dieron una feroz paliza al pequeño Alberto.

Su pasión


Muchas veces estuve en el café La Habana con Vargas Iturbe, luego autonombrado El Pornócrata (no sé si se puso así por la novela de Gonzalo Martré del mismo nombre. Pero sí es seguro que adoptó el apelativo por los temas de todos sus textos. Todos). Alberto Vargas Iturbe, para nosotros por muchos años El Kung Fu y para la gran mayoría El Pornócrata, es un ejemplo de alguien que dedicó su vida a dos cosas: Una, cogerse a cuanta mujer se ponía a su alcance y, Dos, escribir sus andanzas erótico-pornográficas-libidinosas-desaforadas. Es posible que Alberto, El Pornócrata, haya entregado medio siglo de su vida a escribir sus escandalosamente numerosas aventuras sexuales. Su primer libro se llamó El sexo me da Neza y se lo publicó una editorial cuyo nombre ha borrado mi memoria y que comandaba el entonces columnista de La Jornada, Jorge García Robles, gran conocedor del movimiento Beat y del movimiento subterráneo mexicano mala y chafamente llamado underground. Ese libro de cuentos, original y mucho más salvajemente se llamaba ¿Si me lo lavo con Sidral me lo mamas? El título, sin demasiada deducción, se había derivado de dos circunstancias, o tres. Una, que El Kung Fu sostenía una encerrona sexual con una chica que ex profeso llegó a su tienda en Ciudad Neza. Dos, que en la primera escaramuza practicaron sexo anal. Tres, que no había agua en la tienda donde trabajaba y era copropietario Vargas y él quería seguir cogiendo aunque pretendía gozar de una mamadita previa. García Robles encontraría algún inconveniente en el título que quería Alberto Vargas y le cambió a El sexo me da Neza. Pero también encontró algo muy valioso: la obsesión sexual digna del divino marqués; la actitud de lanzarse al vacío en aras del incontestable mandato de la vida pero exacerbado, degradado y por lo mismo sublimado, excesivo: el sexo. El coito, la mujer. A lo bestia literalmente. Lo más importante del mundo y de su existencia era coger, sólo con mujeres. El Kung Fu era un macho irredento, un macho como prehistórico, primigenio y brutal. Sea esto una ofensa o el más grande elogio para mi amigo. Coger era lo más importante de su mundo, más, era lo único. Coger, para él era digno de entregarle la vida. Y así lo hizo en la práctica y también en sus escritos.

Se tituló originalmente "¿Si me lo lavo con sidral me lo mamas?"


Publicó Miscelánea Los Tarascos, porque El Kung Fu, igual que el que esto escribe, era orgullosamente michoacano, él, de Jungapeo, entre Zitácuaro y los linderos de Michoacán con el Estado de México, mientras que mi terruño es Lombardía, ya en tierra caliente, rumbo a Apatzingán. Me resultó simpático cuando conocí a Alberto Vargas Iturbe: un bárbaro michoacano, grandote, sin duda rebasaba con facilidad los 1.80 metros. Se cargaba un vozarrón que una vez llegué a decirle:

Cabrón, no seas huacalón, hablas como si estuvieras anunciando al mundo tus ocurrencias, no mames, duelen los oídos cuando gritas porque tú no hablas. —En nuestro estado michoacano huacalón es el que habla muy fuerte.

—Ja ja ja ja; pos tápense las orejas, pa’que no les duelan cuando yo hable —nos diría en medio de sus carcajadas.

En mi vida he conocido algunos hombres libidinosos, no muchos, pero sí feroces, obsesivos, indoblegables. Tipos que quisieran llevarse a la cama a todas las mujeres que se encuentran o se aproximan a su entorno. Uno de ellos era —y de los más pródigos— Alberto Vargas Iturbe, El Pornócrata Mayor. Algo de lo que más me sorprendía de Vargas era su inocencia. Siempre me pareció que él —en algún ámbito de su personalidad— jamás había pasado de los diez años de edad. Nos contaba sus prolijas aventuras sexuales con un gozo casi infantil que, me daba la impresión, parecía hablar de hazañas de criaturas, travesuras infantiles.

“Agarré una vieja en un plantón que hicimos en la UNAM, fuimos los de la Prepa Popular Tacuba a apoyar a unos cabrones que estaban haciendo un movimiento para sacar a los porros de Filosofía y Letras. Le dije vente, vamos a apoyar a los compañeros. Compré un pomo de tequila y nos fuimos. ‘Pos tómale, camarada, porque nos va a tocar quedarnos toda la noche’, le dije a la morra; ni me acuerdo como se llamaba. No quería tomar, pero le insistí un rato y empezó a entrarle al tequila. El trabajo es nomás que se tome dos tragos y se vaya empedando, porque ya a medios chiles es fácil que se ponga bien borracha y ya así, afloje. Y sí, cabrón, ya se había tomado como tres peguecitos y que la agarro “A ver, ven acá, compañerita” y le planto unos pinches besotes. Como que se quería resistir, pero le di más tequila y aflojó. Ya la estaba encuerando cuando llegan unos porros a hacerla de jamón. Me habían dado una pistola por si las dudas. Que agarro la fusca y que les salgo ‘A ver, qué train, hijos de su puta madre’ y que les tiro como cuatro balazos, no para matarlos, nomás quería asustarlos a los hijos de su puta madre. Sí se fueron corriendo. Los porros son cobardes. Regresé y la muchacha estaba bien asustada, acurrucada en un rincón de un salón de la facultad.

Remembranzas calientes


“—Ya los corrí a los pinches perros esos. No tengas miedo. A ver, vente, yo te cuido, no te preocupes, mi vida. Y la levanto y la empiezo a cachondear otra vez, pero como tenía miedo le di más tequila y le enseñé la pistola que era nuestra protección, para que no tuviera miedo. Se puso a chillar un poco, pero la consolé y le di hartos besotes y la encueré toda. La saqué del salón porque le dije que era mejor que estuviéramos afuera para ver si venían los porros. La puse de a perrito y que me la cojo ahí afuerita del salón, en el pasillo. Mientras se la zambutía saqué la pistola y se la puse en la espalda porque había que estar bien prevenido, tener la pistola a la mano, no fuera que regresaran los pinches porros. Así me la cogí un buen rato. Le seguí dando tequila y luego la senté en un pupitre que saqué y ahí la puse a mamar y yo con la pistola en la mano viendo que no regresaran los porros porque no podía descuidarme a que nos fueran a sorprender. Cogimos como dos horas o más. Luego puse unos cartones en el suelo y ahí nos dormimos, la abracé para que no le diera frío y así estuvimos hasta que amaneció y entregamos la guardia sin novedad”. Así me lo contó; palabras más, palabras menos. Y luego escribió un cuento muy parecido a esto.

Alberto Vargas publicó libros y libros en los que narraba sus coitos con lujo de detalles. Hay algunos cuentos que llegan a ser inolvidables como aquel ya citado Si me lo lavo con Sidral… Algunos de los títulos que publicó son El canto del fístulo, Apología del burro, Necropsia de un poeta, CCH’s y otros relatos, Miscelánea Los Tarascos, La Prepa Popular, Historias lujuriosas, Una temporada en San Miguel Teotongo y La pinta flaca. Entre cuentos, novelas y poemas. También hizo un gran número de recopilaciones o antologías de cuentos o de poemas que publicaba haciendo lo que llamamos vacas de cooperación.

Recuerdo que en algún momento dejó de trabajar en la tienda de la que era copropietario. Anotemos que en la tienda bebía cocacolas todo el día. Cuando dejó de hacerlo bajó de peso de manera alarmante. Tanto que llegó a preocuparse y fue a consulta médica. Él me contó que una joven médica le dio consulta, lo auscultó y le hizo una revisión, si bien superficial no poco puntillosa. Entre muchas otras preguntas que le hizo fue como sigue:

—¿Cuántas parejas sexuales ha tenido?

—¿En cuánto tiempo?

—En toda su vida.

—Pos no me acuerdo, doctora.

—Bueno, en los últimos diez años.

—Pueeees, no me acuerdo, pero ‘ora verá, pos han de ser unas…, estamos en 1986, desde 1976…, pos serán unas seiscientas. —La médica lo habrá mirado con unos ojos que disimulaban la sorpresa pero que ya lo examinaban desde puntos de vista no tan próximos a la medicina.

—Bueno, en el último año, ¿cuántas parejas sexuales ha tenido?

—En el último año, ya verá… —aquello más que un interrogatorio médico era para El Pornócrata Mayor un motivo de satisfacción y orgullo y más porque tenía enfrente a un bello ejemplar femenino, aunque estuviera vestida de blanco y tuviese un estetoscopio al cuello—… debo llevar como unas ochenta y cinco o noventa, más o menos.

La muchacha no hizo gesto alguno, es de preverse. Podría haber respirado con profundidad pero ocultándolo cuidadosamente, para contestarle con la mayor frialdad que pudiera haberse allegado:

—La pérdida de peso (ha bajado usted unos quince kilos, me dice) se debe muy posiblemente a que usted es portador del Virus de Inmunodeficiencia Adquirida y, el hecho de perder kilos, no es más que el síntoma de que usted ya sufre la enfermedad. Tiene que ir a hacerse de inmediato la prueba Eloísa para que le confirmen que se encuentra usted infectado y se someta a las precauciones apropiadas, la dieta y los cuidados para que el final sea menos…, incómodo. No se recomienda hospitalización porque no tenemos los suficientes hospitales que tratan a los pacientes como usted. Lo recomendable es esperar la fase terminal en su propio domicilio sin riesgo de que contagie a…, más personas.

“Su actividad sexual ha sido de alto riesgo por muchos años y es muy seguro que usted esté contagiado. Será necesario que se ponga en cuarentena rigurosa. Usted sabe que por el momento no tenemos una vacuna ni curación eficaz contra esta enfermedad. Así que lo más recomendable es que se aísle tanto como le sea posible. Buenas tardes”.

Sexo tras bambalinas


En aquellos tiempos la infección por VIH era casi una condena de muerte. El Pornócrata Mayor entró en una terrible crisis. En aquellos tiempos tenía 43 años y, ciertamente, rebosaba de vida y de la alegría que la existencia nos llega a ofrecer muy en especial en el ámbito que más le interesó siempre. Escribió un largo poema (unas cuarenta páginas manuscritas) con una letra casi ilegible, apresurada, con el sabor amargo de la visión de la muerte y quizá salpicada de lágrimas. Un poema tremendo que puede escribir cualquiera que se vea amenazado de morir cuando la vida le da gozos sin medida.

Alberto Vargas, compungido, me expuso la situación y me pidió que le corrigiera la ortografía y le buscara algún lugar en donde se publicara. El asunto se resolvió pocas semanas después, cuando le entregaron el resultado de la prueba de sangre que se hizo y en la que le informaron que era negativo al temido síndrome. Leí su poema y me conmovió profundamente a pesar de que la ortografía era infame, la sintaxis medio enrevesada y hasta la caligrafía (a mano) un tanto inextricable.

Alberto Vargas, El Pornócrata Mayor, sufría de lapsos esquizofrénicos agudos. Un día me lo contó en el Habana. No dejó de ser doloroso que me dijera que sufría terriblemente cuando se daba cuenta de que la crisis esquizofrénica se aproximaba. Esta enfermedad lo condujo a escribir el que quizá haya sido su único libro no pornográfico: Historia de mi otro yo (Sexo y alucinaciones), aunque no deja de hablar de sexo, incluso en el título, es un libro en el que logra momentos de fuerte conmoción, igual que el poema aquel (del que ignoro si se publicó).

Luego, más o menos, nos perdimos la pista. Yo me fui a Guanajuato en el año 2000 y regresé diez años después. En ese ínterin me publicó, gracias al maestro Jorge Arturo Borja, en las antologías que organizaba, el cuento Madreardiendo y Bailarás (ganador del premio “Edmundo Valadés” en 1994). Tengo idea que nos volvimos a ver un par de veces, con gran cordialidad, incluso estimación.

Hoy se va de este mundo El Pornócrata Mayor. Un tipo que, como nadie, tuvo el máximo respeto por sus obsesiones y lo llevó a efecto de manera indeclinable por largas décadas. Hay cuentos de él que son inolvidables, como decía el maestro Edmundo Valadés: “Un buen cuento se lee de una sentada pero se recuerda toda la vida”.

Ya nos encontraremos, mi querido Pornócrata. O quién puede saberlo puesto que nadie puede ni podrá cronicarnos qué pasa, si es que pasa, en el otro lado.