Citas para matar
Si de veras quiere ser
escritor mejor no se junte con escritores, es lo peor (que puede hacer) si
quiere escribir, no ande en las capillitas de los intelectuales, los
intelectuales de orita son putos, y cuando no son putos son pendejos, pero
quesque muy cultos, (...) La mejor hora para escribir es temprano en la mañana,
cuando están sosegados el cuerpo y el cerebro y cuando usted está solo, usted y
su alma, después anda usted en sus trabajos y con la gente y ya usted no es usted,
y peor si va con los otros escritores y con los intelectuales, entonces ya no
tiene uno remedio, se puede hasta volver joto.
... salga de la ciudad,
las ciudades matan a los escritores, están llenas de intelectuales y
escritores. Orita todos quieren escribir como Arreola y Borges, quieren hacer
literatura de encajitos, pura mariconería.
Juan Rulfo
No
era buen escritor. Como no descubriré su nombre, lo llamaré así, Escritor.
Comprobé que no era un gran autor gracias a la simple percepción de que sus
cuentos eran aburridos y difíciles de leer aunque menos que sus novelas y su
obra era —lo
dijo Sabato— como si hubiera escrito un solo libro: toda trataba de sus
aventuras en las que se introdujo por el agujero del culo y también por la
boca las mejores vergas —según
él— de
este país y de algunos otros.
Sin embargo, su charla era muy interesante,
demostraba saber mucho de ciertos periodos de la literatura europea de siglos
atrás, anécdotas curiosas o míticas en especial del romanticismo europeo. Yo
asistía al taller que él impartía bajo el subsidio del gobierno de la ciudad.
Eran los años 80 casi al final. Jamás había conocido a un hombre tan amanerado
como el Escritor. No era homosexual, era putérrimo.
Está bien, es un gran intelectual, ciertamente
es jotito, pero eso “no tiene la menor importancia”, como decía aquél, pensaba
yo. En algún momento llevé un cuento al taller para que fuera sometido a la
crítica de los asistentes y del propio Escritor. Me fue muy bien. Empecé a llevar
cada semana un cuento distinto pues en esos tiempos traía un ímpetu tremendo
para la escritura, como si hubiera tenido un brote sicótico; era capaz de
escribir, como el ruso Antón Chéjov, un cuento a la semana por lo menos. Me
gané el respeto de los talleristas y también el del Escritor. Incluso hizo la
propuesta a su jefe para que se publicara un libro mío. No sé bien por qué no
se llevó a cabo el que hubiera sido mi primer libro. Y qué bueno que no se
publicó, digo ahora en el 2024. Hubiera sido un libro con muy escaso rigor. Un
hijo maleducado que en algún momento me hubiera puesto en vergüenza ante el
mundo. Se abortó el proyecto.
Pero el Escritor, de pronto y sin que yo lo
buscara, se volvió mi amigo. Saliendo del taller íbamos a tomar café y el Escritor
se prodigaba hablando de Novalis, de Byron, de Brentano, de Proust, de El
retrato de Dorian Grey, de El don fatal de la belleza, una novela de
Percy B. Shelley y etcétera y etcétera. Se apropiaba del micrófono y no lo
soltaba de ninguna manera. A veces hacía gestos, mímica tan exagerada, tan
grotescamente femenina que si no nos reíamos en su cara era sólo porque le
teníamos mucho respeto, nos apabullaba con lo que parecía ser un inmenso
conocimiento literario. Pero no dejaba de asombrarnos pues era increíble de tan
ridículo, pero no parecía darse cuenta o quizá le encantaba llamar la atención
portándose como una loca. Nos mirábamos, no decíamos nada, no hacíamos gestos,
pero ocultábamos el rostro para contener la carcajada porque no era posible aguantar
la risa de tanto que joteaba el Escritor. Estaba encantado en su papel de
amanerado compulsivo, pero eso sí, inmenso conocedor de la literatura. Y cometí
uno de los errores más graves quizá de mi vida.
Era el año 90 del siglo pasado. El campeonato mundial
de futbol se desarrollaba en Italia y a la final habían llegado el campeón
Argentina y Alemania. Un día nefasto. Era el 8 de julio. Día tan infame no lo
olvidaré jamás. Y el hecho de que esa fecha haya sido la final del campeonato
mundial de futbol lo hace más dolorosamente inolvidable. El Escritor me invitó
a ver el partido de la final en su casa. Yo acepté. Compró cervezas y algo de
comer que quizá eran pizzas, no recuerdo.
Por ese tiempo y como nunca antes, había
circulado mucha literatura homosexual. Tanto narrativa como ensayos, artículos,
etc. Ciertamente, ellos lograron colocarse ante los ojos de la gente en defensa
de sus derechos más elementales, pero también en la promoción de sus
costumbres sexuales. Monsiváis, José Joaquín Blanco, Luis Zapata, Luis González
de Alba entre ellos. Uno de esos era el Escritor, aunque ciertamente se subió
al tren un poco tarde; mujeres también las hubo, aunque menos, como Rosamaría
Roffiel y Ethel Krauze. Yo había leído mucho de lo que ellos escribían. Los admiré,
en especial a Monsiváis, menos a JJ Blanco y González de Alba me parecía
formidable por sus columnas de difusión de la ciencia en La Jornada en donde,
además, parecía hacer una apología permanente de la homosexualidad; de repente
se me figuraba que quería volver puto a todo el mundo. De tal suerte que llegué
a tener una actitud muy abierta hacia ellos e incluso no descartaba una
aventura homosexual. Acepté ir a la casa del Escritor a ver el futbol y beber
cerveza y, debo admitir, más lo que pudiera ocurrir. Bueno. Cuando llegué lo
tenía todo listo. Sacó las cervezas y empezamos a beber. Comenzó a charlar de
manera prolija, obsesiva. Yo quería ver el futbol, él quería que no lo viera.
Me sirvió cerveza en un vaso y una rebanada de
pizza en un plato. Dejó de hablar tanto mientras comíamos. Cuando engulló, muy
rápidamente, lo que masticaba estiró una mano y me agarró la verga. Lo miré y
seguí comiendo. La estuvo acariciando mientras yo comía y bebía. Cuando terminé
se hincó frente a mí y bajó el cierre de la bragueta del pantalón, metió la
mano y rápidamente metió mi verga en su boca. Me lastimaba un poco. Pero yo
estaba en plan de cooperar. Insinuó desear que yo se la chupara a él. ¡Puta
madre, primero que me den un balazo! ¡Jamás! Por fortuna bastó con que no me
diera por aludido. Se conformó.
Me empezó a besar. Estúpidamente soporté.
Sentía asco.
Metía su lengua en mis fosas nasales, buscaba
moco para tragarlo. Luego me chupaba la verga y de inmediato me daba un beso
para pasarme el líquido prostático que había tomado de mi pene. Puta madre,
¿qué estoy haciendo yo aquí?, me pregunté.
Luego se untó gel lubricante en el culo y
empinándose me pidió que lo penetrara. ¿Qué hago, chingada madre? Pues chingue
a su madre. A ver qué se siente cogerse a un viejo puto, me dije. Se abrió las
nalgas con las manos y se la metí.
Cuando estaba en el inmundo trance sentí
odiarme. Pero, imbécilmente, no quise contrariar al Escritor. Soporté un rato.
Simulé que, si bien no me sentía maravillosamente satisfecho, al menos supe ocultar
mi tremendo malestar. En esos momentos me di cuenta que no quería sexo con
jotos ni con hombres. Sentí que cometía una monstruosa aberración. Sentí que
era como comer mierda. ¿Qué necesidad tengo yo de hacer esto?, me pregunté.
Pocas veces en mi vida he añorado tanto el cuerpo de la mujer. El Escritor me
usaba, se satisfacía. Yo me identificaba cada vez más con un ser sucio,
despreciable e irredentamente estúpido en el mundo. El Escritor no fue capaz de
obtener mi semen.
Salí de su casa asqueado de mí.
Hubiera querido tener el valor y la brutalidad
de aventarme de un décimo segundo piso. Pero también pensé que no era para
tanto. Empecé a crear en mí la idea de darle las gracias al Escritor, porque me
sentía convencido de no desear nunca más la intimidad con un joto. No quería
volver a ver al Escritor jamás. Lo que quería era darme de topes contra la
pared para que se me quitara lo estúpido.
En mi casa me metí a bañar y, mientras me
sometía al agua más caliente que podía soportar, me puse a pegarle a la pared.
Para castigarme.
El tiempo lo cura todo. Por fortuna.
Pero no volví a ir a su taller. Asistía al
taller del maestrazo Edmundo Valadés. El maestro era el ser humano más generoso
que conociera en mi vida. Me mostró la otra cara de la moneda. Sospeché que
todo lo que había conseguido en el taller del Escritor era por el interés de él
para obtener de mí lo que ya había obtenido maldita sea.
En algún momento el Escritor se dio cuenta de
que yo asistía al taller de Valadés.
Entonces empezó el asedio... Pues llegó a
apersonarse ahí.
Me sentí dispuesto a hacerle saber que no
quería nada con él, ni su amistad si así le parecía. No me interesaba ser
cortés ni mostrarme sorprendido mucho menos feliz de que se apareciera.
El maestro Valadés nos acompañaba al café La
Habana a charlar de literatura y a departir anécdotas de él, que, hoy me doy
cuenta, eran oro molido de la historia de la literatura mexicana. Pues ahí fue
el Escritor. Vanidoso, engolado, esperpéntico en sus joterías, maníaco
egocentrista, se ponía a protagonizar las tertulias apropiándose de la palabra
frente a un Edmundo Valadés callado, humilde y ya septuagenario. Así que la
tertulia decreció por el Escritor.
Un día, cuando se habían ido casi todos
los del taller luego de la tertulia en el café me dijo:
—Te invito una cerveza en mi casa.
—¿Una cerveza?, —dudé—. ¿Puedo invitar
a González? —Aludí a un compañero de los pocos que se mantenía presente.
—Pues..., yo preferiría que vinieras
sólo tú. Es que quiero decirte algunas cosas de tus cuentos y de otras obras...
Quiero hablar contigo de hombre a hombre... —hizo un gesto estudiadamente
femenino, era grotesco, un hombre de 1.80 metros, muy fornido, casi atlético
excepto porque ya había echado una ridícula panza como de embarazada de unos
seis meses; podía parecer más un luchador de esos viejos y panzudos, pero
haciendo ademanes de señorita seductora..., resultaba una caricatura muy
ridícula de sí mismo; me agaché para no reírme en su cara, pero él siguió—: o,
mejor, de escritor a escritor; para que no tengas desconfianza. —Eso me
desarmó, “de escritor a escritor”, significaba que el Escritor me consideraba ídem.
Además ya habían pasado largos meses, cerca de un año del infausto encuentro. Y
también para mí era demasiado. Yo me creía talentoso, me daba cuenta que lo que
escribía gustaba, divertía o por lo menos alarmaba a algunos. Pero que un
escritor de verdad me dijera eso, era muy importante. Acepté ―don pendejo― de mil amores. Pero
no dejaba de tener la pequeña sospecha de que el Escritor quisiera sexo. Ya
tenía una de las más nefastas experiencias de mi vida con él. Además, tengo que
decir que en la adolescencia tuve una descomunal suerte (negra) para atraer a
los jotos; era como una maldición. Los viejos homosexuales me perseguían en
proporción de ocho por cada mujer que aparecía más o menos a mi alcance, con la
brutal diferencia de que ellas no me perseguían. Y yo maldecía mi puta suerte
suplicando al cielo que la proporción se invirtiera.
Compró diez cervezas tamaño caguama.
Demasiado. Pero no para el gran bebedor que yo era ya desde aquellos tiempos.
Se puso muy ameno pero no habló de literatura, en cambio me mostró unos dibujos
a tinta de ángeles con diablos. Éstos seducían a los otros. Eran como
equivalentes, ambos alados, ambos hermosos, los ángeles blancos y vestidos del
mismo color o más bien desnudos y los diablos también blancos pero vestidos de
negro y con alas de murciélago y expresiones diabólicas, pero muy bellos. Los ángeles parecían ingenuos y
eran igual, de gran belleza; los diablos también hermosos, pero astutos y
pícaros. De pronto los ángeles, en algunos dibujos, tenían tremendas vergas,
pero blanquísimas y los diablos se las chupaban. También había ángeles
penetrando analmente a los diablos y ambos parecían gozar salvajemente.
Bueno, estuve viendo las obras. El que
había pintado aquello era un extraordinario dibujante, pero sólo plasmaba diablos
jotos y ángeles siendo seducidos. Hablamos de algunas otras cosas, pero no de
lo que yo escribía como habíamos dicho. De pronto, adiós.
No supe qué pasó.
Desperté no sé cuánto tiempo después
—serían unas tres o cuatro horas más tarde— y porque sentía dolor en mi pene.
Estaba aturdido de una manera que jamás me hubiera imaginado. No comprendía
nada, no pensaba. De pronto empecé a tener alucinaciones: vi las letras de mi
nombre en medio de colores maravillosos. Veía esplendorosas luces de pirotecnia
y mi nombre resplandecía entre haces luminosos que mostraban colores y formas
de prodigio, pero el dolor... poco a poco fui despertando entre las visiones
preciosas por el dolor en mi mejor órgano. Muy lentamente fui saliendo de las
brumas de la inconsciencia hasta que me di cuenta que el dolor era porque el
Escritor estaba chupándome la verga con rudeza tal que me provocaba aquel
dolor. Mi cuerpo de animal, inconsciente, tenía una grandiosa erección. La
verga es muy estúpida, no discrimina como sí lo hace el cerebro. El Escritor
hizo un truco muy vulgar y peligroso para desconectar mi verga de mi cerebro.
¿Cómo lo hizo? Pues de la manera más simple y perversa: colocando una droga en
mi cerveza para aprovechar la ignorancia de mi tan querido pene.
Me quedé dormido bebiendo cerveza
(¿¡!?), inconsciente, noqueado. El escritor me llevó a rastras a su cama, me
desabrochó y bajó el pantalón y el calzón y se puso a saborear mi instrumento
sin permiso, aprovechando mi desmedida embriaguez. Aquí hay que anotar un gravísimo
detalle: yo era un gran bebedor. Era capaz de transcurrir la noche completa
bebiendo sin dormir y sin perder consciencia. Con el tiempo pensé en lo que
había pasado esa noche y llegué a la conclusión indudable de que el Escritor
había colocado alguna droga en la cerveza sin que me diera cuenta ―él, todo el
tiempo, insistió en servirme en un vaso luego de ir hasta el refrigerador fuera
de mi vista, a pesar de que yo pedí beber directamente de la botella―. No hay otra
explicación. La hipótesis se confirma con las alucinaciones que tuve cuando me
despertó con sus innecesariamente rudas mamadas.
Cuando me di cuenta de lo que pasaba
comencé a patalear y a hacer intentos de golpear al Escritor. Él se retiró de
mi cuerpo con un gesto de insufrible vergüenza mezclada con temor. Me levanté
muy desconcertado y desorientado, de pronto no sabía ni en donde estaba ni que
ocurría, casi sin consciencia de mi situación. Yo: un bebedor de alcohol por
noches enteras ¿caer así bebiendo sólo cerveza? Por supuesto que el Escritor me
drogó. Me salí de su casa amenazándolo con golpearlo pero sin saber bien que
había pasado. Poco a poco, en días o quizá semanas fui armando el rompecabezas.
Me había drogado para hacerme su objeto sexual. Era una violación. Hijo de su
chingada madre. ¿Qué tal si se le pasa la mano en la droga?, ¿qué tal si me
mata intoxicado?, ¿por qué no se atrevió a intentar violarme por la fuerza pero
sin drogas de por medio? Porque yo le habría roto su madre. ¿Por qué no intentó
legítimamente seducirme? No creo que yo aceptara, después de aquella que fuera
una de las peores experiencias de mi vida, pero no tenía derecho de hacerme
eso. El señor intentó tomar lo que quería de la peor manera posible. Yo estaba
furioso cuando me di cuenta de lo que había pasado.
Pensé en romperle su madre simple y
directamente. En denunciarlo. Pensé en invitarle unas cervezas, luego, cuando
estuviéramos ―como dicen en el
barrio―
al punto pedo, armarle un escándalo y terminar metiéndole unos chingadazos.
Pensé en simplemente, al momento de encontrarlo, agredirlo sin explicaciones,
alevosamente y a mansalva, como él hizo conmigo. Pensé en ir al taller luego de
haber escrito algo como esto y leerlo a todos los talleristas. En fin, pensé en
vengarme de alguna manera, me disuadía el respeto que le tenía como escritor y
su prestigio. Además dejé pasar lo que sería demasiado tiempo: varios meses y
el coraje, como todo, se fue diluyendo con el tiempo. Al final no hice nada.
Algunas semanas después de que mis
rencores amainaran nos encontramos y, puesto que estábamos entre mucha más
gente, no le dirigí la palabra. Era la presentación de un libro de otro amigo
en común. Al final de la presentación y durante el vino de honor y luego de
darse cuenta de que posiblemente no le hablaría, se acercó:
―Hola, ¿cómo estás?
Lo miré a los ojos sin contestarle,
como diciéndole “Hijo de tu chingada madre, hipócrita, puto desgraciado y
abusivo”.
―¿Tienes..., algún resentimiento
contra mí? Te noto raro...
Seguí en silencio mirándolo con furia.
Él se hacía güey. Entendí lo que ocurre en las mujeres que en algún momento,
sin que tú sepas por qué, te miran de esa manera. Y le contesté:
―Pues..., ya lo platicaremos.
―Ay..., estás muy raro. Mejor te veo
después... Ya no has ido al taller.
―A ver si voy la próxima semana.
―Pues como tú quieras..., hasta luego,
chao...
En los avatares tallerísticos y más
bien por la tertulia del maestro Valadés, me hice un gran adicto al buen café.
Me acostumbré a ir al Café La Habana tres o cuatro veces por semana en las
tardenoches. Leía dos o tres horas y escribía a veces igual tiempo o poco
menos. El Escritor se dio cuenta y, además de echar al perder la tertulia del
maestro Valadés empezó a hacérseme el aparecido en el Habana. Casi siempre yo
estaba solo, leyendo o escribiendo. Llegaba el Escritor y, muy cortésmente, me
preguntaba si no estaba muy ocupado. Le respondía que no. Se sentaba y empezaba
sus ditirambos, sus églogas, sus diatribas. Lo aguantaba hasta tres cuartos de
hora y eso porque hablaba de literatura. Después ya quería que se fuera. Sí
estaba interesante, pero no tanto tiempo, de alguna manera terminó por notarlo.
―Bueno, pues si no te interesa mi
charla ya me voy.
―No es eso. Al revés, te agradezco que
me compartas tu conocimiento.
―Pues por lo menos me lo dices... porque
por hacer esto yo cobro, ¿sí sabes, no?, y cobro bien.
―Yo no te puedo pagar, Escritor. Si no
quieres platicar conmigo de literatura no te preocupes, con lo que nos has dado
en el taller es suficiente. Yo tengo que buscar el conocimiento por mi parte.
―Pues mira, a mí me buscan los
amantes. Hay chicos que vienen a que yo les hable de lo que sé. Apenas vino un
chico francés y..., ―se aplicó a hacer un gesto entre displicente y culpígeno―
ahí se..., se bajó los pantalones. Me pidió que hiciera con su cuerpo lo que
mejor yo quisiera. Me dediqué a disfrutar un poco con su..., con lo que se
cargaba, bueno. Así son las cosas—. Me puse a pensar por qué me decía
eso. La conclusión fue inevitable: este viejo puto quiere darme celos. Lo que
consiguió darme fue risa. Pero seguía yendo a importunar al Habana. Estoy
seguro que iba diario, porque nos “encontrábamos” siempre que yo llegaba al
café. Y se sentaba a mi mesa a contarme sus hazañas.
Sus temas de conversación se volvieron
siempre de sexo. Entre hombres, claro.
―A mí me gustan los hombres... No, yo
para que quiero un joto... Nada hay mejor que un macho de verdad.
(...)
―... Y entonces mi amigo en turno me
agarró y me puso como perra, en cuatro patas, me penetró sin piedad, así a lo
bruto y se puso a golpearme con su pelvis con una furia contra mi culo que
podría ser de espanto si no me causara un placer..., ay, dios mío un placer...,
ay, no, yo chillaba como una puta burra..., o sea sometida por el burro.
Imagínate.
(...)
―... Él me penetró frente a frente. Tuve
que levantar mis piernas para facilitar su operación, como si yo fuera mujer.
También así se puede...
Pensaría que contándome sus aventuras
más sucias me calentaría. Lo soportaba por respeto y de pronto hasta por
curiosidad. Me pareció que estaba ofreciéndoseme, mostrándome el catálogo de
todo lo que se podría hacer quizá para ver qué se me antojaba. Cada vez me
convencía más de que no quería tener nada que ver con homosexuales y menos con
él. Aquello se convirtió en un verdadero acoso. Así llegó el momento en que
suspendí los cafés en el Habana. Estoy seguro de que seguía pasando diario a
ver si me encontraba. Puta madre. Ya no sabía yo que hacer. Yo gozaba mucho el
excelente, fortísimo café del Habana. Tuve que privarme de él por varios meses,
para que el Escritor se desalentara.
Pero un día volví a ir. Consideré que
era adecuado porque iría acompañado de una muchacha. Era Patricia. Muy bonita,
ella iba empezando en el asunto de la escritura, una chica tremendamente
agradable y era el caso de que no se descartaba una apetecible aventura o, ¿por
qué no?, más bien, una relación a largo plazo. Confiado en eso la cité en el
Habana. Ella era como mi protección contra jotos indeseables. Llegamos al café
y tomamos una de las mejores mesas, junto a un gran ventanal que da a la
avenida Bucareli con la ventaja de que no entra ni el ruido automovilístico ni
los humos. Pedimos algo ligero de comer y luego el ineludible café. Charlábamos
con mucha mutua simpatía, nos divertíamos. Y que llega.
―Hola, ¿interrumpo? ―Era una
intromisión descortés, por lo menos. Pero lo peor era que agregaba un tonillo
como de reclamo y el gesto de despecho.
―Eeeh, bueno, mira, Escritor, estamos
tratando cosas que sólo tienen que ver con ella y yo. Si quieres... ―pero ella
intervino...
―Ay, no seas así..., invita al señor
que se siente un momento con nosotros. ―Yo trataba de decirle a ella que eso
era lo peor podríamos hacer.
―Ay, muchas gracias, linda... Ya que
tu amigo se pone a veces así como intratable, te agradezco la cortesía... ―y
como si nada se sentó entre nosotros―. Ya ves cómo somos a veces los
escritores. ―Le dijo a ella. Luego se dirigió a mí―. Sólo por eso paso por alto
tu grosería, ¿eh?
―¿Usted es escritor?, ―preguntó
Patricia.
―Yo soy fulanito, el Escritor, tengo
catorce libros publicados y llevo, para este momento, más de un cuarto de siglo
escribiendo. Por cierto, te invito a mi taller. Aquí tu amigo era miembro
asiduo de mi grupo de talleristas, pero últimamente no sé qué le pasa y ya ves
cómo está de agresivo conmigo.
―Tanto gusto, señor Escritor. Es un
honor que esté en nuestra mesa. ―Luego ella se dirigió a mí como si quisiera
evitar que el Escritor escuchara lo que me decía, pero en realidad ella quería
que el Escritor la oyera―. ¿No te molesta que se siente con nosotros, verdad?
―Le contesté procurando, yo sí, que él no me oyera:
―De acuerdo, que se siente, pero luego
hablamos de él. ―Se sentó a la mesa entre nosotros. Yo me moví alejándome de él
para acercarme a Patricia. ―Pidió un café más fuerte de lo normal. Y pronto
empezó a hablar.
―¿Qué tal, cómo estás? Te veo muy
contento y feliz ―dijo mirándola a ella pero sus palabras iban dirigidas hacia
mí saturadas de un veneno que se llama despecho y otro más dañino, rencor.
―Mira, te presento a Patricia.
―Tanto gusto, Patricia. ―La manera de
moverse de él era más, mucho más femenina que la de ella, con la diferencia de
que ella era una delicada y linda muchacha, frágil y bonita; mientras él era un
recio hombrón con cuerpo de estibador trabajado en el gimnasio a donde el
Escritor iba a ligarse tipos al menos como él de musculados. El Escritor con
sus tremendas espaldas, casi viejo, calvo y panzudo. Ella era preciosa y
sencilla. Él, dolorosamente ridículo.
―Pero no me has contestado, ¿cómo has
estado?
―Yo muy bien. Una cosa normal.
―Es que como ya no vas al taller. Por
cierto, Patricia, te invito a mi taller, es los viernes a las seis de la tarde.
“Ay, pues yo he estado muy deprimido.
Estoy triste. Tengo insomnio y no me soporto―. Y hacía un gesto como si lo
hubieran torturado toda la noche―. Perdón, pero es que estoy mal. No..., no es
lo mejor que yo les diga esto..., pero..., he llegado a pensar en el suicidio.
La muchacha se estremeció. Conmovida,
miraba al joto que hacía un gesto de compunción. Y él se dio cuenta.
―Pero todo es inútil. No pido
clemencia ni siquiera consideración, yo sé que mi problema sólo me concierne a
mí. Pero es que... hay veces en que la gente es tan dura... hay veces en que
hasta tus amigos... hasta ellos te abandonan. Precisamente cuando más los
necesitas...
“Es el dolor, pero, lo decía
Dostoyevski, el dolor es lo único que purifica el alma. Pero a veces tiene unas
maneras extrañas de hacerse sentir, ¿no?, ‘La peor forma de
extrañar a alguien es estar sentado a su lado y saber que nunca lo podrás
tener’ dijo una vez mi amigo, Gabriel García Márquez. Pero no me hagan caso,
muchachos. Al final, yo sé que soy culpable, la persona quizá confundió lo que
yo pensaba y es que: ‘Ofrecer amistad al que pide
amor es como dar pan al que muere de sed’. Eso es una sabia cita de
Ovidio. ¿Qué hago si no es recordar citas de amor? ‘En
ese minuto te habrás ido tan lejos que yo cruzaré toda la tierra preguntando si
volverás o si me dejarás muriendo’. Dice Pablo Neruda en algún poema.
―Maestro, ¿hay alguna forma en que
nosotros podamos ayudarle?, ―dijo Patricia que estaba de verdad conmovida con
las payasadas del Escritor―. Perdóneme por decirle esto, y más porque yo soy
una persona joven que no tiene su experiencia ni su..., cómo diré, su amplia
visión de la vida, pero, con toda confianza, cuente conmigo, aunque sea sólo
para charlar, ya ve que a veces eso es muy bueno, sirve para desahogarnos...
―Ay, linda, muchas gracias. No sé, a
veces es mejor llorar, porque “Las lágrimas que no se
lloran, ¿esperan en pequeños lagos?, ¿o serán ríos invisibles que corren hacia
la tristeza?”
Dijo Pablo de América, el Neruda amoroso de los tantos nerudas que nos dejó. Y
es que uno tiene la culpa por tener un corazón que no obedece lógicas. Es como
dijo Julio, mi amigo, Cortázar: “Creo que no te
quiero, que solamente quiero la imposibilidad tan obvia de quererte como la
mano izquierda enamorada de ese guante que vive en la derecha”.
“A veces uno quisiera desaparecer. ‘¿En qué hondonada esconderé mi alma para que no vea tu
ausencia que como un sol terrible, sin ocaso, brilla definitiva y despiadada?’,
dice Borges.
“Pero, mira, linda, ‘Cuando una puerta se cierra, otra se abre. Aunque a menudo
vemos durante tanto tiempo y con tanta tristeza la puerta que se cierra, que no
notamos otra que se ha abierto para nosotros’. Y esta cita no es
literaria, o bueno, no es de un literato, aunque lo parezca, sino del
científico Alexander Graham Bell. En fin, ‘Sabe el
cielo que nunca debemos avergonzarnos de nuestras lágrimas, porque son la
lluvia que limpia el polvo cegador de la tierra que cubre nuestros endurecidos
corazones’; de Dickens. Yo le diría a él... el personaje de quien
hablamos, como Neruda, otra vez ―y se quedó mirándome teatral,
intensamente. Por dentro yo lo maldecía―: ‘Anhelo tu boca, tu voz,
tu cabello. Silencioso y muerto de hambre, vago por las calles’. Se lo diría, pero ‘Las palabras nunca alcanzan cuando lo que hay que decir
desborda el alma’. Y con esto termino, es una cita de Cortázar, mi
amigo. Perdónenme tanta impertinencia, no puedo evitarlo. ―Entonces me miró y
como si ella no estuviera presente hizo una de sus declaraciones que casi provocaban
que lo maldijera delante de mi amiga― dijo:
―“Y siento celos al
pensar que un día, alguien, que no te ha visto todavía, verá tus ojos por
primera vez”.
―Por fin me atreví
a contestarle, era demasiado.
―¿Me hablas a mí?
―Claro, ¿a quién más?
―Oye, pero yo no... ―me interrumpió y
se puso de pie. Empezó a declamar engolando y levantando la voz. Miré hacia
todas las mesas, era demasiado. Casi quería correrlo: lárgate de aquí, puto
maldito. En realidad quería matarlo.
―“Cómo la necesito. Dios
había sido mi más importante carencia. Pero a ella la necesito más que a Dios”. La poesía ayuda,
gracias Benedetti. Acepto, he perdido: “Es muy
difícil explicar qué es lo que se siente cuando hay que aceptar una derrota en
el amor, porque pocas cosas saben tan amargas”. Les pido que me perdonen
tanto atrevimiento. ―Pero
le siguió―: “Me atormenta tu amor que no me sirve de puente
porque un puente no se sostiene de un solo lado”. Compermiso, me voy,
no quiero importunarlos más.
Era demasiado. Patricia me miraba con extrañeza
y también reprobación. Yo quería vengarme. Le dije:
―Oye, Escritor, pues es muy difícil tu
situación, pero espero que, aunque me hablabas a mí, no sea yo a quien le
dedicabas tantísima literatura. Yo sé que “Es muy triste amar sin ser amado; pero es más
triste cagar sin haber tragado”. ―Escuchó cuidadosamente cuanto le
dije. Se quedó un momento como estupefacto. Luego fue haciendo un gesto de gran
indignación hasta llegar a una cara de insoportable repugnancia.
―... No lo soporto... dios mío, qué repugnante
vul-ga-ri-dad... ―dijo en voz casi baja pero con la indignación que no le
cupiera en el cuerpo y se fue haciendo un desplante tal que si hubiera traído
capa me habría despeinado con su vuelo al darse la media vuelta. Patricia y yo
nos quedamos en silencio un buen rato después de que el Escritor desapareciera
por la entrada del Habana.
―Creo que fuiste grosero, ¿no te
parece? La última vulgaridad que le dijiste lo ofendió. No creo que se
mereciera... ese trato... ―yo estaba enfurecido, casi no aguantaba el coraje
contra el puto que se puso a tratar de demostrarle a ella que estaba enamorado
de mí. Hijo de su chingada madre. Y lo peor de todo es que el maldito joto
había conseguido su objetivo. Ella se había puesto de lado de él. Era
insoportable, pero ella me interesaba mucho más.
―Perdóname...
“Yo..., yo no tengo que ver nada con
él...”
―Pero tuviste... ―era inútil. El puto
ya me había enmierdado. Y yo tenía la culpa.
Lo que había hecho el Escritor era una
chingadera. Era su venganza por mis desprecios. Había sembrado la duda en la
chica. No quise defenderme. El viejo puto me había ensuciado y, peor, me había
presentado como culpable ante ella. Esa cita se echó a perder. Ya casi no
hablamos. Me ofrecí hacerle compañía para ir a dejarla en su casa, no quiso, me
dio las gracias. Me juré que me vengaría del joto.
Patricia se alejó de mí. No pude
concretar lo que hubiera podido ser una buena relación con ella. Pero el hecho
de que el Escritor lograse destruir lo que pudo haber sido con ella me quitó
las dudas y me regaló una firme y muy sencilla certeza para la vida entera:
jamás volveré a caer en relación alguna con homosexuales. Adopté la contundente
y brutal consigna de mi barrio: “Con jotos ni a la esquina, no te vayan a
confundir”.
Con el tiempo y las ausencias se curó
todo. No volví a ver a aquella muchacha. Pero, gracias al cielo, el viejo
Escritor joto tampoco reapareció en mi vida. A vuelta de años, he sentido que,
como nadie, Borges tiene razón cuando dice que la peor venganza es el olvido, y
también es el mejor perdón. En algún momento, por curiosidad y estando ebrio lo
llamé por teléfono. Charlamos más o menos amigablemente. Sin duda él no perdía
las esperanzas y mis borracheras, casi semanales, en las que solía llamarle,
abonaban a sus anhelos. Y como yo estaba borracho casi siempre, él iba
atreviéndose cada vez más a invitarme a que me acercara a él. Pero la
embriaguez nos hace, por un lado, muy amigables, pero por otro demasiado
desinhibidos, incluso nos lleva a osadías que llegan a ser imperdonables. Y una
de las veces que le hablé estaba con una amiga, ebrios los dos. Luego de una
larga conversación en la que él consecuentaba mi embriaguez le dije
intempestivamente y sin motivo racional:
—Ya
cogí.
—¿Ya
cogiste?
—Sí,
agarré a mi amiga, la senté en una silla, le saqué las chichis y me hice la
chaqueta rusa con ella, con sus shishotas.
—¿La
chaqueta rusa?, eres un miserable. Qué poca madre tienes. ¿Qué es esa
chingadera?, no, no me digas, no me importa y no quiero sentir asco.
—¿No sabes
cuál es la chaqueta rusa?
—¡No!
—Pues
sientas a la muchacha, ya te dije. Le sacas las chichis. Es imprescindible que
tenga un par de chichotas, o sea enormes. Las lubricas en medio con saliva o le
pones algún aceite y luego le colocas la verga en el centro de las chichotas.
Con las manos las manipulas, hablo de las chichis, claro, y te masturbas con
ellas. Para arriba-para abajo; para arriba-para abajo. Uta, la delicia. Le
salpiqué la cara, no mames.
—¿Y por
qué me cuentas toda esa mierda, imbécil? Tú eres un joto arrepentido. A mí no
me cuentes tus putas marranadas. Quédate con tu pinche puta hambrienta y no me
estés chingando. Cuando estés viejo, vas a hacer lo mismo que Antonio Alatorre,
que a sus ochenta años le confesó a su familia que era joto. Déjame en paz,
puto desgraciado. —Y me colgó.
Me dije
¿qué necesidad tenía de que este viejo puto me ofendiera o intentara hacerlo?
No me siento ofendido, pero no debí pelear así. Él me contó cosas peores de
sexo entre putos muchas veces y ahora se da por ofendido por una sola que le
digo.
Nunca me
he sentido joto ni atraído por hombres y, como anoté líneas arriba, el
Escritor, con sus necedades, con su acoso, me hizo sentir totalmente seguro de
que no quería relación sexual alguna con hombres. Y, desde ese día, jamás volví
a llamarle por teléfono ni siquiera estando ebrio. Por fortuna no supe más de
él. Hablamos de que han pasado casi la friolera de treinta años. Eran los años
noventa. Y de pronto me entero que el Escritor se murió. Bueno, todos tenemos
que morir. Su turno llegó. Tenía ya más de ochenta años. Un amigo de él estuvo
cerca y recibió del Escritor la instrucción de que no le hicieran velorio, no
le avisaran a persona alguna ni se publicara su nombre en obituario. Además hizo
jurar al amigo que de inmediato fuera incinerado su cuerpo. El amigo obedeció
con fidelidad. Seis meses después de su muerte, otro incondicional del Escritor
se enteró y publicó una nota en un periódico. Dijo que el Escritor se había
muerto de tristeza y abandono. Que había sido el mejor prosista de su
generación y que su legado sería perdurable, a pesar de que hubo quien se
dedicara a enterrar la obra del Escritor. No fui partícipe de esos daños.
Una última
cuestión antes de finalizar este relato. El Escritor publicó una narración que
tituló con mi nombre. Bueno, es su versión. Mi versión, sobre los mismos
hechos, es este texto. Él hizo cosas peores, indignas, repulsivas, no las
contaré (por el momento), por mí que aquí quede. Sus abusos contra mí no los
narró en su versión. Aquí se exhiben. Si alguien lo quisiera defender, aquí
estoy para lo que quieran.
¿Yo
contribuí a su gran tristeza? No creo. Pero si así fue no lo siento. Prefiero
la convicción que él me regaló de que jamás volvería a admitir relaciones homosexuales.
Eso le costó mucho al Escritor, pero a mí no menos y, además, me hizo
desconfiado con todos los gays. Es una
puerta que cerré y fue por culpa del Escritor. O, más bien, gracias a él.
Me quedo
con la peor venganza, con el mejor perdón.