domingo, 25 de mayo de 2025

Citas para matar

 

Citas para matar 

 Si de veras quiere ser escritor mejor no se junte con escritores, es lo peor (que puede hacer) si quiere escribir, no ande en las capillitas de los intelectuales, los intelectuales de orita son putos, y cuando no son putos son pendejos, pero quesque muy cultos, (...) La mejor hora para escribir es temprano en la mañana, cuando están sosegados el cuerpo y el cerebro y cuando usted está solo, usted y su alma, después anda usted en sus trabajos y con la gente y ya usted no es usted, y peor si va con los otros escritores y con los intelectuales, entonces ya no tiene uno remedio, se puede hasta volver joto.

... salga de la ciudad, las ciudades matan a los escritores, están llenas de intelectuales y escritores. Orita todos quieren escribir como Arreola y Borges, quieren hacer literatura de encajitos, pura mariconería.

Juan Rulfo

No era buen escritor. Como no descubriré su nombre, lo llamaré así, Escritor. Comprobé que no era un gran autor gracias a la simple percepción de que sus cuentos eran aburridos y difíciles de leer aunque menos que sus novelas y su obra era —lo dijo Sabato— como si hubiera escrito un solo libro: toda trataba de sus aventuras en las que se introdujo por el agujero del culo y también por la boca las mejores vergas —según él— de este país y de algunos otros.

Sin embargo, su charla era muy interesante, demostraba saber mucho de ciertos periodos de la literatura europea de siglos atrás, anécdotas curiosas o míticas en especial del romanticismo europeo. Yo asistía al taller que él impartía bajo el subsidio del gobierno de la ciudad. Eran los años 80 casi al final. Jamás había conocido a un hombre tan amanerado como el Escritor. No era homosexual, era putérrimo.

Está bien, es un gran intelectual, ciertamente es jotito, pero eso “no tiene la menor importancia”, como decía aquél, pensaba yo. En algún momento llevé un cuento al taller para que fuera sometido a la crítica de los asistentes y del propio Escritor. Me fue muy bien. Empecé a llevar cada semana un cuento distinto pues en esos tiempos traía un ímpetu tremendo para la escritura, como si hubiera tenido un brote sicótico; era capaz de escribir, como el ruso Antón Chéjov, un cuento a la semana por lo menos. Me gané el respeto de los talleristas y también el del Escritor. Incluso hizo la propuesta a su jefe para que se publicara un libro mío. No sé bien por qué no se llevó a cabo el que hubiera sido mi primer libro. Y qué bueno que no se publicó, digo ahora en el 2024. Hubiera sido un libro con muy escaso rigor. Un hijo maleducado que en algún momento me hubiera puesto en vergüenza ante el mundo. Se abortó el proyecto.

Pero el Escritor, de pronto y sin que yo lo buscara, se volvió mi amigo. Saliendo del taller íbamos a tomar café y el Escritor se prodigaba hablando de Novalis, de Byron, de Brentano, de Proust, de El retrato de Dorian Grey, de El don fatal de la belleza, una novela de Percy B. Shelley y etcétera y etcétera. Se apropiaba del micrófono y no lo soltaba de ninguna manera. A veces hacía gestos, mímica tan exagerada, tan grotescamente femenina que si no nos reíamos en su cara era sólo porque le teníamos mucho respeto, nos apabullaba con lo que parecía ser un inmenso conocimiento literario. Pero no dejaba de asombrarnos pues era increíble de tan ridículo, pero no parecía darse cuenta o quizá le encantaba llamar la atención portándose como una loca. Nos mirábamos, no decíamos nada, no hacíamos gestos, pero ocultábamos el rostro para contener la carcajada porque no era posible aguantar la risa de tanto que joteaba el Escritor. Estaba encantado en su papel de amanerado compulsivo, pero eso sí, inmenso conocedor de la literatura. Y cometí uno de los errores más graves quizá de mi vida.

Era el año 90 del siglo pasado. El campeonato mundial de futbol se desarrollaba en Italia y a la final habían llegado el campeón Argentina y Alemania. Un día nefasto. Era el 8 de julio. Día tan infame no lo olvidaré jamás. Y el hecho de que esa fecha haya sido la final del campeonato mundial de futbol lo hace más dolorosamente inolvidable. El Escritor me invitó a ver el partido de la final en su casa. Yo acepté. Compró cervezas y algo de comer que quizá eran pizzas, no recuerdo.

Por ese tiempo y como nunca antes, había circulado mucha literatura homosexual. Tanto narrativa como ensayos, artículos, etc. Ciertamente, ellos lograron colocarse ante los ojos de la gente en defensa de sus derechos más elementales, pero también en la promoción de sus costumbres sexuales. Monsiváis, José Joaquín Blanco, Luis Zapata, Luis González de Alba entre ellos. Uno de esos era el Escritor, aunque ciertamente se subió al tren un poco tarde; mujeres también las hubo, aunque menos, como Rosamaría Roffiel y Ethel Krauze. Yo había leído mucho de lo que ellos escribían. Los admiré, en especial a Monsiváis, menos a JJ Blanco y González de Alba me parecía formidable por sus columnas de difusión de la ciencia en La Jornada en donde, además, parecía hacer una apología permanente de la homosexualidad; de repente se me figuraba que quería volver puto a todo el mundo. De tal suerte que llegué a tener una actitud muy abierta hacia ellos e incluso no descartaba una aventura homosexual. Acepté ir a la casa del Escritor a ver el futbol y beber cerveza y, debo admitir, más lo que pudiera ocurrir. Bueno. Cuando llegué lo tenía todo listo. Sacó las cervezas y empezamos a beber. Comenzó a charlar de manera prolija, obsesiva. Yo quería ver el futbol, él quería que no lo viera.

Me sirvió cerveza en un vaso y una rebanada de pizza en un plato. Dejó de hablar tanto mientras comíamos. Cuando engulló, muy rápidamente, lo que masticaba estiró una mano y me agarró la verga. Lo miré y seguí comiendo. La estuvo acariciando mientras yo comía y bebía. Cuando terminé se hincó frente a mí y bajó el cierre de la bragueta del pantalón, metió la mano y rápidamente metió mi verga en su boca. Me lastimaba un poco. Pero yo estaba en plan de cooperar. Insinuó desear que yo se la chupara a él. ¡Puta madre, primero que me den un balazo! ¡Jamás! Por fortuna bastó con que no me diera por aludido. Se conformó.

Me empezó a besar. Estúpidamente soporté. Sentía asco.

Metía su lengua en mis fosas nasales, buscaba moco para tragarlo. Luego me chupaba la verga y de inmediato me daba un beso para pasarme el líquido prostático que había tomado de mi pene. Puta madre, ¿qué estoy haciendo yo aquí?, me pregunté.

Luego se untó gel lubricante en el culo y empinándose me pidió que lo penetrara. ¿Qué hago, chingada madre? Pues chingue a su madre. A ver qué se siente cogerse a un viejo puto, me dije. Se abrió las nalgas con las manos y se la metí.

Cuando estaba en el inmundo trance sentí odiarme. Pero, imbécilmente, no quise contrariar al Escritor. Soporté un rato. Simulé que, si bien no me sentía maravillosamente satisfecho, al menos supe ocultar mi tremendo malestar. En esos momentos me di cuenta que no quería sexo con jotos ni con hombres. Sentí que cometía una monstruosa aberración. Sentí que era como comer mierda. ¿Qué necesidad tengo yo de hacer esto?, me pregunté. Pocas veces en mi vida he añorado tanto el cuerpo de la mujer. El Escritor me usaba, se satisfacía. Yo me identificaba cada vez más con un ser sucio, despreciable e irredentamente estúpido en el mundo. El Escritor no fue capaz de obtener mi semen.

Salí de su casa asqueado de mí.

Hubiera querido tener el valor y la brutalidad de aventarme de un décimo segundo piso. Pero también pensé que no era para tanto. Empecé a crear en mí la idea de darle las gracias al Escritor, porque me sentía convencido de no desear nunca más la intimidad con un joto. No quería volver a ver al Escritor jamás. Lo que quería era darme de topes contra la pared para que se me quitara lo estúpido.

En mi casa me metí a bañar y, mientras me sometía al agua más caliente que podía soportar, me puse a pegarle a la pared. Para castigarme.

El tiempo lo cura todo. Por fortuna.

Pero no volví a ir a su taller. Asistía al taller del maestrazo Edmundo Valadés. El maestro era el ser humano más generoso que conociera en mi vida. Me mostró la otra cara de la moneda. Sospeché que todo lo que había conseguido en el taller del Escritor era por el interés de él para obtener de mí lo que ya había obtenido maldita sea.

En algún momento el Escritor se dio cuenta de que yo asistía al taller de Valadés.

Entonces empezó el asedio... Pues llegó a apersonarse ahí.

Me sentí dispuesto a hacerle saber que no quería nada con él, ni su amistad si así le parecía. No me interesaba ser cortés ni mostrarme sorprendido mucho menos feliz de que se apareciera.

El maestro Valadés nos acompañaba al café La Habana a charlar de literatura y a departir anécdotas de él, que, hoy me doy cuenta, eran oro molido de la historia de la literatura mexicana. Pues ahí fue el Escritor. Vanidoso, engolado, esperpéntico en sus joterías, maníaco egocentrista, se ponía a protagonizar las tertulias apropiándose de la palabra frente a un Edmundo Valadés callado, humilde y ya septuagenario. Así que la tertulia decreció por el Escritor.

Un día, cuando se habían ido casi todos los del taller luego de la tertulia en el café me dijo:

—Te invito una cerveza en mi casa.

—¿Una cerveza?, —dudé—. ¿Puedo invitar a González? —Aludí a un compañero de los pocos que se mantenía presente.

—Pues..., yo preferiría que vinieras sólo tú. Es que quiero decirte algunas cosas de tus cuentos y de otras obras... Quiero hablar contigo de hombre a hombre... —hizo un gesto estudiadamente femenino, era grotesco, un hombre de 1.80 metros, muy fornido, casi atlético excepto porque ya había echado una ridícula panza como de embarazada de unos seis meses; podía parecer más un luchador de esos viejos y panzudos, pero haciendo ademanes de señorita seductora..., resultaba una caricatura muy ridícula de sí mismo; me agaché para no reírme en su cara, pero él siguió—: o, mejor, de escritor a escritor; para que no tengas desconfianza. —Eso me desarmó, “de escritor a escritor”, significaba que el Escritor me consideraba ídem. Además ya habían pasado largos meses, cerca de un año del infausto encuentro. Y también para mí era demasiado. Yo me creía talentoso, me daba cuenta que lo que escribía gustaba, divertía o por lo menos alarmaba a algunos. Pero que un escritor de verdad me dijera eso, era muy importante. Acepté ―don pendejo― de mil amores. Pero no dejaba de tener la pequeña sospecha de que el Escritor quisiera sexo. Ya tenía una de las más nefastas experiencias de mi vida con él. Además, tengo que decir que en la adolescencia tuve una descomunal suerte (negra) para atraer a los jotos; era como una maldición. Los viejos homosexuales me perseguían en proporción de ocho por cada mujer que aparecía más o menos a mi alcance, con la brutal diferencia de que ellas no me perseguían. Y yo maldecía mi puta suerte suplicando al cielo que la proporción se invirtiera.

Compró diez cervezas tamaño caguama. Demasiado. Pero no para el gran bebedor que yo era ya desde aquellos tiempos. Se puso muy ameno pero no habló de literatura, en cambio me mostró unos dibujos a tinta de ángeles con diablos. Éstos seducían a los otros. Eran como equivalentes, ambos alados, ambos hermosos, los ángeles blancos y vestidos del mismo color o más bien desnudos y los diablos también blancos pero vestidos de negro y con alas de murciélago y expresiones diabólicas, pero  muy bellos. Los ángeles parecían ingenuos y eran igual, de gran belleza; los diablos también hermosos, pero astutos y pícaros. De pronto los ángeles, en algunos dibujos, tenían tremendas vergas, pero blanquísimas y los diablos se las chupaban. También había ángeles penetrando analmente a los diablos y ambos parecían gozar salvajemente.

Bueno, estuve viendo las obras. El que había pintado aquello era un extraordinario dibujante, pero sólo plasmaba diablos jotos y ángeles siendo seducidos. Hablamos de algunas otras cosas, pero no de lo que yo escribía como habíamos dicho. De pronto, adiós.

No supe qué pasó.

Desperté no sé cuánto tiempo después —serían unas tres o cuatro horas más tarde— y porque sentía dolor en mi pene. Estaba aturdido de una manera que jamás me hubiera imaginado. No comprendía nada, no pensaba. De pronto empecé a tener alucinaciones: vi las letras de mi nombre en medio de colores maravillosos. Veía esplendorosas luces de pirotecnia y mi nombre resplandecía entre haces luminosos que mostraban colores y formas de prodigio, pero el dolor... poco a poco fui despertando entre las visiones preciosas por el dolor en mi mejor órgano. Muy lentamente fui saliendo de las brumas de la inconsciencia hasta que me di cuenta que el dolor era porque el Escritor estaba chupándome la verga con rudeza tal que me provocaba aquel dolor. Mi cuerpo de animal, inconsciente, tenía una grandiosa erección. La verga es muy estúpida, no discrimina como sí lo hace el cerebro. El Escritor hizo un truco muy vulgar y peligroso para desconectar mi verga de mi cerebro. ¿Cómo lo hizo? Pues de la manera más simple y perversa: colocando una droga en mi cerveza para aprovechar la ignorancia de mi tan querido pene.

Me quedé dormido bebiendo cerveza (¿¡!?), inconsciente, noqueado. El escritor me llevó a rastras a su cama, me desabrochó y bajó el pantalón y el calzón y se puso a saborear mi instrumento sin permiso, aprovechando mi desmedida embriaguez. Aquí hay que anotar un gravísimo detalle: yo era un gran bebedor. Era capaz de transcurrir la noche completa bebiendo sin dormir y sin perder consciencia. Con el tiempo pensé en lo que había pasado esa noche y llegué a la conclusión indudable de que el Escritor había colocado alguna droga en la cerveza sin que me diera cuenta ―él, todo el tiempo, insistió en servirme en un vaso luego de ir hasta el refrigerador fuera de mi vista, a pesar de que yo pedí beber directamente de la botella―. No hay otra explicación. La hipótesis se confirma con las alucinaciones que tuve cuando me despertó con sus innecesariamente rudas mamadas.

Cuando me di cuenta de lo que pasaba comencé a patalear y a hacer intentos de golpear al Escritor. Él se retiró de mi cuerpo con un gesto de insufrible vergüenza mezclada con temor. Me levanté muy desconcertado y desorientado, de pronto no sabía ni en donde estaba ni que ocurría, casi sin consciencia de mi situación. Yo: un bebedor de alcohol por noches enteras ¿caer así bebiendo sólo cerveza? Por supuesto que el Escritor me drogó. Me salí de su casa amenazándolo con golpearlo pero sin saber bien que había pasado. Poco a poco, en días o quizá semanas fui armando el rompecabezas. Me había drogado para hacerme su objeto sexual. Era una violación. Hijo de su chingada madre. ¿Qué tal si se le pasa la mano en la droga?, ¿qué tal si me mata intoxicado?, ¿por qué no se atrevió a intentar violarme por la fuerza pero sin drogas de por medio? Porque yo le habría roto su madre. ¿Por qué no intentó legítimamente seducirme? No creo que yo aceptara, después de aquella que fuera una de las peores experiencias de mi vida, pero no tenía derecho de hacerme eso. El señor intentó tomar lo que quería de la peor manera posible. Yo estaba furioso cuando me di cuenta de lo que había pasado.

Pensé en romperle su madre simple y directamente. En denunciarlo. Pensé en invitarle unas cervezas, luego, cuando estuviéramos como dicen en el barrio― al punto pedo, armarle un escándalo y terminar metiéndole unos chingadazos. Pensé en simplemente, al momento de encontrarlo, agredirlo sin explicaciones, alevosamente y a mansalva, como él hizo conmigo. Pensé en ir al taller luego de haber escrito algo como esto y leerlo a todos los talleristas. En fin, pensé en vengarme de alguna manera, me disuadía el respeto que le tenía como escritor y su prestigio. Además dejé pasar lo que sería demasiado tiempo: varios meses y el coraje, como todo, se fue diluyendo con el tiempo. Al final no hice nada.

Algunas semanas después de que mis rencores amainaran nos encontramos y, puesto que estábamos entre mucha más gente, no le dirigí la palabra. Era la presentación de un libro de otro amigo en común. Al final de la presentación y durante el vino de honor y luego de darse cuenta de que posiblemente no le hablaría, se acercó:

―Hola, ¿cómo estás?

Lo miré a los ojos sin contestarle, como diciéndole “Hijo de tu chingada madre, hipócrita, puto desgraciado y abusivo”.

―¿Tienes..., algún resentimiento contra mí? Te noto raro...

Seguí en silencio mirándolo con furia. Él se hacía güey. Entendí lo que ocurre en las mujeres que en algún momento, sin que tú sepas por qué, te miran de esa manera. Y le contesté:

―Pues..., ya lo platicaremos.

―Ay..., estás muy raro. Mejor te veo después... Ya no has ido al taller.

―A ver si voy la próxima semana.

―Pues como tú quieras..., hasta luego, chao...

En los avatares tallerísticos y más bien por la tertulia del maestro Valadés, me hice un gran adicto al buen café. Me acostumbré a ir al Café La Habana tres o cuatro veces por semana en las tardenoches. Leía dos o tres horas y escribía a veces igual tiempo o poco menos. El Escritor se dio cuenta y, además de echar al perder la tertulia del maestro Valadés empezó a hacérseme el aparecido en el Habana. Casi siempre yo estaba solo, leyendo o escribiendo. Llegaba el Escritor y, muy cortésmente, me preguntaba si no estaba muy ocupado. Le respondía que no. Se sentaba y empezaba sus ditirambos, sus églogas, sus diatribas. Lo aguantaba hasta tres cuartos de hora y eso porque hablaba de literatura. Después ya quería que se fuera. Sí estaba interesante, pero no tanto tiempo, de alguna manera terminó por notarlo.

―Bueno, pues si no te interesa mi charla ya me voy.

―No es eso. Al revés, te agradezco que me compartas tu conocimiento.

―Pues por lo menos me lo dices... porque por hacer esto yo cobro, ¿sí sabes, no?, y cobro bien.

―Yo no te puedo pagar, Escritor. Si no quieres platicar conmigo de literatura no te preocupes, con lo que nos has dado en el taller es suficiente. Yo tengo que buscar el conocimiento por mi parte.

―Pues mira, a mí me buscan los amantes. Hay chicos que vienen a que yo les hable de lo que sé. Apenas vino un chico francés y..., ―se aplicó a hacer un gesto entre displicente y culpígeno― ahí se..., se bajó los pantalones. Me pidió que hiciera con su cuerpo lo que mejor yo quisiera. Me dediqué a disfrutar un poco con su..., con lo que se cargaba, bueno. Así son las cosas. Me puse a pensar por qué me decía eso. La conclusión fue inevitable: este viejo puto quiere darme celos. Lo que consiguió darme fue risa. Pero seguía yendo a importunar al Habana. Estoy seguro que iba diario, porque nos “encontrábamos” siempre que yo llegaba al café. Y se sentaba a mi mesa a contarme sus hazañas.

Sus temas de conversación se volvieron siempre de sexo. Entre hombres, claro.

―A mí me gustan los hombres... No, yo para que quiero un joto... Nada hay mejor que un macho de verdad.

(...)

―... Y entonces mi amigo en turno me agarró y me puso como perra, en cuatro patas, me penetró sin piedad, así a lo bruto y se puso a golpearme con su pelvis con una furia contra mi culo que podría ser de espanto si no me causara un placer..., ay, dios mío un placer..., ay, no, yo chillaba como una puta burra..., o sea sometida por el burro. Imagínate.

(...)

―... Él me penetró frente a frente. Tuve que levantar mis piernas para facilitar su operación, como si yo fuera mujer. También así se puede...

Pensaría que contándome sus aventuras más sucias me calentaría. Lo soportaba por respeto y de pronto hasta por curiosidad. Me pareció que estaba ofreciéndoseme, mostrándome el catálogo de todo lo que se podría hacer quizá para ver qué se me antojaba. Cada vez me convencía más de que no quería tener nada que ver con homosexuales y menos con él. Aquello se convirtió en un verdadero acoso. Así llegó el momento en que suspendí los cafés en el Habana. Estoy seguro de que seguía pasando diario a ver si me encontraba. Puta madre. Ya no sabía yo que hacer. Yo gozaba mucho el excelente, fortísimo café del Habana. Tuve que privarme de él por varios meses, para que el Escritor se desalentara.

Pero un día volví a ir. Consideré que era adecuado porque iría acompañado de una muchacha. Era Patricia. Muy bonita, ella iba empezando en el asunto de la escritura, una chica tremendamente agradable y era el caso de que no se descartaba una apetecible aventura o, ¿por qué no?, más bien, una relación a largo plazo. Confiado en eso la cité en el Habana. Ella era como mi protección contra jotos indeseables. Llegamos al café y tomamos una de las mejores mesas, junto a un gran ventanal que da a la avenida Bucareli con la ventaja de que no entra ni el ruido automovilístico ni los humos. Pedimos algo ligero de comer y luego el ineludible café. Charlábamos con mucha mutua simpatía, nos divertíamos. Y que llega.

―Hola, ¿interrumpo? ―Era una intromisión descortés, por lo menos. Pero lo peor era que agregaba un tonillo como de reclamo y el gesto de despecho.

―Eeeh, bueno, mira, Escritor, estamos tratando cosas que sólo tienen que ver con ella y yo. Si quieres... ―pero ella intervino...

―Ay, no seas así..., invita al señor que se siente un momento con nosotros. ―Yo trataba de decirle a ella que eso era lo peor podríamos hacer.

―Ay, muchas gracias, linda... Ya que tu amigo se pone a veces así como intratable, te agradezco la cortesía... ―y como si nada se sentó entre nosotros―. Ya ves cómo somos a veces los escritores. ―Le dijo a ella. Luego se dirigió a mí―. Sólo por eso paso por alto tu grosería, ¿eh?

―¿Usted es escritor?, ―preguntó Patricia.

―Yo soy fulanito, el Escritor, tengo catorce libros publicados y llevo, para este momento, más de un cuarto de siglo escribiendo. Por cierto, te invito a mi taller. Aquí tu amigo era miembro asiduo de mi grupo de talleristas, pero últimamente no sé qué le pasa y ya ves cómo está de agresivo conmigo.

―Tanto gusto, señor Escritor. Es un honor que esté en nuestra mesa. ―Luego ella se dirigió a mí como si quisiera evitar que el Escritor escuchara lo que me decía, pero en realidad ella quería que el Escritor la oyera―. ¿No te molesta que se siente con nosotros, verdad? ―Le contesté procurando, yo sí, que él no me oyera:

―De acuerdo, que se siente, pero luego hablamos de él. ―Se sentó a la mesa entre nosotros. Yo me moví alejándome de él para acercarme a Patricia. ―Pidió un café más fuerte de lo normal. Y pronto empezó a hablar.

―¿Qué tal, cómo estás? Te veo muy contento y feliz ―dijo mirándola a ella pero sus palabras iban dirigidas hacia mí saturadas de un veneno que se llama despecho y otro más dañino, rencor.

―Mira, te presento a Patricia.

―Tanto gusto, Patricia. ―La manera de moverse de él era más, mucho más femenina que la de ella, con la diferencia de que ella era una delicada y linda muchacha, frágil y bonita; mientras él era un recio hombrón con cuerpo de estibador trabajado en el gimnasio a donde el Escritor iba a ligarse tipos al menos como él de musculados. El Escritor con sus tremendas espaldas, casi viejo, calvo y panzudo. Ella era preciosa y sencilla. Él, dolorosamente ridículo.

―Pero no me has contestado, ¿cómo has estado?

―Yo muy bien. Una cosa normal.

―Es que como ya no vas al taller. Por cierto, Patricia, te invito a mi taller, es los viernes a las seis de la tarde.

“Ay, pues yo he estado muy deprimido. Estoy triste. Tengo insomnio y no me soporto―. Y hacía un gesto como si lo hubieran torturado toda la noche―. Perdón, pero es que estoy mal. No..., no es lo mejor que yo les diga esto..., pero..., he llegado a pensar en el suicidio.

La muchacha se estremeció. Conmovida, miraba al joto que hacía un gesto de compunción. Y él se dio cuenta.

―Pero todo es inútil. No pido clemencia ni siquiera consideración, yo sé que mi problema sólo me concierne a mí. Pero es que... hay veces en que la gente es tan dura... hay veces en que hasta tus amigos... hasta ellos te abandonan. Precisamente cuando más los necesitas...

“Es el dolor, pero, lo decía Dostoyevski, el dolor es lo único que purifica el alma. Pero a veces tiene unas maneras extrañas de hacerse sentir, ¿no?, ‘La peor forma de extrañar a alguien es estar sentado a su lado y saber que nunca lo podrás tener’ dijo una vez mi amigo, Gabriel García Márquez. Pero no me hagan caso, muchachos. Al final, yo sé que soy culpable, la persona quizá confundió lo que yo pensaba y es que: ‘Ofrecer amistad al que pide amor es como dar pan al que muere de sed’. Eso es una sabia cita de Ovidio. ¿Qué hago si no es recordar citas de amor? ‘En ese minuto te habrás ido tan lejos que yo cruzaré toda la tierra preguntando si volverás o si me dejarás muriendo’. Dice Pablo Neruda en algún poema.

―Maestro, ¿hay alguna forma en que nosotros podamos ayudarle?, ―dijo Patricia que estaba de verdad conmovida con las payasadas del Escritor―. Perdóneme por decirle esto, y más porque yo soy una persona joven que no tiene su experiencia ni su..., cómo diré, su amplia visión de la vida, pero, con toda confianza, cuente conmigo, aunque sea sólo para charlar, ya ve que a veces eso es muy bueno, sirve para desahogarnos...

―Ay, linda, muchas gracias. No sé, a veces es mejor llorar, porque “Las lágrimas que no se lloran, ¿esperan en pequeños lagos?, ¿o serán ríos invisibles que corren hacia la tristeza?” Dijo Pablo de América, el Neruda amoroso de los tantos nerudas que nos dejó. Y es que uno tiene la culpa por tener un corazón que no obedece lógicas. Es como dijo Julio, mi amigo, Cortázar: “Creo que no te quiero, que solamente quiero la imposibilidad tan obvia de quererte como la mano izquierda enamorada de ese guante que vive en la derecha”.

“A veces uno quisiera desaparecer. ‘¿En qué hondonada esconderé mi alma para que no vea tu ausencia que como un sol terrible, sin ocaso, brilla definitiva y despiadada?’, dice Borges.

“Pero, mira, linda, ‘Cuando una puerta se cierra, otra se abre. Aunque a menudo vemos durante tanto tiempo y con tanta tristeza la puerta que se cierra, que no notamos otra que se ha abierto para nosotros’. Y esta cita no es literaria, o bueno, no es de un literato, aunque lo parezca, sino del científico Alexander Graham Bell. En fin, ‘Sabe el cielo que nunca debemos avergonzarnos de nuestras lágrimas, porque son la lluvia que limpia el polvo cegador de la tierra que cubre nuestros endurecidos corazones’; de Dickens. Yo le diría a él... el personaje de quien hablamos, como Neruda, otra vez ―y se quedó mirándome teatral, intensamente. Por dentro yo lo maldecía―: ‘Anhelo tu boca, tu voz, tu cabello. Silencioso y muerto de hambre, vago por las calles’. Se lo diría, pero ‘Las palabras nunca alcanzan cuando lo que hay que decir desborda el alma’. Y con esto termino, es una cita de Cortázar, mi amigo. Perdónenme tanta impertinencia, no puedo evitarlo. ―Entonces me miró y como si ella no estuviera presente hizo una de sus declaraciones que casi provocaban que lo maldijera delante de mi amiga― dijo:

―“Y siento celos al pensar que un día, alguien, que no te ha visto todavía, verá tus ojos por primera vez”. ―Por fin me atreví a contestarle, era demasiado.

―¿Me hablas a mí?

―Claro, ¿a quién más?

―Oye, pero yo no... ―me interrumpió y se puso de pie. Empezó a declamar engolando y levantando la voz. Miré hacia todas las mesas, era demasiado. Casi quería correrlo: lárgate de aquí, puto maldito. En realidad quería matarlo.

―“Cómo la necesito. Dios había sido mi más importante carencia. Pero a ella la necesito más que a Dios”. La poesía ayuda, gracias Benedetti. Acepto, he perdido: “Es muy difícil explicar qué es lo que se siente cuando hay que aceptar una derrota en el amor, porque pocas cosas saben tan amargas”. Les pido que me perdonen tanto atrevimiento. ―Pero le siguió―: “Me atormenta tu amor que no me sirve de puente porque un puente no se sostiene de un solo lado”. Compermiso, me voy, no quiero importunarlos más.

Era demasiado. Patricia me miraba con extrañeza y también reprobación. Yo quería vengarme. Le dije:

―Oye, Escritor, pues es muy difícil tu situación, pero espero que, aunque me hablabas a mí, no sea yo a quien le dedicabas tantísima literatura. Yo sé que “Es muy triste amar sin ser amado; pero es más triste cagar sin haber tragado”. ―Escuchó cuidadosamente cuanto le dije. Se quedó un momento como estupefacto. Luego fue haciendo un gesto de gran indignación hasta llegar a una cara de insoportable repugnancia.

―... No lo soporto... dios mío, qué repugnante vul-ga-ri-dad... ―dijo en voz casi baja pero con la indignación que no le cupiera en el cuerpo y se fue haciendo un desplante tal que si hubiera traído capa me habría despeinado con su vuelo al darse la media vuelta. Patricia y yo nos quedamos en silencio un buen rato después de que el Escritor desapareciera por la entrada del Habana.

―Creo que fuiste grosero, ¿no te parece? La última vulgaridad que le dijiste lo ofendió. No creo que se mereciera... ese trato... ―yo estaba enfurecido, casi no aguantaba el coraje contra el puto que se puso a tratar de demostrarle a ella que estaba enamorado de mí. Hijo de su chingada madre. Y lo peor de todo es que el maldito joto había conseguido su objetivo. Ella se había puesto de lado de él. Era insoportable, pero ella me interesaba mucho más.

―Perdóname...

“Yo..., yo no tengo que ver nada con él...”

―Pero tuviste... ―era inútil. El puto ya me había enmierdado. Y yo tenía la culpa.

Lo que había hecho el Escritor era una chingadera. Era su venganza por mis desprecios. Había sembrado la duda en la chica. No quise defenderme. El viejo puto me había ensuciado y, peor, me había presentado como culpable ante ella. Esa cita se echó a perder. Ya casi no hablamos. Me ofrecí hacerle compañía para ir a dejarla en su casa, no quiso, me dio las gracias. Me juré que me vengaría del joto.

Patricia se alejó de mí. No pude concretar lo que hubiera podido ser una buena relación con ella. Pero el hecho de que el Escritor lograse destruir lo que pudo haber sido con ella me quitó las dudas y me regaló una firme y muy sencilla certeza para la vida entera: jamás volveré a caer en relación alguna con homosexuales. Adopté la contundente y brutal consigna de mi barrio: “Con jotos ni a la esquina, no te vayan a confundir”.

Con el tiempo y las ausencias se curó todo. No volví a ver a aquella muchacha. Pero, gracias al cielo, el viejo Escritor joto tampoco reapareció en mi vida. A vuelta de años, he sentido que, como nadie, Borges tiene razón cuando dice que la peor venganza es el olvido, y también es el mejor perdón. En algún momento, por curiosidad y estando ebrio lo llamé por teléfono. Charlamos más o menos amigablemente. Sin duda él no perdía las esperanzas y mis borracheras, casi semanales, en las que solía llamarle, abonaban a sus anhelos. Y como yo estaba borracho casi siempre, él iba atreviéndose cada vez más a invitarme a que me acercara a él. Pero la embriaguez nos hace, por un lado, muy amigables, pero por otro demasiado desinhibidos, incluso nos lleva a osadías que llegan a ser imperdonables. Y una de las veces que le hablé estaba con una amiga, ebrios los dos. Luego de una larga conversación en la que él consecuentaba mi embriaguez le dije intempestivamente y sin motivo racional:

—Ya cogí.

—¿Ya cogiste?

—Sí, agarré a mi amiga, la senté en una silla, le saqué las chichis y me hice la chaqueta rusa con ella, con sus shishotas.

—¿La chaqueta rusa?, eres un miserable. Qué poca madre tienes. ¿Qué es esa chingadera?, no, no me digas, no me importa y no quiero sentir asco.

—¿No sabes cuál es la chaqueta rusa?

—¡No!

—Pues sientas a la muchacha, ya te dije. Le sacas las chichis. Es imprescindible que tenga un par de chichotas, o sea enormes. Las lubricas en medio con saliva o le pones algún aceite y luego le colocas la verga en el centro de las chichotas. Con las manos las manipulas, hablo de las chichis, claro, y te masturbas con ellas. Para arriba-para abajo; para arriba-para abajo. Uta, la delicia. Le salpiqué la cara, no mames.

—¿Y por qué me cuentas toda esa mierda, imbécil? Tú eres un joto arrepentido. A mí no me cuentes tus putas marranadas. Quédate con tu pinche puta hambrienta y no me estés chingando. Cuando estés viejo, vas a hacer lo mismo que Antonio Alatorre, que a sus ochenta años le confesó a su familia que era joto. Déjame en paz, puto desgraciado. —Y me colgó.

Me dije ¿qué necesidad tenía de que este viejo puto me ofendiera o intentara hacerlo? No me siento ofendido, pero no debí pelear así. Él me contó cosas peores de sexo entre putos muchas veces y ahora se da por ofendido por una sola que le digo.

Nunca me he sentido joto ni atraído por hombres y, como anoté líneas arriba, el Escritor, con sus necedades, con su acoso, me hizo sentir totalmente seguro de que no quería relación sexual alguna con hombres. Y, desde ese día, jamás volví a llamarle por teléfono ni siquiera estando ebrio. Por fortuna no supe más de él. Hablamos de que han pasado casi la friolera de treinta años. Eran los años noventa. Y de pronto me entero que el Escritor se murió. Bueno, todos tenemos que morir. Su turno llegó. Tenía ya más de ochenta años. Un amigo de él estuvo cerca y recibió del Escritor la instrucción de que no le hicieran velorio, no le avisaran a persona alguna ni se publicara su nombre en obituario. Además hizo jurar al amigo que de inmediato fuera incinerado su cuerpo. El amigo obedeció con fidelidad. Seis meses después de su muerte, otro incondicional del Escritor se enteró y publicó una nota en un periódico. Dijo que el Escritor se había muerto de tristeza y abandono. Que había sido el mejor prosista de su generación y que su legado sería perdurable, a pesar de que hubo quien se dedicara a enterrar la obra del Escritor. No fui partícipe de esos daños.

Una última cuestión antes de finalizar este relato. El Escritor publicó una narración que tituló con mi nombre. Bueno, es su versión. Mi versión, sobre los mismos hechos, es este texto. Él hizo cosas peores, indignas, repulsivas, no las contaré (por el momento), por mí que aquí quede. Sus abusos contra mí no los narró en su versión. Aquí se exhiben. Si alguien lo quisiera defender, aquí estoy para lo que quieran.

¿Yo contribuí a su gran tristeza? No creo. Pero si así fue no lo siento. Prefiero la convicción que él me regaló de que jamás volvería a admitir relaciones homosexuales. Eso le costó mucho al Escritor, pero a mí no menos y, además, me hizo desconfiado con todos los gays. Es una puerta que cerré y fue por culpa del Escritor. O, más bien, gracias a él.

Me quedo con la peor venganza, con el mejor perdón.

lunes, 10 de marzo de 2025

Divina ilusión

  

Hace unos años publiqué, por invitación de ciertos “amigos” (que en realidad no lo eran), el cuento Divina ilusión (Los atributos del diablo). El libro en que se incluyó este cuento, se llamó Cuentos de lo guarresco y lo arabesco, en una paráfrasis, más bien burda, del libro de Edgar Allan Poe que se llama Cuentos de lo grotesco y lo arabesco. Los que promovieran tal publicación no verán sus nombres en este texto (se dice el pecado, pero no el pecador. Los dos muchachos son tan malísimos escritores que no se merecen ni siquiera la exhibición).

Con frecuencia pensamos que la escritura es uno de los oficios más nobles de la existencia. Tardamos años en darnos cuenta de que quienes la practican no necesariamente están a la altura de tan ilustre oficio. Si bien el escritor suele tener virtudes que resultan escasas entre el común de las personas (y por eso solemos esperar comportamientos más solidarios o hermosos o altruistas o humanistas o incluso heroicos entre los que escriben; craso, candoroso error) con el tiempo los escritores nos demuestran que no son mucho mejores que las personas comunes y corrientes. La escritura, como toda actividad practicada por humanos ha de tener, necesariamente, las virtudes y los defectos de esos que la practican.

Más todavía, me llegué a dar cuenta de que muchos ni siquiera son escritores. Son advenedizos, gente que lo que sí sabe es que el oficio de escribir, el hecho de publicar es altamente apreciado entre el pueblo, escribir es un oficio prestigioso, aunque no muestres jamás lo que escribes, aunque no exhibas nunca tus “virtudes” o “talentos”. Y así suelen abundar los (y las) porque también hay charlatanes del sexo femenino, los que denigran al arte de la letra.

Cuando publiqué en aquel librillo que pomposamente llamaron antología, al revisarlo me di cuenta de que había muchos autores que podríamos llamar menos que improvisados, hombres y mujeres que no tenían una preparación, bueno, ni siquiera en ortografía ya no digamos en preceptiva del arte de la letra y mucho menos en conocimiento literario en general. Muchachos u hombres y mujeres que no tenían idea de lo que sería una obra que merezca el estatus de literaria. Porque, es obvio decirlo, no han leído. Recuerdo que uno de ellos, el “jefe” del proyecto dijo en cierta ocasión —orgullosamente pero no menos con lastimosa ingenuidad—: “He leído tanto que ya no sé distinguir entre lo que es un bodrio y lo que es una obra literaria”. Lo cual no es más que el reconocimiento de ignorancia y ausencia de buen gusto en literatura. En otra ocasión, el mismo sujeto me demostró palmariamente que no había leído —¡y no conocía ni por nombre al autor!—, una de las grandes novelas de la literatura mexicana: Farabeuf, de Salvador Elizondo. Recuerdo que mi madre decía un lindo refrán: “En el modo de agarrar el taco se conoce al que es tragón”; así es en cualquier oficio. Un buen albañil se da cuenta de que alguien es inexperto con la primera hilada de tabiques que el novato colocase. Un futbolista ducho notará al novato en el solo acto de golpear el balón. El libro estaba malhechón, físicamente era un tanto artesanal, pero sin el quisquilloso amor que el artesano auténtico dedica a sus creaciones. Y los textos, muchos de ellos son inclasificables pero no por su originalidad, sino porque, simplemente, no tienen pies ni cabeza. Eran textos de gente que no tenía idea de lo que es literatura. Y menos aún de pergeñar uno.

Pero en fin, que se considere un descuido haber caído en manos de chambones y que se agregue la promesa de no sucumbir a las promesas de gente incierta. Hay que examinar siempre a las “amistades” (aunque la sabiduría popular establece que: nunca digas de esta agua no he de beber).


 

Divina ilusión

(Los atributos del diablo)

 Tu numen como el oro en la montaña

es virginal y por lo mismo impuro

Salvador Díaz Mirón


Para las amadas Violeta y Zoe

Para David, el bienamado

 

Para mi divina MGM

 

Me senté en uno de los asientos individuales en la segunda puerta del tercer o cuarto vagón del metro, abrí mi libro y me puse a leer. Eran, cómo olvidarlo, las 4:38 de la tarde, cuando se abrieron las puertas en la estación Candelaria y entró la criatura. Iba con su madre, una mujer sin mayor atributo que la intrascendencia. Había poca gente, por fortuna, porque en un tumulto tan común en el metro, bien pudiera no haberla descubierto. De frente era una niña tan trivial como su mamá. Por algún designio de la divinidad se dio la vuelta y detuve la vista un instante en ella. Por detrás era un exquisito ejemplar de la más pura y tierna belleza viva existente en este planeta. Era una criatura con unas nalgas portentosas enfundadas en un simplísimo e incluso vulgar pantalón vaquero de mezclilla. Nalgas desquiciantes. Nalgas, al menos, sublimes. Nalgas inocentes. Era un trasero prominente, pero sin exageraciones. Eran unas nalguitas tiernas y eran no menos poderosas. La minúscula cintura de la chiquilla hacía vertiginosa la curva. Y las piernas, fuertes pero delicadas, gruesas pero esbeltas; en perfecta proporción con la exaltación de ese tesoro de belleza en la carne de una simple chamaca.

Era una muchachita, adolescente, el ideal griego de la belleza: ellos lo llamaron Afrodita Calipigia (Afrodita de las bellas nalgas); la belleza de la mujer transformada en arquetipo. Pero ésta iba en el metro. Una criatura calipigia.

Evité verlas un momento. Pensé en un prejuicio debido a un momento de sensibilidad excesiva, exacerbada. Pensé en alguna posible distorsión perceptiva. Pensé en evaluar la belleza de manera tan objetiva como fuera posible, sin prejuicios de la sensibilidad.

Su delineado, a la vez violento y tenue me hizo sentir que dios existe y como consecuencia, milagros semejantes. Tan perfectas eran que ya más racionalmente— infundían dos certezas, una) que la divina proporción —descubierta por uno, o varios matemáticos remotos y propuesta al mundo primero por Euclides y luego por Pacioli— puede hallarse en este mundo y dos) que los dulces sentimientos que a través de la vista regalaban tanto al espíritu como al corazón y, lo peor, a los más bajos instintos, se deben a que esas formas primorosas eran debidas a su exactitud para reproducir y hacer notable el número de dios, la susodicha divina proporción. ¡Aquellas nalgas de mujer (de niña o, hablando con amor a la precisión, de adolescente) eran geometría! Pero eran también juventud, fuerza, elasticidad, no menos que dulzura, alegría, delicadeza. Y lujuria. Eran el amor de dios. ¡Eran las nalgas del universo! Eran, pues, el eidos de Platón transfigurado en tiernísima carne femenina. Eran, quién lo duda, las nalgas de dios. Mirar a la criatura resultaba un deleite. Un privilegio alcanzable quizácada diez años. Eran, en realidad, una bendición ¿del cielo, puesto que respondían, evocaban la divina cifra? O, mejor, ¿una maldición del infierno? Porque el mensaje de esas nalgas —ya lo he dicho— iba también a los más crudos y primitivos instintos animales: porque, en aquel momento, deseé ser capaz de empuñar el mazo, matar de un solo golpe a quien intentara impedir que me apropiara de aquellas simples nalgas. O morir en el trance. Eso es el infierno. O al menos lo desata, lo trae a este mundo. ¡Digno episodio para la criatura de las nalgas infernales!

El infierno. Porque tu cuerpo (cuerpo de animal): instrumento del demonio, te exige a cualquier precio que le obsequies esas nalgas de mujer. Sólo esas nalgas y nada más, por el momento. ¡Muévete, imbécil, haz algo, lucha, grita, asesina, haz lo que tengas que hacer para que le proporciones a tu cuerpo-puerco ese portento de nalgas de señorita que el destino te condenó (te regaló) a descubrir en el tercer ¿o cuarto? vagón al detenerse en el convoy del metro en la estación Candelaria de los Patos.

Deseé con desesperación ver qué cara de niña tendría la inocente que se cargaba semejante nalguerío. Y le busqué la cara. Quizá me vi un poco demasiado obvio entre la gente. Por fortuna le buscaba la cara, puesto que la espalda (junto con el brutal y delicioso espectáculo de sus nalgas) me lo daba ella de por sí, como una condena. Y miré su rostro. Todo lo que hice para ello había llamado su atención y se volvió extrañada hacia mí. Es difícil experimentar una decepción peor. Una vorágine de circunstancias, de imágenes, me avasalló. Comprendí que cualquier cosa que hiciera sería completamente inútil, al menos en el corto plazo.

Era una niña inocente y, me duele decirlo, muy próxima a lo que llamaríamos una persona con un desarrollo intelectual nulo (no hablemos de estupidez, sino de empobrecimiento). Con el tono gestual, el aspecto, la actitud, de quien ya perdió el candor agudo de la primera infancia y aún no alcanza a ser lo mínimo de inteligente que se logra con la variada experimentación, la amplia gama (brutal o refinadísima) de estímulos en esta vida. Y yo soy un viejo cerdo tan pervertido que difícilmente un humano podrá llegar a estos mis extremos. Comprendí que para acceder a la criatura era imprescindible fatigar algunos años para que se diera una leve posibilidad de que estuviéramos mutuamente a la mano.

O al menos era un pretexto muy plausible para mitigar la monstruosa frustración que sentía. Era imposible, con esa cara, con ese gesto, acercamiento alguno con la criatura. Excepto si yo actuara como un depredador, un tigre insaciable que atrapa a una becerrita de gacela, le arrebata la vida de una dentellada, la devora de manera incipiente, insatisfactoria (era tan tierna que no sería posible de otra manera). Y luego la abandona decepcionado, dejando abundantes residuos para las fauces de las bestias carroñeras.

Sentí piedad por ella. Un día —que no está lejano— llegará a su vida uno que, como yo, descubra su belleza y que no tenga tanto tapujo racionalista, tanto remilgo intelectual y al grito de prestigios, se lance al abordaje para disfrutar del dulcísimo bocado. Pensé. O quizá le llegue uno que ni siquiera se dé cuenta lo que el universo ha puesto en sus manos y la disfrute sin consciencia. En cualquier caso, dios guarde a la inocente, me dije cuando tuve que dejar ese vagón del metro.

Luego, melancólico, transbordé en Pino Suárez y salí en Bellas Artes, meditando. Miré con detenimiento los cuerpos de todas las mujeres al alcance de mi vista. Acaso dos o tres de las decenas que observé, se aproximaban, más o menos, al portento que me fue permitido contemplar. La belleza, ciertamente, y por fortuna, es prolija en este mundo.

Me conformé en demasía recordando las nalgas de mi amada que, sin presunciones ni exageraciones, no están demasiado lejos del exceso con que inconscientemente circula en este mundo aquella criatura.

Hice cuanto debía en el Centro y, dulcemente entristecido, un tanto adoloridamente feliz, llegué a mi casa a leer un rato, a beber un par de copas, a ver lo muy escasamente visible que tiene la televisión, a aturdirme un poco, a olvidar lo demoniaco, lo divino. A estar en este mundo.

Todo lo cual resulta extraordinariamente triste.

viernes, 10 de enero de 2025

Decálogo

 Pterocles Arenarius 

—El decálogo de, digamos, consejos para escribir ya se ha vuelto, casi un género literario. ¿Alguna vez has escrito uno?, —me preguntó con inefable candor uno de mis queridos amigos, Gerardo Anceno, un chico que podría fácilmente, por el abismo entre nuestras edades, ser mi nieto. El muchacho es muy talentoso, tiene una imaginación vivaz, sorprendente por la originalidad y no menos por lo fértil. Él cuenta con los elementos de sobra para convertirse en un gran escritor. Y ante la fría calidez (contenían hielo) de unas copas me puse a pensar cuáles serían los consejos que le daría a un joven escritor. A Gerardo. Luego de cuarenta años de escribir (conviene que anote que mi ingreso a la literatura a través de sesiones diarias de lectura casi obsesiva, lo que me llevó de manera casi natural a intentar la escritura), un proceso de varios años, en 1982 se marca el primer intento que podríamos llamar serio para escribir. El detonador fue la convocatoria que lanzó la Dirección de Cultura (si es que así se llamaba) del Instituto Politécnico Nacional. Yo estudiaba ingeniería civil en la Escuela Superior de Ingeniería y Arquitectura, ESIA. Y traía un fervor casi enfermizo por la literatura, de pronto hasta más fuerte que por las matemáticas, el análisis de estructuras y todas las materias que estudiaba en la escuela. Así que respondí a la convocatoria que pedía dos cuentos y los escribí. Y gané el primer lugar. La ciudad más segura del mundo, se llamaba uno, aludiendo la frase del temible criminal llamado el Negro Durazo que era jefe de la policía en aquellos tiempos y el otro cuento se llamaba Simios, hombres, dioses y se trataba de un cuento de ciencia ficción relativo a la evolución. Desde entonces para acá hay diez libros publicados, varios premios y, gracias a Anceno, el siguiente

 

Decálogo

(para un chico que quiere escribir)

 

Para Gerardo Anceno

 

1. Observa el mundo, obsérvate siempre. El mundo exterior y el mundo interior que nos habita son lo que nutre al escritor. Quizá la mejor manera de observarse a sí mismo y, a la vez, observar al mundo, es leyendo. Hay que leer mucho, todos los días. Leer muchísimo más que escribir. La lectura es la proteína del alma. Cuando, con el tiempo, has terminado por convertirte en un gran lector de literatura, es entonces cuando puedes leer a las personas. Y es, también, y sólo entonces, cuando puedes crearlas, hacerlas personajes de tu literatura. El escritor es un dios creador de seres humanos. Por eso tiene que hacerlos, por lo menos, verosímiles.

2. Antes que pretender la obra de arte en literatura, tienes que ser un artesano del lenguaje, tienes que dominar la gramática perfectamente, un escritor tiene que ser un especialista en gramática, si no lo es no es escritor, se trata de un chambón, un charlatán, un advenedizo. Para lograr esto es imprescindible que hagas dos cosas, la uno, leer; la dos, estudiar. En ese orden. Leer es, tiene que ser, un placer, incluso un gran placer. Si no obtienes placer no vale la pena leer. Tienes, como lector, el derecho inalienable, irrenunciable, de abandonar olímpicamente la lectura de la más sagrada vaca si no te da placer. Hay que leer todo el tiempo, aunque abandones algún libro, pero leer siempre. Y también estudiar. Hay que leer para aprender, para tener herramientas de crítica, pero, más importante, de autocrítica. Hay que ser tan riguroso como concesivo, contigo mismo. Riguroso implacable en la forma. Concesivo y misericordioso en el tema. Los malos temas no existen, lo que existe son los malos tratamientos. Hay más, los temas no los elige el escritor, es al revés, ellos nos eligen; de hecho nos han elegido desde muchos años antes de que fuéramos escritores, incluso antes de que imagináramos que seríamos escritores.

3. Es imprescindible crear oficio, conocer profundamente la preceptiva de la literatura y los géneros. Tienes que tener muy claro qué es un cuento, un poema, una novela y, en lo que te hayas especializado, pulirlo de manera constante, conocer y valorar las definiciones, en especial, de otros escritores y contrastarlas con lo que hayas elaborado. La literatura no es una ciencia exacta. Escribir un poema, un cuento, una novela, es, más que nada, trabajo y conocimiento. Lo poderoso de cada obra será lo que tú le añadas, tus sentimientos, tus dolores, tus anhelos, tus alegrías. Cada cuento es único e irrepetible, cada novela también. Y la única manera de alcanzar la estatura de virtuoso es leyendo mucho por placer y estudiando lo necesario y suficiente. A las armas del conocimiento tienes que agregarle la sensibilidad más delicada y un ojo de mirada muy aguda, es decir, tu única y peculiar manera de mirar al mundo, a los seres humanos. Porque vas no a retratar un alma, a crearla. Y con ella, vas a penetrar a lo profundo de muchas más. Mucho rigor, disciplina, fuerza. Pero también gran delicadeza y sensibilidad y misericordia.

4. Escribe para ti, para complacerte, no escribas jamás para complacer a otro, ni siquiera a tu mejor amigo, ni siquiera a la mujer amada. Ni siquiera a tu más admirado maestro. Escribe para ti.

5. Escribe diario. Escribe cuando te urja decir algo. Escribe cuando no tengas cosa alguna que decir. Escribe siempre. Pero no olvidemos que es mucho, muchísimo más lo que debemos leer.

6. Ejerce tu libertad siempre al escribir. Jamás te restrinjas en cuanto a lo que crees, lo que sientas, lo que piensas. Si no eres libre jamás escribirás algo que valga la pena. La literatura está por encima de la moral, es amoral, pero es profundamente ética. Si algún límite pones a tu creación que sea el de la más irreprochable e incorruptible ética.

7.  Cuando te sientes a escribir tienes que ser un flechador del sol, ambicioso, soberbio, tirarle a lo más alto. Si te comparas con alguien que sea con los más grandes, jamás te compares con los que están escribiendo en este momento, ni siquiera con los grandes escritores que tienen apenas pocos años de haber muerto o dejado de escribir. Compárate con Cervantes, con Borges, con Joyce, con Rulfo, etc. El único juez para determinar la estatura literaria de un autor es el tiempo. Pero además de soberbio, al mismo tiempo tienes que ser absolutamente humilde, porque lo que tienes que hacer con tus letras es conquistar un alma. Es equivalente a hacer que una mujer se enamore de ti. La obra de literatura, la obra de arte en general, es un acto de seducción.

8.  Tienes que ser absolutamente sincero al escribir. Lo que estás haciendo es mostrar tu alma y, si quieres escribir algo que realmente toque a otra alma, sólo podrás hacerlo si eres absolutamente sincero. La insinceridad es muy fácilmente notable en la literatura, se siente. Igual que la verdad. El escritor, de alguna manera, es un gran desvergonzado puesto que se atreve a mostrar sus intimidades ante el mundo. La literatura es una gran mentira como pretexto para decir las verdades esenciales de los seres humanos.

9.   Así como se tiene que ser muy desvergonzado al escribir (prístino de sinceridad hasta la total desvergüenza, también el escritor tiene que ser inmensamente recatado para publicar). El pudor para publicar es debido a la búsqueda de la calidad hasta su último extremo. El escritor tiene la indecible ventaja de que en la ejecución de su arte puede corregir (esta es la palabra mágica). Mientras que el bailarín o el músico o el actor interpretan y crean a la vez, el escritor “inventa o descubre”, para él son sinónimos estos vocablos, pero tiene la inmensa ventaja de corregir. El bailarín y el músico no pueden corregir. Ejecutan, con mayor o menor perfección, la obra. Si salió de excelencia, muy bien, si fallaron, así se queda para siempre. El escritor puede corregir, si no lo hace está renunciando a la más grande ventaja que tiene, la de corregir, afinar, bruñir la obra. Escribir es reescribir. Corregir hasta que ya no puedas más. La obra literaria siempre está por encima del autor, es más grande que él, siempre (por eso dicen que lo único decepcionante de la literatura es conocer al autor de la obra). Y sólo entonces, sólo hasta que ya no puedas más, entonces tienes que publicar. Pero publicar ya… como se anota en el número

10. Una vez que se ha terminado de corregir urge publicar. Cuando sientas que ya no puedas más corregir, publica, pero ya. Aunque sea en tu blog, aunque sea en feisbuc, pero publica, te tienes que deshacer de lo que escribiste, si no, se vuelve una condena. Vas a estar corrigiendo y corrigiendo como Sísifo que sube la piedra y se le vuelve a caer. Una vez que publicaste la obra ya no te pertenece, ahora es de la gente y ya no puedes (quizá ni siquiera debes) modificarla, porque ya no es tuya. Una vez que la has publicado así se queda para tu honra o para tu escarnio: la obra de literatura es un estigma para el resto de tu vida e incluso para después. Suele ocurrir que cuando una obra no se publica, el escritor se la pasa corrigiendo y corrigiendo porque ocurre que, luego de un par de años, ya no le gusta lo que escribió y se pone a cambiarlo y lo que realmente ocurre es que el que ha cambiado es el autor, así, se puede quedar años, incluso toda la vida cambiando su obra. Pero si la publica ya no puede cambiarla o, posiblemente, no debe. Porque de poder, claro que puede, aunque sea una manera de autoplagiarse.