lunes, 6 de agosto de 2007

Nur de Noruega y Encarnación Vital

Nur de Noruega y Encarnación Vital

Pterocles Arenarius
El amor con el odio son una y la misma cosa, pero de polaridad opuesta; igual que la vida con la muerte. Y no es raro que el amor y la muerte se mezclen y se confundan.

Nur Galardth fue por tres semanas novedad asombrosa en el pueblo luego de su llegada. Cuando ocurrió el suicidio de don Atenógenes Alquería, por causa de sus amores la hicieron objeto del más fuerte odio que se recordara en el pueblo. Y luego, al decirse que por su causa perdiera la vida horriblemente don Cundardo Albarradón, Nur Galardth se volvió motivo también de terror. Había gente que ya deseaba, en secreto, matarla (quemada en leña verde de preferencia). Otros, preparando el terreno, empezaron en público a llamarla bruja.
Finalmente un hombre de mucho respeto en el pueblo, don Teodardo de Lauros, entró en tratos de comercio amoroso con ella, por lo que Nur estuvo a punto de ser expulsada en un hecho que la esposa de Teodardo, doña Encarnación Vital, se dice, alentó hasta con dinero pagando a vociferantes cuasi profesionales para que escandalizaran –una medianoche de incendios y violencia generalizada en el pueblo– acusándola de hechicería, pero el propio Teodardo, con su poder e influencias de funcionario, impidió la expulsión para la desgracia fatal de su propia existencia, la de sus tres hijos y, sin dudarlo, la de su esposa Encarnación.
Teodardo hizo la ronda a Nur y ella le demostró algún interés. Una mujer, decían –oh paradoja– indecible, o insoportablemente hermosa y, peor aun: diferente tanto a lo que conocemos como hermoso, pero también diferente a todo lo que conocíamos. La inaudita belleza de Nur se consideraba, por las mujeres del pueblo, una simple pero peligrosa exageración de machos y fue razón de disparates monstruosos e inestabilidad en el pueblo.
Ella era descarada o candorosa. Se daba a la vista de los hombres desde detrás de su ventana. La casa que fuera de Nur es una de las más hermosas del centro del pueblo, un palacete construido en el siglo XVIII al estilo rococó por un marqués español de sangre. Tras la ventana, transparente de día y traslúcida de noche, con la luz natural se aparecía la mujer, vestida con una blusita que no le tapaba el torso completo… y nada más bajo esa prenda porque de la cintura para abajo se descubría más que cubrirse, con un pequeño calzón –que hemos dado en llamar con la inapropiada palabra short– las largas y perfectísimas piernas, como dos columnas de templo que entre muchos más atributos la hacían tan diferente a las mujeres de aquí, chaparritas, de piernas cortas y cuerpos de curvas violentas.
No es tan difícil explicar el revuelo por Nur en el pueblo. Decían que llegó de un país que se llama Noruega en el que no hay más que hielo ocho meses al año. Era blanca como las primeras nubes del verano ardiente, mientras que en el pueblo todos somos morenos. Alta como sólo los hombres más altos, ninguna de nuestras mujeres concebía siquiera competir con ella y su metro setenta y ocho de estatura. En tercer lugar, era casi albina o más bien rubia platinada, tanto, que bajo nuestro sol incendiario de trópico, Nur deslumbraba y en pocos minutos su piel se veía con una intensidad sonrosada como la de un bebé; mientras que aquí nadie tiene el pelo de otro color que no sea el no color negro hasta antes de los sesenta años y nuestra piel, rigurosamente hablando, es café con diferentes tonos de oscuro para cada persona. Nur tenía ojos de color cambiante con la luz del día y era casi incapaz de abrirlos al mediodía de sol a plomo, hora en que éstos eran de un azul acuátil y blanquecino; veía mejor en el alto amanecer, cuando adquirían un verde nítido y llegaban al azul violáceo en la tardenoche, oscureciendo. Mientras aquí somos de ojos permanentemente negros, o a lo mucho cafés oscuro.
Las mujeres del pueblo empezaron a pensar que Nur era idiota un día que salió de su casa en chanclas y bata de baño, se encaminó al río y sin cuidarse de miradas de macho se metió en las aguas que se nos regalan en la corriente, después de quitarse la bata y mostrar que había llegado a bañarse sin prenda alguna. Se dice que a partir de ese momento, un borrachito que por años deambulara por el pueblo, llamado Fidelino el Cimarrón, se volvió loco de ver tanta deslumbrante blancura en piel de mujer desnuda. Porque antes de eso nada más era borracho, pero estaba bien de sus facultades. Pues la versión es que al encontrarla de cerca en el río en esa desnudez de blancura inconcebible, con ojos azul de cielo porque ya pasaba de mediodía, pelo color de plata tornasolando hacia el oro y un cuerpo níveo y perfecto como de diosa griega de mármol, perdió las últimas conexiones que conservaba con la realidad terrena y además quedó parapléjico y con secuelas del mal de Parkinson. Su caso fue estremecedor porque sus brazos incontrolables se mantienen en una temblorina que hace pensar a las mujeres que su invalidez es debida a la practica el vicio nefando de Onán y ellas, moviendo la cabeza y hablando por lo muy bajo, con pena infinita, se inclinan a darle dinero en monedas. Y se asegura que esta desgracia de Fidelino se debe a la letal visión de la desnudez de Nur durante aquel baño de río.
En las noches la mujer blanca deambulaba totalmente desnuda atravesando por las ventanas iluminadas y de cortinas traslúcidas. Se volvió una especie de tradición vergonzante para los hombres pasar por la casa de Nur. Anhelaban verla desnuda y odiaban que alguien supiera de esos ardores. Cuando se encontraban en la acera frente a la casa de ella, se hacían bromas despiadadas o trataban con desesperación de no ser vistos. Se decía que algunos se plantaban tan ocultos como era posible sólo para verla atravesar por el trasluz de sus ventanas, desnuda como una alucinación.
Hoy algunos presumen de lo que entonces era vergüenza y pretenden poseer fotografías de desnudos de la hermosa, tomadas gracias a haberla espiado con paciencia de astrónomo durante largas noches tras un telescopio de diletante adaptado a la mejor cámara.
Atenógenes se voló medio cráneo y la mayor parte de la masa encefálica de un balazo desmesurado que salió de un pistolón de grueso calibre que él mismo accionara cuando ella lo rechazó sin piedad ni la menor consideración a las amenazas del hombre. Hubo trato entre ellos, por supuesto. Dicen que Atenógenes salió de la casa de ella horriblemente humillado y regresó con el arma que tan enorme era que ni siquiera la sostenía con firmeza en su mano. Que le gritó al balcón “Sal a contestarme, mujer, o me mato”. Ella, contra sus diarias costumbres de tres meses en el pueblo, ni siquiera encendió la luz de su recámara en primer piso, ante la cual Atenógenes vociferaba.
“Repíteme que no soy nadie para ti”. La respuesta fue encender la luz dos segundos y apagarla de nuevo. Él se acercó. “Repítemelo” volvió a gritar. Y la luz no se encendió. Entonces él apuntó tembloroso, con inseguridad, hacia su sien, pero provocó desconcierto a quienes lo miraban al disparar al aire provocando un sonido espantoso como cañonazo en medio de la noche absoluta. Y no hubo respuesta. En efecto, él era nadie. Entonces esperó el minuto más largo de su vida y al final dirigió lento y tembloroso la boca de la negra y enorme pistola contra su cabeza y disparó sin contemplaciones. A pesar del temblequeo de su muñeca el disparo fue asombrosamente preciso, tanto que sangre, masa encefálica y pedazos de hueso del cráneo quedaron esparcidos desde donde cayó el cadáver entre convulsiones de muñeco descoyuntado y hasta diez metros más allá en una formación perfectamente geométrica de líneas rectas divergentes, como el trazo teñido de rojo que hubiera hecho el soplido de un gigante.
Cundardo Albarradón fue más drástico y luego de ser rechazado de principio por la bella se acercó directo a su casa, animado por la abundancia de los vapores alcohólicos y sus propias bravatas que otros borrachos le celebrasen en la cantina y según él dispuesto a raptarla de su propia casa desafiando leyes y autoridades del cielo y de la tierra.
El incidente fue confuso: Albarradón murió fulminado por una hipotética electrocución cuando se dirigía a la casona de la mujer. Una versión afirma que después de alardear en la cantina y dirigirse ya medio borracho al centro del pueblo para llegar a la residencia de Nur, los que lo acompañaban refieren que se detuvo a exonerar la vejiga en una esquina y se dice que quizá había cables eléctricos pelados de una instalación subterránea. El chorro de orina fue conductor de la presunta descarga eléctrica de alta tensión que lo hizo volar cinco metros y lo mató de manera tan fulminante que cuando cayó ya era un cadáver ennegrecido al que la ropa se le encendió en concéntrica quemazón cuyo centro era la bragueta. El cuerpo carecía ya del atributo de macho. Y cuando fueron a revisarlo le salía humo negro por la boca y por la nariz en medio de una peste de quemadero de rastro. Circunstancias que –las mujeres se empeñan en sostener– hacen pensar a algunos que fue fulminado por la furia del propio Satanás. Por malignas instancias de la negra magia de la blanca mujer: Nur.
Ellas siguen asegurando que no fue un accidente. Y achacaron a Nur pactos satánicos, poderes infernales tan inconcebibles como para incinerar ipso facto a un cristiano. Y no faltó la idea de que ella era el vivo demonio o la muerte personificada.
La hermosísima mujer soportó la actitud destructiva de la gente del pueblo poco tiempo. Don Teodardo de Lauros se encargó de asumir su defensa y exaltar su reputación. Y ella, a pesar de todo, temerosa de las reacciones del pueblo ante sucesos tan desafortunados, admitió la compañía de Teodardo.
Un mal día Nur Galardth y Teodardo de Lauros desaparecieron del pueblo. Dejaron la casa de ella y la mujer de él abandonadas. Semanas después cuadrillas de trabajadores desmontaron la residencia. Nadie consoló a la dejada. Ellos ya habían volado. Y por fin, con el tiempo, el pueblo volvió a la normalidad aunque con los daños –dos muertos, muchos maniacos, un desaparecido y un loco que antes no había– que, según la gente del pueblo, Nur causara. Nunca se supo del destino de Teodardo de Lauros. Y pasaron más de dos años. Un buen día llegó un hombre desconocido que se instaló en la casa que fuera de Nur.
Era casi tan misterioso como ella pero jamás despertó tanto interés y el hecho de que se pusiera a vivir en la que fuese residencia de Nur generó desconfianza por más que el acto fuese, según los leguleyos del pueblo, perfectamente legal. Nadie recordaba en la región a ese hombre, pero él, por su aspecto, hacía recordar vagamente a Teodardo de Lauros en un lapso de posible mala apariencia de aquel hombre recordado por elegante. Éste era una copia achicada y degenerada de aquél. Huraño, triste e intrascendente, pronto quedó en el olvido.
Mucho tiempo después ese hombre se volvió borracho y en las charlas de cantina ostentaba ser el mismo Teodardo de Lauros y aseguraba haber muerto. Y juraba haber resucitado. Exigía ser creído al sostener el hecho de su resurrección y regreso del mundo de los muertos a donde ella, Nur, lo condujera y de donde fuera redimido para convertirse en otro. Se refería, para comprobar su identidad, a su vida anterior con Encarnación Vital como si, en efecto, hubiera sido otra existencia. Refería detalles que, cuando se los contaban a la supuesta viuda de Teodardo, la hacían estremecer porque eran espantosamente ciertos e íntimos. El hombrecillo se justificaba diciendo que había hecho lo que había podido en su primera existencia y que ahora, en esta segunda, sólo esperaba otra muerte después de haber conocido el más allá, tanto el paraíso como el infierno conducido por Nur, viviendo con ella, para ella. Luego se embriagaba hasta quedar tirado en las calles como si muriera. Y despertaba víctima de resacas que lo hacían parecer, en efecto, como si hubiera regresado del otro mundo.
Encarnación lo desconoció, aunque en la intimidad refieren que acepta que es Teodardo, pero degradado por una muerte y un renacimiento que sólo le están sirviendo para pagar los pecados que cometió en la vida que hicieron juntos. Y hoy ella goza de los bienes del otro Teodardo, el muerto. Mientras él sufre los males de éste, el vivo, el resurrecto, el que amara a Nur.

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