lunes, 9 de julio de 2007

Crística

Crística

Pterocles Arenarius
Alguien morirá esta noche
en el lúgubre altar de la belleza
y de su sangre brotará una orquídea
y de su angustia nacerá el poder.
Alguien morirá esta noche
para gloria mayor del universo.

Y la víctima encuentra el
Argumento
irresistible.
José Leonel Robles

El rostro era de muchachita y el maquillaje excesivo, casi ridículo, no alcanzaba, sin embargo, a perjudicar la dulzura de la chiquilla que, no tan lejos de la infancia se afanaba, sin erudición, por aparentarse atractiva y excitante. El pelo apenas a las orejas –por imposiciones del oficio maquilador– pero florecido con gracias femeninas de broches a juego con su bolso de mano pequeño, como de juguete y con sus rojos zapatos de mariposa, coloridos y ligeros. Todo era de artefacto infantil, porque Valeria era una niña, a sus dieciséis. La alegría iba en su cara infantil color de canela a pesar de a pesares. Blusa minúscula y graciosa, comisionada más para ornar la belleza –con holanes y tirantes– que para ocultarla, el brasier, desbordado de suavidades, visible bajo la recortada prenda era signo de un delicioso mal gusto. Sólo la belleza es capaz de ganar con tales desplantes; pantalón de tiro corto y color de escándalo, ajustadísimo al juvenil cuerpo y no más largo que al tobillo (y otro detalle del peor mal gusto, delicioso: un calzoncito más que diminuto transparentábase, se hacía evidente –con escándalo, con encantadora imprudencia– debajo del pantalón, a su través); el vientre de señorita, su ombligo y hasta los pliegues de la piel de la cadera aparecían a la vista para dolor de insatisfechas concupiscencias o deleite de apreciadores. Recién florecidas formas con el privilegio de la belleza de tal región de cuerpo de mujer obedeciendo a la estructura del hueso, como nunca, sacro (pues era responsable de la anchura de las caderas y quizá también de la adorable prominencia de las nalgas, de la plenitud y planitud del vientre, del esplendor, pues), hueso sacro como sagrada es la belleza. El conjunto perpetraba perturbaciones y también airadas reacciones no siempre agradecibles entre el peatonaje masculino y hasta (incluso más, pues más confianza se tienen) entre los motorizados.
En esa ciudad calurosa y peligrosa como se han vuelto las ciudades gracias a degradaciones político-ecológico-sociales-psicológicas-relacionales-morales y de más índoles que no quieren ver límite como tampoco lo ve la humana degradación, pues de ella son derivadas.
Valeria era la suma de la belleza. Como lo es casi cualquier muchacha a sus dieciséis. Y muy desgraciada es la mujer que a sus dieciséis y a más tardar a sus veinte no lo sea.
–Es un ñor de varo y quiere invitar la trama y unos alcoholes. –Le dijo a Valeria el chúntaro, Andrés el Gatica, de la banda Los Chúntaros del Barrio Centro. Prieto y pelón a los costados de la cabeza y con una larga melena de pelos necios en penacho al centro del cráneo acalabazado–. Se mocha en grande el carcamán. Un día me llegó a la de sin susto y me cantó, “tú conoces a una huerquilla Valeria, ¿no? Vente a tomar una chela pa’platicar” y mira, manita, me bautizó, me puso Ultrapedo a su costo, y luego me la soltó: “Invítala a comer y nos vamos los tres, nos tomamos algo, te digo, los tres, para que la chamaca no desconfíe”. Dice que quiere bisniar contíteres. ¿Cómo ves? Un viejo pocamadre. Anímate, pus qué, nos empedamos gratis.
Lo que no le contó a Valeria fue el escandaloso moche del ruco: un gordo carrujo de mota, para unos veinte cigarros kinsais y de grueso calibre, pero más, cinco grapas de a gramo de coca extrafain y un billete de quinientón más la promesa de quintuplicar si le llevaba a la morra. Una pequeña fortuna que le evitaría el talón y el atraco cerca de dos semanas. Pues en su barrio los cabecillas grafitean para ganarse los odios, le meten a cuanta droga alcanzan para saber que el mundo también puede ser bonito y sabroso... y atracan para subsidiar las dos anteriores. Es muy raro si camellan. Y las morras le chingan en las maquiladoras, les mantienen casa a sus cabrones, les paren descendencia, les alimentan y les educan hijos a su costa. Y se la arman de superjamón a los cabrones, por pachecos, mantenidos y dañeros porque quién les manda grafitear para que más los odien. Pinches viejas son bien culeras con los machos. Y ellos las madrean y luego las abandonan. Dicen que no ha faltado cabrón que mandara a su vieja al hospital de una tamaña madriza o hasta habrá el que se la quebró. Casi todas las viejas de Barrio Centro y de todos los barrios tienen su jale en la maquila y las putas maquiladoras no quieren machos, quieren viejas, porque éstas le chingan bien duro y no son drogadictas, si acaso son briagas y putas, pero no se meten coca y mucho menos arpón, además son bien obedientes y no arman pedo por nada. Y las putas maquiladoras no quieren machos porque somos briagos, llegamos crudos al jale, muchos le metemos al coco, al arpón, a las piedras y hasta al chemo. Además, de todo la hacemos de pedo, somos rebeldes.
–Un pinche viejo pito-en-brama ¿no? –le dijo Valeria al chúntaro Andrés.
–Ps chance que sí, manita, pero qué, si tú no quieres coger con él no hay tal...
–Ay no, me dan güeva esos viejos, manito. Y para eso mejor me metía a putear en vez de chingarle en la maquila.
–No, eso sí. Vamos, hombre, que se moche con la trama, lo llevamos a un buen antro, lo sangramos con unos alcoholes y lo mandamos a chingar a su madre.
–Pero, pinche Andrés, no te vayas a largar y me vayas a dejar con él, güey. Porque son muy necios esos rucos. Cuando yo te diga ya me voy es ya me voy y tú me tienes que acompañar, cabrón. Si no, mejor no.
–Sí, manita, yo te hago el paro. Si no, cuando yo me quiera ir te digo, Valeria, ya me voy, y te vienes conmigo. –Y quedó pactado.
Al día siguiente se vieron. El chúntaro Andrés, con una mascada a la cabeza, un pantalón cuatro tallas más grande y fajado a media asta (a media verga, pues) metido en un camisón de futbol americano hasta las rodillas con el número 76 en pecho y espalda, tatuajes tan malhechotes que ni vale aludir, visibles en brazos y cuello, tres arracadas en cada oreja más una en la nariz y otra en la ceja más su penacho de loco en la calabaza, henchido, le dijo: “Tons qué, mamacita, ¿vámosle dando? Déjame fonear al vetarro”. Y sacó de la cintura teléfono celular, cómo no, si tenía su morra chingándole duro en la maquila para apoquinar con él, para que se diera sus gustos y ella el lujo de tenerlo de macho para echárselo (como si fuera su perro) a cualquiera que no le fuese simpático y también, por qué chingaos no, para que de repente hasta a ella le metiera sus bofetones que así es el macho, como todos y más bien todas lo saben.
–Tamos listos, jefe, la morrita dice que estaría bien un refine, dos que tres alcoholes, cualquier danza en un bonito antro; ah, pero que no hay compromiso, ya sabe, jefe, como son estas huerquillas –oyó Valeria al chúntaro loco. Lo vio guiñarle un ojo y, sonriente, el bato le mostró el pulgar señalando al cielo–. Cómo no, patrón, allí mero lo aguantamos. –Cortó comunicación y guardó el aparato–. Ya se hizo, mi reina, ‘orita va a ver lo que es el que sí es. Vamos al Gozcioso
–¿Al Gozcioso?, no manches.
–Ssssht, chiquita, ¿no le digo?, arrejúntese con su acá...
El Gozcioso es el antro más popular de la ciudad, grandote, vulgarzón, aplebeyado y hasta televisivo, el sitio más afamado para los ligues, para beber, para bailar y también para comer, pues cuenta con las sendas secciones, una más de las cuales no es para jóvenes ligadores, sino para viejos consumidores de sexoservicios: teiboldans, pornovideos y servicios sexuales tanto menores y secundarios como completos y especializados. Además, este antro de antros es motivo de presunción entre la runfla más aplebeyada.
Llegaron al Gozcioso Sección Restaurante y Andrés se dirigió, con altanería retadora, agravada por su cholo-chúntaro aspecto, al casi elegante capitán de meseros:
–A ver mi cabroncito, póngame en la mejor mesa, que traigo una reina. Tenemos reservación. Para el señor Sangre, ¿sabes quién es?
El mesero se detuvo, lo miró con desprecio mal reprimido. El chúntaro Andrés era casi un andrajoso, tatuajes y argollas lo hacían abominación para la gente de bien. Pero, en este antro, como en cualquier otro, aunque en especial en el Gozcioso, “Donde se trocan ocios por gozos”, nada manda tanto ni mejor que el dinero y quien lo (a)porta, como el señor don Segismundo Sangre más que bien conocido en el múltiple antro. Y el mesero los condujo a una mesa de terraza.
–Mira, muchacho, tráeme tres tequilas dobles, ¿va?, y un chingo de botana, de lo que tengas pero mejor si viene con carne y unos marlboro cien, gringos, rojos. ¿Y tú, chiquita, qué le pedirás al mesas?
–Una cerveza, por favor, Negra Modelo…
(–¿Quién es la inmundicia que viene con la muñeca? –Sentados a pocos metros, en un discreto reservado, un hombre viejo y casi ya lastimoso, el así llamado señor Sangre, inquiría a su ayudante mientras espiaban a la muchacha esperada.
(–Yonqui, muertodehambre, raterillo. Colaborador involuntario.
(–No me gusta esa mierda…
(–Deshacerse de él es tan sencillo como darle una dosis, o se puede hasta hacerlo voluntario.
(–No me gusta el trozo de cagada.
(–Ese güey no vale nada y lo más fácil es deshacerse de él o incorporarlo. Ya después se lo echamos a las bestias. Pero la muñeca es un pimpollo.
(–Está media desnutrida, ¿no?
(–Mmmm, bueno, no se crea, jefe. Las viejas más chulas ahora son así, flacas y trompudillas, como ésta. Pero tiene que verla bien, es una diosa la putita ésta.
(–No, no me convence, no lo suficiente como para soportar al animal que trae con ella. Ve cuánto traga el muertodehambre. Ahí déjalos, que pague el hijo de la chingada.
(–Hijo de la chingada. Pero está bien, jefe, la chiquita, véala, vale eso y mil más).
El destino de Valeria se selló, como se sella todo destino, por una casualidad. Ella se levantó de la mesa, fue al sanitario de damas y en el tránsito se hizo ver –sin saberlo– en su esplendor por los dos hombres que los observaban. Valeria hubiera conquistado a cualquier representante macho y viripotente del humano género con su fresca belleza. Igual que lo hubiera hecho cualquier muchacha con esa misma fragancia y de raza cualquiera. Ella no era para adornar portadas de revista frívola, pues tales bellezas son artificiales. Valeria era una belleza de las que abundan y pasan sin ser notadas por la copiosa estupidez que prefiere las falsedades que se venden en revistas y pantallas varias. Era una belleza para conocedores.
Segismundo la descubrió después de casi chocar con ella. Él ya se iba, para dejarlos plantados, ella fue al sanitario. La muchacha hasta le regaló una sonrisa que hizo al señor Sangre sentir la vaga desesperación del placer que se escapa y que tan sólo por ello genera un dolor que promete placer. Siguió a la criatura con ojos curiosos que con gran velocidad se volvieron de lujuria. La vista fugacísima de su ombligo tierno y el calzoncito tan indecente y primoroso lo decidieron. Regresó y le dijo a su ayudante:
–Vamos a sentarnos con el pedazo de porquería.
–(¿?) ¿Siempre sí?
–La putita tiene lo suyo.
–¿Verdá?, le digo…
–Pero lo lanzas a la mierda a la de ya. –Llegaron ante el chúntaro Andrés que los miró asustado.
–A ver, mi cabroncito –le dijo el ayudante del señor Segismundo Sangre y apenas sentarse empezó a poner billetes de quinientos pesos sobre la mesa. Cuando contó diez le dijo– ¿está bien? –Chúntaro Andrés no contestó, rio mirándolos con su más estúpida máscara, ya avanzando en el camino de la embriaguez pues había apurado, mezquino, los tres tequilas; el otro hizo un gesto impaciente y dijo– bueno, ya vas –y siguió contando billetes. Cuando dobló la primera cuenta sonrió diciendo– ¿’ora sí? –y como el chúntaro Andrés tratase de agarrar el billetaje, le apartó, con violencia, con desprecio, la mano y volvió a doblar el número de billetes. El chúntaro Andrés estaba radiante o quizá quería llorar–. Somos de generosos como nadie lo ha sido contigo capaz que en tu puta vida, cabroncito. Ahora, fíjate bien lo que tienes que hacer: vas a salir lo más rápido posible, en chinga, sin voltear pa’trás e irte derechito a chingar a tu madre. Y nos dejas a la niña. ¿Sale? –Andrés, chúntaro, se desconcertó un poco, pero sonrió con su mayor cinismo:
–Este chúntaro hace lo que sea para jefes que a punta de billete ordenan. –El ayudante le sonreía y su gesto era asimismo tan cínico que lo hacía sentir sobajado, el señor Sangre lo veía con asco, sin rebajarse a tomar asiento junto a tal escoria. Pero Andrés se sentía más que pagado, en el paraíso de la posesión de veinte mil chuchos. En ese momento llegó ella cargando su inocente, su inconsciente belleza y se sentó a la mesa mirándolos con sonrisa lumínica. Chúntaro Andrés se puso de pie, se había guardado el dinero y le dio un beso en la mejilla.
–Qué pedo, güey, no te hagas pendejo, no me digas que ya te vas… –pronunció Valeria casi secreteando.
–No, güey, mamita, na’más voy al baño, pero se me olvidó. –Le dijo el chúntaro para justificar el beso– ah, mira, te presento a los ñores. ‘Orita vengo, no me tardo, no te vayas ¿eh?
–No te tardes, pinche chúntaro…
–Sshhht, estamos en la mejor compañía, quédese un ratito con los señores, chiquita, no me tardo ni tres horas, je je je, n’hombre, cómo cres, orinita vengo.
A partir de ese momento el señor que se hacía llamar Segismundo Sangre y su ayudante la trataron deveras como a una reina, como en su vida nunca galán interesado lo había hecho. Le mostraron su poder y el dinero que los acompañaba. Le pidieron langostino a la mierdolaga, creps dolchetinas de sanguijuela cebada, vino blanc de merd cosecha de su chingada madre, le dijeron “y tu amigo ¿por qué no regresa?, qué raro”, aludieron a su belleza al decir que era una muchacha muy atractiva, que si no estaba modelando en alguna agencia (y lo hicieron con mesurado gesto profesional, sin exagerar), le confesaron que le decían tal porque eran publicistas y productores de cine y televisión, asombrados por que no era modelo le ofrecieron un curso en el famosísimo Cencarte (Centro de Capacitación en Artes Escénicas), del que ella jamás había oído hablar –o bien se lo había oído mencionar a todo artista de tv cada día–, para hacerla actriz, bailarina, modelo y cantante; le propusieron un casting el próximo miércoles; le prometieron un sueldo, durante los seis meses después de que la aceptaran en el Cencarte, de –bueno, es un sueldo pequeño pero en algo te ayudará– de apenas seis salarios mínimos; le exigieron (casi) que firmara un contrato en ese momento, cuando ya se sentía medio en las nubes porque llevaba tres vinillos blancos exquisitos y helados en copa de cristal que el señor Sangre o bien su ayudante se apresuraban a llenar y que se tomó demasiado rápido porque tenía sed y le repitieron “¿y tu amigo, por qué no vendrá?, qué mala onda, te dejó aquí solita con dos hombres” y Valeria empezó a pensar que soñaba y que qué bueno que se había ido el chúntaro loco Andrés que la conectó con el milagro. Pero también dudó que ella pudiera ser actriz, que aquello no era posible. Seis salarios mínimos era tres veces lo que ganaba en la maquiladora. Ser modelo, bailarina, actriz y también cantar, aunque me vuelva bien puta, qué le hace, al fin que todas son reputas. Pero se preguntó seré capaz, enseñarle un poco las tetas a los hombres, besarme con actores bien papazotes en las telenovelas, bailar abriendo las piernas, cantar moviendo la cintura con temblorina, haciendo el movimiento que se hace cuando uno coge y enseñarles un cacho de nalga usando un calzón recortado, sacudir el tetamen y mis nalguitas. Ganar un chingo de dinero, cómo no. Ser famosa y putísima como las que salen en la tele. Me gustaría. Pues sí.
–Es más, señorita Valeria, yo creo que ahorita mismo podemos hacer un estudio de fotografía, ¿no, don Segismundo?
–Eeeh –estudiadamente el llamado don Segismundo miró un momento a su ayudante, examinó su reloj– déjame ver –sacó teléfono celular y tras saludo jovial se puso a decir– sí, una sesión de una media hora cuando mucho; es una aspirante… pero tiene talento y mucha presencia, podemos hacer algo muy decoroso de inmediato… allí nos vemos… bueno, dame una media hora… –interrumpió la comunicación y guardando el aparato les dijo– está hecho, vamos al estudio.
–¿Pero ahorita ya? –les dijo Valeria como tratando de negarlo para creer mejor el milagro.
–Tómate tu tiempo, termina de comer, ¿te sirvo otro trago?, vámonos con calma –y le sirvió vino el ayudante. Poco después pagaron una cuenta que era más de lo que ella ganaba en quincena regular. La llevaron a un Pontiac rojo. Valeria pensó “Dios mío y yo media peda” mientras ocupaba el asiento junto al volante y luego de que le abrieran la portezuela. El viaje fue rápido, entraron en un edificio con estacionamiento propio casi cerca del centro. Tomaron elevador y llegaron a una oficina alfombrada.
–La señorita es Valeria Sánchez (ah, le vamos a cambiar el apellido) pásala a maquillaje y que le den vestuario de rutina. –Instruyó Segismundo a un hombre en la entrada. Del vestíbulo la pasaron a un saloncillo y otro hombre abrió un gran guardarropa y le escogió un shortcito entallado y una blusa ligera de gran escote. Ella se metió al vestidor y se vistió. Al salir, el hombre que le diera la ropa le dijo:
–No, quítate esto, se ve mal –y jaló suavemente el tirante del brasier que estaba a la vista. Valeria dijo:
–¿Me lo quito? –y entró en el vestidor. Al salir el hombre la sentó en una banca frente a un gran espejo, le lavó la cara y empezó a maquillarla. También la peinó.
–Vente –le dijo mientras ya caminaba. Entraron en el estudio. Un pequeño círculo rodeado de cámaras se iluminó y un fotógrafo la invitó a sentarse sobre una butaca, al centro de un set. Se le acercó–: Vamos a ver… sonríe, más… levanta tu carita… a ver… relájate, relájate, linda… –y manejaba su rostro para lograr la mejor postura– mmm, mira para allá, como si allá estuviera ¿quién te gusta?... ay no sé, el hombre más hermoso del mundo y te enseñara un fajo de billetes… ¿me entiendes? –se retiró y disparó la cámara. Accionó un ventilador que le volaba el cabello y le dijo–: párate, muévete, camina, piensa que veinte millonarios te miran y lanzan flores y billetes a tu paso ¿me entiendes?, te quiero maravillada, te quiero sublime… ¿sí, me entiendes? –empezó a sonar música de rock rítmico y ligero.
Luego la acostó, la subió en una escalera, la volvió a sentar, ponte seria, enojada, carcajea, a ver baila ¿quieres otra música? Le pusieron samba, jazz, bossanova. ¿Fueron doscientos, trescientos clics de cámara? Segismundo y su ayudante por allá en un rincón no perdían detalle. El fotógrafo le dijo por encima de un rock duro que llenaba el lugar:
–Muy bien, señorita; ahora va la prueba de fuego, a ver de qué estás hecha, si tienes tamaños o te quedarás en el camino ¿quieres hacer un desnudo?
Valeria no lo pensó. –Sí.
–Excelente. Nada más la blusita, primero quítate nada más la blusa… –Segismundo y su ayudante se acercaron y, le pareció a Valeria, abrían más los ojos, la música se volvió frenética y aumentó el volumen, un rock pesado–, formidable… ajá… linda… mmmuy bien… para allá… –el fotógrafo gritaba para que ella lo oyera por encima del rock--- un poco de lado… eso es… preciosa señorita –disparó no menos de trescientas veces para atrapar la hermosa figura–. Una maravilla. Ahora sí, mi vida, quítate lo demás.
Valeria se apartó del set, bajó el shortcito inclinándose un poco y se lo sacó, luego hizo lo mismo con el calzoncito y oyó (no veía detrás de las luces) que disparaban la cámara en andanada de clics, las luces, incluso más intensas la habían seguido, la tomaban mientras se quitaba los calzones. No le importó. No se dio cuenta que también había ya cámaras de cine. Cuando estuvo completamente desnuda, avanzó de nuevo al sitio, el set, donde la fotografiaran, por instinto se cubría los senos con un brazo y el pubis con la otra mano, pero notó que se encendían más, muchos más reflectores, luces deslumbradoras que no la dejaban ver nada. Del implacable fulgor salieron dos hombres.
–Ahora sí, pinche putilla –se desnudaban con violencia al avanzar. Ella trató de recuperar su ropa, aterrorizada se fue hacia donde dejara sus prendas. Un hombre semidesnudo la golpeó con la mano abierta sobre la cabeza. Ella se estrelló contra la pared al derrumbarse. Ahí el otro le dio un golpe en el estómago que la dobló, la dejó sin aire aovillada en el suelo. Sintió que la agarraban al menos dos hombres y sostenían sus brazos abiertos en cruz, otros le abrían las piernas y la amarraban en un artefacto o sitio ex profeso a la postura.
* * *

(El placer mayor de la vida y más grande posible en el universo es la visión de una hembra humana encuerada. Placer grande, pero que dura si acaso un minuto. Un placer más grande es cogérsela después de haberse excitado tan sólo a la vista de su cuerpo desnudo. Meterle la verga. Cogérsela como animal, pero sólo la primera vez que es cuando más resistencia ofrecen, porque después de la primera cogida ya no resisten, como si la honra y la deshonra dependieran del número ordinal correspondiente a los diez minutos que dura la cogida. Lo que no saben es que el placer del macho sí depende proporcionalmente con su resistencia. Pero bueno, las viejas son bien raras. No hay que intentar entenderlas, sólo hay que gozarlas; pocas fuentes de placer en este mundo tan grandes como ese animal, la mujer, ni siquiera ella, las fuentes de placer son las cosas que carga, las tetas, las nalgas, el coño y las formas en que el animal reaccione. Un placer más grande (y desconcertante) después de habérsela cogido tres veces, es ver como se la cogen –tres veces cada uno– tres cabrones, uno de ellos, de preferencia, negro y con una verga que provoque terror, irreal de tan fea, gruesa y gigantesca.
Ver chiches, ver nalgas. Tocar. Pellizcar nalgas, pellizcar tetas. Coger. Coger con las buenotas. Coger con las más bonitas. Coger con las más putas. Cogérselas como perras. Darles por el culo (y después lavarse muy bien la verga, desinfectarla), darles por el culo hasta que chillen, descularlas, desangrarles el culo. Hacerlas tragar verga, hacerlas beber semen, lamer güevos, que beban, que traguen, que mamen, que laman, arrastrarlas. Ver como las palpan, las pellizcan, se las cogen, ver que las pongan como perras. Ver como se las cogen y les hacen daño. Hay que darles por el culo, hay que ponerlas a mamar verga. Chuparlas, morderlas. Ver cómo las chupan, como las muerden, como les hacen daño mientras les dan verga. Empinadas, sometidas, recibiendo verga simultánea por todos sus orificios, por hombres que ya no sienten placer y que se decepcionan cuando les meten la verga por cuanto agujero les encuentran pero ellos ya no sienten nada… y entonces les hacen daño. Y cuando ellas gritan de dolor, ellos acusan una descarga como eléctrica de placer. Tomar un cuerpo, eyacular en él, en su vagina, en su culo, en su boca, mientras sufre; no siente ya malestar ni rechazo (puesto que sufre), o no sólo siente malestar y rechazo, sino dolor, un enorme dolor. Ver como otros lo hacen. Descifrar el placer último, el que aparece cuando llega el límite del dolor. El delirio. Ver como un negro eyacula sobre la cara de una mujer y la abofetea por puta, ver como le desgarra el culo con su monstruosa verga negra. Mientras ella grita de dolor. El gran placer de observar qué daño puede hacer la innoble, la espantosa verga del negro. Son deleites que sólo los que pueden gozan en este mundo. Los que pueden, los que tienen el poder. El poder de cogerse a la mujer que se antoje, bonita, hermosa, niña, puta. Ajena, siempre de otros. El vulgo sólo mete su jodida verguita y la saca tres o cuatro veces, se vienen a lo pendejo y se quedan dormidos tres minutos después. Y sus hembras en su puta vida habrán tenido un orgasmo. Gente que jamás tendrá la menor idea de lo que es placer. A menos, claro, que la mujer llegue aquí y la hagamos llegar al último placer. Gente que en su vida no sabrá que el placer más grande es tomar las mujeres ajenas, someterlas y someter a quien las poseía, arrebatárselas. Llevar el placer hasta el último de los extremos. Nunca se puede, a pesar de que se tiene el poder, nunca se puede cogerse a todas las que se quisiera uno coger. Todas son ajenas y todas pueden desatar una guerra. El enfrentamiento del poder que quiere apropiarse de una mujer y el poder que defiende a sus mujeres. Poder contra poder. Se usa el poder para apropiarse de las mujeres ajenas. Para poner a mamar verga a las mujeres ajenas, ponerlas como perras. Quitarle a la plebe sus mujeres, lo único bueno que tienen. Poner a un negro con una verga inmunda y descomunal a que les floree el culo, a que les moje la jeta de semen grisáseo y viscoso. Tocar, degustar, oler, mirar, oír... los cuerpos cuando experimentan el placer supremo, el dolor, los cuerpos de las mujeres ajenas, puesto que todas son ajenas, llevarlos más allá del placer, cuando empiezan a sufrir de placer, cuando están listos para sufrir y sólo así recuperan el gozo. Cuando llegan a gozar de dolor. Mirar, mirar eso. Buscar. Realizar la inútil búsqueda. Hacer el encuentro con el inmenso placer cada vez, para que el encuentro se vaya volviendo imposible. Entre más encuentros en la vida, más imposible será el próximo encuentro; hasta que no vuelve. El placer huye y busca algo nuevo para encontrarlo. El ejercicio del poder y el uso impuesto sobre cuerpos ajenos. Usar el poder para que se dé el encuentro que llegue al placer de apropiarse, de imponer, de someter, de hacer sufrir hasta el gozo del sufrimiento final. Porque la vida sin el encuentro con el placer se vuelve una vida de bestia, algo estúpido, sin sentido. Siempre más, siempre más. El placer que entre más se logra más falso se vuelve, más lejano se percibe, más imposible se antoja. La satisfacción del placer es insatisfacción. La insatisfacción nos lanza a la búsqueda y la búsqueda termina con el encuentro de un nuevo placer que en tres veces de goce se vuelve insatisfacción. Hasta el vacío, en el pozo sin fondo, hasta la eternidad, hasta el sinfinal, hasta la muerte. Hasta el supremo goce de dar la muerte, de sentir como la que muere tiene un placer más grande que el mismo placer tuyo que diste la muerte.)


* * *

Sobre un rock aturdidor, monstruosamente fuerte, Valeria, aterrorizada y sometida oyó:
–¡Cinc, cuat!, ¡plano médico!, ¡tre!, se graba, dos…
Entonces recibió la primera herida en su sexo.
El mundo empezó a ser peor que nunca. Se instaló el infierno. La basca de Dios y el aliento pútrido de Satanás en el cuerpo hermoso de Valeria.
Los oscuros habitantes de las cloacas de la humanidad vaciaron en ella sus deyecciones. La humanidad dejó de existir. La bestialidad hizo involucionar la existencia. El mundo regresó a su principio cuando Dios y el Diablo no se habían separado. El imperio de la podredumbre, de la descomposición se apropió de la vida. La prehistoria tomó plaza en este mundo. La mujer eterna fue sacrificada, la más perfecta, la más hermosa, en el ara de la bestia, el Dios inmundo del caos y la destrucción. La supurancia dejó de representar lo repugnante, la caca dejó de ser vomitiva y la basca ya no fue hedorosa, la pudrición que sólo es desorden, que apenas es reinicio evolutivo, que apenas es disgregación y que horroriza, perdió su horror y fue lo que es: sustancias en desintegración.
Y Valeria desapareció prístina, luminosa, librada de su hermoso cuerpo objeto de la bestialidad que creía seguir usándolo. Valeria lejos de este mundo, eterna, solar, infinita, pura consciencia. Eso que se llamó Valeria acusó lo que quizá hubiera llamado dolor al mirar a las inmundas bestias sumergirse entre la mierda y deseó redimir sus consciencias fementidas, extraviadas.
En el infierno de este mundo al que las bestias colaboraban para degradarlo un poco más, para hacerlo peor, las bestias, con sus propias mierda y basca rellenándolos desde la garganta y hasta el alma, asfixiándolos, creían seguir torturando una deforme masa de carne, sangre y huesos que poco antes fuera una hermosa mujer y se miraban con decepción los hocicos babeantes ensangrentados, porque aquel cuerpo ya no respondía al dolor.
El cuerpo de Valeria Sánchez fue encontrado por un personaje anónimo que, estremecido, denunció que entre el polvo calcinado afuera de la ciudad, entre las plantas implacables, espinosas y heroicas del desierto había un objeto horroroso, irreconocible, remolido, como arrastrado a lo largo de mil kilómetros de polvo y piedras, como el de una rata exterminada por la justicia que nuestra humana sobrevivencia impone en este planeta; el desnudo cuerpo de lo que fuera una muchacha estaba recubierto de un lodo hecho con sangre y tierra, mutilado en labios, pechos, genitales.
Los zapatitos rojos de mariposa y el bolso de mano infantil permitieron asegurar que había sido ella.

No hay comentarios: