jueves, 19 de julio de 2007

El mensajero

El Mensajero

Pterocles Arenarius

El Diablo es Dios
interpretado
por los perversos.
¿?

Ignoro la exactitud de la circunstancia que les permitió ponerse en contacto conmigo. Pero nada asombra en tiempos de internet y comunicación satelital. Luego he pensado que si los hechos hubieran ocurrido en la olvidada época de la primera caída de Bagdad, tampoco me habría sorprendido.
Por pretender información fidedigna visité múltiples páginas de la red desde los momentos en que se amenazaba a aquel país, a aquella ciudad, luego lo hice también durante los combates ¿o debo decir asesinatos? Alguna manera --sospecho que aquellas incursiones en tantos sitios de la red me hicieron notorio-- encontraron para comunicarse conmigo. ¿Cómo me eligieron? Tengo una versión inverosímil, la que ellos me dieron y que aquí será conocida. El 16 de abril encendí mi computadora, revisé mi correo electrónico y ahí estaba el mensaje de Mujamed Abdulá Al-Saffir. Abrí la carta.
"Honorable señor Pterocles Arenarius
Que la paz y la salud sean con vos
Alá es Grande. Alabado sea.
"El Al-Muh-Essim Al-Arif (hoy traduciríamos –con la mayor simpleza– El Libro de las Alabanzas) ha sido rescatado. Tenemos que confiar en alguien para que lo custodie mientras las condiciones en nuestro país se modifican. La tradición nos enseña que los bárbaros son incapaces de sospechar la veneración por un libro irrecuperable, también estamos ciertos de que el libro peligra, por más que, si fuera destruido, en muy poco habría de alterar los designios de Alá, que grande es su gloria. Pero la destrucción de El Libro costaría sufrimientos enormes a quien consumare tal atentado y, también, a toda la humanidad, un libro cuya antigüedad física es de más de ochocientos años y que fuera inspirado por la divinidad --usted dirá de haber sido creado-- hace un milenio más la mitad de otro, y que guarda secretos que hoy son indescifrables. No podemos ponerlo en peligro.
"Al-Muh-Essim Al-Arif pertenece a la humanidad, a la parte que ha encontrado como hacer de su existencia metal precioso, pero más pertenece a los hombres que vivirán en nuestras tierras en los siglos venideros y que buscarán. Y el que busca debe encontrar. Tal es en este caso, nuestra misión. Por un lapso que quizá sea largo es importante que el libro no se encuentre en mi país. No pertenezco a un organismo de gobierno, menos a alguna empresa lucrativa. Los Hermanos del Viejo de la Montaña, a donde la Gloria de Alá me ha designado, es una asociación dedicada a realizar La Obra del Altísimo. Hemos decidido que a usted corresponderá custodiar El Libro. Tenemos razones para esta decisión. Esperamos su respuesta. Y su venia".
Pensé en una broma. Pregunté sin delicadeza cuánto me costaría lo que fuese que deseaban de mí. Me intrigaban varias cosas. Los nombres parecían auténticos, el lenguaje verosímil, aunque demasiado correcto si es que eran árabes, lo cual, de hecho, nada me indicaba, la circunstancia era desconcertante. El mensaje estaba fechado en Francia, en un lugar que se llama El Langedoc. Un libro tan antiguo me despertaba una inmensa curiosidad. Un libro. Era sólo un libro. Acepté.
No hubo más de tres mutuos mensajes. Eran días de espanto. Leer noticias era ingresar en la depresión. Procuré dedicarme a menesteres que me aliviaran. La soledad, la música, el estudio de las ecuaciones diferenciales con variable compleja, la meditación. Y dejé de visitar la red y leí periódicos muy poco. Ya no era posible hacer más de lo que se había hecho contra la guerra. Habíamos gritado, habíamos manifestado nuestra aversión, repudiamos, escribimos. Nada sirvió. Había estallado la guerra y los jinetes del apocalipsis galopaban arrasando con muerte y destrucción aquel país. Olvidé mi aquiesencia. Por eso tuve gran extrañeza y desconcierto cuando, en los días de la destrucción de Bagdad, dos hombres barbados, incontestablemente árabes me interceptaron un buen día que terminaba de tomar un café y luego de una sesión más que gratificante de unas dos horas de lectura. Uno era enorme, casi obeso, la nariz de águila, los ojos descomunales y oscuros decorados por pestañas impresionantes que, si no fuera por las negras barbas rizadas lo harían confundir con una enorme y desconcertante mujer; lo anterior además del color de la tez indicaban a cualquiera que no podían ser más que árabes. Éste jamás habló. A pesar de su vestimenta occidental daban la impresión de que se habían quitado sus vestimentas del semioriente cinco minutos antes y de traer los turbantes, los tocados y los camisones (ignoro los nombres de tales prendas) en una maleta, prendas con que vemos a gente árabe en las fotografías periodísticas. El otro era de estatura mediana, entre su ordenada barba muy tupida resaltaban también los hermosos ojos de árabe, cuya profundidad era casi como la de quien está bajo el poder de un poderoso alucinógeno. Él era Mujamed Abdulá Al-Saffir.
Mi comunicación con Abdulá se dio, por ironía, en un inglés más que imperfecto de ambas partes, por el cual, sin embargo, me di cuenta (hablando con construcciones del español pero usando palabras del inglés, mientras él, seguramente, las hacía del árabe con palabras del mismo idioma) que las formas del pensamiento están muy cercanas. Era una salvaje ironía, que la víctima y el pretendido custodio hablásemos en el idioma del agresor. "Esto es un signo del inmenso poder de Alá", me dijo el árabe cuando le hice notar la circunstancia. Es indiscutible, pensé, puesto que los designios de la divinidad son inescrutables.
Los invité a conocer lugares de Guanajuato. Traté de mostrarme cortés y conocedor, pero también modesto y, errónea, temerariamente –sin la menor idea del sentido del humor árabe–, intenté ser gracioso. Por sus actitudes concluí que fracasé escandalosamente. No entendieron las bromas o carecían de sentido del humor o eso no existe entre los árabes. Les mostré algunos de los orgullos de esta ciudad, les anoté –como sin darme cuenta de lo que decía– que Guanajuato es Patrimonio de la Humanidad con certificado de la Unesco, quizá no debí hacerlo, miraban con idéntico interés cuanto les mostraba. Mientras más tiempo iba pasando me sentía más embrollado, menos dueño de mí mismo. Ellos estuvieron imperturbables, ensimismados en una serenidad que de pronto sentí muy profunda, quizá melancólica o quizá sublime. Entramos, al fin, en un café, de una de las hermosas plazas, para hablar de cosas que nos incumbieran. El libro. Abdulá fue directo.
–Traemos El Libro que permanecerá en su poder. El lugar y el custodio, esta ciudad y usted, han sido encontrados con tal acuciosidad que no requerirá, míster Arenarius, cuidados ni vigilancia, ni siquiera precauciones especiales. En occidente hay tres personas que saben donde está el libro y estamos juntos.
–¿Cuándo vendrán por el libro?
–No es posible hacérselo saber ahora. No se preocupe, no alterará su rutina en absoluto. A menos que usted quisiera traicionarnos de alguna manera.
–¿Tratando de vender el libro?
–Por ejemplo. Pero tenemos la confianza que no lo hará.
–¿Por qué?
–Conocemos un poco de lo que podemos llamar su personalidad, su instrucción académica, sus preferencias en varios ámbitos. Confiamos en que no nos traicionará.
Pensé: ¿Me habrán espiado? –¿Cómo han obtenido esa información?
–Tenemos maneras que no son convencionales, digamos.
–Hablemos del libro. ¿Qué clase de escrito es el que contiene?
–Es un libro sagrado. No pertenece al Islam. Es una tradición que llamamos iluminación original. El contacto con la divinidad de hombres muy antiguos.
–¿Es tan importante el libro como para arriesgar así la vida?
–Ante un objeto como ese libro cualquier vida es poco.
–¿Por qué ustedes, mahometanos, luchan así por conservar un libro que ni siquiera pertenece a su religión? –El musulmán no se inmutó, mostró una sutil mueca y me dijo:
–Todos somos uno y lo mismo, descubrió uno de los precursores de lo que sería después occidente.
–Heráclito, eso es de Heráclito.
–La divinidad es una. Las lenguas muchas. Nosotros la llamamos Alá y todos los caminos conducen hasta Alá, que grande es su gloria.
–¿Por qué habría de ser ese libro importante para mí, excepto por su antigüedad? –Guardaron silencio. Sentí que habíamos llegado a un punto clave de la entrevista. Abdulá habló con su inglés raro, su actitud impertérrita, un acento árabe atenuado y la neutra monotonía de su voz.
–Señor Arenarius, nos hemos fijado en usted porque, aunque es un occidental racionalista, su sensibilidad, que ha cultivado a través de la apreciación y el disfrute de las artes y su cultura nos hacen pensar que nos entenderá. Por otra parte, a pesar de lo anterior usted no es, digamos, alguien prominente. Eso nos da más seguridad. Tenemos confianza en que nos entenderá, como ya le he dicho. O al menos tendrá alguna forma de idea de que así ocurre. Antes que nada quisiera hablarle de la destrucción de objetos de poder, usted les llamará obras de arte antiguas. Aceptará que en algún momento de la antigüedad arte, religión y ciencia eran uno y el mismo cuerpo. –Acepté con afirmación convincente–. Ahora quiero recordarle algunos momentos históricos.
Y me habló de momentos terribles para las obras de arte, las mutilaciones de los maravillosos dioses y efebos griegos y sus venus prodigiosas de belleza, recordamos a aquel perdulario que incendió el templo de Diana en Éfeso, conversamos de las múltiples desgracias que ocurrieron a los saqueadores de tumbas egipcias; del hecho de que en la tradición de ese pueblo existen historias horrorosas del implacable destino que sufrieron siempre aquellos codiciosos, incluyendo al equipo moderno de británicos de los años 20 encabezado por Carter y Lord Carnavon. Recordamos la Biblioteca de Alejandría cuya destrucción fue equivalente a trepanar cuanto de conocimiento se había acumulado hasta entonces, mencionamos la destrucción de tesoros en Mesoamérica, pero también de su sobrevivencia y del destino sombrío de sus destructores. Recordé la anécdota, ciertamente curiosa, de que George Gordon, enrolado en el ejército insurgente griego contra el opresor otomano, lanzó un anatema contra aquel oscuro comerciante británico que robó la escultura en altorrelieve del frontispicio del Partenón cuando el poeta se enteró del atraco. Los conocedores están de acuerdo en que la suerte de aquel hombre fue funesta, aunque nadie la asocia con la maldicion byroniana; "para nosotros es muy clara la relación de causa a efecto entre esos objetos de poder, más la imprecación del poeta; por más que los tesoros se los requisara el gobierno inglés" dijo Abdulá. Recordamos el maravilloso tesoro de Heinrich Schlieman y Sophia Engastromenos y su rescate de las riquezas troyanas ante la vulgar estulticia de los turcos y aun de muchos escépticos occidentales. Me dijo: "Ese es un ejemplo típico del buen uso de los libros como objetos de poder. Usted sabe que Schlieman hizo sus descubrimientos estudiando a Homero y a Pausanías, a Sófocles y a Esquilo". Abdulá me asombró por conocer la maravillosa historia de la conservación de la Coatlicue que, creyéndola una imagen de satanás, no se atrevieron a destruir los españoles, aunque dejaron testimonios en dos ocasiones en que sendos clérigos sufrieron la fascinación y gozaron el terror de la espantosa belleza que reside en la escultura. De sucesos recientes recordamos la bestial destrucción de los Budas monumentales en Afganistán.
–Esa es una buena muestra de lo que desata en el mundo real la destrucción de un objeto de poder.
–Son historias espléndidas o bien monstruosas que me hacen pensar en maravillosas o terribles coincidencias. Algo trascendental hay en la relación de los hombres con las obras de arte, fatal o sublime.
–En efecto, míster Arenarius; su frase nos confirma que no cometimos un error al escogerlo para que custodie el libro.
–¿Pueden decirme qué los hizo pensar que yo podría cuidar ese tesoro?
–Su nombre.
–¿Mi... nombre?
–Bueno, muchas otras circunstancias que no entendería, o más bien no nos creería. Pero su nombre, Pterocles Arenarius, que, en latín, acumula el fuego del vuelo, con el aire donde se realiza, más el agua que es hábitat del ave aludida y la tierra que explícitamente se menciona. Los cuatro elementos. –Las virtudes ajenas deseadas, nos hacen amar a los personajes que las acumulan. Cuando un virtuoso emplea el don que en él admiramos para hacernos una lisonja recibe, expeditamente, en su mano, la llave de nuestro corazón. Admiré su erudición que, en tan pocas frases demostraba conocimientos profundos de latín, zoología, ornitología, mitología y quizás alquimia o alguna disciplina que desconozco, además de la propia lengua. Nadie, en años, había tenido idea semejante ni mucho menos, acerca de mi apelativo ciertamente extraño. De pronto estaba seducido por aquellos hombres exóticos, lejanos, extranjeros–. Míster Arenarius, lo diré en términos occidentales, ¿usted tiene idea de lo que significa para el espíritu de la humanidad la destrucción de un poema cualquiera? ¿De un gran poema? En cualquier caso es un retorno a la bestialización. Puesto que un poema es, siempre, un paso más en el camino de la iluminación de un hombre, de un desconocido al que el poema llegará precisamente en el momento en que lo necesite. ¿Qué significa destruir una liturgia? ¿Una oración, una invocación a la divinidad que fue inspirada a un hombre hace cinco mil años? Los poemas son oraciones. Usted lo sabe. Nuestras oraciones, las de cualquier gente, en el mundo, en la historia, son poemas. Le diré algo en sus ámbitos para que nos entendamos, todas las filosofías occidentales han planteado tres preguntas. ¿Quiénes somos, de dónde venimos, a dónde vamos? Dicen que la primera es la más importante. Pero ésta no puede ser contestada si no nos respondemos la segunda. Y con la destrucción de cada objeto de poder, de cada libro sagrado que en el mundo existen, esas preguntas se van volviendo cada vez más irresolubles. Nuestro lado oscuro, nuestra inconsciencia animal trata, sin saberlo, de cancelar la posibilidad de que contestemos la segunda pregunta. Y con ello tampoco la primera. Paradójicamente así logran que la tercera no tenga incertidumbre: nos aclaran que avanzamos hacia la destrucción. Regresamos a la animalidad.
–La legendaria Bagdad está siendo destruida.
–Bagdad, donde transcurren Las Mil noches y una Noche. Donde los hombres que habían empezado a pensar, dieron inicio a esta aventura, la civilización, que es un trance de condena, pero también de salvación. Señor Arenarius, Al-Muh-Essim Al-Arif salvará a humanos. Quizás a miles. Que salvarán a miles. La Obra de Alá, que grande sea su gloria, no puede ser detenida por la destrucción de éste ni de ningún libro sagrado. Sólo retardaría un poco la llegada de la luz.
–Dígame una cosa, Abdulá, ¿en qué radica el poder de eso que usted objetos de poder? Los sucesos espantosos ocurren y no se hace sentir el poder de esos objetos.
–Míster Arenarius, quizá un día usted entienda. No hay bien, no hay mal. Hay fuerzas, y hay instrumentos de esas fuerzas. Hay destrucción y hay generación. Los hombres engañados creen que el poder sirve para destruir. El real poder es el que realiza la generación. Los actos de estos pobres hombres sólo son una parte de su propio camino. De su autocondena. No sé de qué manera pudiera explicarle...
–¿Aquél que destruya el Al-Muh-Essim quedará maldecido para el resto de su vida?
–No sólo para el resto de su vida.
–Si el imperio gringo lo destruyera ¿sería también destruido?
–Eso es indudable. Pero costaría a toda humanidad, millones de vidas y dolores que no podemos imaginar. Si ellos destruyeran este libro, esa barbaridad sería un catalizador para los procesos de descomposición de ese país, pero en su acelerado derrumbe dañaría a gran parte de la humanidad. El imperio está destinado a su autodestrucción gradual, por descomposición, como todos los imperios.
–Pero con tal de librarnos más pronto del imperio más poderoso que haya conocido la humanidad, el imperio gringo.
–Es una falsa opción. El mal impera en un mundo tan burdo, en un universo tan grueso. Ellos creen que teniendo todo el petróleo de este planeta estarán más seguros, someterán al resto. Por nuestra parte, que se lleven todo el petróleo. Les servirá para avanzar más rápido en el camino de su decadencia. Todos perdemos si se llevan el petróleo, pero las pérdidas serían mucho mayores si destruyeran los libros sagrados. En una humanidad que ha olvidado sus mitos y sus dioses, sus referencias de lo sublime. Si no fueran ésos que usted llama gringos, sería cualquier otro pueblo bárbaro y ensoberbecido. Siempre habrá un pueblo, templado en el sufrimiento y el odio, que llegará a la cumbre material, engañados por el mundo de las apariencias. Sus ciudadanos, las masas, caen en el pozo sin fondo de la insaciabilidad animal de algunos y a la inapetencia que resulta del exceso de excesos de otros. Terminan siendo sociedades enfermas. Un síntoma es que olvidan la poesía, se alejan de la divinidad. Por otra parte, paradójicamente, por supuesto, y por las mismas razones, también en esas opulentas sociedades surgen los hombres espiritualmente más avanzados, los que intentan dar la salvación a otros, labor inútil, cada uno tiene su camino, sin embargo, hay momentos en que logran lo imposible, algo que es, para nosotros, no occidentales, impensable. Creemos que la salvación, la iluminación
es un proceso absolutamente individual. Pero ustedes, los occidentales, son gente muy extraña. Defienden con tal necedad sus ideas que su candor consigue rozar con la sabiduría y así llegan a comunicar lo incomunicable. Lo logran. La civilización tecnológica es la mejor muestra de eso. Por esa demoniaca creación vivimos, los que estamos en este mundo, a la orilla del abismo. Pero aun así confiamos en que a largo plazo nos salvaremos no a pesar ni en contra de esta civilización tecnológica, sino gracias a ella. Además no tenemos otro camino.
–Están defendiendo a sus enemigos.
–Sí, si así los consideramos, porque, en tal caso no podemos ser iguales que ellos. Hoy todos vivimos en Bagdad, Irak es aquí.
–¿Irak es aquí, Guanajuato?
–Bagdad es todo el mundo. A ellos, a los destructores Al-Muh-Essim Al Arif los protege a ellos de sí mismos. Hoy Bagdad paga con sangre, una vez más. La mil y un veces destruida Bagdad. Pero además no sólo son nuestros enemigos, entre ellos también están algunos de los mejores amigos de la humanidad. Hombres que son voces de Dios y que, según nosotros, Alá, el de inimaginable poder, piensa a través de ellos. De igual manera que en el corazón de cada hombre radican juntos la maldad y el bien. Y así como en ese país son muchos los perversos sexuales, los locos peligrosos y los criminales en serie, también abundan los santos, los cristos y los iluminados. Señor Arenarius, un grupo de sabios nos hemos dado a la tarea de descifrar a Al-Muh-Essim Al-Arif. Conocemos una pequeña parte de lo que dice el libro. Permítame, por último, leerle un mínimo fragmento.
Leyó:
–Por los poderes de Al-Muh-Essim Al-Arif juro que admitiré que me fueren los ojos arrancados y cercenada la virilidad si divulgare, hiciere entrega en manos profanas o sugiriere pista alguna de su existencia. Admito que experimentaré mil regresos hasta que en mil vidas recolecte los secretos que Al-Mhu-Essim Al-Arif contiene.
–Se oye tremendo. Pero me parece que el castigo no son los tormentos físicos.
–No tiene que pronunciar éste, ni ningún otro juramento, señor Arenarius. Son otros tiempos. Pero El Libro se protege a sí mismo. Lo protegerá a usted. Y lo notará. Este es un objeto del divino poder, un libro sagrado. Tiene vida propia. No me lo crea, no le pido que lo haga. Ahora nos vamos, míster Pterocles Arenarius. Déjeme entregarle esto. No pretende ser una recompensa. La mayor que podríamos darle, usted la ha aceptado, permanecer algún tiempo en custodia de El Libro. Pero esta pequeña obra de arte será un buen aliado para usted. –Me entregó una pequeña estatua. No más de veinte centímetros. Un objeto prehistórico. Un dios solar. Un trabajo que, si no fuera por la tremenda fuerza que emite de su expresión, diría que es casi grotesco. El dios solar me atrajo con tan gran poder que me quedé largo tiempo observándolo y ni siquiera procuré una digna despedida mexicana a los hieráticos árabes. Además no la necesitaban. Me quedé sentado con el portafolios de cuero sin mayor peculiaridad al cual endosaron el Al-Muh-Essim Al-Arif para que estando a la vista fuera desapercibido, observándolo, pero más a la inquietante estatuilla.
Aunque no pertenezco a la confesión de Abdulá Al-Saffir, no descreo en la memoria histórica ni en los estados del espíritu del hombre, de los hombres que se han entregado a la ingente tarea de pergeñar los libros sagrados. Coincido con el árabe que la poesía nos conduce y en un momento nos otorga un vislumbre de la divinidad. Sé que en todos los libros sagrados hay poesía. En las obras de arte, expresiones de la divinidad. Por eso acepté su custodia. Al entrar en mi casa me dediqué a la inspección del libro. Después recorrí bibliotecas, fui a México, consulté conocedores inquiriendo sesgadamente sin mencionar al libro. Investigué con fervor y acuciosidad. Al principio recuerdo que llegué a pasar noches en vela, casi sin darme cuenta, examinando el libro y la estatuilla. No dejaba de asombrarme el hecho de que el sueño no me vencía mirando caracteres que carecían de la menor referencia, indescifrables para mí. Nada me decían conscientemente. Pero algo emana del libro que me hace llegar a un estado entre el sueño y la vigilia, de tal manera que no duermo en las noches, pero creo que tampoco estoy absolutamente despierto de día. El libro llegó a volverse una obsesión. Impreso en un formato inverosímil, tres codos antiguos por diecinueve palmas, en un material orgánico que artífices babilonios procuraban de las hojas de palmeras centenarias crecidas de las eternas tierras entre los dos ríos, curado y procesado con la paciencia de monjes vitalicios, autóctonos del lugar donde surgiera una de las civilizaciones primigenias; ilustrado con miniaturas –que hace siglos fueran policromas– por artistas decanos; redactado bajo el influjo de éxtasis producto de existencias dedicadas al estudio, la meditación y la disciplina monástica de venerables iniciados y, al fin, reproducido por copistas analfabetas con el fin de guardar el secreto exclusivamente para los que, llegado el momento, después de un trabajo mistérico de largos años, pudieran allegarse los conocimientos propios del ocultismo más remoto. El libro se fue volviendo una necesidad, un alimento para mi espíritu. Supe del saqueo del Museo y de la Biblioteca de Bagdad. Entendí cuanta razón tenían quienes me hicieron el encargo. Casi todas las noches observo el libro y siento el poder de la inmemorial estatuilla del dios solar. Contemplo los signos ilegibles del libro y la imponente postura del diosecillo; me informo de las atrocidades que ocurren en el mundo, en las actuales guerras con una frialdad que en otro tiempo me hubiera alarmado. Me desconozco. Algo me hace sentir con sutil vaguedad que lo que ocurre –los crímenes, la violencia, el espanto– tenía que ocurrir. Ignoro si me he vuelto un ser atroz. Intuyo percepciones de mi muerte. Y casi gozo.
He descubierto que soy otro. Por las noches pienso a veces hasta la desesperación, medito y encuentro el sosiego, imagino y, para no enloquecer, lucho contra ciertas imágenes que me asaltan. De día observo un mundo cada vez más extraño, descubro, o al menos eso creo intuir, la irrealidad de la realidad. A veces me parece que me alejo del mundo, de los hombres. No me interesa el petróleo ni la lucha por el poder. Siento que no existen las injusticias que me enfurecían hace apenas dos meses. Siento que somos escritos por algo que es omnipoderoso, tan inconcebible de sublime como inimaginable de atroz y cuyos conceptos de bien y mal no pueden comprender los humanos. Percibo a la gente en su más profunda desnudez. Al principio, con frecuencia, me asqueaban. Ya he aprendido a soportarlos. Tengo visiones que suelen aterrarme. Busco refugio en la soledad, en los niños, en ciertas mujeres del pueblo, en los viejos ebrios, en los idiotas. No sufro. Pero el placer ya no depende de mi cuerpo. Me alimento escasamente, me deleita el agua. Gozo indeciblemente los amaneceres, las mañanas heladas y las noches en soledad. Espero a un árabe que, un día que he vislumbrado, vendrá por el libro.

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